—¿De baja por enfermedad? —le gritó Pedro Alfonso con incredulidad al director de World Week, la revista de actualidad internacional para la que llevaba trabajando como reportero gráfico doce años—. ¡Si no estoy enfermo!
Gabriel Wallanger se quitó las gafas y las dejó encima de su escritorio, donde también estaban las impresiones de prueba que documentaban una escaramuza en una pequeña ciudad cerca de la frontera de Ras Ajdir, entre Túnez y Libia.
—¿Cómo quieres que lo llame? ¿De baja por tonto? Han estado a punto de matarte. Otra vez.
A Gabriel no le gustaba que su gente se arriesgase más de lo necesario y estaba enfadado.
Pedro puso todo el peso de su cuerpo en la pierna buena, pero aun así le costó ignorar el dolor de la izquierda.
—Salí corriendo todo lo rápidamente que pude.
—He visto el informe médico. Ibas corriendo hacia el tirador. Qué mala suerte que se sepan esas cosas por la entrada y la salida de la bala.
Se hizo un incómodo silencio y Pedro oyó el ruido del tráfico en Manhattan. No había contado con que Gabriel se iba a enterar de aquellos detalles.
—Si quieres ser un héroe de guerra —continuó el director—, alístate. Nosotros nos limitamos a dar noticias. No las creamos.
Otro silencio.
—Las balas volaban por todas partes. Me desorienté.
—Tonterías. Te estabas haciendo el héroe otra vez, ¿verdad?
Pedro todavía podía ver a la niña encogida de miedo detrás de un barril de gasolina. Su jefe habría preferido que la dejase allí, aterrada y llorando en la línea de fuego, pero él no habría sido capaz de mirarse al espejo por las mañanas después de hacerlo. Así que no se lo había pensado. Había corrido hacia ella y la había puesto a resguardo. No había contado con lo del tiro en la pierna.
¿Habría actuado de manera diferente si hubiese sabido lo que le iba a ocurrir? Pensaba que no, pero no iba a contárselo a Gabriel.
—Uno no gana premios Pulitzer utilizando teleobjetivos. Tenía que acercarme para captar lo que estaba ocurriendo.
—Y te acercaste tanto que te pegaron un tiro en la pierna.
—Fue mala suerte —admitió Pedro—. Pero todavía puedo sujetar una cámara. Y andar.
E hizo una demostración por el despacho intentando no cojear ni torcer el gesto por el dolor.
—No —le dijo su jefe.
Él se detuvo y se giró a mirarlo.
—Soy tu mejor hombre. Tienes que volver a mandarme de misión.
—Lo haré. Cuando puedas correr un kilómetro en cuatro minutos.
—¿Por qué tan rápido?
—Para que la próxima vez que tengas que echar a correr para salvar tu vida, puedas hacerlo.
Pedro respiró hondo y se agarró a una silla. Hacía años que era amigo de Gabriel y sabía que este había tomado la decisión adecuada, aunque le fastidiase.
—Solo fue mala suerte. Si hubiese ido hacia la derecha en vez de hacia la izquierda…
—Sabes que cualquiera en tu lugar estaría feliz de seguir con vida. Y agradecido por poder tener unas vacaciones pagadas —añadió Gabriel, tomando las gafas y sentándose detrás del escritorio.
—Me remendaron en el hospital militar más cercano. Era solo una herida abierta.
—La bala te dio en el fémur. Sé leer un informe médico.
Pedro se maldijo.
—Vete a casa. Descansa. El mundo seguirá lleno de problemas cuando vuelvas.
Él frunció el ceño, en vez de darle la enhorabuena por una fotos estupendas, lo que hacían era mandarlo a casa castigado, como si fuese un niño.
A casa.
Había estado tanto tiempo fuera en los últimos años que su casa solía estar donde estuviese su mochila.
Si alguna vez había tenido una casa, había sido en Fremont, Washington, un barrio de Seattle que se enorgullecía de su contracultura, se consideraba el centro del universo y defendía el derecho a ser peculiar. En esos momentos, podía encajar bien en Fremont, porque se sentía egocéntrico y peculiar.
Además, era al único lugar al que podía ir.
—De acuerdo, pero me recuperaré pronto. Podré correr a cuatro minutos el kilómetro de aquí a un par de semanas. Como mucho.
—Tendrás que enseñarme un informe médico antes de que vuelva a enviarte fuera a trabajar.
—Venga ya, Gabriel. Dame un respiro.
Este volvió a quitarse las gafas y lo miró con sus cansados ojos marrones.
—Te estoy dando un respiro. Podría ponerte a trabajar en un despacho aquí en Nueva York. Esa es tu otra opción.
Pedro negó con la cabeza. No podía meterse en un despacho. No le gustaba sentirse encerrado. Eso, nunca.
—Nos veremos en un par de semanas.
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