miércoles, 20 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 7

 


Algo inquietó a Paula. Un aroma vagamente conocido invadió sus sentidos. Estaba sucediendo algo que no quería que sucediera. Se resistió a moverse y a abrir los ojos. El instinto le dijo que algo iba mal. Se sentía cálida y cómoda… pero también frágil. Extremadamente frágil.


Entonces recordó. La noche anterior había sufrido una migraña. Ya se le había pasado pero, como siempre, su cabeza retenía el recuerdo del dolor. Suspiró suavemente. Hacía más de dos meses que no tenía una migraña, y había llegado a creer que ya las había superado. Evidentemente, no era así. Y para empeorar las cosas, aquella había sido una de las peores.


¿Qué había sucedido? ¿Y qué estaba oliendo? ¿Y sintiendo?


Trató de recordar lo sucedido la noche anterior. La fiesta… había ido bien. Hernan Mathis y Teo Korster estaban a punto de aceptar su propuesta, y esa era la meta principal de la fiesta. Sí, lo recordaba. Incluso había logrado allanar el camino para futuros proyectos.


Champán. Las luces del estanque. Unos ojos marrones. Un pelo que siempre parecía necesitar un peine.


Pedro.


Se había presentado después de que todo el inundo se hubiera ido. Según él, había vuelto porque había sentido que algo iba mal. Eso le había parecido muy extraño.


A veces, Pedro podía ser una auténtica cruz. Nadie conseguía alterarla como él. Cuando trataba de ignorarlo, él se negaba a permitírselo. Y cuando trataba de cortarlo en seco dándole la espalda, se reía de ella.


Unos meses atrás, la invitó a ella, a su hermana Teresa y a unos amigos a volar a Corpus Christie en su nuevo avión. Pero se fue dejándola en tierra. ¿El motivo? Que se retrasó quince minutos y Pedro se negó a esperarla. Se puso furiosa.


Sin embargo, en otras ocasiones se sentía atraída por él. Al menos, hasta que lograba recuperar el control sobre sus sentidos y se recordaba por qué no podía sentirse atraída por Pedro. Dario era el hombre con el que planeaba casarse… si lograba convencerlo, por supuesto.


A pesar de todo… estaba en deuda con Pedro. Por mucho que le costara aceptarlo, así era. Cuando la migraña había atacado, él había estado allí para ayudarla.


Tal vez podría haber superado la crisis por sí misma, pero eso era algo que nunca llegaría a saber. Tendría que encontrar algún modo apropiado de darle las gracias. Tal vez, regalándole una planta para su despacho.


Gimió interiormente. ¿Cómo iba a saber cuál era el modo apropiado de darle las gracias? Lo mejor que podía hacer era esperar a hablar con Monica en el trabajo. De momento, aún se sentía muy aturdida.


Abrió los ojos lentamente y vio que la luz del sol inundaba la habitación. Volvió a gemir interiormente. Lo normal era que, en cuanto el primer rayo de sol entraba por la ventana, saltara de la cama, totalmente dispuesta a enfrentarse al nuevo día. Pero lo cierto era que aún se sentía muy débil, y el impulso de permanecer en la cama era muy fuerte.


Sin embargo, nunca se había permitido utilizar las migrañas como excusa para vaguear. Cuando estaba en el trabajo era más consciente de los primeros síntomas de un ataque de migraña y tomaba rápidamente una pastilla para frenarla. Pero la noche anterior trató de superarla a base de ignorarla, y no había servido para nada.


Volvió la cabeza para mirar el reloj. Eran las siete y media. Normalmente estaba en la oficina a las siete. Si se levantaba ya, aún podía llegar a las ocho y media. Experimentalmente, trató de erguirse en la cama.


—¿Ya te sientes mejor?


Paula se quedó totalmente paralizada. Pedro. Se volvió hacia él y dio un gritito ahogado.


Estaba tumbado de espaldas, con los brazos tras la cabeza y la manta a la altura de la cintura, dándole una visión completa de su pecho desnudo. Una mata de pelo castaño claro cubría este, formando una uve hasta desaparecer bajo las mantas. ¡Dios santo! ¿Estaría desnudo? Paula cerró rápidamente los ojos y volvió a abrirlos…


—¿Qué haces aquí?


Pedro se volvió hacia ella y apoyó un codo en el colchón para erguirse. Su rostro estaba tan cerca que Paula pudo ver su incipiente barba y las vetas doradas de sus ojos.


—¿No te acuerdas?


—Yo… —un recuerdo surgió en la mente de Paula.


Se había mostrado reacia a que se fuera, aunque no recordaba haberle pedido que se quedara. Pero aquel recuerdo trajo otros. El dolor había sido tan intenso que había sentido una necesidad vital de aferrarse a él, como si su fuerza hubiera podido rellenarlo. Pero…


—Recuerdo que rodeaste la cama y te tumbaste encima de las mantas —también recordaba cómo se arrimó a él para tratar de absorber su calor. Pero estaba segura de que las mantas aún se interponían entre ellos.


Y en ese momento reconoció el aroma que había invadido su sueño. Era el aroma vigoroso, sexual y único de Pedro, y probablemente estaría en las sábanas en las que había dormido.


—No esperaba que te quedaras toda la noche y, desde luego, no esperaba que te… desvistieras.



martes, 19 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 6

 


Pero esa noche, durante la fiesta, había notado que los ojos de Paula adquirían una expresión dolida, algo en lo que no se habrían fijado quienes la conocían a un nivel meramente social o profesional. Pero él sí se había fijado, y por eso había vuelto.


—¿Qué tal estás? —Preguntó, en un susurro—. ¿Te apetece ponerte alguna otra cosa ahora?


Paula se estremeció.


—Tengo frío.


Pedro se levantó de inmediato y fue hasta el armario empotrado que se hallaba frente a la cama. Pasó por alto las hileras de trajes de trabajo perfectamente colgados, los vestidos, las camisas y las faldas y centró su atención en un camisón beige de punto con una bata a juego. Lo acarició y comprobó que era suave y cálido, perfecto para Paula en aquellos momentos.


Lo descolgó y se acercó con él a la cama. Paula tenía los ojos abiertos.


—¿Te parece bien? —preguntó, mostrándoselo.


Ella asintió levemente y volvió a cerrar los ojos.


—Puedo cambiarme yo sola —murmuró.


En circunstancias normales, Pedro sabía que se habría opuesto con todas sus fuerzas a que él la ayudara a cambiarse, pero, esa noche, su habitual determinación por controlarlo todo estaba muy disminuida.


Tenía que distraerla, y para ello contaba con el tópico perfecto.


—Sé que puedes —dijo, en tono despreocupado—, pero ya que estoy aquí, me gustaría ser de alguna utilidad —con sumo cuidado, ayudó a Paula a erguirse—. Además —continuó—, hay algo que necesito decirte. En realidad es una confesión. Sé que estarás de acuerdo conmigo en que me equivoco en muy raras ocasiones —Paula dejó escapar un leve gruñido de protesta. Él sonrió. Podía oírlo. Eso estaba bien—. El caso es que esta noche me he equivocado. Después de todo, Darío no te estaba esperando en el dormitorio.


—Dario no… no ha venido.


—Nunca viene a tus fiestas, ¿verdad?


—Algunas veces sí viene.


—Cualquiera pensaría que no le gustas —Pedro bajó rápidamente la cremallera del vestido de Paula y le hizo sacar los brazos.


—Si le gusto…


El vestido cayó hasta su cintura. Pedro notó que se le secaba la garganta al ver el sujetador de encaje de color crema que llevaba puesto. La atrajo hacia sí para rodearla con los brazos y soltárselo. Un perfume cálido y sensual se elevó de la piel de Paula cuando el sujetador cayó, dejando expuestos sus pechos, de areolas y pezones delicadamente rosados. Pedro sintió que se endurecía y que la boca se le hacía agua.


Apartó a un lado el sujetador e hizo un esfuerzo por continuar.


—Supongo que has decidido que ya ha llegado el momento de ir definitivamente tras él, ¿no? —Preguntó, mientras deslizaba el camisón por la cabeza de Paula—. Alza los brazos hacia mí.


—No —la mirada de Paula revelaba una evidente falta de comprensión, pero Pedro sintió que estaba tratando de centrarse en lo que le decía—. Sé que le gusto a Darío.


—Claro que sí… como miembro de su familia. Alza los brazos para que pueda ponerte el camisón, cariño —Paula obedeció—. Pero creo que debo decirte que no tienes la más mínima oportunidad de llevártelo a la cama, y mucho menos al altar.


—No. Claro que sí. Quiero decir que… ¿por qué piensas eso?


Pedro trató de concentrarse en meterle el camisón por los brazos sin mirar sus pechos. A pesar de todo, el dorso de una de sus manos rozó la cima de uno de ellos, haciéndole contener el aliento. Casi gimió. Los pechos de Paula eran exactamente como los había imaginado: altos, redondeados y firmes, lo suficientemente grandes como para llenar sus manos, pero no tanto como para hacer que un hombre volviera la cabeza al pasar junto a ella. Tal y como a él le gustaban.


—En primer lugar —dijo, sin poder evitar el tono ronco de su voz—, Darío te considera miembro de su familia, y no creo que vayas a poder hacerlo cambiar de opinión al respecto. Después de todo, no eres exactamente una mujer fatal, ¿no?


Paula miró el camisón que la cubría hasta la cintura con expresión de no saber cómo había llegado allí.


—Sí lo soy —contestó.


—Túmbate —Pedro apoyó una mano tras su nuca y la ayudó a tumbarse—. Me gustaría estar de acuerdo contigo en que eres una mujer fatal, pero me temo que no puedo —mintió, pero aquel no era momento de confesar la facilidad con que Paula podía hacer que la deseara.


Se levantó, se inclinó sobre ella y deslizó el vestido hacia abajo por sus caderas y piernas hasta quitárselo. Por unos momentos, solo pudo mirar. Paula llevaba unas diminutas braguitas de encaje a juego con el sujetador.


—Pronto tendré a Dario comiendo de mi…


—¿Mano? —Pedro concluyó la frase al ver que ella no parecía encontrar la palabra para hacerlo. Enseguida notó que su voz revelaba el incontenible deseo que estaba creciendo en su interior. Debía tener cuidado porque, a pesar de su estado, Paula podía notarlo.


—Lo necesito…


Pedro se aclaró la garganta.


—Crees que lo necesitas, pero no es cierto. El problema es lo que quieres. Y quieres el cincuenta por ciento de Barón International que Darío heredará cuando muera tu tío Guillermo. Con la mayoría de las acciones en tu poder podrás controlar a tu hermana —Pedro se obligó a tirar las braguitas hacia donde estaba el sujetador y a bajar el camisón todo lo que pudo.


—Sí. No —Paula apoyó una mano en su sien—. Cuando nos casemos, ganaré el cincuenta por ciento de… er… de su negocio.


—Eso acabo de decir.


Paula permaneció en silencio, tratando de comprender.


—¿Tan ansiosa estás porque muera tu tío?


Paula abrió los ojos de par en par y volvió a cerrarlos rápidamente.


—No. Lo quiero.


—A veces me pregunto si sabes lo que es querer —murmuró Pedro—. Conociendo tu plan, resulta difícil creerlo.


—¿Qué?


—Nada. Vuelve a erguirte un poco —Pedro la ayudó a hacerlo. Unos momentos después había logrado meterla en la cama—. Además, hablando estrictamente, no serías tú, sino Dario, el que ganaría el cincuenta por ciento de la empresa. Y quién sabe qué querrá hacer con ella.


—Una vez que nos casemos…


—«Si» os casáis, quieres decir. Pero supongamos que lo hacéis; ¿de verdad crees que Darío se sentiría tan apabullado por tus encantos femeninos como para dejarte hacer lo que quieras con su cincuenta por ciento?


—Sí, él…


—Piénsalo bien, querida. Además, ¿acaso crees que eres la única mujer que quiere a Darío? Y no solo por su futuro porcentaje en Barón International.


Paula frunció el ceño y volvió a apoyar una mano sobre su sien.


—Des nunca ha mostrado interés en…


—Tienes razón. Nunca ha mostrado interés en Barón International, pero yo no apostaría contra él cuando herede su parte de la empresa. Por si no lo sabes, te diré que Darío es un hombre de negocios muy astuto —Pedro observó un momento el rostro de Paula y le pareció que estaba algo más relajada—. ¿Cómo te sientes ahora?


—Yo… —Paula se interrumpió y Pedro tuvo la sensación de que estaba tratando de evaluar su dolor, lo que significaba que había tenido cierto éxito con su táctica de distraerla preocupándola—. Aún me duele mucho.


Pedro miró su reloj.


—Han pasado quince minutos desde que te di la medicina. ¿Debería haberte hecho efecto ya?


—Lo hará.


—¿Quieres decir que pronto te sentirás mejor?


Paula no respondió. Mirando su rostro, precioso y más pálido que nunca, Pedro se sintió más impotente que nunca en su vida.


—Voy a llamar al médico. ¿Dónde está el número?


Paula gimió e hizo un intento por moverse que interrumpió de inmediato.


—Sniffer.


—¿Qué?


Paula alzó una temblorosa mano y señaló la mesilla de noche.


—Sniffer.


Pedro abrió el cajón en el que había vuelto a guardar los frascos de medicina.


—¿Sniffer? —entonces lo vio. Se trataba de un inhalador. Lo sacó—. ¿Es esto lo que quieres?


Paula alargó una mano y él le entregó el inhalador. Luego la ayudó a erguirse sobre un codo.


—Esto me atontará y… pronto estaré mejor.


—Bien.


—¿Te… te irás?


—Me iré en cuanto esté seguro de que te encuentras bien.


Paula se llevó el inhalador a la boca, lo presionó y se dejó caer de nuevo sobre la almohada.


Pedro la observó durante varios minutos. Paula permanecía muy quieta, aunque le pareció que empezaba a respirar de forma más relajada. Ella no podía saberlo, pero no tenía ninguna intención de dejarla sola esa noche en aquella gran casa.


—¿Paula?


Al ver que no contestaba, Pedro se levantó de la cama. De inmediato, ella abrió los ojos.


—¿Tienes que irte… ya?


—No.


—Quédate… un poco más.


Pedro apenas podía creer que le estuviera pidiendo que se quedara. Para que Paula hiciera algo así debía estar pasando por un auténtico infierno.


—Me quedaré todo el tiempo que quieras.


Paula volvió a entrecerrar los ojos.


—Solo un… poco.


Pedro se quitó la chaqueta y la corbata, se arremangó la camisa y se quitó los zapatos. Luego se sentó en el otro lado de la cama, colocó dos almohadas junto al cabecero y se apoyó en ellas.


Paula gimió y, adormecida, se arrimó a él. Debía tener frío. Pedro la atrajo lentamente hacia sí, aunque él estaba encima de las mantas y ella debajo. Pasó un brazo en torno a sus hombros y le hizo apoyar la cabeza en su pecho.


Llevaba mucho tiempo deseando abrazarla, pero no así. Solo podía pensar en cómo conseguir que estuviera más cómoda. Paula volvió a gemir. ¿Qué podía hacer?



UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 5

 


Pedro la observó, tratando de pensar qué otra cosa podía hacer por ella. Había reconocido el nombre de algunas de las medicinas. Se utilizaban para las migrañas. Conocía a varias personas que sufrían aquella enfermedad. ¿Cuánto tiempo haría que Paula la padecía?


Por lo que había oído de las migrañas, era una candidata ideal para sufrirlas: una personalidad tipo A, una perfeccionista que trabajaba hasta la extenuación.


Aquella noche había sido un ejemplo perfecto. No había disfrutado de la fiesta. Había «trabajado» la fiesta. Y la conocía lo suficiente como para saber que él y otras cuantas personas habían sido invitados con el único fin de redondear el número de asistentes. En realidad, solo estaba interesada en dos o tres personas con las que quería hablar de negocios, aunque era toda una profesional en el arte de camuflar sus intenciones.


Deslizó la mirada por su cuerpo. Llevaba un vestido de seda de cuello alto y color marfil que contorneaba discretamente su cuerpo, dejando al descubierto tan solo los brazos. Era un vestido de un gusto perfecto, aunque en ella tenía un sutil toque sexy que podía llevar a un hombre al extremo de rogarle que le enseñara algo más. Pero Pedro sabía que aquel no era el modo de llegar a Paula, de manera que se había limitado a observarla.


Había algo en aquella mujer que lo alcanzó de lleno en cuanto la conoció. Era muy guapa, de una belleza clásica, con un precioso pelo negro y unos ojos de color ámbar. Se conocieron en una fiesta de beneficencia a la que también asistieron varias mujeres enjoyadas y con vestidos deslumbrantes. Pero, para Pedro, ella sobresalía entre todas. No llevaba joyas y su vestido de terciopelo rojo, sin tirantes, era el más elegante de la fiesta. Aún recordaba el brillo de su piel a la luz de las velas.


De buenas a primeras, lo rechazó de un modo casi automático. Aquello divirtió a Pedro. Evidentemente, rechazar a los hombres era algo instintivo en ella y, por ello, él se sintió retado.


Al principio, su atracción fue simple y básica, una necesidad ardiente y primaria que lo impulsaba a tomarla en brazos, llevarla al lugar más cercano en que pudieran estar solos y hacerle el amor hasta que ambos quedaran lo suficientemente cansados como para no hacer otra cosa más que dormir.


La observó durante el resto de la tarde y, en un momento dado, cuando Paula se volvió después de haber estado hablando con alguien, vio algo que conectó con él a un nivel muy profundo. En ese instante percibió en su interior mucho más de lo que ella permitía ver al resto del mundo. Pero no supo con exactitud qué era lo que le había hecho conectar con ella de manera tan intensa. Solo más tarde, tras otros encuentros, descubrió qué era.


Pérdida y necesidad.


Vio en ella las cicatrices de la pérdida, heridas no completamente sanadas y dolores recordados como si hubieran sucedido el día anterior. Los reconoció en ella porque él también los había sufrido, tal vez no tan profundamente, pero sabía muy bien lo que era el sentimiento de pérdida y la necesidad. Aunque sus experiencias fueran distintas, el dolor era el mismo.


Reconocer aquello le hizo comprender que valdría la pena esperar con calma a que Paula llegara a verlo como un hombre deseable que merecía toda su atención.


No le llevó mucho tiempo averiguar que Paula solo estaba interesada en un hombre: Darío Barón. Tras averiguar los motivos y los porqués, supo que no estaban hechos el uno para el otro. La certeza llegó de la convicción de que él era el único hombre con el que Paula debía estar, y de que, antes o después, iba a hacerla suya. Lo que no sabía era cuánto tiempo iba a llevarle conseguirlo. Afortunadamente, tenía mucha paciencia.


Se empeñó en conocerla, en averiguar qué la hacía feliz, qué cosas la disgustaban. No fue fácil, porque Paula se había ocupado de construir una formidable barrera a su alrededor. Solo últimamente había empezado a ver algunas grietas en aquella barrera, pequeñas, desde luego, pero tratándose de ella el más mínimo resquicio era algo extraordinario.


Tal vez, el problema de las migrañas había sido la causa de aquellas grietas. O tal vez se estaba quedando sin retos, algo que él sabía, pues se había empeñado en conocer cada uno de sus movimientos, tanto en el terreno de los negocios como en el personal. Y debido a ello, casi podía garantizar lo que iba a continuación. Eso era lo que había estado esperando.




UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 4

 

Con los ojos nuevamente cerrados, sintió que entraban en su dormitorio. Allí, con una delicadeza que nunca habría esperado de él, Pedro la dejó en la cama y colocó una almohada bajo su cabeza. Luego encendió la luz de la mesilla de noche y abrió el cajón de esta. Maldijo entre dientes.


Paula sabía lo que había visto, pero ya no tenía ningún control sobre la situación. Sentía el escozor de las lágrimas en los ojos. La luz le estaba atravesando el cráneo. Alargó una mano para tomar otra almohada y se cubrió con ella los ojos.


Oyó que Pedro entraba al baño y abría el grifo; unos momentos después el colchón se hundió bajo su peso.


—Paula, querida, ¿puedes abrir los ojos? Tienes que mirarme un segundo.


Era lo último que ella quería hacer. La luz iba a resultar intolerable. Apartó la almohada de su rostro y abrió lentamente los ojos. Pedro sostenía tres frascos de medicina en cada mano.


—¿Cuál necesitas?


Paula señaló uno.


—¿Cuántas pastillas?


Paula alzó un dedo.


Pedro pasó un brazo por debajo de sus hombros y la hizo erguirse. Ella tomó la pastilla y dio un sorbo al vaso de agua que él le acercó a los labios.


Luego, con la cabeza de nuevo sobre la almohada, volvió a cerrar los ojos.


—La luz… —Pedro apagó la lámpara antes de que terminara la frase. La única luz que iluminaba la habitación era la del baño, que Paula solía dejar encendida— Gracias. Ahora ya puedes irte. Ya estoy mejor —dijo, aun sabiendo que si el dolor no remitía rápidamente tendría que intentar otra cosa.


—Me alegra que ya estés mejor pero, entretanto, creo que debería llamar al médico.


—No.


—No estoy ciego, Paula. Sé que estás sufriendo un fuerte dolor. Tu médico debería saberlo.


—Lo sabe.


Pedro suspiró.


—De acuerdo. Si veo que mejoras durante la próxima media hora, no lo llamaré. Pero voy a quedarme contigo.


—No —Paula sabía que no iba a poder relajarse con él allí.


—Ssss. No trates de discutir conmigo porque no te servirá de nada. Además, sería demasiado esfuerzo para ti.


Pedro tenía razón en eso. Paula giró levemente la cabeza en la almohada y trató de alcanzar con las manos las horquillas que sujetaban con firmeza su moño. Pero el movimiento le produjo náuseas y tuvo que desistir.


Pedro le apartó las manos y se ocupó de quitárselas. Tras aflojarle el pelo en torno a la cabeza, tomó una de las manos de Paula en la suya y le acarició el antebrazo. Ella no lo habría creído posible pero, sorprendentemente, aquello la alivió. No solía gustarle que la tocaran.


Trató de calcular las consecuencias de que Pedro la hubiera visto en su estado más vulnerable, pero apenas podía pensar cuando le dolía tanto la cabeza. Permaneció muy quieta, rogando para que la medicina produjera cuanto antes su efecto.


—¿Y el vestido? —Oyó que preguntaba Pedro—. ¿No estarías más cómoda con otra cosa?


Paula pensó que sí, pero no se sentía con ánimos para cambiarse.


—Ahora no.


—Avísame cuando puedas moverte sin que te duela tanto.


Paula trató de poner su mente en blanco, pero era demasiado consciente del dolor, demasiado consciente del hombre que le estaba acariciando el brazo.




lunes, 18 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 3

 


Cuando dos años atrás conoció a Pedro en una fiesta benéfica, él se mostró claramente interesado en ella, pero se echó atrás en cuanto notó que el interés no era mutuo. Desde entonces, solo lo había visto en grupo. Tenían amigos y socios comunes, y el círculo en que se movían estaba constituido por personas como ellos, hombres y mujeres enérgicos, con importantes metas en la vida y de aproximadamente la misma edad.


Paula sabía que Pedro la observaba, aunque no entendía por qué. Pero lo más extraño era que a veces se encontraba observándolo a él. Lo cierto era que a veces podía ser bastante divertido, encantador e interesante. Pero, normalmente, lo único que lograba era enfadarla o desconcertarla. Como en aquellos momentos.


No tenía idea de cómo se había dado cuenta de que algo iba mal, pues ni siquiera ella lo había notado. Y tampoco sabía qué hacer con él. Pero eso no era cierto. Sabía exactamente lo que quería hacer: librarse de él lo antes posible.


—Has sido muy amable viniendo a comprobar qué tal estaba, pero te aseguro que no era necesario. De hecho, estaba a punto de ir a… —Paula miró hacia la casa, pero no fue capaz de pensar en la palabra, de manera que se limitó a señalarla.


«Oh, no». Gimió silenciosamente. Las palabras la estaban abandonando… y eso sí era una mala señal.


Con mucho cuidado, se encaminó hacia la casa. Pedro se puso de inmediato a su lado y la tomó por un codo, como tratando de sostenerla. Pero lo último que quería Paula era su ayuda, o que supiera que algo iba mal.


Un poco más adelante el sendero se bifurcaba. La izquierda llevaba a la casa y la derecha a la salida, donde sin duda se hallaría aparcado el coche de Pedro. Ese era el camino que él debía tomar.


—¿Para qué quieres entrar en casa? ¿Piensas ponerte a trabajar?


Paula estuvo a punto de decirle que aquello no era asunto suyo, pero se contuvo. No quería dar pie a una de las mordaces respuestas de Pedro que la obligarían a responder, y no estaba en condiciones de hacerlo.


—Ha sido un día muy largo. Lo más probable es que me vaya a la cama.


—Es una pena —dijo Pedro.


Ella se volvió a mirarlo, sorprendida.


—¿Disculpa?


—Es una pena que una mujer tan guapa como tú esté a punto de irse a la cama sola.


Paula dio un traspié y Pedro la sostuvo con firmeza por el codo. Ella lo maldijo interiormente. Aquel hombre nunca hacía o decía lo que esperaba y quería que apartara de una vez la mano de su codo.


—A menos que tengas a Dario atrapado en tu dormitorio, por supuesto.


Ya estaba. Había vuelto a hacer uno de sus mordaces comentarios. Paula tiró del codo para librarse de su mano y se volvió a mirarlo.


—Tú no… no sabes nada sobre Dario.


—En eso te equivocas. Sé mucho sobre Dario. Últimamente nos hemos hecho buenos amigos. Y también sé que no es el hombre que te conviene.


—Tú… —Paula no fue capaz de pensar en una sola cosa que decir.


Para colmo, apenas podía ver todo el rostro de Pedro. Su campo de visión se estaba reduciendo.


No podía negarlo por más tiempo. Tenía problemas. Y las cosas iban a empeorar.


—Vete a casa, Pedro. Ahora. Buenas noches —aceleró el paso para tratar de alejarse de él, pero las piernas no parecían funcionarle bien y volvió a dar un traspié.


Si Pedro no la hubiera sujetado, se habría caído.


—Algo no va bien —dijo él, serio. El volumen de su voz resultó insoportable para los oídos de Paula—. ¿Qué es?


Paula apretó los dientes. Todo lo que necesitaba era llegar a su dormitorio.


—Déjame en paz. Yo…


Pedro la tomó en brazos y se encaminó hacia la terraza trasera. Paula no podía protestar más. Un penetrante dolor en la mitad izquierda de su cabeza se lo impedía. Cerró los ojos y trató de relajarse contra el pecho de Pedro, pero este caminaba demasiado deprisa. El movimiento resultaba violento. Sintió unas intensas náuseas. No abrió los ojos hasta que cruzaron el umbral de la puerta.


—Déjame aquí —susurró.


Pedro no respondió.


—¿Tu dormitorio está arriba o abajo?


—Por favor…


—No importa —como si hubiera adivinado la respuesta, Pedro subió las escaleras de dos en dos hasta la planta superior.


Paula gimió.


—Por favor… no vayas tan deprisa.


—¿Qué te pasa? —Murmuró Pedro, reduciendo la marcha— Voy a llamar a urgencias en cuanto te deje en la cama.


—No. Hay medicinas… en el cajón.


—¿En el cajón?


—No grites —gimoteó Paula.


—Nunca me has oído hablar con más suavidad que ahora mismo, querida. Y tampoco me has visto nunca tan preocupado como lo estoy en estos momentos.


¿Preocupado? ¿Estaba preocupado por ella? Paula no quería que fuera así, pero fue incapaz de pensar en algo que decir para que se fuera de una vez.





UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 2

 

La fiesta había sido muy productiva. Había logrado llevar a Hernán Mathis al punto al que pretendía. Una visita más y lo convencería para que le vendiera los tres edificios del centro de Dallas que tanto tiempo llevaba intentando conseguir. También había logrado que Teo Forster se interesara en reformarlos para convertirlos en un próspero negocio de apartamentos.


Su negocio florecía. Debería sentirse más que satisfecha con todo lo que estaba logrando. Y así sería si no fuera porque sentía que le faltaba algo.


Durante toda su vida había alcanzado las metas que se había propuesto. Aquel era el año en el que, según el testamento de su padre, si lograba alcanzar el nivel financiero establecido por él, heredaría un sexto de la empresa familiar. Pero ya hacía unos años que había alcanzado aquella meta y su negocio marchaba mejor que nunca. De manera que, ¿qué podía faltarle?


Se detuvo en seco. Dario. Por supuesto. ¡Dario!


Hasta el momento, la única meta que no había alcanzado era conseguir que su primo segundo aceptara casarse con ella.


—¿Qué sucede? ¿No has podido encontrar una copa?


Paula se volvió, sorprendida, y al hacerlo estuvo a punto de perder el equilibrio.


Pedro.


Pedro Alfonso sonrió perezosamente y alargó una mano para tomar la botella de champán.


—Si vas a beber de la botella, así es como debes hacerlo —echó la cabeza atrás y terminó el resto del champán en cuestión de segundos.


—No necesito lecciones sobre cómo beber champán —replicó Paula, y le quitó la botella de las manos de un tirón.


—No, no las necesitas, y por eso resulta tan interesante verte beber de la botella. Nunca te había visto hacerlo hasta ahora. Y tampoco te había visto nunca descalza. Lo cierto es que esas uñas de color rosa pálido no resultan especialmente atrevidas, Paula.


Paula pensó que Pedro estaba hablando demasiado alto. Era casi como si estuviera escuchando sus palabras en sonido cuadrafónico.


—No pretendía que lo fueran cuando me las he pintado.


—Eso está bien, porque con ese color no lo habrías conseguido —Pedro se encogió de hombros en un gesto que indicaba claramente que no se consideraba responsable de su mal gusto, aguijoneándola como solía hacerlo, presionándola hasta hacerla responder.


—Hay muchas cosas que no me has visto hacer nunca, pero eso no significa que alguna de ellas sea interesante, ni que alguna vez vayas a verme hacerlas, Pedro.


—Ah, pero en eso es en lo que te equivocas.


—¿Me equivoco? —Paula apoyó dos dedos en un punto situado por encima de su sien derecha. Pedro la estaba confundiendo. De todos sus conocidos, ¿por qué tenía que ser él el que había vuelto? Se movían en los mismos círculos sociales y benéficos pero, últimamente, aquel círculo parecía estar reduciéndose más y más, y no dejaba de verlo en todas partes. Pero esa noche ella era la única culpable, pues lo había incluido en la lista de invitados a la fiesta.


—Todo lo que haces me interesa, Paula. ¿Dónde están tus zapatos?


Paula seguía sin entender de qué estaba hablando. Pero, ya que lo había mencionado, ¿dónde estaban sus zapatos? ¿Y qué más le daba a Pedro que los llevara puestos o no?


—¿Qué haces? Creía que ya te habías ido —por su mente pasó el recuerdo de Pedro escoltando a una atractiva joven hacia la salida. También recordó que había pensado que el cabello pelirrojo de la chica chocaba violentamente con el desafortunado vestido naranja que había decidido ponerse—. Te he visto salir con Corina.


—La he llevado a su casa y luego he vuelto a esperar a que los demás invitados se fueran.


Paula frunció el ceño.


—¿Y por qué has decidido volver?


—Para ver cómo estabas.


—¿Para ver…? —Paula se quedó anonadada mientras el suelo empezaba a moverse de nuevo bajo sus pies.


Cerró los ojos, rogando que se detuviera. Aquello no estaba sucediendo. No podía ser. No estaba dispuesta a permitirlo, sobre todo delante de él. Cuando el suelo se estabilizó bajo sus pies, abrió los ojos y vio una expresión de preocupación en su rostro que la puso muy nerviosa.


Pero Pedro siempre la ponía nerviosa. Como de costumbre, tenía un aspecto molestamente atractivo y confiado. El tono dorado de su piel siempre hacía pensar que acababa de volver de unas vacaciones en algún lugar exótico, y su pelo castaño claro nunca estaba completamente peinado. Cada vez que lo miraba tenía que luchar contra el impulso de alisárselo con la mano.


Y además estaba el hoyuelo de su mejilla izquierda. Incluso una media sonrisa podía hacerlo surgir. Paula había visto a más de una mujer quedarse totalmente hipnotizada por aquel hoyuelo, hasta el punto de que olvidaban lo que estaban diciendo o dónde estaban.


En cuanto a sus ojos marrones con destellos dorados… Lo había visto flirtear descaradamente con ellos, hasta conseguir que la mujer objeto de su atención pareciera dispuesta a cualquier cosa que fuera a proponerle. Era totalmente repugnante.


Pero lo peor de todo era cómo la trataba a ella. Nadie se burlaba de ella. Nadie excepto Pedro, por supuesto. A menudo, en medio de una fiesta o reunión, se volvía y lo encontraba mirándola con una sonrisa de evidente diversión, como si le acabaran de contar un chiste del que ella no había sido partícipe. En otras ocasiones tenía la desagradable sensación de que sabía exactamente lo que estaba pensando y por qué.


Pero, en aquellos momentos, la mirada de Pedro era totalmente solemne y firme. Paula trató de recordar lo que estaba a punto de decir, pero no lo logró.


—¿Qué has dicho?


—Que he vuelto para ver cómo te encontrabas.


—Eso es. Ya lo sabía —Paula respiró profundamente—. Lo que quería preguntarte era por qué… —volvió a llevarse una mano a la frente— por qué lo has hecho.


—Hacia el final de la fiesta me ha parecido que te pasaba algo, o que te preocupaba algo. He decidido volver para ver si podía ayudarte.


Temiendo que el suelo empezara a moverse de nuevo si se agachaba, Paula dejó caer la botella. Era como si estuviera bebida, aunque ella sabía que no era así. Tal vez se debía simplemente a que estaba un poco baja de azúcar en la sangre. Debería haber comido más en la fiesta.


—Podías haberte ahorrado la molestia, Pedro. Ni me sucedía ni me sucede nada malo.


—¿No?


—No, claro que no.




UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 1

 


Paula Chaves se detuvo bruscamente. El jardín de su casa parecía estar girando a su alrededor. Respiró hondo y esperó a que la lógica volviera a ocupar su lugar. Hacía diez años que era dueña de aquella casa en North Dallas, y sus tierras no se habían movido ni una sola vez en todo ese tiempo.


De hecho, ni un solo acre de las vastas extensiones de Texas se había movido nunca. Las tierras del oeste podían ser azotadas por tormentas de arena y tornados capaces de llevarse casas enteras, árboles y coches, pero el terreno siempre permanecía firme. Se dio ánimos con aquel pensamiento y, en unos momentos, el jardín dejó de moverse.


Todo iba a ir bien.


—¿Puedo hacer algo por ti antes de irme?


Paula se sobresaltó. Creía estar sola. Se volvió e hizo un esfuerzo por sonreír a su secretaria.


—No Monica, gracias.


—¿Estás segura? Te noto un poco pálida.


—Todo el mundo parece pálido de noche —Paula apreciaba mucho a Monica por su eficiencia y su capacidad organizadora, pero a veces mostraba una molesta tendencia a mimarla como una auténtica madre. Pero ella carecía de madre desde los tres años, y ya no necesitaba ni quería una.


—Tú nunca pareces pálida, Paula. Si quieres, puedo subir para traerte tu medicina.


—¡No! —Paula cerró brevemente los ojos—. Lo siento. No pretendía ser tan brusca, pero ya sabes lo que siento respecto a esas cosas. Estoy bien, y tú ya has abajado suficiente por hoy. La fiesta ha ido de maravilla. Gracias por tu colaboración. Ahora, vete a casa y duerme un rato.


—Si estás segura… —Monica aún parecía preocupada.


—Lo estoy.


—En ese caso, nos vemos mañana por la mañana.


—Buenas noches —Paula dio otro sorbo de la botella de champán que sostenía en una mano. Luego miró el estanque del jardín. Sobre su superficie flotaban apaciblemente numerosas velas encendidas con forma de flor de loto.


Entrecerró los ojos. Brillantes. Las llamas eran demasiado brillantes. Se inclinó y derramó champán sobre una de las velas, apagándola. Tras hacer lo mismo con el resto, bebió un poco más de champán.


Aún no estaba lista para volver a la casa. Aquel era su momento favorito de las fiestas que daba. Los últimos invitados se habían ido. La orquesta y el personal encargado de la comida y la bebida también. Le gustaba reivindicar su casa y los terrenos en que se asentaba. Le gustaba el regreso a la tranquilidad y el orden. Pero, por encima de todo, le gustaba el sentimiento de plenitud que se apoderaba de ella tras una fiesta exitosa.


El estanque se movió. La tierra se movió. Se detuvo y miró con el ceño fruncido sus pies descalzos que asomaban bajo el borde de su vestido de color crema. La tierra no se estaba moviendo. Ni ella tampoco. Maldición.


Tal vez había bebido más champán del que creía. Desestimó aquel pensamiento de inmediato. Nunca se había emborrachado, y casi nunca bebía en ninguna fiesta antes de que se hubiera ido el último invitado. No le gustaba perder el control sobre nada y mucho menos sobre sus facultades mentales. Esperó y, tras unos momentos, su paciencia fue recompensada y la tierra y el estanque dejaron de moverse.


Se encogió de hombros y dio un nuevo trago de la botella.