martes, 22 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 16

 


Hacía muchísimo calor, el sol había despertado a plena potencia y a Pedro no le ayudaba estar sentado en el asiento próximo al pasillo viendo las bronceadas piernas de Paula. El trayecto durante la noche casi había supuesto su muerte. Si bien había disfrutado de la conversación, deseó que hubieran estado a solas, o que al menos lo estuvieran en ese momento. De ser así le daría un tirón a ese fino tobillo y la atraería hacia sí para besarla, como había soñado hacer desde hacía días. Mientras la había observado descansar sobre el montón de tiendas había fantaseado con el colchón que improvisaría si estuvieran solos. La frustración lo volvía loco. Después de ella no había habido ninguna más y en esos momentos estaba completamente seguro de que no deseaba a ninguna otra. Sin embargo, sería una enorme estupidez. Ya habían enfangado sus vidas con lo que habían hecho la última vez que habían cedido a la tentación. Deseaban cosas distintas: ella la felicidad eterna y el compromiso, y él simplemente divertirse. Pero sólo quería divertirse con ella.


Dar es Salaam apareció antes sus ojos. Al fin. Grande y bulliciosa. ¿Cuándo demonios llegaría el barco que les llevaría a Zanzíbar? Pedro estaba harto del recorrido turístico. Claro que podía bajarse de la camioneta, despedirse de los demás y seguir su camino, pero disfrutaba demasiado de la compañía de Paula como para marcharse. Además, albergaba una pequeña esperanza. Había visto esa luz en sus ojos. No podía marcharse.


Tras lo que pareció una eternidad, al fin Paula pudo desembarcar en la isla de Zanzíbar. Necesitaba descansar. La falta de sueño de la noche anterior empezaba a enturbiarle la razón y estaba pensando cosas que no debía pensar.


Cosas tentadoras. Cosas malas.


En el instante mismo en que él le había pedido que se mantuviera alejado, ella había sentido el deseo de hacer justo lo contrario. De modo que se subió al Jeep y dejó un hueco para que pudiera sentarse a su lado camino de una de las playas en un extremo de la isla.


Había cuatro bandas, o chozas, dispuestas en fila y otras cuatro detrás de las primeras. El resto del complejo turístico consistía en un bar restaurante al aire libre y unos lavabos sin techo. Todo de lo más básico. Pero increíblemente hermoso.


Entró en la choza que les habían asignado. La estructura era en forma de «A», de madera y hojas de palma, y el único mobiliario consistía en cuatro camastros de aspecto incómodo y apenas más anchos que una cama individual. No había suelo, simplemente la suave arena bajo los pies, y la puerta estaba hecha de hojas de palma entretejidas.


Paula se volvió y lo vio parado en la entrada. Los dioses del tiempo habían sido benévolos y Pedro había podido dormir bajo la mosquitera todas las noches. Pero las tiendas estaban en la camioneta y allí sólo había unas espaciosas y oscuras chozas.


–No creo que debamos compartirla –sentenció él –. Preguntaré si hay sitio en alguna otra…


–No pasa nada –interrumpió ella evitando mirarlo. Eran adultos. Podrían con ello.


Además, en la choza no podrían dormir pegados, salvo que durmieran uno encima del otro. ¡Cielos! ¿Acaso no era eso precisamente lo que deseaba?


No.


Durante el resto de la tarde, por un tácito acuerdo, se evitaron el uno al otro. Al anochecer, se sentaron en extremos opuestos del bar y participaron de la conversación con los demás. Paula no bebió, y notó que él tampoco lo hacía. El menor atisbo de embriaguez le haría perder la fuerza de voluntad, haciéndole imposible resistirse a la tentación.


De modo que remoloneó en el bar hasta bien entrada la noche. Después se puso el pijama en los lavabos y esperó un tiempo prudencial antes de volver a la choza.


No miró en su dirección mientras se metía en el saco de dormir.


–Buenas noches, Paula –Pedro apagó la linterna.


–Buenas noches, Pedro.


El camastro crujió a cada uno de los movimientos de Paula, que intentaba doblar el jersey para hacerse una almohada. Pedro murmuró algo sobre la longitud de la maldita cama y luego no hubo más que silencio.




SIN TU AMOR: CAPITULO 15

 


No había vez que Paula levantara la vista que no se encontrara con la mirada de Pedro. Siempre que conversaba con otra persona, lo observaba e, invariablemente, él la pillaba haciéndolo, igual que ella. Sencillamente, eran incapaces de dejar de mirarse.


La atracción sexual era ciega ante los defectos del otro. Se trataba de pura química.


Intentó poner cierta distancia entre ellos, sentándose sobre el exterior de la camioneta con la excusa de tener una mejor vista. Pero las barras de hierro le hacían daño en el trasero y no tuvo más remedio que regresar al asiento.


Aunque le había pedido que se mantuviera alejado de él, le resultaba imposible.


Intentó razonar. Quedaba un largo camino hasta Dar es Salaam e iban en una camioneta con otras doce personas. Nada podría suceder y la proximidad física no era peligrosa.


–Háblame de tu negocio –Pedro empezó a hablar en cuanto ella se sentó a su lado.


–Es un negocio de alquiler –ella asintió. Hablarían de cosas personales, pero no íntimas.


–¿Alquiler de qué? ¿Lavadoras? ¿Secadoras? ¿DVD?


–Accesorios.


–¿Accesorios de qué?


–Accesorios de moda –al ver su mirada perpleja, se apresuró a aclarárselo–. ¿Qué le dijo el hada madrina a Cenicienta?


–¿Que regresara antes de medianoche?


–Bibidi Babidi Bu. Y, ¡zas! Bueno, pues mi idea es parecida. Soy el hada madrina a la que acudes cuando necesitas vestir con glamour, pero no puedes permitírtelo –soltó una carcajada–. Ni te imaginas la de bolsitos y zapatos que tengo.


–No me malinterpretes, Paula –Pedro se giró en el asiento y la miró de frente–, pero no me pareces una esclava de la moda, una seguidora de tendencias.


–Lo sé –suspiró ella–. Soy una burda imitación. O al menos lo era. ¿Sabías que me gasté hasta el último céntimo de mi préstamo de estudiante, y contraje una enorme deuda con la tarjeta de crédito, comprando zapatos, bolsos y demás? ¿Y quieres saber lo peor? –soltó una carcajada ante su ridículo comportamiento–. Pues que nunca tuve el valor de ponérmelo. Todo está ahí, sin estrenar y en sus bolsitas de plástico.


Sacudió la cabeza. Había deseado parecer femenina y estupenda, pero había estado demasiado sumida en la fase «fundirse entre las sombras». Era como una especie de adicción. Había sido una compradora compulsiva.


–Me costó muchísimo recuperarme –había saldado la deuda tras un par de años compaginando dos o tres trabajos, y no tenía ninguna intención de volver a caer–. En lugar de permitir que todos esos elegantes objetos acumulen polvo, lo que voy a hacer es sacarles provecho. Y por eso, añadiendo unos pocos más, los voy a alquilar. Ya tengo pensada, y medio construida, la página web, y estoy buscando un local –paró para respirar, consciente de haber estado parloteando–. ¿Te parece una estupidez?


–No –él parecía algo confuso–. Creo que podría funcionar. En serio.


Paula sabía que funcionaría porque estaba convencida de que ahí fuera había más de una mujer como ella, que quería algo, pero no se lo podía permitir, y tratándose de algo que no se iba a utilizar a diario, ¿no era mejor alquilar que comprar?


–Los zapatos que llevabas en el cráter…


–Sí, son espectaculares.


Pedro soltó una carcajada.


–Es una locura, lo sé –ella también rió.


–¿Por qué te los pusiste ayer?


Paula se encogió de hombros negándose a reconocer que había sido por su causa.


–Deberías ponértelos más a menudo.


–Tengo algunos con los tacones más altos aún –ella no pudo evitar sonreír.


–No puede ser.


Paula asintió y le habló de algunas de sus otras compras sin sentido. Adoraba la sonrisa de Pedro y adoraba sus preguntas y su interés por el negocio. Hablaron durante horas, hasta que todos a su alrededor estuvieron dormidos excepto Bundy, que seguía al volante.


Después no hablaron más. Mientras la camioneta continuaba con su traqueteo y el ensordecedor rugido del motor, Paula al fin decidió apartarse tumbándose en el lugar más cómodo del vehículo: el pasillo en el que estaban apiladas las tiendas de campaña. El techo seguía descorrido y pudo disfrutar de una increíble vista de las estrellas. La oscuridad era tan profunda que apenas distinguía las siluetas de los demás pasajeros, pero de una cosa estaba segura: él la observaba.





lunes, 21 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 14

 

Paula montó la tienda en un tiempo récord, desesperada por meterse en un agujero aunque sólo fuera unos minutos. Gateó al interior rápidamente y subió la cremallera. Respiraba entrecortadamente, y sudaba. Un día entero apretujada contra Pedro, sin tenerlo realmente, resultaba agotador para cualquier mujer. Sentía una gran agitación, y no era por los baches de la carretera. A pesar del cansancio estaba muy lejos de sentir sueño. Los recuerdos y las palabras, pronunciadas o no, daban vueltas en su mente como en una enloquecedora noria.


Deseaba acallar los rumores, apagar el botón de encendido que la mera presencia de Pedro había pulsado. Como si no hiciera ya bastante calor en África, él se empeñaba en subir la temperatura varios grados con sus leves caricias y ojos escrutadores. Cada vez que la rozaba, de su piel saltaban chispas y el deseo aumentaba.


Las gotas de sudor cayeron por el cuello y se acumularon entre los pechos, unos pechos hinchados y sensibles. Se moría por una ducha de agua fría. La fantasía era casi tan buena como la otra que danzaba en el fondo de su mente, aquélla que le hacía sentir más calor y cuyo origen no era una ducha sino un hombre.


Pero ninguna de las dos opciones era posible en esos momentos. Desde luego, podría ducharse, pero eso implicaría salir ahí fuera y pasar delante de los chicos que jugaban al fútbol, y le flaqueaban las piernas. Sin embargo, sí se dio un lujo. Llevaba toallitas húmedas y sacó algunas del paquete. Con las piernas cruzadas, cerró los ojos y deslizó las toallitas por la ardiente y sensible piel.


El zumbido sonó fuerte y acelerado. Paula se quedó paralizada y se apresuró a recoger el sujetador del biquini, pero él fue más rápido y le agarró las manos, apartándolas del desnudo cuerpo. Con la otra mano, bajó la cremallera, quedando encerrados en la tienda.


–Creía que ibas a jugar al fútbol –exclamó ella.


–Necesitaba… una cosa –Pedro se tomó su tiempo en contestar.


–¿El qué? –ella lo animó a continuar.


–No lo sé –los ojos de Pedro desprendían fuego.


Pedro –Paula intentó sacudir la cabeza, pero la ardiente llama le impedía moverse.


De todos modos, Pedro no parecía oír nada. El deseo que reflejaba su mirada igualaba el que ella sentía en su interior. Los erectos pezones prácticamente gritaban que los tocara. Sentía la tensión en los pechos y, a pesar de todo lo sucedido, deseaba que él los tomara con sus manos ahuecadas y que los besara. Deseaba que aliviara el angustioso tormento.


Pedro tenía la mandíbula rígida. Lentamente alzó los ojos y sus miradas se fundieron. Entre ellos ardía la fiebre. Con un gruñido se dio media vuelta y salió de la tienda.


Paula cayó de lado sobre el saco de dormir. ¿Qué demonios estaba haciendo? Se puso apresuradamente una camiseta y salió de la tienda. Pedro estaba apartado del resto, pateando con rabia un balón contra un árbol. Lo golpeaba sin precisión, una y otra vez.


–No te acerques a mí –rugió al verla aproximarse.


–¿Por qué no? –ella se paró en seco.


–Porque me muero por besarte. Me muero por hacer algo más que besarte –el balón volvió a golpear el árbol–. No tienes ni idea de lo que me gustaría hacer contigo.


Ella sintió que el calor invadía sus rincones más secretos mientras respiraba entrecortadamente.


–Empezamos algo, Paula –él la miró fijamente con las manos apoyadas en las caderas–. Y para mí aún no ha acabado. Pensaba que sí, pero no –volvió a golpear el balón con saña–. Pero no quiero volver a cometer el mismo error. De modo que no te acerques a mí.



SIN TU AMOR: CAPITULO 13

 


Se maravilló ante las vistas: a lo lejos se divisaban los flamencos junto al lago, los hipopótamos en el agua, las hienas acechando alrededor. Pedro parecía decidido a dejarla tranquila. Le señaló las mejores fotos, rió con ella al descubrir al león tumbado a la sombra a quien no parecía importarle la presencia de unos humanos, cámara en ristre, de pie en el Jeep descapotable. No podía creerse que estuviera tan cerca y casi estuvo a punto de parársele el corazón al divisar a un cachorro con su madre.


–¡Mira, Pedro! –susurró, volviéndose hacia él para asegurarse de que lo hubiera visto.


Pero él no miraba al león, sino a ella. La miraba con una feroz quietud y la concentración de un cazador. Pero no eran los animales los que estaban en peligro.


–¿Estás tomando pastillas contra la malaria? –preguntó ella bruscamente–. Creo que tienes fiebre o algo así. Tienes la mirada vidriosa.


–Pero eres tú la que pareces acalorada –él le acarició la frente con el dorso de la mano.


–No tienes remedio, ¿verdad? –Paula se apartó.


–Al parecer, no –Pedro hizo una mueca.


Pedro permaneció aplastado contra ella durante el horrible trayecto de regreso al parque de las serpientes donde les esperaba la camioneta. Durante horas su pierna se apretó contra el muslo de ella. Tanta frustración iba a acarrearle la muerte. Sentía cada respiración entrecortada de la joven, que intentaba calmarse a la vez que hacía intentos desesperados por apartarse de él. Bajando la vista vio los erectos pezones, que se marcaban bajo el sujetador del biquini. Veía claramente las marcas de la deliciosa areola y los tensos botones que se moría por mordisquear.


Un intenso deseo lo invadió. Había pasado mucho tiempo y sabía que ella también lo sentía. Estaban celebrando un baile de miradas y palabras en el que se iban acercando.


Sin embargo, jamás olvidaría el dolor reflejado en los ojos de Paula al preguntarle si se había casado con ella únicamente para conseguir ser nombrado socio. ¿Qué se había creído? ¿Pensaría que se trataba de amor verdadero? Por supuesto que sí. Pero no había sido más que un salvaje y fabuloso revolcón. La lujuria, por ella y por la posible promoción, lo había cegado, y el matrimonio no había sido más que un medio para asegurárselo, al menos durante un tiempo. Pero él no creía en el matrimonio. Había dedicado tanto tiempo a arreglar el final para otras parejas que no podía tomárselo en serio. Lo había hecho por el trabajo. Sus propios padres le habían enseñado una y otra vez lo fácil que resultaba romper y olvidar los votos. Pero ella no había sabido nada de eso, ¿verdad? No le había contado nada sobre sí mismo.


Tampoco conseguía olvidar la sensación del cuerpo de Paula. Se bajó del Jeep y se dirigió a la camioneta en busca de algo para beber. Primero se refrescaría desde el interior antes de quemar un poco más de la maldita frustración jugando al fútbol. Sin embargo, no había fútbol que pudiera quemar la energía de su cuerpo.



SIN TU AMOR: CAPITULO 12

 


Paula dedicó el resto de la tarde a leer a la sombra mientras ignoraba el partido de fútbol que Pedro había organizado entre los hombres. No necesitaba recordar la buena forma física de la que disfrutaba. Ya había pensado demasiado tiempo en su increíble atractivo sexual.


Pero durante la cena se sentó junto a ella y la obligó a conversar, a hablar sobre el viaje, sobre lo que había visto y hecho. Temas de conversación sin peligro… y aun así peligrosos dadas las oportunidades que ofrecían para sonreír, reír y relajarse. La oscuridad se adueñó de todo y la conversación se alargó hasta que perdieron la noción del tiempo.


No durmió mucho aquella noche, consciente de que él estaba a escasos metros de la tienda. Se despertó temprano, sudorosa y preocupada, y se sentó en la tienda para controlar sus hormonas y el acelerado latido del corazón. El problema no era sólo la proximidad física sino también las conversaciones mantenidas con él. Necesitaba urgentemente recuperar la confianza y adoptar una actitud que le advirtiera de que no le causara problemas. Rebuscó en el fondo de la mochila y sacó los ridículos zapatos que había acarreado durante semanas. Apenas podía creerse que se hubiera comprado eso, ni que fuera a ponérselos, pero la situación era desesperada. ¿De verdad opinaba que no era demasiado alta? Pues iba a sacarle de su error.


–Qué calzado más apropiado –él se fijó enseguida–. Tacones altos para ir de safari.


–Sí, lo es –ella lo miró desafiante–. ¿No te gusta lo alta que me hacen parecer?


–Sigo siendo más alto que tú –Pedro se encogió de hombros.


–Algún día encontraré unos que me hagan parecer más alta que tú.


–Prueba en el circo, allí tienen zancos.


–¿No temes tener que mirar hacia arriba?


–Tu estatura no me intimida –él sonrió–. En realidad resulta interesante –se inclinó hacia ella y susurró–. Muy adecuado en determinadas circunstancias. Me evita tener que contorsionarme.


Con ese hombre resultaba muy fácil pasarse de la raya y Paula continuó provocándole, acercándose a él, registrando con placer la expresión en sus ojos.


–¿Quieres saber lo mejor de estos zapatos?


Pedro abrió la boca, pero no consiguió producir el menor sonido.


–Los tacones son estupendos para aplastar los dedos de los pies de cualquiera que se acerque demasiado –se echó hacia atrás y lo miró con frialdad.


–Me doy por advertido.


–Estupendo –ella se volvió y se alejó ocultando una expresión triunfal.


Volvieron a subirse al Jeep y se dirigieron al interior del cráter. Paula llevaba años soñando con esa excursión y, a pesar de las pocas horas de sueño, estaba decidida a aprovecharla al máximo. No iba a permitir que sus hormonas lo estropearan todo.


De pie en el Jeep contemplaron la abundante fauna cuya magnificencia hizo que se olvidara de luchar contra él, o contra ella misma.


–¿Cuál es tu animal interior, Pedro? ¿El león? No, no, ya lo sé –sonrió–. El guepardo.


–Pues no –él la miró fijamente–. El elefante.


–¿Y eso? –preguntó ella con gesto inocente–. ¿Por tu enorme… trompa?


–Gracias por el elogio, cariño, pero no. Es por mi memoria. Puede que no supiera muchas cosas de ti, Paula, pero lo que aprendí no lo he olvidado –le susurró al oído–. Recuerdo lo que te gusta. Recuerdo cómo te gusta… lo rápido, lo intenso, cuántas veces.


Paula sintió el deseo arder en el estómago. Era su venganza por el asuntillo de los tacones.


–¿Sabes tú qué clase de animal alojas? –le recogió un mechón de los cabellos tras la oreja.


–Ni te atrevas a decir la jirafa –ella se obligó a respirar.


–Ni se me ocurriría –él la miró con ojos brillantes–. Pensaba más bien en una gacela.


–Debes estar de broma –Paula se sentía muy en peligro cuando él la miraba de ese modo. Estaba claro que era una jirafa, angulosa y torpe.


–Lo he dicho en serio. Saltas a la más mínima –él parecía cada vez más cerca–. Asustadiza.


–No soy asustadiza –ella se pegó al lado del Jeep en un intento de alejarse de él.


–Sí, lo eres –contestó él–. Y no me importa. Tengo paciencia de sobra para acechar a mi presa.


–Los elefantes son vegetarianos –ella se negaba a convertirse en su presa.


–Entonces sí que debo ser un león.


–En realidad, la que caza suele ser la leona –Paula alzó la barbilla desafiante.


–¿De verdad? –murmuró él–. Pues enséñame tus garras.


Ella se apartó un milímetro más.


–Yo tenía razón –Pedro parecía acaparar todo el espacio–. Una pequeña y asustadiza gacela.


Paula encogió el estómago y le dio la espalda, concentrándose en el paisaje. En la disputa verbal él siempre llevaba las de ganar.



domingo, 20 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 11

 


Al fin llegaron al campamento junto a la boca del cráter. El Jeep se paró y se bajaron. Al día siguiente visitarían la naturaleza salvaje y Paula se moría de ganas. Además, llevaba consigo un cebo vivo para alimentar a los leones…


Pedro estiró los músculos mientras observaba a Paula caminar hacia los servicios. Al verle quitarse la camiseta no pudo reprimir el impulso de seguirla. El sujetador del biquini y el pantalón corto dejaban al descubierto prácticamente todo el cuerpo. ¿Cómo podía pensar que esas piernas eran demasiado largas?


Aceleró el paso y la alcanzó, agarrándola del brazo y obligándola a volverse hacia él. Tenía las mejillas ligeramente sonrosadas y los ojos azules brillaban.


–¿Qué es eso? –Pedro carraspeó. No se había dado cuenta de que tenía la voz ronca.


–¿El qué?


–Eso –él señaló hacia el ombligo.


–Oh…


Con masculino placer, observó cómo se acentuaba el rubor de las mejillas de Paula.


–Un piercing.


Eso ya lo sabía, pero le encantaba ver cómo había reaccionado, consciente de que ella también sentía algo. En cuanto a él, sentía que perdía el control de su cuerpo.


–¿Cuándo?


–Hace unos meses.


–¿Por qué?


–Por algo que leí en un libro de autoayuda –ella puso los ojos en blanco, como una quinceañera descubierta tiñéndose el pelo–. Decía que había que hacer algo impropio de uno, como tatuarse o ponerse un piercing. Yo me decidí por la opción no permanente.


–¿Lo hiciste porque lo ponía en un libro? –Pedro tenía ganas de reír, pero estaba demasiado ocupado mirándola fijamente–. ¿Qué clase de libro?


–Pues uno bastante bueno, por cierto.


–¿Y te sientes más fuerte?


–Osada.


En esa ocasión sí que rió, aunque apenas un segundo. ¿Paula osada? Adoptó un semblante muy serio, incapaz de resistirse a la tentación de tocar. Pegó la mano contra el estómago situando el ombligo entre el pulgar y el dedo índice. Sintió estremecerse los músculos de Paula, y sintió la calidez de su piel.


–¿Te dolió? –el deseo por ella aumentaba.


–No –respondió ella con un tono de desafío en la voz–. He pasado por cosas peores.


Pedro le faltaba muy poco para besarla.


Si era tan osada como admitía ser, seguramente recibiría un bofetón a cambio y se lo tendría merecido, ¿o no? Porque ella se había tomado en serio un matrimonio que él sólo había pretendido que fuera un divertido revolcón.


–Eh… –buscó las palabras, algo coherente para no hacer el ridículo–. ¿Qué dijo tu madre?


–¿Sobre el piercing? –ella parpadeó perpleja antes de soltar una carcajada–. Está muerta.


–Demonios, Paula, lo siento –fue el turno de Pedro de parpadear. ¿Había sucedido recientemente? No tenía ni idea.


–No pasa nada. Fue hace mucho tiempo.


–Entiendo –él sonrió tímidamente e intentó arreglar la situación–. ¿Y tu padre, qué dijo?


La sonrisa se esfumó de los labios de Paula. Debería habérselo imaginado.


–Murieron juntos en un accidente, Pedro. Yo tenía seis años.


–Paula, eso es terrible –él respiró entrecortadamente. Ella dio un paso atrás, dispuesta a alejarse, pero él no iba a permitírselo. Necesitaba saber, preguntar sobre todo aquello que no le había importado hasta entonces. Quizás así lograría entenderla mejor. La mano, apartada de su cuerpo, estaba helada.


–¿Con quién te criaste?


–Con el hermano de mi madre y su mujer.


–¿Gente agradable? –Pedro caminaba lentamente a su lado, temeroso de preguntar lo obvio, pero incapaz de resistirse a ello.


–¿En serio quieres saberlo, Pedro? –Ana se paró en seco.


Él asintió.


–Fui la típica huérfana solitaria –comenzó ella, mientras sacudía la cabeza–. Ellos ya tenían dos hijos, dos perfectas personitas rubias. Yo no encajaba. No estaba a la altura. Y sufría. Supongo que se lo puse difícil desde el principio. Me encerré en mí misma.


–Tenías seis años, era normal que sufrieras –tras la sonrisa y el sarcasmo, Pedro distinguió un profundo dolor–. Estabas perdida, ellos tenían que haberte encontrado.

 

Deberían haberle proporcionado un hogar seguro. Pedro sabía bien lo que era no sentirse deseado. ¿Acaso no había percibido esa sensación de un par de padrastros?


–¿Mejoró con el tiempo? ¿Te llevabas bien con tus primos?


–No mucho.


O sea que había ido a peor.


–Me marché de casa en cuanto pude. 


Decididamente a peor.


–¿Y tú qué? ¿Tienes hermanos?


Pedro dudó sin saber por dónde empezar, consciente de lo difícil que resultaba llevarse bien con unos niños con los que no tenías nada en común, pero con los que tenías que vivir por culpa de los adultos. En su caso fue debido a un matrimonio tras otro de sus padres. Prefirió no destapar aquello y se decidió por el camino más fácil.


–No –la miró y esperó a que ella lo mirara–. Cielos, no sabemos mucho el uno del otro…


–No creo que quisiéramos –ella lo miró durante un instante antes de soltar una carcajada y darse media vuelta–. Creo que éramos demasiado felices en nuestro mundo de fantasía.


–Pero estuvo bien, ¿verdad? –Pedro rió. Aquellos días habían sido una locura.


Ella se encogió de hombros, evitando responder, despertando la curiosidad de Pedro.


–¿Por qué viniste a África? ¿Me enviaste los papeles del divorcio y saliste corriendo? –era una de sus especialidades… huir.


–No salí corriendo. Me apetecía vivir una aventura, una que pudiera controlar.


A diferencia de lo que habían vivido juntos. Una aventura en la que ninguno de los dos había controlado nada.


–¿Ibas a ir a verme a tu regreso?


–No.


Le había enviado los papeles del divorcio junto con una breve nota en la que detallaba sus pretensiones y los papeles que debía enviar a su abogado. No había tenido el menor deseo de verlo y había esperado que se limitara a firmar y enviar los papeles por correo.


–Paula, eres una cobarde.


–Lo fui –Paula guardó silencio antes de asentir–. Durante mucho tiempo, pero ya no lo soy.




SIN TU AMOR: CAPITULO 10

 


Paula abrió los ojos y encontró a Pedro tumbado a su lado ocupando más espacio de lo que era justo y dejándola a ella acurrucada en un extremo del saco. Por el sonido de su respiración, continuaba profundamente dormido. Con cuidado, se acercó a él y estudió el masculino rostro como jamás se atrevería a hacerlo si estuviera despierto.


Aquello fue un error, pues el aroma de Pedro, repentinamente familiar, la envolvió. ¿Cómo había podido olvidarlo? El corazón empezó a latir con fuerza mientras recordaba las sensaciones que deliberadamente había aparcado en el fondo de su mente meses atrás. La mandíbula estaba cubierta por una incipiente barba y recordó la sensación de esa barba bajo las yemas de los dedos, haciéndole cosquillas en el estómago, quemando dulcemente sus muslos…


Pedro tenía unos labios carnosos y recordó la sensación que habían provocado en su cuerpo. El torso descubierto dejaba a la vista unos amplios y musculosos hombros. Cada célula de su cuerpo se tensó ante la visión del hombre más atractivo que hubiera visto jamás.


–Paula –apenas fue un susurró, pero consiguió penetrar hasta lo más hondo de su ser.


Lentamente, alzó la vista y sus miradas se fundieron. Los azules ojos reflejaban adormecimiento, pero también algo más. Sabía que lo había estado mirando… con deseo.


Durante un instante ninguno se movió.


–Me toca preparar el desayuno.


Paula agarró apresuradamente los pantalones cortos y el sujetador del biquini. Ya se los pondría detrás de un arbusto. Pedro la llamó de nuevo, pero ella escapó, ignorándolo.


Los sentimientos que había creído haber ahogado: vista, olfato, oído, tacto, regresaron poderosos dejándola temblorosa de pies a cabeza.


Y sabor. Se moría por saborearlo.


¿Cómo era posible? ¿Cómo podía pensar en ello si meses atrás no había significado nada para él y todo para ella? ¿Cómo, si él le había hecho vivir algo tan horrible?


Sin embargo el cuerpo hacía caso omiso de su cerebro. No le interesaban esos recuerdos. Los músculos tenían sus propios recuerdos del peso, la sensación y el placer que el cuerpo de Pedro le había proporcionado. Lo deseaba sin importarle las consecuencias.


Se dirigió al centro del campamento, donde Bundy ya había encendido el fuego y puesto a hervir el agua. Se sirvió una taza de té amargo y caliente y lo bebió con un estremecimiento al quemarse los labios y el velo del paladar. El dolor fue un buen recordatorio de que no deseaba experimentar nada parecido.


El desayuno terminó enseguida y durante el mismo no miró a Pedro ni una sola vez. Al ver que había recogido la tienda y sus efectos, murmuró un agradecimiento casi inaudible.


Los Jeep llegaron para conducirles hasta el cráter Ngorohgoro y Paula caminó hacia ellos. Sin embargo, antes de poder dar dos pasos, Pedro estaba pegado a ella. Sus ojos brillaban divertidos mientras arrojaba las pertenencias de ambos a la parte trasera del coche.


Paula se movió inquieta, sintiendo el impulso de salir corriendo. Pero no había escapatoria, sobre todo cuando él le sujetó la puerta y luego se sentó a su lado.


La carretera era deplorable. En lugar de camino había cráteres, hoyos y barro reseco, más duro que el asfalto, que les hizo saltar en todas direcciones, manteniéndoles suspendidos en el aire en numerosas ocasiones. Pedro se agarró al techo del Jeep mientras sujetaba a Paula con el otro brazo. Casi hubiera preferido golpearse contra el coche.