jueves, 28 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 33

 



Las palabras de Pedro sonaron como si le agradaran «personalmente» los resultados de la combinación, y Paula se acaloró al instante. «Basta ya», se dijo. Probablemente, solo estaba pensando en Darío.


La expresión de Pedro se volvió repentinamente seria.


—Me alegra que hayas podido cortar a tiempo ese dolor de cabeza. No sabía si podrías cenar conmigo esta noche.


Paula no quería pensar en su engaño, pero se negó a apartar la mirada.


Pedro ladeó la cabeza y la miró pensativamente.


—Creo que nunca te he visto tan relajada como en estos momentos; ni siquiera te había oído nunca reír como lo has hecho hace un minuto. Pase lo que pase después de este viaje, habrá merecido la pena solo por verte así.


—¿Pase lo que pase? ¿Te refieres a si no consigo a Darío?


Pedro se encogió de hombros.


—Solo falta una cosa —dijo, sin responder a la pregunta. Tomó un hibisco del florero, se inclinó hacia Paula y se lo puso tras la oreja. Luego se apoyó contra el respaldo del asiento y la observó—. Perfecto —susurró.


Paula tuvo que aclararse la garganta antes de hablar.


—¿Sabes otra cosa que desconocía de ti?


—No tengo ni idea.


—Que eres un hombre muy paciente.


Pedro la miró con una expresión tan enigmática que Paula ni siquiera se molestó en tratar de descifrarla.


—Supongo que lo soy —dijo, finalmente.


—Y también me he dado cuenta de que apenas sé nada sobre ti. Llevamos más o menos dos años moviéndonos en los mismos círculos y ni siquiera conozco los hechos más básicos de tu vida.


Una lenta sonrisa curvó los labios de Pedro.


—Eso está muy bien, Paula.


—¿A qué te refieres?


—Has llegado a otra importante lección, y lo has hecho por tu cuenta.


—¿De qué estás hablando?


—De una lección a la que aún no habíamos llegado: la necesidad de mostrar interés por el hombre al que tratas de atraer.


—No solo estoy «mostrando» interés por ti, Pedro —replicó Paula, claramente molesta—. Estoy realmente interesada.


—Aún mejor. Entonces, de acuerdo; ¿Qué te gustaría saber? Soy como un libro abierto.


El enfado de Paula desapareció en un instante. Sonrió burlonamente.


—Ah, ¿sí? No estoy segura de poder creerte.


—Inténtalo.


—De acuerdo. Como te he dicho, me gustaría saber algunas cosas básicas. Por ejemplo, ¿Dónde estabas dos años antes de que nos conociéramos? No, espera. Empecemos aún más atrás. ¿De dónde eres?


—De un pueblo del este de Texas del que probablemente no habrás oído hablar.


—Puede que tengas razón, aunque poseo tierras en el este de Texas.


—Lo sé, pero en un sitio distinto.


Paula ya había dejado de sorprenderse de que Pedro supiera más de ella que ella de él.


—¿Viven tus padres todavía allí?


—Ojalá, pero no. Mi madre murió cuando yo tenía veintinueve años. Mi padre murió hace un par de años.


Paula sabía que debía reaccionar, pero ya que sentir pena por la pérdida de un padre era algo desconocido para ella, tuvo que recurrir a un tópico.


—Lo siento. ¿Te queda más familia en el pueblo?


—Una tía y tres primos.


—¿Y mantenéis una relación cercana?


Pedro asintió.


—Tratamos de reunimos de vez en cuando.


Era extraño, pero Paula nunca había imaginado a Pedro con familia, raíces o ataduras. Tal vez se debía al modo en que había aparecido dos años atrás, como de la nada.


—Háblame más de tus padres. ¿Qué hacían?


—Mi madre era ama de casa. Se ocupaba de mi padre y de mí, de la huerta y de enlatar los productos que obtenía de ella. Una vez incluso ganó un lazo azul en la feria del estado por su tarta de melocotón.


Paula abrió los ojos de par en par.


—Eso te lo tienes que estar inventando.


Pedro rompió a reír.


—¿Por qué dices eso?


—Porque nadie tiene una madre así.


—Lo siento, pero yo sí. Era maravillosa. Aún la echo de menos.


Paula pensó que si ella contara cómo había crecido, la mayoría de las personas tampoco la habrían creído.


—¿A qué se dedicaba tu padre?


—Tenía una ferretería. No ganaba mucho con ella, pero bastaba para nosotros tres, y eso era lo único que le importaba. Lo cierto es que mis padres eran personas buenas y sencillas que me criaron con mucho amor y me enseñaron desde pequeño la diferencia entre el bien y el mal. Tuve una maravillosa vida de niño, pero según fui creciendo aprendí que la vida también podía ser dura.


—¿Qué sucedió?


—Mi padre lo perdió todo cuando yo tenía diez años.


—¿Te refieres a la ferretería?


—A la ferretería, a nuestra casa y a la mayoría de nuestras pertenencias. Y todo sucedió porque se fió del hombre que le llevaba la contabilidad de la tienda y de nuestros gastos personales. Desafortunadamente, se equivocó fiándose de él. Cuando se dio cuenta de que algo iba mal, ya era demasiado tarde. El contable se lo había llevado todo y mi padre no tenía ahorros.


—¿Detuvieron al contable?


—Sí, pero para cuando lo hicieron ya se había gastado todo. Lo metieron en la cárcel, pero la justicia no hizo ningún bien a mis padres. Las personas con las que estaba endeudado mi padre lo llevaron a juicio para que liquidara sus bienes.


—Debió ser terrible para tus padres.


Pedro asintió.


—Lo fue. Pero, en cierto modo, estuvo bien.


—¿Cómo puedes decir eso?


—Porque observando cómo se enfrentaron mis padres a la situación aprendí algunas lecciones muy valiosas sobre la vida, cosas que no habría podido aprender de otro modo.


—No estoy segura de comprender. ¿Cómo se enfrentaron a lo sucedido?


—Con gran orgullo y dignidad. Alquilamos una de las casas más pequeñas y desvencijadas del pueblo, pero mis padres jamás se mostraron avergonzados de la situación a la que se habían visto reducidos. Y debido a ello, yo tampoco. De hecho, nunca vi nada de lo que sentirme avergonzado. No habían cambiado. Seguían siendo los mismos padres amorosos de siempre.


—¿Pero cómo se las arreglaron para comprar comida y todas las cosas necesarias para vivir?


—Mamá plantó un nuevo huerto, pero tres veces más grande que el anterior, de manera que podía vender lo que sobraba a los vecinos. Y empezó a comprar ropa y otras cosas de segunda mano. También se dedicó a planchar para otros. Según me fui haciendo más y más consciente de lo que estaba pasando empecé a sentirme más y más orgulloso de mis padres. El amor que se profesaban y que me daban se fortaleció aún más en aquellas circunstancias. Muchas noches, después de acostarme, podía oír a mi madre esperando a que mi padre regresara a casa para poder servirle una comida caliente. Y muchas veces vi cómo le daba masajes en los hombros para aliviar el dolor que padecía debido al esfuerzo físico que tenía que hacer en su trabajo. Pero con mucha paciencia y perseverancia, mi padre siguió trabajando para recuperar su tienda. Tenía dos trabajos, a veces tres, pero nunca se quejaba. Finalmente, su paciencia y el trabajo duro dieron sus frutos y pudo volver a comprar la tienda.




miércoles, 27 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 32

 


Esa tarde, en la piscina, Pedro la había instruido sin tocarla innecesariamente ni una sola vez. Y si el corazón de Paula había latido con más fuerza en alguna ocasión al creer percibir un destello de deseo en su mirada, se debía exclusivamente a que su cuerpo no se había puesto aún al nivel de su nueva línea de razonamiento.


—¿Te he dicho ya lo guapa que estás esta noche?


Los latidos del corazón de Paula se aceleraron al instante.


—Gracias.


Había elegido un vestido largo y fresco en tonos azules y verdes. Unas pequeñas tiras lo sujetaban a los hombros y luego cruzaban la espalda hasta la cintura.


Ya que estaba forrado, no había sentido la necesidad de ponerse sujetador. Y ese era otro indicio de cambio en ella. El día que acudió con Pedro al club de blues fue la primera vez en su vida que había salido de casa sin sujetador. Entonces se sintió desnuda. Sin embargo, esa noche no se lo había pensado dos veces.


Todo estaba sucediendo tan rápido que no era de extrañar que le estuviera costando pensar con coherencia.


—¿Te ha dicho alguien alguna vez que tienes un instinto maravilloso para la ropa de mujer?


Los ojos de Pedro empezaron a brillar, y Paula sintió un inquietante cosquilleo en el estómago.


—No, y viniendo de ti es todo un cumplido. Como ya te dije, opino que tienes un gusto impecable.


Paula miró su copa de champán, la tomó y volvió a dejarla en la mesa.


—¿Has invitado aquí alguna vez a otra mujer?


—No.


—¿Y has hecho alguna vez algo… parecido con otra mujer? Me refiero a las lecciones que me estás dando.


—No.


Aquellas dos respuestas hicieron sonreír a Paula.


—¿Ni siquiera has tratado nunca de conseguir que alguna mujer suavice su aspecto y actitud?


Pedro rió.


—Y no olvides lo de enseñar más piel.


—Te aseguro que no podría olvidarlo.


Pedro movió la cabeza.


—No creo que puedas decir que nada de lo que te he comprado caiga en la categoría de atrevido. Sexy, tal vez, pero no atrevido.


Paula no había pensado nunca en sí misma como sexy hasta que Pedro había decidido prestarle toda su atención. Con sus lecciones, con la ropa que había elegido para ella y, sobre todo, con su forma de tratarla y mirarla, la había hecho consciente de ser una mujer en todo el sentido de la palabra.


Parecía algo sencillo y natural, pero no para ella. Nunca había pensado en sí misma como en una mujer con una sexualidad propia, ni con la capacidad de sentirse al menos parcialmente cómoda con ella. Era como si Pedro hubiera apartado de su camino un obstáculo, dándole una nueva visión de sí misma.


Bebió un sorbo de champán.


—En retrospectiva, pienso que no debe haberte resultado especialmente fácil darme las clases. Por un lado, los hábitos que has tratado de cambiar en mí estaban muy arraigados. Y tenías razón respecto a mi forma de acercarme a los hombres. Era demasiado… profesional.


—Debes sentirte muy sosegada y afable esta noche para admitir todo eso.


Paula rió.


—Supongo. Creo que es una mezcla de la maravillosa noche que hace y del champán.


—En ese caso, bastará con que encargue más noches como esta y varias cajas de champán.




UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 31

 


La cena había sido servida en la mesa redonda de la terraza. En el centro ardía una vela junto a un florero de hibiscos rojos. Una música suave y romántica flotaba en el aire, perfumado por las exóticas flores de la isla. La luna llena dejaba su rastro de plata sobre el oscuro mar.


Paula nunca había sido dada a las fantasías, pero sentía que aquella noche tenía un matiz casi mágico.


Pedro y ella habían terminado de cenar y Liana había recogido la mesa. Cuando les preguntó si querían algo más, Paula pidió una copa de champán y Pedro un coñac.


Tras servirles las bebidas, Liana les dio las buenas noches. Pedro había explicado a Paula que Liana y su familia vivían en una zona privada de la isla en la que tenían su propia playa.


Lo que significaba que ella y Pedro estaban completamente solos.


Paula se apoyó contra el respaldo de su asiento y dio otro sorbo a su copa de champán, consciente de que estaba experimentando otra nueva sensación: satisfacción. No duraría, por supuesto, pero pensaba disfrutarla mientras pudiera.


—Si tú y Darío lograrais embotellar de alguna manera noches como estas y venderlas, haríais una fortuna. O tal vez debería decir «otra» fortuna.


El hoyuelo de Pedro apareció cuando sonrió.


—Sé a qué te refieres. Estas noches son uno de los motivos por los que he llegado a encariñarme tanto con estas islas.


—Lo comprendo perfectamente. Me encantan los amaneceres, pero con noches como esta, casi podría cambiar de opinión.


—Ah, pero aún no has visto nuestros amaneceres.


Paula asintió.


—Tengo planeado levantarme a primera hora de la mañana para verlo. Y estoy deseando que vayamos a bucear.


—Me alegra saberlo. El lugar que he elegido es una maravilla. El arrecife se sumerge hasta diez metros en esa zona, y podrás admirarlo todo.


—¿Cómo vamos a llegar hasta allí?


—En barca.


—Estoy deseando que llegue mañana.


Pedro sonrió irónicamente.


—¿A pesar de que aún no has llegado a dominar el arte de vaciar el tubo de buceo?


Paula movió la cabeza.


—Aún no comprendo cómo esperas que haga eso. Cuando el tubo se llena de agua, ¿Qué sentido tiene soplar tres veces en rápida sucesión?


—Así es como lo vacías de agua.


—No si el agua entra a la vez que expeles el aire y tienes los pulmones vacíos.


Pedro rió.


—Por eso quería que practicaras hoy en la piscina. Al menos ahora sabrás qué esperar cuando estemos en el mar.


Paula sonrió.


—Es una pena que no tengas un barco con el fondo transparente.


Pedro ladeó la cabeza y la miró con expresión divertida.


—Oh, vamos. No vas a dejar que un poco de agua en el tubo te asuste, ¿verdad?


—Claro que no.


—Esa es mi chica. Todo lo que necesitas es un poco de práctica; lo demás vendrá rodado. Ya verás.


El pulso de Paula se aceleró. Pedro la había llamado «mi chica». Por supuesto, solo era una de esas frases que las personas utilizaban despreocupadamente en alguna ocasión. Ni siquiera estaba segura de que Pedro supiera que la había dicho. Pero ella sí.


Si alguien le hubiera dicho cuatro días atrás que iba a estar deseando salir a bucear, habría replicado que estaba loco. Y si un hombre la hubiera llamado «mi chica», le habría pegado un buen corte. Pero ahora…


—No estoy demasiado preocupada. Si entra agua en el tubo, o si olvido respirar a través de la boca en lugar de por la nariz, me limitaré a sacar la cabeza del agua.


—Y yo estaré a tu lado por si tienes cualquier problema.


Paula asintió.



UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 30

 


Paula simuló el repentino inicio de una migraña. En cuanto Pedro salió a la superficie, alegó un intenso dolor en el lado izquierdo de la cabeza. Mientras lo hacía no dejó de llamarse cobarde, pero le daba lo mismo. No pensaba meterse en la piscina con Pedro en aquellos momentos, después de la intimidad con que acababa de acariciarla.


Además, lo que había visto cuando se había lanzado al agua era una prueba indiscutible de que él también se había sentido afectado, aunque sabía que de forma distinta a la de ella.


Entendía que los hombres no necesitaban sentir lo mismo que las mujeres para excitarse sexualmente. Para ellos bastaba con un estímulo mínimo, lo que empeoraba aún más las cosas para ella. Lo que Pedro podía hacerla sentir con un mero guiño no significaba nada para él. En cuanto a ella… podía pensar en aquello más tarde.


Tomó su blusa, se la puso y se encaminó de regreso a la casa. Pedro la alcanzó rápidamente, la tomó en brazos y la llevó así hasta el dormitorio.


Paula no se sintió capaz de protestar. Después de todo, ya la había ayudado durante una de sus auténticas migrañas, y estaba preocupado.


Instintivamente, apoyó la cabeza en su hombro y lo rodeó con un brazo por el cuello. Pedro no había tenido tiempo de secarse, y aún tenía la piel húmeda y deslizante. Paula trató de no sentir nada, pero el intento fue inútil. El mero contacto de sus pieles reavivaba el recuerdo de los dedos de Pedro metidos bajo su biquini.


Afortunadamente, unos momentos después la dejaba cuidadosamente sobre la cama.


—¿Qué medicina quieres tomar?


Paula cerró los ojos. No quería que se preocupara por ella. No quería ver la protuberancia de su ceñido bañador. Aunque ya no estaba excitado, el mero contorno de su sexo era suficiente para que la boca se le hiciera agua.


—No te molestes. Me levantaré en un minuto.


—Tú limítate a decir qué pastilla quieres.


Aquello iba a resultar complicado. Paula quería librarse de él lo antes posible pero, teniendo en cuenta cómo se había comportado la noche que sufrió una auténtica migraña, sabía que no se iría hasta haber hecho todo lo posible por ella.


—Tráeme la bolsa.


Pedro se la acercó junto con un vaso de agua. Paula eligió una de las pastillas más suaves.


—¿Te importaría traerme un paño húmedo?


Pedro frunció el ceño.


—Primero tómate la pastilla.


Paula no tenía escapatoria. Se metió la pastilla en la boca, la colocó rápidamente bajo su lengua y dio un sorbo de agua. Satisfecho, Pedro volvió al baño. Ella tuvo el tiempo justo para sacarse la pastilla de la boca y volver a meterla en el frasco antes de que él reapareciese con el trapo.


—Gracias —dijo, y se cubrió los ojos con él.


—¿Qué más puedo hacer? ¿Quieres que cierre las contraventanas para oscurecer la habitación?


—No, quiero sentir la brisa. El trapo evitará que me moleste la luz —Paula se fijó de repente en que estaba hablando con frases completas. Era muy mala mintiendo, al menos a Pedro—. Vete. Voy a dormir.


Sintió que él se sentaba en la cama y la tomaba de la mano.


—¿Estás segura? La última vez…


—La última vez no… —Paula suspiró y se obligó a hablar entrecortadamente—… no corté el dolor de cabeza a tiempo. Este no será… tan malo —retiró su mano de la de Pedro con suavidad—. Todo lo que necesito es dormir.


—Hay un botón blanco en el teléfono que sirve para avisar. Lo tienes al alcance de la mano. Si necesitas algo, cualquier cosa, solo tienes que presionarlo, ¿de acuerdo?


—Sí… pero no será necesario.


Paula esperó, pero Pedro no se movió. Durante un rato temió que fuera a quedarse allí, como en la otra ocasión. El hecho de que su preocupación fuera sincera la hacía sentirse fatal. Y extraña. Aparte de Monica, nadie se preocupaba por ella. Sin embargo, Pedro sí. Se preguntó por qué, pero no supo qué responder.


Poco a poco logró relajarse y hacer que su respiración se volviera pausada y rítmica. Finalmente, Pedro se levantó de la cama y salió silenciosamente de la habitación.


Cuando por fin estuvo sola, Paula decidió seguir su costumbre en momentos de crisis y repasar lo que, sabía con certeza.


Había aceptado ir a la isla porque sentía que hacerlo le daría la oportunidad de descubrir cuáles eran los cambios que estaba experimentando y por qué estaban teniendo lugar. De momento no había tenido tiempo de hacerlo, pero la excusa del dolor de cabeza acababa de concedérselo.


Sin embargo, cuanto más se esforzaba en aclarar sus ideas, más confusa se sentía. Sus pensamientos estaban demasiado entremezclados con sensaciones y emociones que, de un modo u otro, tenían que ver con Pedro.


«Darío», se dijo con severidad. «Darío, Darío».


Repitió el nombre una y otra vez en su cabeza, tratando de centrarse en su meta original.


El problema era que no olvidaba por qué había aceptado el plan de Pedro. Se suponía que todo lo que había hecho durante los días pasados era para poder atraer la atención de Darío como mujer, no como una prima segunda por la que este nunca se había sentido demasiado atraído. Sin embargo, solo lograba pensar en Pedro.


Respiró profundamente. Estaba claro que su cerebro necesitaba oxígeno, aunque era obvio que la isla tenía una sobrada cantidad.


Supuso que era lógico que lo hubiera podido pensar con claridad. Si aquellas lecciones le habían enseñado algo era por qué las mujeres perdían la cabeza y el corazón por Pedro. Era un hombre viril, profundamente sexual y muy atractivo.


Y las lecciones que le estaba dando contenían fuertes dosis de aquellos elementos. Para que se acostumbrara a las caricias de un hombre, la había acariciado. Para enseñarle cómo bailar con un hombre, se lo había demostrado. Entendía que algunas cosas solo podían enseñarse con la práctica.


Pero, como resultado, su mente y su cuerpo estaban reaccionando a Pedro, cuando estaba segura de que eso era lo último que él pretendía. Estaba segura de que, desde su punto de vista, se veía a sí mismo como un mero sustituto de Darío.


¿Y los cambios que sentía en su interior? Tal vez se debían sencillamente a que las lecciones de Pedro estaban funcionando, a que, de algún modo indescifrable, estaban haciendo que se suavizara y se sintiera más dispuesta a amar a un hombre.


A Darío, por supuesto.


Apenas logró reprimir un gemido. Las conclusiones a las que había llegado eran totalmente coherentes pero, por alguna razón que se le escapaba, no podía aceptarlas.


La tarde se acercaba. A pesar de todo lo que había dormido la noche anterior, logró volver a quedarse adormecida. Pero incluso con el trapo sobre los ojos siempre fue consciente de cuándo entraba Pedro en el dormitorio a comprobar cómo estaba. Permanecía a los pies de la cama, la miraba unos minutos y luego se iba.


Para las cinco de la tarde ya estaba aburrida. El falso dolor de cabeza le había servido para lo que pretendía: recuperar el equilibrio y colocar dentro de contexto lo que le estaba sucediendo. Si no podía asumir las explicaciones al cien por cien, al menos tenían cierto sentido.


Además, si seguía analizando lo que le sucedía acabaría por sufrir una auténtica migraña. No estaba acostumbrada a la inactividad y había un auténtico paraíso tras la puerta.


Se levantó y fue a buscar a Pedro. Ya se sentía lo suficientemente fuerte como para enfrentarse a las clases de buceo.




martes, 26 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 29

 


Paula se quitó la blusa y la dejó en el respaldo de una silla, junto a la piscina. Pedro dejó escapar un prolongado silbido.


—Debo decir que tengo un gusto excelente.


Paula se encogió de hombros, cohibida. Pedro estaba de pie con las manos apoyadas en las caderas, mirándola con evidente aprecio.


—Hice un buen trabajo eligiendo ese bañador, pero lo cierto es que tú tienes un cuerpo estupendo para lucirlo.


Muy a pesar suyo, el cumplido de Pedro hizo que Paula sintiera un repentino calor por todo el cuerpo.


—Deja de echarte flores y empecemos con la clase.


—Ven aquí.


Más irritada por cómo la estaba haciendo sentirse Pedro que por sus palabras, Paula señaló las escaleras junto a las que se hallaba.


—Por aquí es por donde tenemos que entrar.


—Aún no. Ven aquí.


El tono ronco de la voz de Pedro hizo que la irritación de Paula se esfumara. Avanzó hacia él, esforzándose por no mirar más arriba de donde acababa su bañador.


Cuando llegó hasta donde estaba, él la tomó por los hombros y le hizo darse la vuelta.


—¿Qué…? —de pronto, Paula sintió sus manos en la espalda, extendiendo algún tipo de crema.


—Nadie debería ir a ningún sitio en estas islas sin protector solar, pero sobre todo tú, que tienes la piel clara.


—De acuerdo, pero puedo ponérmelo yo sola.


Cuando Paula trató de volverse, Pedro se lo impidió.


—No puedes extendértelo por la espalda. Este bañador deja al descubierto demasiada piel.


—¿Y de quién es la culpa?


—Del diseñador, supongo.


Paula miró a lo alto, exasperada, pero Pedro estaba tras ella, de manera que su expresión cayó en saco roto. Pero, un instante después, la exasperación se transformó en placer.


Tras aplicarle la loción en los hombros, Pedro fue descendiendo de un modo muy concienzudo y sensual por su espalda. Sus largos dedos no pasaron por alto ni un centímetro cuadrado de piel, introduciéndose incluso bajo la tira del biquini y acercándose peligrosamente a los lados de los pechos.


Paula apenas podía respirar. Si Pedro avanzaba un poco más… solo un poco más… sus dedos le rozarían los pezones.


Cerró los ojos y sintió que se balanceaba. Quería pedirle que parara, pero no lograba encontrar su voz. Quería irse, pero las piernas no la obedecían.


Unos momentos después, sin dejar de masajearla, de acariciarla, Pedro llegó a su cintura. Cuando alcanzó el borde del bañador, introdujo los dedos bajo el elástico, pero solo un poco, lo justo para hacer que Paula volviera a contener el aliento.


A continuación pasó a los muslos y a los laterales de las nalgas. Paula tuvo que apoyarse contra el respaldo de una silla.


—Yo… puedo ocuparme del resto —dijo, aunque su voz fue solo un susurro.


Sin responder, Pedro continuó hasta las pantorrillas y los tobillos. Luego se colocó frente a ella.


Paula no podía ver. Solo podía sentir las manos de Pedro en sus espinillas, en sus rodillas, más arriba… Estaba utilizando ambas manos, una para cada pierna, con la misma concentración que Leonardo da Vinci debió necesitar para pintar la Mona Lisa.


Paula se aclaró la garganta.


—Creo que…


Al llegar a lo alto de sus muslos, Pedro deslizó los dedos bajo el bañador, lo suficiente como para sentir los pequeños rizos que había debajo.


Paula dejó escapar un gritito ahogado.


Él se quedó paralizado, pero no movió los dedos. Su respiración era claramente irregular. Miró el lugar en que se unían los muslos de Paula.


De pronto, se levantó, dio varios pasos hacia la piscina y se lanzó al agua. Y mientras su cuerpo se arqueaba contra el cielo, Paula captó un destello de su dura y poderosa erección contra la tela del bañador.




UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 28

 


Avanzó hacia él, pero se obligó a apartar la mirada para observar el resto de la terraza. Tras Pedro había una zona de estar con coloridas tumbonas y un par de mesas. Incluso había una chimenea, y en lo alto giraba un ventilador de techo.


Él estaba tan concentrado mirando el mar que no vio que Paula se acercaba, cosa que ella agradeció. Cuando apenas le separaban dos metros de él, vio algunas gotas de agua en su musculoso cuerpo y en su pelo.


—Buenos días —saludó.


Pedro se volvió hacia ella con una sonrisa de bienvenida en los labios.


—Buenos días.


Al ver su sonrisa, Paula sintió una calidez que nada tenía que ver con el sexo. Afortunadamente.


—La verdad es que no tengo ni idea de la hora que es. Todo lo que sé es que anoche me dormí como un tronco en cuanto me metí en la cama, y cuando he despertado el sol ya había salido.


—Eso es todo lo que necesitas saber. La hora carece de importancia en estas islas —Pedro miro a Paula de arriba a abajo—. Estás muy guapa.


—Gracias —dijo ella e, instintivamente, trató de desviar la atención de sí misma—. Esta isla es una maravilla.


—Me alegra que te guste —la sonrisa de Pedro hizo, ver a Paula que sabía lo que estaba haciendo.


Había vuelto a leerle la mente.


—¿Ya has estado nadando?


Pedro asintió.


—El agua está estupenda. Te va a encantar.


Paula miró hacia el mar.


—Eso aún está por verse.


—Es cierto —Pedro tomó una camiseta azul que se hallaba sobre el respaldo de una silla y se la puso. El agua empapó rápidamente los lugares en que aún no estaba seco, como su pecho, donde Paula acababa de ver el brillo de unas gotas—. Lo primero es lo primero —dijo, enérgicamente—. Ya que anoche no cenaste, apostaría lo que fuera a que estás hambrienta.


—Ganarías la apuesta —dijo Paula, que en ese momento se fijó en una mesa larga y rectangular que se hallaba en un lateral de la zona de estar. Estaba dispuesta para dos.


Pedro la tomó de la mano.


—Ven conmigo.


Paula tenía la sensación de que aquello era lo único que había hecho durante los tres días anteriores.


Ocupó la silla que Pedro apartó para ella y él se sentó a su derecha. Había varios recipientes cubiertos en la mesa, junto con un gran cuenco lleno de fruta.


En ese momento salió de la casa una joven belleza de piel color caramelo y pelo corto y negro con un termo blanco en la mano.


—¿Quiere café, señorita?


—Sí, gracias. ¿Habría algún problema en que fuera descafeinado?


—Es descafeinado.


—Paula, esta es Liana. Liana, esta es mi amiga Paula.


—Hola —saludó Paula, que en respuesta recibió una cálida sonrisa.


—Bienvenida a Serenity —dijo Liana mientras servía el café.


—¿Serenity?


—Es el nombre de la isla.


—Liana y su familia son los encargados de la isla —dijo Pedro.


—Supongo que es un trabajo agradable —Paula miró sucesivamente a Liana y a Pedro—. El nombre de la isla parece muy adecuado.


Liana y Pedro intercambiaron sonrisas y, por algún motivo, el corazón de Paula se encogió. Sus sonrisas desprendían una íntima familiaridad. ¿Mantendrían una relación? ¿Sería Liana la mujer de la que se había enamorado Pedro? Y si era así, ¿Cómo le había roto el corazón? Era evidente que su relación seguía siendo cálida.


Liana la miró con sus bonitos ojos negros.


—¿Le apetece comer algo en especial, señorita Chaves?


—No estoy segura —dijo Paula, pensando que Pedro siempre tenía a su alrededor alguna mujer guapa. El día anterior había sido Jacqui. Ahora era Liana. Suspiró con suavidad. ¿Pero qué más le daba a ella?—. Pero lo cierto es que tengo hambre.


—Di lo que te apetece —dijo Pedro—. Si no lo tenemos, habrá que pensar en otra cosa.


—De acuerdo. ¿Qué tal unas tostadas con huevo y beicon?


—No hay problema, señorita.


—Estupendo —Paula miró a Liana con una cálida sonrisa y decidió que no podía culparla si estaba enamorada de Pedro. A veces parecía que la mitad de las mujeres que conocía estaban enamoradas de él—. Y, por favor, llámame Paula.


—Gracias, Paula. ¿Pedro?


—Quiero lo mismo que ella.


—Mamá y yo nos pondremos enseguida a prepararlo —Liana se volvió y desapareció en el interior de la casa.


Justo en ese momento, un golpe de viento recorrió la terraza y revolvió el pelo de Paula. Instintivamente, ella alzó el rostro hacia la brisa.


—Parece que eres de aquí —murmuró Pedro.


Ligeramente avergonzada por haberse dejado atrapar desprevenida, Paula le devolvió el comentario.


—Tú también. Debes venir aquí a menudo.


—¿Por qué dices eso?


—Porque tú y Liana parecéis conoceros bastante bien.


Pedro asintió.


—Es cierto que vengo bastante a menudo, o tan a menudo como puedo, al menos. Y sí, Liana y yo nos conocemos bastante bien.


—¿Hasta qué punto? —Paula quiso retirar sus palabras en cuanto surgieron de su boca.


De pronto, los ojos de Pedro empezaron a brillar.


—¿Qué está pasando por esa bonita cabeza tuya? ¿Crees que Liana y yo somos amantes?


—¿Lo sois?


Pedro negó con la cabeza.


—No, Paula. Conozco a Liana y a su familia desde hace diez años, que fue cuando empecé a venir aquí. Somos buenos amigos, y eso es todo. Además, no creo que a su marido le gustara —ladeó la cabeza y miró a Paula pensativamente—. ¿De acuerdo?


Paula se encogió de hombros, como si le diera lo mismo.


—Claro. Así que llevas diez años viniendo aquí —dijo, tras dar un sorbo al café.


—Sí.


—El dueño de la isla debe de ser muy buen amigo tuyo.


—Lo es.


—Tú eres el dueño, ¿verdad?


Pedro sonrió.


—Junto con Darío.


—No sabía que fuerais tan amigos.


—Te dije desde el principio que lo éramos.


Paula se mordió el labio inferior. Suponía que Pedro le había hecho un gran favor llevándola a una isla de la que Darío era dueño a medias. De manera que, ¿por qué estaba sintiendo aquel repentino pánico?


—¿Por qué no me dijiste quién era el dueño de la isla?


—Porque temía que te sintieras atrapada si te decía que era en parte mía.


Paula comprendió en ese momento que su pánico no tenía nada que ver con Darío, sino con Pedro. La tenía atrapada en un lugar del que no podía huir… huir de él.


—Si en cualquier momento quieres irte, no tienes más que decírmelo —añadió él.


Paula asintió. Una vez más, Pedro le había leído la mente, pero ya empezaba a acostumbrarse. Tal vez se debía a que le había dicho que podía irse cuando quisiera, pero de pronto ya no se sentía atrapada. Y, extrañamente, un burbujeante sentimiento de anticipación se apoderó de pronto de ella. ¿Pero qué estaba anticipando?


—¿Planeáis Darío y tú promocionar la isla?


—Nos gusta tal y como está, pero puede que algún día construyamos otra residencia para las ocasiones en que queramos traer a nuestras familias al mismo tiempo.


Paula estaba a punto de mencionar el dinero que podrían ganar si decidían desarrollarla como centro turístico, pero pensar en Pedro con una familia hizo que se le formara un nudo en la garganta.


Pedro con una esposa e hijos… Evidentemente, debía tener planeado formar una familia, o de lo contrario no habría mencionado la posibilidad de construir otra residencia.


—He pensado llevarte a dar una vuelta por la isla mientras digerimos el desayuno, pero si lo prefieres, podemos ir directamente a la piscina.


—¿A la piscina? —preguntó Paula, extrañada—. ¿Hay una piscina en la isla?


Pedro asintió.


—Está muy cerca, aunque no se ve hasta que llegas.


—¿No resulta un poco absurdo tener una piscina aquí?


Pedro río.


—Es cierto, pero Darío y yo decidimos hacerla de todos modos. Hay algunas personas a las que les gusta ver lo que tienen debajo cuando se bañan de noche.


—Seguro que tú no eres una de esas personas.


—Así es. El océano es maravilloso de noche.


Paula se sintió atrapada por los ojos de Pedro. No era de extrañar que las mujeres se colaran por él.


—¿Y vas a enseñarme a bucear en la piscina? Para eso podíamos habernos quedado en Dallas. Yo tengo piscina en mi jardín, y tú también.


—Primero practicaremos en la piscina, para que luego puedas manejarte allí —Pedro señaló con la cabeza en dirección a la playa—. Después podremos ir al arrecife que he elegido para ti.


—Oh —Paula dio otro sorbo a su café—. Supongo que eso es una buena idea. Pero, por lo poco que sé, bucear parece algo relativamente fácil.


—Lo es, una vez que se han aprendido los principios básicos.


—Comprendo. Pero no os imagino a ti y a Darío buceando tan solo por la superficie. Seguro que practicáis el submarinismo con botellas.


La sonrisa de Pedro hizo aflorar su hoyuelo.


—Tienes razón, pero antes de practicar el submarinismo conviene que aprendas a bucear con gafas, tubo y aletas. Después, si convences a Darío para que se case contigo, él podría enseñarte a bucear con botellas.


Paula pensó que, una vez más, la respuesta de Pedro resultó totalmente razonable. Lo que no era razonable era que a ella le desagradara tanto.


—Por cierto, ¿sabes nadar?


Paula no pudo evitar reír.


—¿De verdad crees que me plantearía aprender a bucear si no supiera nadar?


—De acuerdo, pero, ¿hasta qué punto sabes hacerlo?


Paula pensó un momento en la pregunta de Pedro.


—Solía nadar bastante bien, pero no he vuelto a hacerlo desde que terminé mis estudios en el colegio. Mi padre se aseguró de que mis hermanas y yo aprendiéramos a nadar.


—Teniendo en cuenta que hay un lago enorme junto al Double B, comprendo por qué. Supongo que no quería correr el peligro de que os cayerais y os ahogarais.


—Ni siquiera habría parpadeado si alguna de nosotras se hubiera ahogado.


—Supongo que no lo dijese en serio.


—Te aseguro que, el día después del funeral, habría vuelto a sus ocupaciones como si tal cosa.


—Las personas tienen distintos modos de llorar a sus muertos, Paula.


—No tiene importancia —Paula hizo un gesto con la mano, como queriendo dejar el tema a un lado—. Pero el verdadero motivo por el que se aseguró de que supiéramos nadar fue para que pudiéramos competir entre nosotras. Todo formaba parte de su estrategia para volvernos competitivas. Por eso nos enseñó también a jugar al golf, al tenis y al baloncesto. Y ese es el motivo por el que dejé de nadar en cuanto pude. Por eso no estoy segura de hasta qué punto estoy en condiciones de volver a hacerlo.


Pedro la miró unos momentos como si quisiera decirle algo, sin duda algo sobre su padre, pero finalmente cambió de opinión.


—No tienes por qué preocuparte. Llevarás un cinturón que te mantendrá a flote, y un chaleco salvavidas en caso de que no te sientas segura. En cualquier caso, nunca se me ocurriría enseñar a bucear a alguien que no supiera nadar.


—Entonces, ¿por qué no me lo preguntaste antes de venir?


Pedro sonrió.


—Porque si no hubieras sabido nadar, te habría enseñado.


—Tan fácil como eso, ¿no? ¿Sabes lo que creo? Que te has equivocado de profesión. Deberías haber sido profesor.


—¿En serio?


Paula asintió.


—Estoy segura de que enseñar historia o matemáticas no es muy distinto a enseñar a una mujer a aceptar la caricia de un hombre, o a bailar arrimada, o a bucear. Solo sería otra lección en una larga lista de ellas, ¿no te parece?


Pedro volvió a sonreír.


—Correcto —dijo y volvió la cabeza hacia la puerta—. Ah, aquí está nuestro desayuno. Gracias, Liana.




UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 27

 


Paula se estiró lentamente en la cama. La luz del sol y una suave brisa entraban por una gran puerta, acompañados del aroma de flores tropicales y del sonido del mar.


Todo era tan distinto a lo que estaba acostumbrada que permaneció tumbada unos minutos más, tratando de orientarse.


La noche anterior, cuando llegaron a la isla, Pedro le indicó cuál era su dormitorio y le dijo que cuando estuviera lista podía salir a cenar algo a la terraza. Pero Paula estaba demasiado cansada y, tras tomar una ducha, se fue directamente a la cama. El torbellino interior que había soportado durante los últimos días la había dejado agotada.


Salió de la cama y se acercó a la puerta, que daba a una amplia terraza. El día anterior, Pedro le explicó que la casa había sido cuidadosamente construida para que no pudiera verse desde ningún punto de la isla, excepto desde el aire.


Ni siquiera tuvo que salir a la terraza para darse cuenta de que la casa se hallaba sobre una colina cubierta de vegetación, que descendía hasta una playa de arena blanca. Flores de colores tan brillantes que apenas parecían reales formaban enormes ramos entre árboles y arbustos.


Había tomado una buena decisión aceptando ir allí, pensó. La isla era un mundo completamente diferente, con una belleza muy distinta a la que estaba acostumbrada. Si algún lugar podía sacarla de la rutina a la que estaba acostumbrada era aquel.


Y ya que iba a pasar allí algunos días, lo mejor que podía hacer era vestirse y salir a ver qué encontraba.


Pedro había dicho que el propósito de aquel viaje era enseñarla a bucear, de manera que rebuscó en sus maletas y encontró seis biquinis diferentes. Tomó uno de color rosa oscuro y lo miró con ojo crítico. Pequeño. Muy pequeño. Pero los demás no eran más grandes.


Suspirando, fue con él al baño y se lo puso. Luego se miró en el espejo y frunció el ceño. La parte baja empezaba varios centímetros por debajo de su ombligo y el corte de las piernas era muy alto. El sujetador era poco más que dos trocitos de tela sujetos por una cuerda. De todos modos, nada vital quedaba expuesto, y no resultaba demasiado escandaloso. Giró para verse desde otro ángulo y la conclusión a la que llegó resultó sorprendente: el bañador le sentaba muy bien.


Sonrió. El hecho de estar allí con aquel diminuto biquini era otro indicio de que estaba cambiando. Lo que no sabía aún, y lo que pretendía averiguar durante su estancia en la isla, era si esos cambios le gustaban.


Tras lavarse la cara, cepillarse los dientes y darse crema protectora en la cara y el cuello, se centró en su pelo y descubrió que tenía poco que hacer.


El peluquero que la había atendido el día anterior se lo había cortado a capas. El corte lo había aligerado de peso y revelaba la tendencia natural a rizarse contra la que Paula había luchado toda su vida. El peluquero también le había cortado las puntas, de manera que le llegaba justo hasta los hombros. Como resultado, lo único que tenía que hacer era pasar los dedos por él para que adquiriera el mismo aspecto que tenía nada más salir de la peluquería.


Después de mirarse un momento en el espejo y decidir que el corte de pelo era un cambio al que aún no se había acostumbrado, volvió al dormitorio, se puso una blusa y un par de sandalias que encontró en una de las maletas y salió a la terraza.


Pero se detuvo tras dar tan solo unos pasos. Pedro estaba de pie en un extremo de la terraza, mirando hacia el mar, con una taza de café en una mano y la otra apoyada contra un poste.


Y lo único que llevaba puesto era un bañador azul marino, ceñido y corto.


Muy corto. Y muy ceñido.


Se ruborizó y sintió que se le secaba la boca. Viéndolo de perfil, el abultamiento de su sexo era evidente.


Se quedó paralizada ante aquella visión, y el corazón empezó a latirle como si estuviera a punto de salirse de su pecho. Pero, ¿por qué? Ya había sentido su tamaño y forma cuando bailaron. Entre sus brazos, en la pista de baile, estuvo a punto de desvanecerse al sentirlo presionado contra la parte baja de su cuerpo. Aún podía recordar el deseo que se apoderó de ella.


Pero no podía permitir que sucediera algo parecido en aquel lugar. No podía y no lo permitiría.


Además, estaban en una isla, y lo normal era ir en bañador. Más le valía acostumbrarse a la visión del magnífico cuerpo de Pedro, y de su sexo…


Un deseo incontrolable recorrió sus venas, haciéndola sentirse febril. Apenas pudo contener el impulso de retirarse a su dormitorio. Aquel no era un buen modo de empezar su estancia en la isla. Hacía tiempo que había dejado de ocultarse en el armario de su dormitorio, y no tenía intención de empezar a hacerlo de nuevo.