Con los ojos nuevamente cerrados, sintió que entraban en su dormitorio. Allí, con una delicadeza que nunca habría esperado de él, Pedro la dejó en la cama y colocó una almohada bajo su cabeza. Luego encendió la luz de la mesilla de noche y abrió el cajón de esta. Maldijo entre dientes.
Paula sabía lo que había visto, pero ya no tenía ningún control sobre la situación. Sentía el escozor de las lágrimas en los ojos. La luz le estaba atravesando el cráneo. Alargó una mano para tomar otra almohada y se cubrió con ella los ojos.
Oyó que Pedro entraba al baño y abría el grifo; unos momentos después el colchón se hundió bajo su peso.
—Paula, querida, ¿puedes abrir los ojos? Tienes que mirarme un segundo.
Era lo último que ella quería hacer. La luz iba a resultar intolerable. Apartó la almohada de su rostro y abrió lentamente los ojos. Pedro sostenía tres frascos de medicina en cada mano.
—¿Cuál necesitas?
Paula señaló uno.
—¿Cuántas pastillas?
Paula alzó un dedo.
Pedro pasó un brazo por debajo de sus hombros y la hizo erguirse. Ella tomó la pastilla y dio un sorbo al vaso de agua que él le acercó a los labios.
Luego, con la cabeza de nuevo sobre la almohada, volvió a cerrar los ojos.
—La luz… —Pedro apagó la lámpara antes de que terminara la frase. La única luz que iluminaba la habitación era la del baño, que Paula solía dejar encendida— Gracias. Ahora ya puedes irte. Ya estoy mejor —dijo, aun sabiendo que si el dolor no remitía rápidamente tendría que intentar otra cosa.
—Me alegra que ya estés mejor pero, entretanto, creo que debería llamar al médico.
—No.
—No estoy ciego, Paula. Sé que estás sufriendo un fuerte dolor. Tu médico debería saberlo.
—Lo sabe.
Pedro suspiró.
—De acuerdo. Si veo que mejoras durante la próxima media hora, no lo llamaré. Pero voy a quedarme contigo.
—No —Paula sabía que no iba a poder relajarse con él allí.
—Ssss. No trates de discutir conmigo porque no te servirá de nada. Además, sería demasiado esfuerzo para ti.
Pedro tenía razón en eso. Paula giró levemente la cabeza en la almohada y trató de alcanzar con las manos las horquillas que sujetaban con firmeza su moño. Pero el movimiento le produjo náuseas y tuvo que desistir.
Pedro le apartó las manos y se ocupó de quitárselas. Tras aflojarle el pelo en torno a la cabeza, tomó una de las manos de Paula en la suya y le acarició el antebrazo. Ella no lo habría creído posible pero, sorprendentemente, aquello la alivió. No solía gustarle que la tocaran.
Trató de calcular las consecuencias de que Pedro la hubiera visto en su estado más vulnerable, pero apenas podía pensar cuando le dolía tanto la cabeza. Permaneció muy quieta, rogando para que la medicina produjera cuanto antes su efecto.
—¿Y el vestido? —Oyó que preguntaba Pedro—. ¿No estarías más cómoda con otra cosa?
Paula pensó que sí, pero no se sentía con ánimos para cambiarse.
—Ahora no.
—Avísame cuando puedas moverte sin que te duela tanto.
Paula trató de poner su mente en blanco, pero era demasiado consciente del dolor, demasiado consciente del hombre que le estaba acariciando el brazo.
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