Hablar de su madre la había hecho pensar en todas esas mentiras que le había contado antes de irse, y en todas las mentiras que tendría que decirle a partir de ese momento…
De repente la idea de estar allí sentada, sin bragas ni sujetador, se volvió más embarazosa que nunca. Era vergonzoso, pero excitante al mismo tiempo. Podía sentir ese calor en la entrepierna que le subía por los muslos…
–¿Paula? ¿Cuándo no has sido sincera?
–Yo… eh… Estaba pensando en las mentiras que le dije a mi madre. Va a ser difícil explicárselo todo después.
–Te refieres al hecho de quedarte embarazada, ¿no?
–Si es que me quedo embarazada.
–Cuando te quedes embarazada. Lo que sea. Es un poco pronto para empezar a inventar historias. Ya nos ocuparemos de eso cuando estés embarazada.
–Siento darle tantas vueltas a las cosas, Pedro, pero tengo que tener una historia sólida en la cabeza antes de esta noche. El tema me tiene un poco preocupada.
–Muy bien –dijo él, tratando de ser paciente–. Tal y como yo lo veo, tienes dos opciones. Puedes contarle la verdad a tu madre, o puedes decirle que te encontraste conmigo por casualidad y que tuvimos una pequeña aventura.
Paula sacudió la cabeza.
–La última idea no va a funcionar. Mi madre no se va a creer nada. Ni tus padres. Y aunque lo hicieran, empezarían a preguntarse qué estabas haciendo en Darwin cuando se suponía que estabas en Brasil.
–Entonces cuéntales la verdad.
–¿Y la verdad es…?
–Que me dijiste que querías tener un bebé desesperadamente y que, por amistad, yo me ofrecí a ser el padre, todo sin compromisos de ninguna clase. Puedes decirle que acordamos vernos en Darwin, pero que lo mantuvimos en secreto por si no te quedabas embarazada.
Paula frunció el ceño.
–Supongo que eso suena bastante razonable. Mi madre se lo creería, porque ella sabe lo de la clínica de inseminación, pero no sé qué pensarán tus padres. Después de todo, siempre hemos sido enemigos.
–Tonterías. Mi madre nunca ha pensado eso, y mi padre directamente no piensa. Iremos con la verdad por delante, y se lo diremos todo cuando llegue el momento. ¿De acuerdo?
–Supongo.
–Mira, Paula… Te he traído hasta aquí para que te relajes y te lo pases bien. Olvida el futuro durante unos días, y piensa en disfrutar.
–Eso es lo que he estado haciendo.
–¿Y qué tiene de malo?
–No sé si lo que hemos estado haciendo es divertido.
–Bueno, si no lo es, ¿qué es sino?
–Peligroso.
–¿De qué manera?
–A lo mejor llega a gustarme demasiado.
–¿El sexo?
–Sí.
–No veo por qué va a ser peligroso eso.
–Los hombres suelen tener otra idea de esto.
En ese momento empezó a sonar el timbre. La comida estaba lista. Pedro se levantó, agarró el aparato.
La comida estaba exquisita. El pescado rebozado y cocinado a la cerveza estaba delicioso, y las patatas estaban crujientes y jugosas al mismo tiempo. El olor de la comida le reabrió el apetito a Paula, que empezó a comer con gusto. El tiempo que pasó degustando los manjares fue un gran alivio, una tregua que le permitió calmarse un poco. No se estaba enamorando de Pedro.
Solo estaba siendo un poco tonta e ingenua.
Cuando se marcharon del club de vela y pusieron rumbo a casa, no obstante, la tensión ya había vuelto a apoderarse de ella. Pedro parecía sentir algo parecido. No hacía más que mirarle el escote… lo cual significaba que estaba listo para atacar en cuanto estuvieran solos.
De repente Paula volvió a recordar que no llevaba braguitas… No podía dejarle ver que estaba desnuda debajo de aquel vestido. Su orgullo no se lo permitía.
–Voy a llamar a mi madre primero –le dijo en cuanto entraron en la casa.
–Muy bien. Yo tengo que hacer un par de llamadas también –añadió y se dirigió a la cocina.
Paula se fue a la habitación de huéspedes. Se puso unas braguitas blancas rápidamente y llamó a su madre. El teléfono dio timbre durante un buen rato, pero su madre no contestó. Al final saltó el contestador.
La llamó al móvil, pensando que probablemente estaría apagado, pero no fue así. Su madre contestó casi de inmediato.
–¡Mamá! Tenías el móvil encendido.
–Pensé que sería buena idea. Sabía que ibas a llamarme esta noche y no quería dejar de hablar contigo.
–¿Pero dónde estás? Hay mucho ruido.
–Estoy en Erina Fair, haciendo unas compras. Lo que oyes es la lluvia sobre el tejado. No ha dejado de llover a cántaros desde que te fuiste.
–Pues aquí no llueve nada. Hoy ha hecho muy buen día, unos veinticinco grados, con una brisa suave que venía del mar.
–Te lo estás pasando muy bien, ¿no?
–No he hecho gran cosa. Fui a dar un paseo por la ciudad, por el paseo marítimo, que está recién reformado. Acabo de volver de cenar en el club de vela.
–¡El club de vela, nada más y nada menos! Eso suena genial.
–Bueno, en realidad, no es lo que te imaginas. No tiene nada de glamour. Es un sitio bastante informal. Puedes comer al lado del mar y disfrutar de una puesta de sol impresionante. Hice muchas fotos. ¿Has visto las fotos del apartamento que te mandé?
–Sí, claro. Parece un sitio precioso, y las vistas son fantásticas.
–He hecho muchas fotos más hoy. Te las mando por correo en cuanto cuelgue.
–Oh, no te preocupes, cariño. Puedes enseñármelas cuando regreses. Además, así puedes contármelo todo. ¿Adónde vas mañana?
–No sé. No tengo nada planeado todavía. A lo mejor doy otro paseo por Darwin, y me quedo leyendo en el balcón.
«O puedo pasar todo el día en la cama, haciendo realidad todas mis fantasías…».
–Puedes hacer lo que quieras, cariño. Y no tienes que llamarme todos los días. Estás allí para tomarte un buen descanso. Además. Yo no estoy sola. Estoy con las chicas en la peluquería todo el día, y mañana por la noche tengo mi taller de costura. Carolina, por cierto, me ha invitado a cenar en su casa el sábado. Supongo que piensa que te echo mucho de menos, y es verdad. Pero no estoy triste. Me encanta que estés disfrutando de estas vacaciones. Te diré una cosa… No me llames hasta el domingo por la noche. Para entonces tendrás muchas cosas que contarme.
–Muy bien. Te llamo el domingo a eso de las siete. Adiós, mamá. Cuídate.
–Y tú también, cariño. Te quiero. Adiós.
Paula suspiró y colgó. Su madre la echaba de menos, pero hacía todo lo posible por disimularlo. A lo mejor era una suerte para ella haber aprendido a estar sola durante un tiempo.
Y era mejor que no supiera lo que su hija se traía entre manos durante las vacaciones. Se hubiera llevado una sorpresa enorme.
Pero Paula ya no podía fingir estar sorprendida. La lujuria que la consumía borraba la sorpresa y la vergüenza. Estaba deseando estar con Pedro de nuevo. El corazón se le aceleró. Se apresuró hacia la cocina. Él estaba despidiéndose por el teléfono. Lo dejó sobre la encimera de la cocina y la miró.
–Pensaba que ibas a hablar durante mucho más tiempo.
–La conexión no era muy buena –le dijo Paula, sorprendida de poder hablarle en un tono tan calmado–. Llovía tanto que apenas la oía. ¿Con quién estabas hablando? –le preguntó, manteniendo todavía esa fachada de frialdad, aunque por dentro se estuviera derritiendo.
–Era un compañero. Tiene un helicóptero. Se llama Julian. Antes llamé a otro amigo, Brian. Tiene una empresa de alquiler de barcos. He estado preparando actividades para los próximos tres días. Mañana nos vamos a hacer ese crucero por la bahía, en el que te enseñan a pescar. El sábado nos vamos a Kakadu y a otros enclaves turísticos, en helicóptero. Y luego por la tarde Julián nos dejará en un sitio muy especial en donde te voy a enseñar que ir de acampada también es divertido. El domingo por la mañana Julián volverá a por nosotros, y después vamos a ir de pesca en helicóptero. Después cocinaremos lo que capturemos. ¿Qué te parece?
–Genial –dijo ella.
En realidad le daba igual lo que hicieran al día siguiente, el sábado o el domingo. Lo único que le importaba era el presente.
–¿Pedro?
–¿Sí?
–¿Podrías dejar de hablar ahora? Realmente necesito que me hagas el amor.
Pedro se la quedó mirando fijamente. Su mirada era hambrienta.
–En ese caso, realmente necesito que te quites ese vestido –le dijo en un tono bajo y grave–. Si no recuerdo mal, sí que te dije que no se permitía la ropa cuando estuviéramos juntos.
Paula tragó con dificultad.
Afortunadamente había vuelto a ponerse las braguitas. No quería que él supiera que se había pasado toda la cena sin bragas. Eso hubiera sido una vergüenza.
Se bajó la cremallera del vestido. Unos segundos después la prenda estaba en el suelo, a sus pies.
–Y lo demás también.
Con manos temblorosas se quitó las braguitas. Las echó a un lado y se puso erguida frente a él. Solo le quedaban los zapatos.
–Paula Chaves… Eres una mujer preciosa –le dijo, yendo hacia ella.
Antes de que la estrechara entre sus brazos, Paula supo que esa noche haría cualquier cosa que él le pidiera. Cualquier cosa…