sábado, 26 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 24

 


–¿Paula? –él estaba a su lado sujetándola por la cintura–.¿Estás bien? ¿Qué te ha pasado?


Ella abrió la boca para decir «nada», pero Pedro estaba tan cerca y la miraba tan atentamente… Le sucedía a veces. Bastaba algo tan sencillo como una palabra o una imagen para que se desatara la avalancha de un dolor que la inundaba como si hubiera sucedido el día anterior.


–¿Paula? –él entornó los ojos–. ¿Qué sucede? –de repente respiró entrecortadamente–. ¡No! –sacudió la cabeza lentamente.


Ella lo vio deducirlo todo, incapaz de moverse.


–Cielo santo. Te dejé embarazada –se quedó boquiabierto–. Durante todo este tiempo has estado ocupada en tener a mi bebé… ¿Dónde demonios está? ¿Qué has hecho?


–¡Nada! –exclamó ella–. No he hecho nada. Te equivocas –dio un paso atrás hasta quedar apoyada contra la pared–. Estás muy equivocado.


–No, no lo estoy –él le bloqueó el paso–. Ni te atrevas a mentirme. ¿Te quedaste embarazada?


–Sí –Paula cerró los ojos.


–¿Y dónde…? –preguntó él horrorizado–. Maldita sea, cuéntame lo que pasó.


–Sufrí un aborto –ella se sentía mareada. El viejo dolor la desgarraba de nuevo. No había hablado de ello durante meses, pero estaba allí, en aquella habitación. La vieja agonía.


–Mi bebé –él apenas movió los labios.


–Sí.


–Muerto –miró al suelo.


Hubo un largo silencio y Paula se presionó la frente con una mano. Sabía qué preguntas seguirían a las primeras y la idea de tener que responderlas le resultaba insoportable.


–¿Por qué no me dijiste que estabas embarazada?


–No quería hacerlo –ella cerró los ojos durante unos segundos.


Oyó la respiración entrecortada de Pedro y se apresuró a continuar.


–Me sentía herida.


Él le había destrozado despiadadamente las ilusiones aquel día al confesarle los verdaderos motivos para casarse con ella. Un par de semanas después, al descubrir que estaba embarazada, seguía tan dolida que de ninguna manera se lo hubiera dicho. Sin embargo, otro par de semanas después, había empezado a hacerse a la idea.


–Sabía que tendría que hablar contigo. Pero…


–¿Pero, qué?


–Supongo que me estaba armando de valor.


Pero después había tenido que armarse de más valor del que jamás habría pensado necesitar en su vida.


–Por favor, cuéntame qué pasó.


Paula se quedó en silencio. No habría querido hablar de ello con nadie. Había sucedido y punto. No había nada que él pudiera hacer.


Por otro lado, sabía que no tenía escapatoria, no si estaba tan cerca de ella, analizando cada movimiento. Tendría que contarle lo más esencial.


–Estaba en Bath, adonde fui tras dejarte. Durante unas semanas todo fue bien y yo empezaba a recuperarme cuando… –se sintió incapaz de continuar.


–¿Te pusiste enferma? ¿Sufriste una caída?


–Nada de eso. Simplemente sucedió. El médico dijo que nunca sabría el motivo.


–Pero ibas a quedártelo.


–Sí.


–¿Y no pensabas decirme que tenía un hijo? –él la taladró con la mirada.


–Con el tiempo –murmuró ella. Cuando hubiera puesto su vida en orden.


–No debiste huir, Paula –rugió Pedro–. ¿De verdad crees que puedes librarte de todo evitándolo? Sobre todo tratándose de algo tan importante como esto –guardó silencio durante largo rato hasta que se recompuso–. Ni siquiera en estos momentos me lo estás contando todo, ¿verdad?


Paula no pudo sostenerle la mirada y se centró en el suelo, deseando poder desaparecer.


–La cicatriz. Cielo santo. Así conseguiste la cicatriz –Pedro le tomó el rostro con las manos ahuecadas y lo alzó con suma delicadeza–. ¿Verdad?


¿De qué servía guardarse los detalles? Lo sabía casi todo y estaba a punto de adivinar el resto.


–Sufría muchos dolores. Me desmayé. No sé qué ocurrió. Me despertaba y desvanecía constantemente. Recuerdo el trayecto en ambulancia. Recuerdo habérselo dicho –les había suplicado a los médicos que salvaran a su bebé–. Tuve un embarazo ectópico. Me llevaron directamente al quirófano –le habían tenido que extirpar la trompa de Falopio y el ovario había quedado dañado. Había permanecido en el hospital durante unos días, y luego, de vuelta al piso vacío, para recuperarse… para nada.


–Eso puede ser mortal.


–Mi bebé murió –Paula sentía el corazón encogido.


–Tú también podrías haber muerto.


En efecto y, durante un tiempo deseó haberlo hecho. Lo había perdido todo.


Hubo un largo silencio, pero él no la soltó. Sentía su respiración profunda, como si se estuviera esforzando por controlarla. Paula esperaba su explosión de un momento a otro. Sentía su ira irradiar del interior. Pero no fueron palabras duras las que surgieron.


–Debió ser horrible para ti –susurró con una simpatía que ella no había esperado–. Debiste sentirte tan sola –le acarició la mejilla con un dedo–. No se lo contaste a nadie, ¿verdad?


–No había nadie… –ella respiró agitadamente. Sintió el esfuerzo que realizaba Pedro para permanecer en silencio y pudo ver el dolor reflejado en sus ojos.


–Siento mucho que estuvieras sola –continuó él en voz baja–. Ojalá me lo hubieras contado, pero casi entiendo por qué no lo hiciste. Ojalá hubiera podido hacer algo.


–No había nada que hacer –la voz de Paula se quebró–. No tiene importancia.


–Sí la tiene –él la apartó de la pared y la abrazó con ternura–. Sí tiene importancia.


Por fin, aunque demasiado tarde, él la consoló.


–Importa mucho –murmuró Pedro con el rostro enterrado en sus cabellos.


Paula no sabía cuándo disminuiría el dolor. Había intentado aparcarlo en el fondo de su mente, intentado centrarse en volver a encauzar su vida y labrarse un futuro. Y había surtido efecto… hasta que lo había vuelto a ver. Al principio había sido puro deseo nada más, pero la chispa sexual había despertado todas sus emociones. Había abierto su corazón y el dolor había salido a borbotones. Pedro la abrazó con más fuerza.


Las lágrimas que resbalaban por su rostro eran ardientes, saladas y dolían, pero no podía parar. Tampoco conseguía respirar bien, pero era incapaz de detener los sollozos que la ahogaban. Lloró por todas las cosas que había deseado, por el amor, por una familia. Lloró porque no podía evitar hacerlo. Y él la abrazó, murmurando palabras de consuelo.


Y por primera vez compartió su dolor.





jueves, 24 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 23

 


El caso Robertson había sido muy desagradable. El hombre había permitido que el éxito de su programa de televisión se le subiera a la cabeza. Había abandonado a la mujer con la que había estado casado tres años, junto a su hijo recién nacido, para dedicarse a la vida de una estrella del rock… y a la actriz principiante que había conocido en el estudio de grabación. Creyendo que le bastaría con su dinero y la fama, había contratado a un abogado especialista en divorcios, argumentando que su dinero era suyo y que no tenía que compartirlo con su esposa y el bebé. Su esposa había contratado a Pedro. Había sido el caso más importante de su carrera y había cementado su reputación.


–Robertson quería batallar en el tribunal. Y lo consiguió.


–Y ganaste.


–No hubo ningún ganador, en estos casos nunca lo hay –Pedro aún se sentía enfadado–. Había un bebé por medio, Paula. Un bebé que cuando sea mayor leerá sobre el caso y sabrá que su padre no lo quiso, que no quiso conocerlo, que no quería pasar tiempo con él y que se vio obligado por un juez a pasarle el dinero para criarlo. ¿Cómo crees que se sentirá? Siempre es igual. O bien los niños son rechazados o son destrozados como moneda de cambio entre sus amargados padres.


Pedro siempre aconsejaba acudir a un consejero, intentar la mediación y llegar a un acuerdo fuera de los tribunales, cualquier cosa para facilitar las cosas.


–¿Te sentiste tú así cuando tus padres se separaron?


Él se quedó helado. Por eso no solía hablar de sus padres con las mujeres, siempre querían profundizar en el tema más de lo que él estaba dispuesto.


–Supongo que yo también fui una moneda de cambio. Lucharon por mí. Sobre mí.


Sin embargo, aunque ambos lo habían querido, no les había bastado. No lo suficiente para mantenerse juntos ni para ser felices. La mayoría de sus problemas habían surgido tras no poder tener otro hijo. Él, su único hijo, no les había colmado.


–Supongo que siempre es mejor que luchen por uno a que no te quieran –levantó la vista a tiempo para ver el gesto de disgusto reflejado en los ojos de Paula y quiso haberse mordido la lengua. Le acarició el brazo–. Oye, lo siento.


–No pasa nada –sin embargo, ella retiró la mano–. Además, tienes razón.


Hasta ese momento, Pedro no había sabido nada del pasado de Paula y el conocimiento había reforzado su decisión sobre lo que planeaba hacer con su propia vida.


–Yo jamás tendré hijos.


–Yo tampoco.


–¿Por qué no? –preguntó él perplejo. ¿No eran todas las mujeres un poco mamá gallina?


–Porque no quiero que otra persona sufra lo que yo sufrí –ella tenía la mirada fija en el tablero.


–Yo tampoco –al parecer tenían más en común de lo que se había figurado.


–Hora de pagar –de repente, ella sonrió–. Acabo de ganarte.


Cuanto más tiempo dedicaban a jugar, más descabelladamente alto se volvía el premio y, llegado un momento, y a instancias de ella, se volvió descaradamente pervertido. El sentido de la realidad de Pedro retrocedió un año atrás. Aquello se parecía cada vez más a la semana de locura que habían vivido, pero daba igual mientras pudiera tocarla.


–¿Qué sucede? –Paula se cepillaba los cabellos cuando oyó a Pedro soltar un juramento.


–Nos hemos quedado sin preservativos –rugió él furioso–. Demonios, la última vez que tuvimos una aventura nos casamos. Sólo faltaba que te dejara preñada.


La mente de Paula se quedó en blanco y, ciegamente, soltó el puño que se estrelló contra la pared. Sin embargo, el dolor no le hizo regresar al presente.



SIN TU AMOR: CAPITULO 22

 


Pedro se asomó a la puerta y la vio sentada sobre la arena con las piernas cruzadas peinándose el cabello, y él deseó poderle peinar esos cabellos. Deseó sentarla sobre el regazo para poder hundirse en su interior y sentir esos maravillosos cabellos acariciándole el rostro y las largas piernas abrazándolo.


Era una amante increíble. Jamás se había sentido tan deseado, ni había sentido tal deseo por otra persona, ni tal sorpresa ante el deseo y la agresividad de Paula. ¿Paula osada? En esos momentos lo era. De haberlo sabido, habría ido tras ella mucho antes.


Deseaba repetir cada una de las fantasías que había hecho realidad al mismo tiempo que su cerebro se llenaba de más ideas seductoras. La sirena lo llamaba y él era incapaz de resistirse a su canto. Avanzó hasta la playa y le quitó el peine de la mano, cumpliendo así su deseo.


La tarde se prolongó, larga y perezosa. Pedro consiguió hacerse con un juego de bao y, con la ayuda de Hamim enseñó a jugar a Paula, cuya competitividad se activó cuando él propuso para el ganador un premio sólo apto para adultos. A Pedro le intrigaba el funcionamiento del cerebro de esa mujer, con qué habilidad planeaba sus estrategias, y quiso saber más.


–¿Juegas al ajedrez?


–Sí.


–¿Con quién?


–Solía jugar con Felipe, y en la universidad… –se interrumpió sonrojándose.


–¿Qué?


–Mi exnovio creía saber jugar.


–Y tú le dabas una paliza tras otra, ¿me equivoco? –esa mujer era buena, lista y había mucho más en esos ojos azules y las embriagadoras y largas piernas.


–No le gustaba –ella asintió.


–¿Y qué pasó con él?


–Encontró a otra –Paula bajó la vista–. Más bajita. Más rubia.


En otras palabras, la había engañado. No era de extrañar que no le creyera cuando le dijo que se había mantenido célibe casi un año. Y de nuevo estaba el problema de la estatura.


–¿Y además jugaba fatal al ajedrez?


–No lo sé –ella rió–. Seguramente.


–Está claro que ese tipo era un imbécil. No sé qué problema podía haber en que tú ganaras.


–Pensaba que tú siempre jugabas para ganar –ella lo miró con picardía.


–Sí, pero tendrás que admitir que en este caso, pase lo que pase, ganaré.


–¿Algo así como ganar el caso Robertson? –preguntó ella mientras seguían jugando.


–¿Lo conoces?


–Estuvo en casi todos los periódicos durante semanas. Claro que lo conozco.





SIN TU AMOR: CAPITULO 21

 


La vista sobre el océano Índico era amplia e increíble, y había una total privacidad. Los muebles eran tallados y todo rebosaba comodidad. Sin embargo, ella se sintió embriagada al ver la enorme cama.


Aún no era mediodía, pero como si eso le importara a Pedro. Quitó la hermosa colcha blanca dejando únicamente las sábanas de algodón. Después, la miró a los ojos.


–¿Qué me dices, Paula?


–Digo que aún tienes mucho de pirata, Pedro –contestó sin poder evitar una sonrisa–. Te echo una carrera hasta el mar.


Paula abrió la puerta y corrió por la arena directa al agua sin importarle que los pantalones cortos y la camiseta quedaran empapados. A su espalda, oyó la risa de Pedro.


Haciendo caso omiso del agua que chorreaba de su ropa, regresó a la cabaña y se quitó la ropa antes de sacudirse la arena de los pies para no arruinar la blancura de las sábanas. La cama era cómoda e irresistible. Cerró los ojos, extendió los brazos y disfrutó de la suave brisa que acariciaba su húmeda piel.


Unas manos tiraron de sus tobillos hasta que los pies quedaron colgando del borde de la cama. Abrió los ojos y se encontró con la mirada azul glacial que le sonreía.


–Esto es a lo que estás acostumbrada, ¿no? –las manos de Pedro se deslizaron por las piernas generando un calor inmediato–, a que tus pies cuelguen del borde de la cama.


–Pero en ésta no cuelgan.


–No –Pedro la levantó en vilo y la tumbó en el centro de la cama antes de separarle las piernas hasta dejarla dispuesta como una estrella de mar.


Hipnotizada por su mirada, ella le dejó hacer.


–Son enormes –él deslizó un dedo por el pie–. Si fueran más pequeños no te sujetarían.


Paula soltó una carcajada. Tenía razón.


–Tus pies son perfectos. Tus piernas son perfectas. Nadie podría resistirse a esta sedosa piel, y tu cintura es estrecha… –deslizó una mano sobre las costillas–. Te crees una gigante, pero en realidad eres frágil –los dedos descendieron más–. ¿Cuándo te hicieron esto?


La cicatriz. Los dedos de Pedro acariciaban la cicatriz. El placer que había sentido Paula desapareció de golpe y tuvo que obligarse a reprimir la oleada de pánico que la asaltó.


–No soy frágil –se puso de rodillas. Sólo se le ocurría un modo de evitar la pregunta.


Pedro ya se había desnudado y estaba completamente excitado, por lo que no le resultó difícil distraerle. Los besos lo conseguirían, la química era sublime. Y en ese instante desapareció la última de sus reticencias. Aquello no era más que un revolcón de fantasía y se negaba a que el pasado destruyera el momento.


Permitió que su cabeza y sus hombros colgaran sobre el borde de la cama y los cabellos llegaran hasta el suelo mientras Pedro la tomaba. Los brazos cayeron hacia atrás, como si estuviera volando. Con sus largas piernas le rodeó la cintura y él le ancló el íntimo núcleo a la cama. Estaba anegada en sudor y con la parte inferior del cuerpo pegada a él y aun así se sentía libre.


–Increíble –gruñó él–. Eres increíble.


A continuación le agarró la mano y tiró de ella para que todo su cuerpo estuviera sobre el colchón. Casi sin aliento, Paula se sintió enloquecer de dicha. Pedro se acercó a la mesa y cortó una rodaja de piña. Le acercó un trozo a la boca para que la saboreara. El jugo era a la vez dulce y ácido y ella se lo comió mientras él lamía el jugo que había quedado en su mano, pero ella le agarró la mano y lo imitó, provocándole una gran excitación. Había vaciado su mente de todo contenido salvo el deseo animal de yacer con él. Era todo sensualidad sin ninguna reflexión.


–Otra vez –Paula posó la cabeza sobre la almohada sin quitarle los ojos de encima a Pedro.


–Será un placer.


–Un gran placer –ella cerró los ojos.




miércoles, 23 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 20

 


En su ansia por escapar mientras él aún durmiera, Paula se levantó antes del amanecer y abandonó la choza para pasear junto a la orilla. Al final sucumbió a la tentación y se metió en las cálidas aguas, donde flotó durante una eternidad, contemplando el horizonte que empezaba a clarear, y esperó la salida del sol.


Tuvo una extraña sensación y miró hacia atrás. Él se acercaba y, antes de que tuviera ninguna posibilidad de escapar, la agarró por detrás y la atrajo hacia sí.


Las grandes manos se deslizaron por la mojada camiseta hasta abarcar los pechos. Paula no pudo reprimirse y se echó hacia atrás. Una de las manos de Pedro se deslizó más abajo, más allá de la cinturilla del pantalón, hasta el punto realmente húmedo.


–Una noche no basta –susurró entre beso y beso.


Algo más de una hora después, Paula disfrutaba de un desayuno de fruta fresca y tostadas, aliviada al comprobar que Pedro se había marchado con uno de los chicos de la isla. En lugar de haberse relajado, cada vez se sentía más tensa y más alerta. Había sido increíble.


En esos momentos la playa estaba llena de turistas que leían a la sombra junto al restaurante o que tomaban el sol y ella se sentó en un sillón y observó la escena, casi mareada ante la falta de sueño de la noche anterior y aun así inquieta, deseando más. No supo cuánto tiempo había transcurrido hasta que él regresó. Le tomó una mano y la condujo en silencio hasta el agua.


El kayak parecía demasiado pequeño e inestable.


–Remaré yo –Pedro contempló su expresión y soltó una carcajada.


–¿Cómo puedes remar con este calor? –Paula se caló el sombrero y lo sintió empujar la embarcación–. Estás en una forma increíble, Pedro.


–Pues, gracias.


–Lo digo en serio.


–Me he estado ejercitando –él rió.


–¿De verdad has dejado de salir por las noches? –ella volvió la cabeza y lo miró.


–He sido el paradigma del marido fiel.


–¿En serio intentas convencerme de que te has mantenido célibe todo este tiempo?


–Yo no bromearía sobre algo así, Paula. Nunca.


–¿Y qué has estado haciendo? –balbuceó ella–. Quiero decir… vamos, Pedro.


–En realidad no me resultó tan difícil –remó con más fuerza–. He hecho multideporte.


–¿Cómo un triatlón o algo así?


–Sí, algo que me agotara –asintió él–. Algo en lo que concentrarme fuera del trabajo.


Paula se quedó en silencio escuchando el sonido del agua mientras contemplaba la arena dorada y el brillante cielo azul.


–Es increíblemente hermoso, ¿verdad? –exclamó, incapaz de contener la emoción.


–Sí, lo es.


–Ni siquiera estás mirando.


–Sí, lo estoy.


La miraba a ella.


–Dirías cualquier cosa por acostarte conmigo, ¿verdad? –Paula puso los ojos en blanco.


–¿Por qué te niegas a admitir que eres preciosa?


Porque no lo era, tal y como le había repetido su tía hasta la saciedad durante años. No encajaba en las formas pequeñas y femeninas de la familia. Era el patito feo. Estaba a punto de poner los ojos en blanco de nuevo cuando se dio cuenta de lo mucho que se habían alejado de Zanzíbar.


–Será mejor que des la vuelta, Pedro. No quiero flotar a la deriva en el mar durante días.


–No vamos a regresar –le aseguró él–. Vamos hacia allí.


–¿Qué? –ella se volvió y vio una diminuta isla a la que se iban acercando.


–¿Acaso pensaste que iba a pasar otra noche tumbado sobre el suelo o aplastado en uno de esos camastros? –Pedro le dirigió una mirada traviesa.


–Pero nuestras cosas… –ella se puso en pie tan deprisa que el kayak se bamboleó.


–Van en otra embarcación. Seguramente estarán allí ya. Hemos tomado la ruta turística.


–Eres increíble.


–Admítelo, en el fondo te encanta.


–¿Qué es eso? –Paula contempló la playa a la que estaban a punto de llegar.


–Es Mnemba, una diminuta y exclusiva isla. Tendremos nuestra propia choza de lujo, nuestra propia playa, y nuestro mayordomo.


¿Mayordomo? Era una locura. Además, el viaje por África estaba a punto de concluir.


Pedro, se supone que mañana deberíamos regresar a Dar.


–He cambiado las reservas.


–¿Cómo?


–Aún nos quedan unos pocos días.


¿Unos pocos días? ¡Oh, no! sólo se sentía capaz de soportar una noche más.


–Pero ni siquiera me he despedido de los demás.


–Conocen mis planes, al menos Bundy. Ya se lo habrá contado al resto.


–Pero tengo que tomar un avión de regreso a Gran Bretaña.


–Dame todos los detalles y haré que te cambien el billete. Volveremos juntos.


Paula dudó un instante. Aquello no era una buena idea, pero entonces contempló al hombre que les aguardaba en la orilla y las edificaciones a su espalda. ¿Quién podría negarse?


Hamim, el mayordomo, los recibió con una gran sonrisa y le tendió la mano a Paula conduciéndola directamente a sus apartamentos.


–¿Es usted modelo?


–No –ella sacudió la cabeza y rio.


–Aquí vienen muchas modelos. Usted tiene la estatura adecuada y es igual de hermosa, o aún más. Por eso pensé… –la sonrisa de Hamim se ensanchó.


¡Por favor!


El mayordomo saludó con una inclinación de la cabeza y les dejó a solas.


–¿Cuánto le has pagado? –Paula se volvió hacia Pedro, que reía.


–Nada –él alzó las manos en ademán de inocencia.


Sí, claro.


–Venga –propuso Pedro–. Vamos a echar una ojeada.


En otras palabras, iban directos al dormitorio.




SIN TU AMOR: CAPITULO 19

 


Pedro la miró detenidamente, concentrándose en los labios. Unos labios que ella se humedecía, no para provocarle o manipularle, sino porque estaban secos e hinchados. Deslizó una mano alrededor de la fina cintura mientras la otra seguía hundida en sus cabellos, y la atrajo hacia sí.


Paula cerró los ojos y entonces lo sintió. Sintió los labios de Pedro sobre los suyos. Cálidos, salados y muy tiernos. Sintió endurecerse su cuerpo y desbordarse la pasión tanto tiempo reprimida.


Se besaron, se apartaron y se volvieron a besar. Él le sujetó la cabeza hacia atrás para poder besarle la barbilla y ella se arqueó un poco más para animarle a besarla en el cuello. La delicia de las ardientes y apresuradas caricias le hizo gemir de placer.


–Paula.


Ella casi se derritió ante la simple mención de su nombre.

 

–Dentro –suplicó ella con voz entrecortada–. Quiero… dentro –quería estar dentro de la choza, lo quería dentro de su cuerpo.


Sin soltarse, caminaron por la playa hasta la choza. Pedro cerró la puerta y corrió el pestillo.


Luego abrió el saco de dormir y lo dispuso sobre la arena, creando un espacio para ambos.


–¿Has traído preservativos? –preguntó ella con un hilillo de voz.


–Sí –él la miró impávido.


Él siempre iba preparado. Por otro lado se alegraba porque contaban con una doble protección. Jamás volvería a quedarse embarazada. Tomando la píldora y usando preservativos, no habría riesgo.


Sería sexo por puro placer. Sin peligros.


De una zancada, Pedro se colocó a su lado y la giró para leerle el rostro con detalle.


El beso fue ligero y dulce, nada que ver con la salvaje pasión que había esperado. Entre ellos siempre había sido salvaje y apresurado, pero algo había cambiado. Pedro parecía saborear cada instante.


Ella mantuvo los ojos cerrados y permaneció muy quieta mientras él exploraba sus labios con la punta de la lengua antes de cubrirlos con los suyos propios, dulces y delicados. Los dedos se deslizaron por su cuello acariciándole la sensible piel. Y la lengua se hundió en su boca mientras le sujetaba el rostro alzado contra el suyo.


Paula sintió el calor en su interior, no era sólo la piel la que ardía. Sentía el interior de su vientre ardiente, húmedo, ansioso. Mientras él le besaba el cuello y le mordisqueaba la delicada piel, ella se estremeció.


Se sentía abrumada por la sensación. La práctica desnudez de Pedro, su tamaño y la cercanía hacían que le diera vueltas la cabeza. Era increíble que estuviera allí, tocándola con tanta delicadeza. Intentó tensar los músculos para evitar el descontrolado estremecimiento de todo su cuerpo, pero las piernas apenas la sujetaban.


Con suma delicadeza, Pedro la arrastró con él hasta el suelo antes de empezar a acariciarla por todo el cuerpo con ambas manos. Las puntas de los dedos se deslizaron por los hombros, siguieron por la clavícula y se juntaron en el medio antes de seguir hacia abajo. Y entonces la boca se unió a la exploración manual.


Tras desatarle el sujetador del biquini, lo arrojó a un lado y tomó los femeninos pechos con las manos ahuecadas. Paula abrió los ojos y vio la intensidad en la mirada azul mientras dibujaba círculos alrededor de los tensos pezones con los pulgares. Era bueno. Era muy bueno, y ella había intentado olvidarlo. Sin embargo, los recuerdos regresaban a toda velocidad mientras los músculos de su cuerpo se tensaban y relajaban anticipando el placer que sabía seguiría. Temblorosa, sintió cómo él introducía un endurecido pezón en su boca y lo lamía hasta que ella no pudo reprimir un ahogado gemido de placer.


Las manos de Pedro descendieron hasta la cintura, donde terminó de desnudarla.


Tomándole los pies con firmeza, le separó las piernas antes de deslizar las manos por las pantorrillas hasta las rodillas y continuar hasta las caderas de nuevo. La carnosa y sensual boca marcaba todo el camino con besos acentuados por la lengua que lamía cada punto.


A medida que se acercaba al íntimo núcleo, ella empezó a mover las caderas. Quería que llegara cuanto antes al lugar que lo aguardaba húmedo y ardiente.


Incapaz de aguantar el deseo que sentía por él, el instinto elemental y salvaje que alejaba toda cautela y razón de su mente, gimió de nuevo.


De repente él aceleró el ritmo, alzándose sobre ella y apretándose contra su cuerpo mientras ella se estremecía bajo el magnífico peso. Con la hambrienta boca abierta, Paula lo atrajo hacia sí mientras las caderas se retorcían frenéticamente bajo la maravillosa dureza.


El beso se volvió claramente erótico, íntimo y descaradamente agresivo mientras ella se lanzaba a por el botín tan decidida como él. Lo sentía estremecerse sobre ella y deslizó sus manos sobre el fornido cuerpo en un intento de abarcar tanta extensión de piel como pudiera. Ansiosa por ser tomada, apartó las piernas para maximizar el placer de ambos.


–¿Por qué sigues con los pantalones puestos? –Paula mordisqueó el labio de Pedro.


–Porque no quiero que esto acabe demasiado pronto –él rio y se apretó más contra ella.


–¿No hemos esperado ya bastante?


Sin embargo, Pedro le agarró las manos y las sujetó a los lados del cuerpo mientras se arrodillaba sobre ella, besando un pecho y luego otro, atormentando los doloridos pezones con su ardiente boca y traviesamente sexy lengua. Y de repente esa lengua empezó a descender describiendo círculos alrededor del ombligo y el decorativo piercing de plata, y luego siguió descendiendo. A la lengua le siguió una mano que separó aún más sus piernas para poder besar el sensible y secreto lugar.


Sujetándole las caderas para evitar todo movimiento, le provocó más tensión, más deseo, más necesidad.


Lo que también aumentó fue el deseo de Paula de tocarlo y, levantando los hombros del suelo tiró de los pantalones cortos hacia abajo. Él gruñó al sentirse liberado de la prenda y ella aprovechó la momentánea pausa para moverse, para explorar.


Acarició la sedosa y rígida masculinidad y le oyó soltar un juramento. Después lo besó y lo sintió estremecerse. Pedro se retorció para poder tocarla.


Acompasó sus caricias a las de ella y Paula se deleitó al poder dar rienda suelta a su deseo. Aspiró su aroma, se deleitó en el sabor salado de su piel y se apretó contra la rígida dureza. Ella también podía atormentarlo y sus movimientos se volvieron más descarados, más agresivos, más rápidos, frenéticos. Estaba desesperada por conseguir el tan ansiado placer y por el ardiente orgasmo que se aproximaba. Y, de repente, se apartó de su lado.


–Paula.


–¿Por qué has parado? –gimoteó ella mientras su cuerpo se estremecía ante la pérdida.


–Porque quiero más –rasgó el envoltorio del preservativo y se lo colocó con un rápido y brusco movimiento–. Lo quiero todo –él se alzó nuevamente sobre ella y la miró a los ojos. Entrelazó los dedos con los suyos y ella al fin pudo sentirlo, grueso y pesado, sobre ella.


Desde luego había más. Intimidad. La desnudez no sólo del cuerpo sino también del alma, y la vulnerabilidad que la acompañaba.


Se hundió profundamente, con seguridad y dureza. Ella cerró los ojos e intentó absorber las sensaciones cada vez que sus cuerpos se unían, pero no podía. La respiración abandonó sus pulmones, atrapando su grito. Y en esos breves instantes él recuperó el control mientras ella lo perdió. Llevaba demasiado tiempo necesitando aquello.


–Por favor, por favor –las uñas de Paula se hundieron en los fuertes músculos mientras alzaba las caderas para forzar el ritmo que tan desesperadamente ansiaba, deseando que se hundiera en su interior.


Y él la complació, embistiendo una y otra vez.


Las femeninas manos se deslizaron por los anchos hombros, deleitándose en la musculatura, saboreando la increíble dureza del cuerpo que la mecía a un ritmo frenético. Aquello no podía estar mal. Tenía que estar bien. Nada le había parecido nunca tan bien.


No necesitó mucho tiempo, no podía después de sentir tanto deseo por él. Jadeó de forma más audible e histérica hasta que, demasiado pronto, él atrapó su boca con la suya y recogió con ella el grito, al que se sumó el suyo propio mientras se sacudían al alcanzar la cima y experimentaban la caída libre inmersos en las sensaciones.




SIN TU AMOR: CAPITULO 18

 


Paula atravesó la estrecha franja de arena y contempló el horizonte. El color del agua resultaba hipnótico y le flaqueaban las piernas. Se sentía irremediablemente atraída de nuevo por él, pero en aquella ocasión no iba a permitir que la fuerza arrolladora de Pedro Alfonso la derribara. En aquella ocasión iba a ser ella la que llevara las riendas.


Contempló el infinito mar azul y supo lo que deseaba.


Regresó sobre sus pasos. Pedro había organizado un partido entre los chicos sobre la arena.


Se enfrentaban dos equipos: los pasajeros de la camioneta contra los locales. Paula se sentó a la sombra y contempló un rato el partido hasta que su cuerpo ya no soportó más la quietud y dirigió su atención hacia una red suspendida entre un árbol y un palo. Voleibol playero, ésa sí que era una manera de quemar energías. No podía seguir mirando a Pedro mientras jugaba descalzo y vestido únicamente con unos pantalones cortos. Su bronceado cuerpo brillaba bajo el ardiente sol.


Tomó un balón de detrás de la barra del bar y se dirigió a la red llamándolo a su paso por el improvisado campo de fútbol. Pedro abandonó el partido de inmediato y la siguió.


–¿Te apetece jugar? –él contempló la red.


–Debo advertirte: soy bastante buena –Paula sonrió mientras giraba el balón en la mano.


–Yo sólo juego para ganar, Paula –Pedro aceptó el desafío y apostó–. La cuestión es saber qué nos estamos jugando…


–Eso no –ella respiró hondo.


–Entonces, ¿para qué? –la masculina sonrisa lo decía todo.


–No importa porque te voy a dar una paliza –Paula se quitó la camiseta quedándose en biquini y pantalones cortos y contempló divertida la expresión en el rostro de Pedro. Había pasado de seductora a tórrida.


Pasó por debajo de la red y sacó el balón. Le irritó comprobar que casi le igualaba en el juego. ¿Acaso no había ningún deporte que ese hombre no dominara? Sin embargo, el ejercicio no consumió el exceso de energía que se había acumulado en su cuerpo. A medida que el duelo continuaba, sintió aflorar su agresividad. La frustración era cada vez mayor y Pedro se convirtió en su diana. Ya no pretendía que el balón tocara el suelo en su campo, lo que quería era golpearle con él. Quería provocar, comprobar si el pirata seguía vivo. Con un contundente golpe proyectó el balón al otro lado de la red.


Pedro ya no sonreía. Los juegos se prolongaban, volviéndose cada vez más intensos. Paula no tenía ni idea de cuál era el tanteo. No le bastaba con ganar, quería conquistar.


Hubo cierto barullo al llegar otro grupo de turistas y Pedro se volvió hacia ellos en el preciso instante en que Paula se preparaba para servir. Aprovechándose de su despiste, golpeó el balón con todas sus fuerzas.


Se estrelló con un ruido sordo contra el pecho de Pedro, que dio un paso atrás y soltó un juramento.


Paula no pudo evitar echarse a reír.


Un segundo después, él corría tras ella.


–El voleibol no es un deporte de contacto –gritó Paula.


A consecuencia del placaje de Pedro, acabó tumbada boca abajo antes de que él la levantara en vilo, echándosela sobre el hombro.


–Necesitas refrescarte.


Un instante después, la arrojó a las olas. Paula se hundió y se giró, buceando en las cálidas aguas, que aliviaron la tensión y la sedujeron con su sabor salado. Abrió los ojos y siguió la estela del sol sobre el fondo arenoso del mar. Permaneció sumergida hasta que los pulmones pidieron aire a gritos y no pudo ignorar el dolor que sentía en todo el cuerpo.


Posando los pies en el suelo, salió del agua y lo buscó.


Pedro apareció repentinamente a su lado. Alto, rápido, musculoso, atento. Sus miradas se fundieron mientras permanecían de pie con el agua a la altura de la cintura.


Las gotas de agua resplandecían mientras resbalaban por la dorada piel. Los músculos estaban tensos y la mandíbula encajada. Las pupilas desproporcionadamente grandes.


Y entonces lo supo. Era una locura, pero ya no había ningún motivo para luchar, no había elección. Paula supo lo que quería y dio un paso al frente, y luego otro.


Pedro la contemplaba inmóvil, salvo por el pecho que se movía frenético mientras jadeaba audiblemente, más que cuando jugaba al fútbol a pleno sol. Pero no dijo nada.


Ella dio dos pasos más hasta que sólo les separaron dos o tres centímetros. Buscó su mirada, pero él bajó la vista como si no quisiera leerle el pensamiento. Se acercó un poco más hasta sentir el masculino aliento en la mejilla y acercó la boca a la dorada piel.


–Esto no es buena idea –murmuró él.


–Es una idea muy mala –admitió ella deslizando los labios sobre sus hombros, saboreando la deliciosa sal y saboreando el pequeño gemido que escapó de los masculinos labios.


–Es una locura –Pedro le acarició la frente con la boca.


–Una estupidez –ella deslizó la lengua por el fuerte cuello.


–Una tontería –él respiraba entrecortadamente.


–Una chaladura –ella apoyó las manos en el pecho y sintió el galopar de su corazón.


–Absolutamente descabellado –susurró él junto al oído.


–Irresistible –Paula cerró los ojos e inclinó la cabeza–. Inevitable.


Se quedaron paralizados. Habían llegado al momento. Había que tomar una decisión.


–«Inevitable» –Pedro la miró a los ojos–. ¿Estás segura?


–¿Acaso hay elección? –preguntó ella.


–Siempre hay elección –él deslizó los dedos entre sus cabellos y le levantó la cabeza.


Paula echó la cabeza un poco más atrás, permitiendo que sus pechos se apretaran contra el fornido torso y abriendo ligeramente la boca.


–Sólo una vez.


–¿Por los viejos tiempos?


–No soy la misma persona que hace un año –ella sacudió la cabeza.


–Yo tampoco –contestó él en tono serio, aunque sin dejar de devorarla con la mirada–. ¿Una aventura de una noche?


–No debería haber pasado de ahí.


–Casarnos fue un error –él asintió.


–Un error enorme.


–No volveré a hacerlo. No puedo ofrecerte más que…


–Eres un tipo para divertirse un rato. Lo entiendo –interrumpió ella–. No busco nada más.


–Pero la última vez…


–Yo era muy ingenua. Confundí la lujuria con amor. Pero ahora lo tengo claro.


Aun así, él dudó.


La última vez él había estado al mando, pero en esos momentos se reprimía. La rigidez, el control, no hacía más que aumentar su deseo por él. Tenía que forzar la situación.


–Te deseo, Pedro. Como amante. Para una noche. Nada más.


Una noche para deleitarse y para expurgar la atracción. Quizás entonces sería realmente libre para seguir su camino. En esos momentos no quería pensar, sólo quería sentir.