sábado, 20 de febrero de 2021

UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 7



El hombre abrió los ojos azules todavía medio dormido. Tenía el pelo castaño, demasiado largo y despeinado. Los miró, se quedó pensativo y sonrió.


—Todo es negociable —dijo en voz baja, ronca.


Sam se echó a reír, pero a Paula no le pareció nada gracioso encontrarse a un vagabundo en una casa que estaba intentando vender.


Entonces el hombre la miró y ella sintió una conexión muy extraña con él.


Se le aceleró el corazón y se sintió como si, de repente, todo fuese bien. Cerró los ojos.


Quiso preguntarle quién era y qué estaba haciendo allí, pero estaba tan nerviosa que solo inquirió:

—¿Quién hace aquí?


Él la miró fijamente y sonrió más, dejando al descubierto una sonrisa perfectamente blanca. Paula nunca había visto a un vagabundo con los dientes tan limpios.


—No hago nadie.


Sam volvió a reír al oír semejante conversación.


—Quiero decir que qué está haciendo aquí.


Él bostezó y respondió:

—Hasta hace un momento, estaba durmiendo.


Una no llegaba a agente inmobiliaria de éxito si no tenía mucho tacto, así que Paula se contuvo para no tirarle un zapato a la cabeza.


—Está bien, vamos a intentarlo otra vez. ¿Quién es usted? —le preguntó con tranquilidad.


—Pedro Alfonso. ¿Y usted?


—Paula Chaves, agente inmobiliaria. Esta casa está a la venta.


Él levantó las manos y se frotó los ojos, Paula pensó que le habría ido bien frotarse también las uñas.


—¿Es ese el motivo por el que la casa parece una tienda de muebles? Casi no la he reconocido. A mi abuela nunca le gustaron las cosas tan modernas. Lo único que sigue igual es esta cama —dijo. Luego miró a los MacDonald—. Mi abuela murió en ella.


Sam puso gesto de sorpresa y retrocedió, mirando a su alrededor como si hubiese un fantasma en la habitación.


—No murió en la casa —replicó Paula entre dientes—. Murió tranquilamente en el hospital.


Dudaba que los MacDonald fuesen a creerla. ¿De verdad era aquel el nieto de la señora Neeson? Si era así, tenía que ser cauta.


No le había parecido que la puerta estuviese forzada ni había visto ninguna ventana rota. La mochila que había apoyada contra la pared era de marca y al lado había una bonita cámara fotográfica. Creyó recordar que había oído que el nieto era fotógrafo.


Además, no había saltado de la cama ni había echado a correr al verlos, sino que había ahuecado las dos almohadas de seda verde y se había puesto cómodo. A pesar de su aspecto desaliñado, era muy guapo.


Paula no supo qué hacer. Tenía experiencia en su trabajo, pero nunca se había visto en una situación así. Y necesitaba vender aquella casa. Era la mejor oportunidad que había tenido y no podía permitir que un mochilero mugriento se la estropease.


No obstante, hasta que no solucionase aquello no podría hacer nada más, así que recuperó la compostura y se giró hacia los MacDonald.


—Lo siento mucho. Ha debido de haber una confusión que tendré que aclarar antes de que podamos continuar.


—Lo entendemos —le respondió Lucas, saliendo al pasillo—. Qué pena. Es una casa estupenda. Perfecta para nosotros.


—Lo sé —dijo Paula, teniendo al menos la satisfacción de saber que había tenido razón—. Os prometo que lo resolveré y seréis los primeros en saberlo. Mientras tanto, buscaré también otras casas que puedan gustaros.


Mientras bajaban las escaleras, Sam miró por encima de su hombro y preguntó:

—¿De verdad murió la dueña en la casa?


—Por supuesto que no. Si hubiese sido así, os lo habría dicho. Aurora Neeson murió en el hospital. Tenía casi noventa años y fue muy feliz aquí hasta un par de días antes de fallecer. Le dio un derrame cerebral y murió sin darse cuenta. Ojalá todos tuviésemos tanta suerte.


Siguió sonriendo hasta que los MacDonald estuvieron fuera de la casa y después se puso seria y volvió a enfrentarse al extraño que había intentado estropear sus planes.


No iba a permitir que eso ocurriese y se lo iba a dejar claro a aquel hombre alto, moreno y despeinado.




viernes, 19 de febrero de 2021

UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 6

 

Como agente inmobiliaria, Paula se consideraba una especie de casamentera que unía a la casa adecuada con el comprador adecuado.


Y tenía la sensación de que Samantha y Lucas MacDonald se iban a enamorar de Bellamy.


Como buena casamentera, había preparado la casa cuidadosamente gracias a los servicios de Julia. Le habría gustado tener tiempo para hacer algo más que limpiarla y plantar algunas flores nuevas, pero no había sido posible.


Así que todo estaba lo más perfecto que podía estar. El sol brillaba contra las ventanas y realzaba la bonita casa que, en su día, debía de haber sido una verdadera joya.


La joven pareja que iba a verla llegó a las once en punto.


—Me parece que esta os va a encantar —les dijo Paula, dándoles unas hojas con los detalles de la casa—. Acaba de salir a la venta e, inmediatamente, he pensado en vosotros.


Abrió la reluciente puerta negra y la luz salpicó el recibidor y el suelo de madera de roble recién encerada. Era increíble lo que se podía conseguir limpiando una buena casa. La dueña la había cuidado mucho, pero desde que esta había fallecido, había permanecido cerrada, acumulando polvo. Esa mañana el aire olía a flores, a los lirios y las rosas que Julia había puesto en un jarrón encima del aparador de la entrada.


Sus tacones repiquetearon contra el suelo de madera mientras enseñaba el comedor y el salón, resaltando las características más originales de la casa, como la chimenea labrada a mano y los armarios con puertas de cristal. Julia había hecho un milagro. Había retirado las cosas que sobraban y sustituido lo que estaba demasiado viejo por piezas modernas, también había dado un toque de color a la casa cambiando cojines y mantas.


Era evidente que a Samantha y a Lucas les estaba encantando y a Paula no le extrañaba. ¿Quién no iba a querer una casa así? Se les pasaba un poco del presupuesto, pero podían comprarla. Miró a la pareja, que ya estaba decidiendo dónde colocar la nevera de vino y cómo hacer que todo fuese más seguro para cuando tuviesen el bebé.


—Podríais cambiar la cocina, está por aquí —les dijo ella, llevándolos hasta esa habitación.


Personalmente, le gustaban los viejos muebles y las paredes pintadas de amarillo, pero sospechaba que los MacDonald preferirían electrodomésticos de acero inoxidable y encimeras de granito. Samantha le recordó a su marido que tendrían que añadir todos los gastos a su presupuesto y este gimió de manera melodramática, pero su sonrisa le indicó que también estaba emocionado con la casa.


A Paula le encantaba estar soltera. Aunque también había veces, como aquella, en la que se imaginaba teniendo otra vida. Un hombre a su lado, un bebé en camino… y un hogar.


Le encantó la manera en la que Julia había echado una manta morada sobre el sofá gris, como queriendo dar la impresión de que la casa estaba habitada por alguien con mucho gusto.


—¿Tiene cuatro dormitorios? —preguntó Samantha.


—Eso es. Uno es ideal para el bebé, hay otro con buen tamaño para habitación de invitados, un despacho y la habitación principal. Venid, os lo enseñaré.


Subieron al primer piso. Paula les enseñó primero las dos habitaciones más pequeñas y un cuarto de baño, que estaban bien, pero sin más. Y luego abrió la puerta de la habitación principal.


—Es mi habitación favorita de la casa. La cama con dosel es muy antigua y tal vez podáis comprarla con la casa si os interesa. Es una habitación muy grande, con un banco delante de la ventana, chimenea y cuarto de baño incorporado.


Dio la luz del techo. Se sabía aquella habitación de memoria, pero quería ver la cara que ponían sus clientes al descubrirla.


Los dejó pasar delante de ella.


—¿Qué os parece?


Samantha abrió mucho los ojos y luego miró a su marido, que se había quedado igual de sorprendido que ella.


Paula se giró y vio la cama cuya colcha blanca había alisado la tarde anterior. En ella había tumbado un hombre grande y que estaba sin afeitar, con una camisa verde y azul, pantalones vaqueros desgastados y calcetines desemparejados.


Estaba profundamente dormido.


Había dos mugrientas zapatillas en la alfombra.


Durante unos segundos, reinó el silencio.


—¿Este también está incluido en la casa? —preguntó Samantha.


UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 5

 

Pedro sacó su mochila del maletero del taxi y le pareció que pesaba una tonelada. Tenía los ojos secos, irritados, y le dolía muchísimo la pierna. La niebla había hecho que un viaje de ocho horas se convirtiese en otro de dos días y él nunca había sido capaz de dormirse en un avión, una pena, teniendo en cuenta lo mucho que tenía que viajar.


Pero por fin estaba en casa. O muy cerca de ella.


Se quedó mirándola y sintió una profunda tristeza.


Su abuela ya no estaba allí.


Ni siquiera había podido ir al funeral porque todo había ocurrido de repente. Le habría gustado asistir, no por ella, a su abuela le habría dado igual, sino por él mismo. La había visto unos meses antes y tal vez había estado más frágil.


¿Habría sabido su abuela que su fin estaba cerca y no se lo había dicho?


Negó con la cabeza. No.


Con ochenta y ocho años, su abuela lo había impresionado con su agudeza mental. Lo había reprendido y le había dicho que tenía que darse prisa en casarse y darle bisnietos, antes de que cumpliese los cien. Y él, cómo no, le había respondido con la verdad. Que no se casaría hasta que no encontrase a alguien como ella. Tenía treinta y cinco años y todavía no había ocurrido.


Dudaba que fuese a ocurrir.


Ella se había echado a reír y había comentado que tenía que bajar el listón. Pedro sonrió al recordarlo. No. Era evidente que su abuela no había sabido que iba a morirse.


Se maldijo. Iba a echarla mucho de menos.


Tenía asuntos que tratar y papeles que firmar, pero en esos momentos solo podía pensar en beberse un vaso de agua, darse una ducha bien caliente y dormir.


Dormir del tirón, sin interrupciones, y en una cama de verdad.


Levantó la mochila y recorrió el camino cojeando. Entonces se dio cuenta de que alguien había barrido las escaleras y había puesto plantas nuevas en las jardineras.


Era principios de septiembre y la noche era fresca, pero después de haber pasado cinco semanas en el desierto africano, para él hacía frío.


No supo quién podía haber puesto aquellas plantas ni por qué. Estaba demasiado cansado para intentar averiguarlo. Ya lo haría al día siguiente.




UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 4

 


A veces pensaba que había habido tanto caos en su vida que las listas le daban la estabilidad y seguridad que no había tenido de niña. Habían cambiado de casa doce veces en trece años y eso hacía que necesitase orden. Su pobre madre pronto había dejado de intentar decorar las casas por las que iban pasando. ¿Para qué?


No necesitaba psicoanalizarse para entender por qué había decidido trabajar en el sector inmobiliario. Le encantaba ayudar a sus clientes a encontrar casas para toda la vida.


—¿No echas de menos tener a un hombre en tu vida? —le preguntó Julia en voz baja—. ¿No echas de menos el sexo?


—Tengo muchos hombres en mi vida: agentes inmobiliarios, clientes, amigos.


Julia arqueó una ceja.


—¿Y sexo?


—Tengo sexo —respondió ella, poniéndose a la defensiva—. Bueno, no mucho. Hace tiempo que no, pero para mí el sexo implica compromiso. Desde que rompí con Octavio…


Había pensado que Octavio, que era abogado, era el hombre perfecto para ella. Habían trabajado juntos varias veces. Ambos eran trabajadores y ambiciosos. Y no se había dado cuenta de lo mal que encajaban sus agendas hasta que habían empezado a buscar fecha para la boda. Él quería trasladarse a Nueva York para trabajar con una gran firma de abogados. Ella estaba empezando con su negocio en Seattle. Él quería tener hijos lo antes posible. Ella prefería esperar a que el matrimonio tuviese una base sólida. Hacía un año que Octavio se había marchado a Nueva York, sin ella. Desde entonces, Paula se había dedicado a trabajar y no lo había echado de menos tanto como había imaginado.


—Fue un imbécil al elegir Nueva York en vez de a ti.


—Gracias. Yo pienso lo mismo.


—Entonces, ¿cuál es esa novedad?


—Una casa nueva. La oportunidad de mi vida. Tío Néstor, un viejo amigo de mi padre, me ha llamado y me ha ofrecido la casa Bellamy.


Julia volvió a abrir mucho los ojos.


—¿Esa casa preciosa, antigua, que hay en la colina?


—Sí. Su dueña murió hace un par de meses. Tío Néstor es su albacea. El nieto ha dado el visto bueno para la venta.


—Eso es estupendo.


—Sí. Solo hay un problema.


Julia le agarró la mano.


—¿Tienes que preparar la casa?


—¡Sí! Pero lo antes posible. Creo que tengo a los compradores perfectos. Siento tener que pedirte el favor, pero ¿crees que podría estar lista mañana? Me gustaría enseñársela el jueves.


—Los milagros son mi especialidad —respondió Julia—. ¿Tienes la llave?


—Sí.


—Si me enseñas la casa esta noche, veré qué voy a necesitar y tendrás tu milagro para mañana por la noche.


—Estoy deseando enseñártela. Esta casa nos va a cambiar la vida.




jueves, 18 de febrero de 2021

UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 3

 


Paula Chaves era una mujer con agenda. Para ser más exactos, con dos agendas. Además de la electrónica, en los últimos tiempos había empezado a utilizar también una en papel, por miedo a perder la primera y volverse loca.


Era una persona muy organizada.


Y sus dos agendas le decían que llegaba justo a tiempo para la mejor reunión del día. Una copa de vino con su compañera y amiga Julia Atkinson.


Entró en el bar de North Phinney Avenue, miró a su alrededor y no le sorprendió darse cuenta de que había llegado la primera. Siempre llegaba pronto a todas partes.


Y Julia, siempre tarde.


Se sentó a una mesa y pidió una copa de vino blanco. Después, pasó diez minutos repasando lo que tenía que hacer al día siguiente y tomando notas acerca de las cosas que quería mejorar en la página web.


—¿Llego tarde? —preguntó Julia casi sin aliento mientras se sentaba.


Llevaba puesta una prenda negra y amplia que era una mezcla de jersey, poncho y capa.


—Por supuesto que llegas tarde. Como siempre.


Julia se había cortado recientemente la melena rojiza y sus generosos labios esbozaron una sonrisa.


—He estado en la inauguración de un nuevo centro comercial de muebles con varias marcas traídas de Milán. Me he liado a hablar y a comer unas deliciosas galletas. He comido tres, pero no me siento culpable. Apuesto a que has hecho una jornada de trabajo mientras me esperabas.


—Media jornada.


El camarero se acercó y Julia le pidió un vodka con tónica. Lo que significaba que estaba haciendo otro de sus regímenes. Lo que significaba…


—Creo que he conocido a alguien —dijo tan emocionada que Paula se echó hacia atrás.


—Cuéntamelo todo.


Julia se desabrochó el extraño abrigo y lo puso en el respaldo de la silla.


Debajo llevaba un vestido rojo y negro, adornado por uno de los cientos de los enormes collares vintage que poseía.


—Es ingeniero y vive en el centro. Estuvo casado, pero su mujer lo dejó y le rompió el corazón.


—Qué rapidez. Nos vimos la semana pasada y no me contaste nada. ¿Dónde lo has conocido?


El camarero llegó con la copa de Julia y esta le dio un sorbo.


—En realidad, todavía no lo he conocido.


—¿Qué?


Julia se encogió de hombros.


—Lo conozco a través de LoveMatch.com.


—Ah, por Internet.


—Es la primera vez que lo utilizo. Muchas mujeres encuentran hombres estupendos por Internet.


—¿Y cómo es que sabes tantas cosas de él?


—Porque hemos hablado por teléfono. Ahora está trabajando en Filipinas, pero hemos quedado el martes que viene —continuó Julia emocionada—. ¿Quieres ver una foto?


—Por supuesto.


Julia se sacó la tablet del bolso y unos segundos después se la pasaba a Paula. En ella, había un tipo rubio y muy sonriente. No era su tipo. Demasiado guapo para su gusto, pero a Julia le gustaban los hombres guapos.


—Vaya.


—Lo único que me da miedo es que sea demasiado guapo para mí. Ah, y tiene un acento encantador. Nació en Manchester, pero ha vivido por todo el mundo. Es hijo de militar, como tú.


Paula volvió a mirar la fotografía del hombre. Iba vestido con pantalones cortos y una camiseta de algodón. A pesar de la mandíbula fuerte, no parecía tener mucho carácter, pero no iba a decírselo a su amiga.


—No es demasiado guapo para ti. Tú eres preciosa.


—¿Crees que puedo perder cuatro kilos y medio de aquí al martes?


—Para ya —respondió ella, intentando no reírse—. Te ha visto en fotografía, ¿no? Es evidente que le has gustado.


Julia se mordió el labio inferior.


—Le he mandado una que me hice el año pasado, cuando estaba más delgada.


A pesar de ser una mujer inteligente y segura de sí misma, Julia tenía a veces problemas con su imagen corporal, pero Paula supo que no merecía la pena discutir del tema. En su lugar, decidió tranquilizarla.


—Todo irá bien.


—Eso espero. Tengo tan mala suerte con los hombres…


Julia miró fijamente la fotografía del hombre y luego guardó la tablet.


—¿Cómo estás tú?


Paula dejó salir por fin la emoción que llevaba todo el día conteniendo.


—También tengo novedades.


—¿Has conocido a alguien? —le preguntó Julia con los ojos muy abiertos.


—No, no tengo tiempo para hombres. Estoy levantando un negocio. Tal vez en un par de años…


—Ya. Tú y tus agendas.


—Hacer listas me ayuda a ir por el buen camino.



UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 2


Salió del despacho de Gabriel y, ya en el pasillo, dejó de fingir que era todo un hombre e intentó poner el menor peso posible en la pierna herida.


Pedro, deberías utilizar muletas —le dijo una voz femenina.


Él se giró y sonrió.


—Hola, Ramona.


Era periodista y parecía una modelo sudamericana, pero tenía el cerebro de Hillary Clinton. Se veían siempre que él iba a Nueva York. A ninguno de los dos les interesaba una relación estable, pero disfrutaban juntos.


—He oído que te han herido. ¿Cómo estás?


Pedro se encogió de hombros.


—Bien.


Aunque en público ni siquiera se abrazaban nunca, ella lo miró con deseo.


Después le dijo en voz baja.


—¿Por qué no vienes a verme luego y nos saludamos en condiciones?


—Estoy sucio. Hace días que no me afeito, semanas que no me corto el pelo y…


—Me gustas así. Pareces un pirata.


Pedro supo que había tocado fondo porque no le apetecía nada pasar la noche con una mujer apasionada. Le dolía mucho la pierna, tenía un jet lag horrible y acababan de mandarlo de baja a casa. Lo único que quería era esconderse y ponerse bien.


Negó con la cabeza fingiendo decepción.


—Lo siento, tengo ya el billete de avión.


Ella sabía tan bien como él que podía cambiar el billete de avión, pero no se le ocurrió otra excusa.


Y Ramona no insistió, se limitó a darle una palmadita en el brazo.


—Bueno, tal vez la próxima vez.


Eso era lo mejor de ella. Se parecían mucho. Pedro había salido con muchas mujeres, pero no tenía ningún interés en sentar la cabeza. Lo más importante era su carrera. Tal vez fuese superficial, y tal vez una parte de él añorase tener una mujer que lo reconfortase, lo escuchase y compartiese su dolor. Pero la única mujer que lo había hecho en su vida había sido su abuela. Y ya no estaba allí.


Tenía tantas millas acumuladas que no tuvo ningún problema en cambiar el billete por otro mejor, incluso reservó el asiento de al lado para poder estirar la pierna mala.


Una vez en el aire, se acordó de que el abogado de la familia había intentado hablar con él acerca de la casa de Fremont, pero con su paso por el hospital no había tenido tiempo de devolverle la llamada. Lo haría en cuanto llegase a Seattle.


Tenía algo que ver con Bellamy, la vieja casa en la que tanto tiempo había pasado con su abuela.


No se la imaginaba sin ella. La idea le dolió, pero sacó el periódico que había comprado y se obligó a leer.





UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 1

 

—¿De baja por enfermedad? —le gritó Pedro Alfonso con incredulidad al director de World Week, la revista de actualidad internacional para la que llevaba trabajando como reportero gráfico doce años—. ¡Si no estoy enfermo!


Gabriel Wallanger se quitó las gafas y las dejó encima de su escritorio, donde también estaban las impresiones de prueba que documentaban una escaramuza en una pequeña ciudad cerca de la frontera de Ras Ajdir, entre Túnez y Libia.


—¿Cómo quieres que lo llame? ¿De baja por tonto? Han estado a punto de matarte. Otra vez.


A Gabriel no le gustaba que su gente se arriesgase más de lo necesario y estaba enfadado.


Pedro puso todo el peso de su cuerpo en la pierna buena, pero aun así le costó ignorar el dolor de la izquierda.


—Salí corriendo todo lo rápidamente que pude.


—He visto el informe médico. Ibas corriendo hacia el tirador. Qué mala suerte que se sepan esas cosas por la entrada y la salida de la bala.


Se hizo un incómodo silencio y Pedro oyó el ruido del tráfico en Manhattan. No había contado con que Gabriel se iba a enterar de aquellos detalles.


—Si quieres ser un héroe de guerra —continuó el director—, alístate. Nosotros nos limitamos a dar noticias. No las creamos.


Otro silencio.


—Las balas volaban por todas partes. Me desorienté.


—Tonterías. Te estabas haciendo el héroe otra vez, ¿verdad?


Pedro todavía podía ver a la niña encogida de miedo detrás de un barril de gasolina. Su jefe habría preferido que la dejase allí, aterrada y llorando en la línea de fuego, pero él no habría sido capaz de mirarse al espejo por las mañanas después de hacerlo. Así que no se lo había pensado. Había corrido hacia ella y la había puesto a resguardo. No había contado con lo del tiro en la pierna.


¿Habría actuado de manera diferente si hubiese sabido lo que le iba a ocurrir? Pensaba que no, pero no iba a contárselo a Gabriel.


—Uno no gana premios Pulitzer utilizando teleobjetivos. Tenía que acercarme para captar lo que estaba ocurriendo.


—Y te acercaste tanto que te pegaron un tiro en la pierna.


—Fue mala suerte —admitió Pedro—. Pero todavía puedo sujetar una cámara. Y andar.


E hizo una demostración por el despacho intentando no cojear ni torcer el gesto por el dolor.


—No —le dijo su jefe.


Él se detuvo y se giró a mirarlo.


—Soy tu mejor hombre. Tienes que volver a mandarme de misión.


—Lo haré. Cuando puedas correr un kilómetro en cuatro minutos.


—¿Por qué tan rápido?


—Para que la próxima vez que tengas que echar a correr para salvar tu vida, puedas hacerlo.


Pedro respiró hondo y se agarró a una silla. Hacía años que era amigo de Gabriel y sabía que este había tomado la decisión adecuada, aunque le fastidiase.


—Solo fue mala suerte. Si hubiese ido hacia la derecha en vez de hacia la izquierda…


—Sabes que cualquiera en tu lugar estaría feliz de seguir con vida. Y agradecido por poder tener unas vacaciones pagadas —añadió Gabriel, tomando las gafas y sentándose detrás del escritorio.


—Me remendaron en el hospital militar más cercano. Era solo una herida abierta.


—La bala te dio en el fémur. Sé leer un informe médico.


Pedro se maldijo.


—Vete a casa. Descansa. El mundo seguirá lleno de problemas cuando vuelvas.


Él frunció el ceño, en vez de darle la enhorabuena por una fotos estupendas, lo que hacían era mandarlo a casa castigado, como si fuese un niño.

 

A casa.


Había estado tanto tiempo fuera en los últimos años que su casa solía estar donde estuviese su mochila.


Si alguna vez había tenido una casa, había sido en Fremont, Washington, un barrio de Seattle que se enorgullecía de su contracultura, se consideraba el centro del universo y defendía el derecho a ser peculiar. En esos momentos, podía encajar bien en Fremont, porque se sentía egocéntrico y peculiar.


Además, era al único lugar al que podía ir.


—De acuerdo, pero me recuperaré pronto. Podré correr a cuatro minutos el kilómetro de aquí a un par de semanas. Como mucho.


—Tendrás que enseñarme un informe médico antes de que vuelva a enviarte fuera a trabajar.


—Venga ya, Gabriel. Dame un respiro.


Este volvió a quitarse las gafas y lo miró con sus cansados ojos marrones.


—Te estoy dando un respiro. Podría ponerte a trabajar en un despacho aquí en Nueva York. Esa es tu otra opción.


Pedro negó con la cabeza. No podía meterse en un despacho. No le gustaba sentirse encerrado. Eso, nunca.


—Nos veremos en un par de semanas.