miércoles, 16 de diciembre de 2020

EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 32

 


EL AVIÓN salió poco después de las siete y media de la mañana.


Paula se inclinó sobre su asiento y cerró los ojos. Había sido una noche muy larga. No había dormido mucho.


Había llamado a su madre la noche anterior, a las siete, tal y como le había prometido. Le había dicho que sabía lo de la muñeca rota y que regresaba a casa al día siguiente. Su madre le había puesto unas cuantas objeciones, pero Paula se había empeñado en regresar.


Había sido duro… no echarse a llorar durante la llamada. Pero después ya no había podido aguantar más y se había dormido llorando. Alrededor de medianoche se había despertado y había ido a la cocina para prepararse una taza de té y una tostada. Pedro no se había movido, por suerte. Y a la mañana siguiente tampoco. Había salido del apartamento sin tener que hacerle frente de nuevo.


Mejor así. No hubiera podido soportarlo.


Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras pensaba en la discusión que habían tenido. Él había sido tan cruel. Sin embargo, sí que había algo de verdad en sus palabras. Había sido ella quien se había puesto en contacto con él, y había disfrutado del sexo en todo momento, incluso antes de enamorarse de él.


Enamorarse de Pedro le había dejado algo muy claro. Nunca había estado del todo enamorada de Jeremías. De haber sido así, el engaño le hubiera dolido muchísimo más.


¿Qué podía hacer a partir de ese momento? No iba a volver a la clínica, al menos durante un tiempo. No estaba en condiciones de volver a pasar por lo mismo, y tampoco quería plantearse lo de ser madre soltera. Una madre soltera tenía que ser fuerte, estable… Tenía que estar segura de sí misma.


Ella, en cambio, ya no estaba segura de nada.


Las lágrimas inundaron sus ojos en ese momento, abundantes y calientes. La señora que estaba sentada a su lado se alarmó profundamente al verla llorar así. Llamó a la azafata. Le trajeron una cajita de pañuelos y una copita de brandy. Pero Paula siguió sollozando de vez en cuando durante el resto del vuelo a Sídney.


Para cuando aterrizaron, ya se le habían acabado las lágrimas. El viaje en tren a Gosford transcurrió como en una nebulosa. Paula se preparó para poner buena cara durante el trayecto en taxi, pero, aun así, le costó mucho esconder la angustia con una sonrisa mientras su madre veía las fotos y hacía comentarios sobre Darwin.


En cuanto pudo, le dijo que estaba agotada y fue a darse un baño.


Después le preparó la cena y se fue a la cama. Por suerte, esa noche durmió como un lirón. A la mañana siguiente se fue pronto al salón de belleza y cuando llegaron el resto de las chicas todo estaba preparado. Las cuentas, los pedidos, el material… Todo el mundo estaba encantado de verla, sobre todo Jhoana.


–Tu madre se enfadó conmigo por haberte llamado –le dijo Jhoana en privado–. Pero yo sentí que tenía que hacerlo.


–Hiciste lo correcto, Jhoana –le dijo Paula con firmeza y lo decía de verdad.


Le fue difícil, no obstante, mantener la cabeza ocupada en el trabajo esa noche. Por alguna extraña razón, no podía dejar de pensar que Pedro podía ponerse en contacto con ella en cualquier momento, por teléfono o con un mensaje de texto. Una esperanza absurda… ¿Por qué se iba a molestar? Todo había acabado. Habían acabado.


Para el miércoles ya estaba totalmente entregada al trabajo. Su madre la acompañó a la peluquería. Decía que por lo menos podría contestar al teléfono y hacer café. Llevaba la muñeca escayolada, pero podía mover los dedos y estaba aprendiendo a usar la mano izquierda.


Paula agradeció la compañía, sobre todo durante el tedioso camino a casa después de una larga jornada de trabajo. Había tomado la autopista de Central Coast, en vez de ir por Terrigal Drive, y el tráfico estaba cada vez peor a causa de las obras. Qué gran alivio sería tener dos carriles en vez de uno solo… Cuando se quejó su madre le dijo que por lo menos no estaba lloviendo.


–Te has traído el sol a casa –le dijo, sonriente.


–Si tú lo dices, mamá –le dijo Paula con los dientes apretados.


Pero el sol ya no brillaba en ese momento. Se había puesto unos quince minutos antes.




EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 31

 

Domingo por la tarde


–Todavía no me puedo creer lo mucho que me gusta la pesca –le dijo Paula, volviendo al apartamento.


Pedro llevaba una bolsa de comestibles que había comprado en un supermercado cercano.


–Me lo pasé muy bien el viernes, pero esta mañana ha sido genial.


Acababan de volver de la expedición de pesca en helicóptero. El helicóptero los había dejado junto al río, en una zona llena de percas gigantes.


Habían pescado muchas, demasiadas, en realidad. Le habían dado unas cuantas a Julian, y aún les habían quedado muchos para llevar a casa. Habían metido cuatro en el congelador de Pedro y se habían reservado una grande para la cena.


–Me gustó mucho la acampada también –añadió ella, aunque el lugar le había gustado mucho más que tener que vérselas con los elementos de la Naturaleza.


El sitio que Pedro había escogido para acampar era precioso; un meandro de agua fresca rodeado de acantilados por tres de sus lados y alimentado por una cascada que brillaba como un puñado de diamantes a la luz del atardecer.


Él esbozó una sonrisa.


–Lo que te gustó, señorita, fue compartir mi saco de dormir.


Paula no podía negarlo. Había sido maravilloso dormir así, acurrucada a su lado, sus cuerpos unidos. Pedro le había hecho el amor varias veces a lo largo de la noche.


–Tengo que decir que me ha sorprendido lo bien que te has adaptado a la vida salvaje.


–¿Qué quieres decir? –le preguntó ella, sorprendida.


Él sonrió.


–En cuanto te convencí de que nadie podía verte, te zambulliste desnuda en el lago sin ningún problema. Y luego te sentaste junto al fuego.


–No te pases.


–Y tú no empieces a ser hipócrita ahora. No nos pasamos en nada de lo que hicimos. Todo fue muy divertido.


¿Divertido? ¿Divertido? ¿Estar con ella no era más que eso para él?


Era una realidad descorazonadora, pero tenía lógica. Pedro no se enamoraba de nadie. Aunque fuera capaz de hacerlo, simplemente no quería.


Desafortunadamente, ella era todo lo contrario. Sí que quería enamorarse, y de repente sentía que ya lo estaba… La noche en que habían ido al club de vela había presentido esas consecuencias tan desastrosas.


¿Cómo había sido tan tonta como para creer que podría evitarlo? ¿Cómo iba a convertir a Pedro en el padre de su hijo? Le buscó con la mirada. A lo mejor sus sentimientos por ella sí se habían vuelto más intensos, pero lo único que veía en su rostro era irritación e impaciencia.


–No vas a empezar a discutir, ¿verdad, Paula?


Paula sintió que el corazón se le caía a los pies.


–Creo que deberíamos volver al apartamento –le dijo ella. Dio media vuelta y echó a andar por la acera.


Pedro sacudió la cabeza y fue tras ella. Todo estaba saliendo según el plan. Todo. Claramente ella se había vuelto adicta al sexo con él, muy adicta…


Y él estaba encantado de satisfacerla. Nunca antes había sentido ese ansia tan profunda que sentía cuando estaba con ella. Ella le subía la temperatura con solo mirarlo una vez. Nunca se cansaba de ella. Era tan sexy, tan dócil…


Hasta ese momento.


–¿Qué pasa? –le preguntó mientras subían en el ascensor.


Paula todavía intentaba asimilar el golpe de la cruda realidad.


–Nada –le dijo. Todavía no estaba lista para dar respuestas.


–No soy tonto, Paula. Cuando he dicho que fue divertido, te cambió la cara. Pero no sé por qué.


–Sí, bueno, es evidente que yo no me tomo el sexo tan a la ligera como tú. No soy chica de una noche. Lo que hemos estado haciendo juntos… ha sido demasiado. Si te soy sincera, empieza a preocuparme.


–Ya. Entiendo.


Las puertas del ascensor se abrieron y ambos se dirigieron hacia el apartamento. Pedro se sacó las llaves del bolsillo. Abrió sin decir ni una palabra y se dirigió hacia la cocina con la compra. De repente empezó a sonar un teléfono que no era el suyo. Paula echó a correr hacia la habitación de invitados.


Pedro la oyó contestar, pero entonces ella cerró la puerta.


Diez minutos más tarde, salió. Nada más verla Pedro supo que algo iba mal, muy mal.


–Era Jhoana –le dijo ella, sin darle tiempo a preguntar–. Es una de las chicas de la peluquería. Mi madre se cayó el jueves cuando regresaba a casa con la compra. Resbaló sobre unas losas mojadas y se torció la muñeca. Tengo que irme a casa, Pedro.


–Espera un momento –dijo él. El estómago se le había revuelto de inmediato–. ¿Qué quieres decir? Seguro que tu madre puede arreglárselas sola. Solo es la muñeca. No se ha roto un brazo ni una pierna. Tienes buenas amigas y vecinos. Todos la ayudarán. ¿La has llamado? ¿Te ha dicho que quiere que vuelvas?


–Claro que no la he llamado, porque me va a decir que me quede aquí. Pero no puedo hacer eso, no ahora que sé lo que ha pasado. Me necesita, pienses lo que pienses. Y la peluquería también. No pueden estar sin dos peluqueras con jornada completa. Vamos a perder clientes. Jhoana me dijo que el viernes y el sábado fueron un caos. Afortunadamente, mañana va a ser un día flojo. Pero para el martes, tendré que estar allí.


–¿Y no pueden buscar a alguien de forma temporal?


Ella soltó una risotada seca.


–Cuando unas de las chicas se tomó la baja de maternidad el año pasado, nos costó muchísimo encontrar a alguien. No podríamos encontrar a alguien tan rápido. Mira, no tiene sentido discutir de esto, Pedro. He tomado una decisión. Ya he llamado a la compañía aérea y tengo un billete en el primer vuelo que sale mañana por la mañana. Tengo que estar en el aeropuerto antes de las seis y media.


–¿Qué? ¡Por favor, Paula! Esto es absurdo. Tres días más aquí. Eso es todo lo que necesitas. Tres días y lo vas a echar todo por la borda. Piensa en ti por una vez. Tu madre sobrevivirá. El negocio sobrevivirá. De acuerdo. Perderás un poco de dinero, y a lo mejor un par de clientes, pero tendrás lo que siempre has querido. Un bebé.


–Aunque me quedara tres días más, Pedro, no tengo garantía alguna de quedarme embarazada.


Él arrugó los párpados. Su expresión de volvió dura.


–¿Por qué no te afecta?


–Claro que me afecta mucho.


–En absoluto. Te aprovechas de esta excusa porque quieres irte. No quieres que sea el padre. Eso es lo que hay al final, ¿verdad?


Ella estuvo a punto de mentir de nuevo. ¿Pero qué sentido tenía?


–Sí –le confesó–. Eso es lo que hay al final.


Pedro apenas podía creerse que estuviera tan furioso.


–¿Y qué he hecho para hacerte cambiar de opinión?


–Nada. El problema es mío.


–¿Y eso qué significa?


–Por muy raro que parezca, corro peligro de enamorarme de ti. Es una debilidad que tienen algunas mujeres cuando disfrutan mucho acostándose con un tipo. Pero no me quiero enamorar de ti, Pedro. De verdad que no.


–¿Y por qué no?


Ella se limitó a mirarlo. No podía creerse que acabara de hacerle una pregunta tan tonta.


–¿Y por qué crees que no? A ti no te va eso del matrimonio y el amor. Eres un solitario empedernido que solo va a casa por Navidad y no se preocupa por nadie excepto por sí mismo. No creo que quieras ser padre en realidad. Todavía no entiendo por qué me hiciste esa oferta en primera instancia. Nunca tuvo mucho sentido para mí.


–Ni para mí –le espetó él. Su temperamento estaba fuera de control–. Fue un gesto muy impulsivo y me arrepentí de ello en cuanto te lo dije. Pero entonces tú me buscaste y yo pensé… ¿Qué demonios? Como te dije, siempre me habías gustado mucho, y allí estabas, en bandeja de plata.


Paula hizo una mueca de dolor. Probablemente se merecía lo que acababa de oír.


–Muy bonito –le dijo, levantando la barbilla–. Entonces no será un problema para ti si terminamos con esto aquí y ahora. Después de todo, ya me has tenido en tu cama.


–Ya lo creo, cielo. ¡Ya he conseguido todo lo que quería de ti!


Paula sintió el picor de las lágrimas en los ojos, pero no quiso derramar ni una delante de él.


–Siempre supe que eras un cerdo. No pienso cocinar ese pescado. No tengo apetito. Y me voy a dormir a la habitación de huéspedes esta noche.


–¿En serio? ¿No quieres una sesión de despedida?


Ella le taladró con la mirada. El amor podía convertirse en odio muy fácilmente.


–No te molestes en llevarme al aeropuerto. Pediré un taxi –dio media vuelta y echó a andar.


Pedro abrió la boca… Estuvo a punto de gritarle algo…


«Déjala ir. Tiene razón. Eres un cerdo egoísta. Serías un padre terrible. Incluso peor que el tuyo. Vete lejos. África, quizás… Aléjate todo lo que puedas de casa, y de ella…».




EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 30

 


Hablar de su madre la había hecho pensar en todas esas mentiras que le había contado antes de irse, y en todas las mentiras que tendría que decirle a partir de ese momento…


De repente la idea de estar allí sentada, sin bragas ni sujetador, se volvió más embarazosa que nunca. Era vergonzoso, pero excitante al mismo tiempo. Podía sentir ese calor en la entrepierna que le subía por los muslos…


–¿Paula? ¿Cuándo no has sido sincera?


–Yo… eh… Estaba pensando en las mentiras que le dije a mi madre. Va a ser difícil explicárselo todo después.


–Te refieres al hecho de quedarte embarazada, ¿no?


–Si es que me quedo embarazada.


–Cuando te quedes embarazada. Lo que sea. Es un poco pronto para empezar a inventar historias. Ya nos ocuparemos de eso cuando estés embarazada.


–Siento darle tantas vueltas a las cosas, Pedro, pero tengo que tener una historia sólida en la cabeza antes de esta noche. El tema me tiene un poco preocupada.


–Muy bien –dijo él, tratando de ser paciente–. Tal y como yo lo veo, tienes dos opciones. Puedes contarle la verdad a tu madre, o puedes decirle que te encontraste conmigo por casualidad y que tuvimos una pequeña aventura.


Paula sacudió la cabeza.


–La última idea no va a funcionar. Mi madre no se va a creer nada. Ni tus padres. Y aunque lo hicieran, empezarían a preguntarse qué estabas haciendo en Darwin cuando se suponía que estabas en Brasil.


–Entonces cuéntales la verdad.


–¿Y la verdad es…?


–Que me dijiste que querías tener un bebé desesperadamente y que, por amistad, yo me ofrecí a ser el padre, todo sin compromisos de ninguna clase. Puedes decirle que acordamos vernos en Darwin, pero que lo mantuvimos en secreto por si no te quedabas embarazada.


Paula frunció el ceño.


–Supongo que eso suena bastante razonable. Mi madre se lo creería, porque ella sabe lo de la clínica de inseminación, pero no sé qué pensarán tus padres. Después de todo, siempre hemos sido enemigos.


–Tonterías. Mi madre nunca ha pensado eso, y mi padre directamente no piensa. Iremos con la verdad por delante, y se lo diremos todo cuando llegue el momento. ¿De acuerdo?


–Supongo.


–Mira, Paula… Te he traído hasta aquí para que te relajes y te lo pases bien. Olvida el futuro durante unos días, y piensa en disfrutar.


–Eso es lo que he estado haciendo.


–¿Y qué tiene de malo?


–No sé si lo que hemos estado haciendo es divertido.


–Bueno, si no lo es, ¿qué es sino?


–Peligroso.


–¿De qué manera?


–A lo mejor llega a gustarme demasiado.


–¿El sexo?


–Sí.


–No veo por qué va a ser peligroso eso.


–Los hombres suelen tener otra idea de esto.


En ese momento empezó a sonar el timbre. La comida estaba lista. Pedro se levantó, agarró el aparato.


La comida estaba exquisita. El pescado rebozado y cocinado a la cerveza estaba delicioso, y las patatas estaban crujientes y jugosas al mismo tiempo. El olor de la comida le reabrió el apetito a Paula, que empezó a comer con gusto. El tiempo que pasó degustando los manjares fue un gran alivio, una tregua que le permitió calmarse un poco. No se estaba enamorando de Pedro.


Solo estaba siendo un poco tonta e ingenua.


Cuando se marcharon del club de vela y pusieron rumbo a casa, no obstante, la tensión ya había vuelto a apoderarse de ella. Pedro parecía sentir algo parecido. No hacía más que mirarle el escote… lo cual significaba que estaba listo para atacar en cuanto estuvieran solos.


De repente Paula volvió a recordar que no llevaba braguitas… No podía dejarle ver que estaba desnuda debajo de aquel vestido. Su orgullo no se lo permitía.


–Voy a llamar a mi madre primero –le dijo en cuanto entraron en la casa.


–Muy bien. Yo tengo que hacer un par de llamadas también –añadió y se dirigió a la cocina.


Paula se fue a la habitación de huéspedes. Se puso unas braguitas blancas rápidamente y llamó a su madre. El teléfono dio timbre durante un buen rato, pero su madre no contestó. Al final saltó el contestador.


La llamó al móvil, pensando que probablemente estaría apagado, pero no fue así. Su madre contestó casi de inmediato.


–¡Mamá! Tenías el móvil encendido.


–Pensé que sería buena idea. Sabía que ibas a llamarme esta noche y no quería dejar de hablar contigo.


–¿Pero dónde estás? Hay mucho ruido.


–Estoy en Erina Fair, haciendo unas compras. Lo que oyes es la lluvia sobre el tejado. No ha dejado de llover a cántaros desde que te fuiste.


–Pues aquí no llueve nada. Hoy ha hecho muy buen día, unos veinticinco grados, con una brisa suave que venía del mar.


–Te lo estás pasando muy bien, ¿no?


–No he hecho gran cosa. Fui a dar un paseo por la ciudad, por el paseo marítimo, que está recién reformado. Acabo de volver de cenar en el club de vela.


–¡El club de vela, nada más y nada menos! Eso suena genial.


–Bueno, en realidad, no es lo que te imaginas. No tiene nada de glamour. Es un sitio bastante informal. Puedes comer al lado del mar y disfrutar de una puesta de sol impresionante. Hice muchas fotos. ¿Has visto las fotos del apartamento que te mandé?


–Sí, claro. Parece un sitio precioso, y las vistas son fantásticas.


–He hecho muchas fotos más hoy. Te las mando por correo en cuanto cuelgue.


–Oh, no te preocupes, cariño. Puedes enseñármelas cuando regreses. Además, así puedes contármelo todo. ¿Adónde vas mañana?


–No sé. No tengo nada planeado todavía. A lo mejor doy otro paseo por Darwin, y me quedo leyendo en el balcón.


«O puedo pasar todo el día en la cama, haciendo realidad todas mis fantasías…».


–Puedes hacer lo que quieras, cariño. Y no tienes que llamarme todos los días. Estás allí para tomarte un buen descanso. Además. Yo no estoy sola. Estoy con las chicas en la peluquería todo el día, y mañana por la noche tengo mi taller de costura. Carolina, por cierto, me ha invitado a cenar en su casa el sábado. Supongo que piensa que te echo mucho de menos, y es verdad. Pero no estoy triste. Me encanta que estés disfrutando de estas vacaciones. Te diré una cosa… No me llames hasta el domingo por la noche. Para entonces tendrás muchas cosas que contarme.


–Muy bien. Te llamo el domingo a eso de las siete. Adiós, mamá. Cuídate.


–Y tú también, cariño. Te quiero. Adiós.


Paula suspiró y colgó. Su madre la echaba de menos, pero hacía todo lo posible por disimularlo. A lo mejor era una suerte para ella haber aprendido a estar sola durante un tiempo.


Y era mejor que no supiera lo que su hija se traía entre manos durante las vacaciones. Se hubiera llevado una sorpresa enorme.


Pero Paula ya no podía fingir estar sorprendida. La lujuria que la consumía borraba la sorpresa y la vergüenza. Estaba deseando estar con Pedro de nuevo. El corazón se le aceleró. Se apresuró hacia la cocina. Él estaba despidiéndose por el teléfono. Lo dejó sobre la encimera de la cocina y la miró.


–Pensaba que ibas a hablar durante mucho más tiempo.


–La conexión no era muy buena –le dijo Paula, sorprendida de poder hablarle en un tono tan calmado–. Llovía tanto que apenas la oía. ¿Con quién estabas hablando? –le preguntó, manteniendo todavía esa fachada de frialdad, aunque por dentro se estuviera derritiendo.


–Era un compañero. Tiene un helicóptero. Se llama Julian. Antes llamé a otro amigo, Brian. Tiene una empresa de alquiler de barcos. He estado preparando actividades para los próximos tres días. Mañana nos vamos a hacer ese crucero por la bahía, en el que te enseñan a pescar. El sábado nos vamos a Kakadu y a otros enclaves turísticos, en helicóptero. Y luego por la tarde Julián nos dejará en un sitio muy especial en donde te voy a enseñar que ir de acampada también es divertido. El domingo por la mañana Julián volverá a por nosotros, y después vamos a ir de pesca en helicóptero. Después cocinaremos lo que capturemos. ¿Qué te parece?


–Genial –dijo ella.


En realidad le daba igual lo que hicieran al día siguiente, el sábado o el domingo. Lo único que le importaba era el presente.


–¿Pedro?


–¿Sí?


–¿Podrías dejar de hablar ahora? Realmente necesito que me hagas el amor.


Pedro se la quedó mirando fijamente. Su mirada era hambrienta.


–En ese caso, realmente necesito que te quites ese vestido –le dijo en un tono bajo y grave–. Si no recuerdo mal, sí que te dije que no se permitía la ropa cuando estuviéramos juntos.


Paula tragó con dificultad.


Afortunadamente había vuelto a ponerse las braguitas. No quería que él supiera que se había pasado toda la cena sin bragas. Eso hubiera sido una vergüenza.


Se bajó la cremallera del vestido. Unos segundos después la prenda estaba en el suelo, a sus pies.


–Y lo demás también.


Con manos temblorosas se quitó las braguitas. Las echó a un lado y se puso erguida frente a él. Solo le quedaban los zapatos.


–Paula Chaves… Eres una mujer preciosa –le dijo, yendo hacia ella.


Antes de que la estrechara entre sus brazos, Paula supo que esa noche haría cualquier cosa que él le pidiera. Cualquier cosa…





martes, 15 de diciembre de 2020

EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 29

 


Paula se llevó una sorpresa cuando despertó y vio que el sol estaba tan bajo en el cielo. Debía de haberse dormido durante un par de horas por lo menos. No era propio de ella dormir durante el día, aunque tampoco era propio de ella tener tanto sexo a plena luz. En algún sitio había leído que tener un orgasmo era el mejor somnífero que podía tomarse, y parecía que era cierto.


Era como si acabara de despertarse tras haber sufrido un desmayo.


Pedro seguía dormido. Y todo por culpa de ella.


–Pobrecito –murmuró, acariciándole el brazo.


Él rodó sobre sí mismo y se puso boca arriba. Abrió los ojos. Ella se incorporó y le sonrió.


–Es hora de levantarse, bello durmiente. No sé tú, pero yo me muero de hambre. ¿Hay algún restaurante que abra pronto? –le preguntó, apartándose el pelo de la cara–. No sé si puedo aguantar mucho.


Pedro, mirando sus pechos desnudos, empezó a sentir que su propio cuerpo volvía a la vida, pero logró controlar el impulso. Cuanto antes tomaran la cena, más larga sería la tarde noche.


–El club de vela sirve cenas a partir de las cinco y media –le dijo–. Solo está a unos pocos minutos en coche de aquí. Podemos sentarnos en la terraza, y la puesta de sol es espectacular. Deberías llevarte la cámara.


–Suena genial. Te veo en el salón en quince minutos –le dijo. Saltó de la cama y se dirigió a la puerta. Sin duda iba hacia el cuarto de baño principal, y a la habitación de invitados, donde había dejado todas sus cosas.


–¡Paula! –gritó él antes de perderla de vista.


Ella se volvió desde la puerta. Ya no sentía vergüenza al enseñarle su cuerpo. Eso era un buen síntoma.


–¿Qué?


–Un vestido, por favor. Y nada de ropa interior.


Ella parpadeó y entonces se sonrojó.


–Sin «peros». Sin discusiones. Sin ropa interior.


Ella levantó la barbilla, desafiante.


–No. No voy a hacer eso.


–¿Por qué no? Te gustará.


–No. No me gustará.


–¿Y cómo sabes que no?


–Lo sé.


–¿Igual que sabes que no te gusta ir de acampada? ¿O de pesca? No has probado ninguna de las dos cosas. Inténtalo, Paula. Nadie lo sabrá excepto yo.


–Bueno, pues ya son demasiadas personas. Estuve de acuerdo en tener sexo contigo, Pedro, pero no he accedido a esa clase de… fetichismos.


Él arqueó las cejas.


–Bueno, yo no lo llamaría fetichismo.


–Yo sí.


–Muy bien. No querría que hicieras nada con lo que no te encontraras cómoda.


–Y no tengo intención de hacerlo. Ahora voy a vestirme.


Molesto, Pedro se puso en pie y empezó a vestirse. Era obvio que a Paula aún le quedaba mucho para dejarse consumir totalmente por el placer del sexo. Él era el que tenía el problema en realidad.


Ella regresó con un vestido de flores, con falda de vuelo, cintura estrecha y corpiño con cuello halter. Llevaba el pelo recogido de cualquier manera, y varios mechones le caían sobre la frente de forma caprichosa. No llevaba más maquillaje que un brillo de labios, pero, aun así, sus mejillas resplandecían y sus ojos azules brillaban. Estaba tan fresca, tan sexy, hermosa…


–No llevas sujetador –le dijo él en un tono gruñón, viendo la silueta de sus pezones dibujada en la tela.


Ella se encogió de hombros.


–Hay vestidos con los que no se puede llevar sujetador.


–Ya –le dijo él en un tono un tanto hosco–. Creo que deberías llevar una rebeca o una chaqueta –le dijo, yendo hacia la puerta–. A lo mejor refresca después de la puesta de sol.


–Voy por una.


Él no hizo ningún comentario. No quería retrasar más la salida. Cuanto antes se la llevara al club de vela, antes podrían comer y regresar.


Paula no dijo ni una palabra durante el camino. En realidad se sentía un poco culpable, y muy incómoda, porque había hecho lo que él le había pedido, salir sin ropa interior.


Para cuando llegaron al club de vela, ya estaba bastante tensa. Era un local pequeño, construido en una parcela bien escogida justo al lado de la bahía. Tenía una sola planta, con una terraza bastante amplia, sillas y mesas de madera y plástico, muchas de ellas al borde del agua, situadas a la sombra de frondosas palmeras… Como llegaron tan pronto consiguieron una de las mejores mesas, desde donde podrían ver la puesta de sol en todo su esplendor.


Para entonces el sol ya había bajado mucho y empezaba a ponerse de color dorado. La belleza del atardecer distrajo a Paula durante un rato; la alejó de los temores que la atenazaban.


–¿Cuánto falta para la puesta de sol? –le preguntó a Pedro.


–No mucho. Es hora de empezar a hacer fotos. Yo voy a pedir. ¿Qué quieres? Puedes tomar filete con ensalada, pescado con patatas, algún asado, comida china…


–Pescado y patatas.


–Muy bien.


Paula sacó el teléfono y aprovechó para hacer fotos. Cuando él regresó, el sol ya estaba perdiéndose en el horizonte. Se había convertido en una bola de fuego, roja y resplandeciente.


–Gracias –le dijo ella cuando él le puso una copa de vino blanco delante–. Pero no puedo bebérmela todavía. No me quiero perder ni un segundo de esto –añadió y se volvió hacia el horizonte de nuevo.


Resultaba increíble que el sol pudiera ponerse tan rápido.


Un minuto antes apenas tocaba la línea del horizonte, y poco después casi se había ocultado del todo.


–Oh… –exclamó ella con un suspiro.


–Darwin es famoso por sus puestas de sol.


–Son espectaculares. Mi madre querrá venir cuando le enseñe las fotos. Y eso me recuerda… –agarró la copa–. Tengo que llamarla después. No dejes que se me olvide.


–¿Vas a llamar a tu madre todas las noches?


Paula bebió un sorbo y contó hasta diez antes de contestar. Entendía que la relación de Pedro con su familia era muy distinta, pero eso no le daba derecho a ser tan crítico con algo que para ella era de lo más normal.


–Sí, Pedro. Voy a llamar a mi madre todas las noches. La quiero mucho, y sé que me echa mucho de menos. Siento mucho que te moleste tanto, pero tendrás que aguantarte.


Esperó a que él le soltara algún latigazo sarcástico, pero no lo hizo.


Simplemente asintió con la cabeza.


–Siempre he admirado ese carácter tuyo, Paula. Y su sinceridad.


Paula agarró con fuerza la copa.


–No siempre soy sincera.


Pedro le lanzó una mirada de sorpresa.


–¿En serio? ¿Cuándo no lo has sido?





EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 28

 


TE HAS acostado con muchas mujeres? –le preguntó Paula.


Estaba tumbada con la cabeza apoyada en el vientre de Pedro y el rostro vuelto hacia él, jugueteando con el fino vello de su pecho. Pedro estaba estirado, con las manos entrelazadas por detrás de la cabeza y la vista fija en el techo. Acababan de volver a la cama después de una larga ducha.


–Me prometiste que no me ibas a hacer más preguntas.


–Yo no he prometido nada. Te dejé descansar. Eso es todo, así que te lo repito. ¿Te has acostado con muchas mujeres?


–Me he acostado con muchas mujeres.


–Eso pensaba.


–¿Te importa mucho?


–Supongo que no.


–No estarás celosa, ¿no?


–En absoluto. Solo siento curiosidad. ¿Pero cuándo tuviste tiempo para acostarte con tantas novias? Según lo que me contaste, te has pasado la mayor parte de tu vida adulta escalando montañas y haciendo expediciones por la jungla.


–No he dicho que haya tenido muchas novias. He dicho que me he acostado con muchas mujeres. Hay una diferencia.


–Oh. Oh, claro. Entiendo. Eres de aventuras de una noche.


–Normalmente sí. Tuve un par de novias formales en la universidad, pero no fue nada serio. No tengo tiempo para relaciones estables y largas últimamente. Ni tampoco tengo ganas.


–Pero estoy segura de que la noche de la fiesta en casa de tus padres me dijiste que acababas de romper con una mujer.


–Mentí.


Ella se incorporó abruptamente.


–¿Pero por qué?


–Porque no quería que me hicieras preguntas. Claro.


–Muy bien. Ya no haré más preguntas –dijo. No era buena idea insistir más, sobre todo porque él ya empezaba a mirarla con ojos afilados.


–Gracias. El silencio es oro para mí. ¿Sabes? Sobre todo cuando estás muy cansado.


Paula se rio y entonces volvió a apoyar la cabeza en su vientre. Esa vez, no obstante, se había acostado mirando hacia el otro lado. Contempló su miembro. No parecía cansado en absoluto, pero tampoco estaba erecto. En estado de flacidez, tampoco parecía tan intimidante. Ella sospechaba, no obstante, que solo tenía que rodearlo con la boca para devolverlo a la vida.


–¡Oye! –exclamó él, cuando ella le agarró el pene con mano firme–. ¿Pero qué haces?


–¿Qué crees que hago?


Él gimió cuando ella empezó a mover la mano arriba y abajo.


–Chica, no tienes compasión.


–Para ti no.


–Me vas a matar.


–Posiblemente. Pero será una forma maravillosa de irse de este mundo.


Él se rio y entonces contuvo el aliento.


–¡No te atrevas a hacer eso!


Ella no contestó. No podía.


Pedro apretó la mandíbula y aguantó la oleada de sensaciones que lo sacudía. Ella era buena, muy buena… Era difícil de creer que tuviera tan poca experiencia sexual. Sin embargo, sí que la creía. No era ninguna mentirosa. Él, en cambio, sí que mentía muy bien, sobre todo cuando era necesario mentir.


Sus protestas habían sido una especie de mentira. Estaba deseando que ella hiciera justamente eso, despertar su deseo sexual, de nuevo. Quería provocarle un orgasmo tras otro.


Porque ese era su plan, hacerla adicta al sexo con él. Y entonces, al lunes siguiente, dos días antes de que entrara en el periodo de máxima fertilidad, dejarían de hacerlo un tiempo. Así tendrían más probabilidades de conseguir el embarazo. Para el miércoles, ella estaría lista para quedarse embarazada, y ya no estaría tan obsesionada con los bebés, sino con el placer.


Era un plan perfecto. Pedro le acarició el cabello con ambas manos, intentando detenerla. Después de todo, no quería que se hiciera adicta a dar placer, sino a recibirlo. Sin embargo, lo que le estaba haciendo era delicioso.


Le clavó las yemas de los dedos en la cabeza y la sujetó en el sitio, sucumbiendo a la tentación.


Más tarde, cuando ella se acurrucó a su lado, él le rodeó los hombros con el brazo y la atrajo hacia sí.


–Eso ha sido increíble. Gracias.


–Un placer –le dijo ella y le dio un beso en el cuello con los labios todavía húmedos.


De repente Pedro sintió una extraña sensación; una emoción poderosa que lo embargaba.


«Yo soy el que se está haciendo adicto aquí».


La idea de que pudiera estar enamorándose de Paula era tan sorprendente, tan asombrosa, que Pedro no sabía qué hacer o pensar. Al principio parecía algo imposible. Lo del amor no era para él, pero poco a poco, una vez dejó a un lado esa perplejidad que lo atenazaba, se dio cuenta de que la idea no era una locura tan grande. De hecho, a lo mejor siempre había estado un poco enamorado de ella.


–Vas a pensar que soy una ingenua –dijo ella de repente, levantando la cabeza lo suficiente para poder mirarlo a los ojos–. Pero solía pensar que tendría que estar locamente enamorada de un hombre para poder disfrutar del sexo con él. Quiero decir, disfrutar de verdad, como he hecho contigo –bajó la cabeza y la apoyó sobre el pecho de él–. Creo que eso viene de haber sido una romántica empedernida durante muchos años. No me daba cuenta de que para disfrutar solo hace falta toparse con un hombre que sepa bien lo que hace.


El momento escogido para hacer un comentario como ese resultaba de lo más irónico. Sin embargo, sus palabras sinceras fueron un alivio para él.


Evidentemente no era amor lo que sentía por Paula. Era lujuria, lo mismo que siempre había sentido por ella. Tanto sexo le estaba afectando. Tenía que parar un poco.


–Gracias por el cumplido, Paula. Yo también he descubierto algo desde que me fui contigo a la cama.


Ella levantó la cabeza de nuevo.


–¿Qué?


–No aguanto más.


–Ni yo tampoco. De hecho, apenas puedo mantener los ojos abiertos –le dijo, volviendo a recostarse sobre su pecho.


–Me vendría bien dormir un poco –le dijo él. Por suerte ella no podía ver su rostro, tenso y contraído.


¿Cómo iba a dormirse teniéndola encima de esa manera?


No lo hizo. Se quedó allí tumbado, debajo de ella, intentando controlar la respiración, intentando dominar su propio cuerpo. Paula fue la primera en quedarse dormida. Y Pedro lo agradeció, porque así podría echarla a un lado.


Ella se acurrucó de inmediato y Pedro la cubrió con una sábana antes de apartarse.


Una vez puso algo de distancia entre ellos, empezó a relajarse. Pero aun así pasó un buen rato despierto, esperando a que el sueño lo sumiera en un merecido olvido.





EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 27

 


No esperó a que ella le contestara. Fue hacia el dormitorio principal y le dio con la puerta en las narices. Paula se quedó en mitad del salón, totalmente desconcertada, pero excitada. No había ningún género de dudas.


Haría todo lo que él quisiera, porque en el fondo, eso era lo que deseaba.


Hacerlo, no obstante, no era cosa fácil. Le daba un poco de miedo. No se miró en el espejo del cuarto de baño mientras se desvestía. Abrió el grifo de la ducha y esperó a que el agua se calentara un poco antes de entrar. Se lavó a conciencia, intentando no detenerse demasiado en esas zonas que le recordaban lo excitada que estaba. Cinco minutos más tarde, ya había salido de la ducha.


Tardó cinco minutos más en salir del baño. Se cepilló el pelo durante una eternidad, se pintó los labios y se puso un poco de perfume. Cuando ya no pudo retrasarlo más, respiró profundamente varias veces y abrió la puerta.


Salió desnuda y atravesó el apartamento. Aquello era lo más duro que había hecho jamás, incluso más duro que ir a la clínica de fertilidad por primera vez. Cuando llegó a la puerta del dormitorio principal, estaba hecha un manojo de nervios. Se armó de valor, pero no llamó. Abrió directamente y entró sin más.


Él estaba saliendo del aseo justo en ese instante, con una toalla alrededor de la cintura.


Ella se paró de golpe, con las manos apoyadas en las caderas.


–Yo también quiero que estés desnudo –le espetó.


–Todavía no –le contestó él. Sus ojos brillaron cuando la miró de pies a cabeza–. Eres todavía más hermosa de pie que tumbada. Ahora ven aquí. Quiero verte caminar. Quiero sujetarte fuertemente contra mí y besarte hasta que me supliques que lo haga, tal y como hiciste anoche. Pero no en la cama, con las piernas enroscadas alrededor de mi cintura, y los brazos alrededor de mi cuello.


Sus palabras evocaban imágenes eróticas que la bombardeaban una y otra vez. A Paula empezó a darle vueltas la cabeza. De alguna forma consiguió atravesar la habitación sin tropezarse con nada. Tenía las rodillas de gelatina.


Él la taladraba con una mirada aguda, sin decir ni una palabra más.


Cuando ella se le acercó, pudo oír su respiración, mezclada con la suya propia. Pudo sentir la tensión…


Se quitó la toalla, mostrándole su miembro erecto en todo su esplendor.


Paula sintió que se le secaba la boca, imaginando cómo le haría el amor. ¿Lo haría de pie, tal y como le había dicho? El corazón se le aceleró. Se le endurecieron los pezones.


De repente él la estrechó entre sus brazos y la apretó con fuerza contra su erección.


«Sí. Sí. Hazme el amor. Házmelo ahora. No me beses. No esperes. Simplemente levántame en el aire y hazme el amor…».


Pero él no hizo caso de esa súplica silenciosa. Primero empezó a besarla, con desesperación, con ardor. Paula necesitaba tenerle dentro… La urgencia era insoportable. De repente gimió.


–Dime lo que quieres, Paula –le dijo él en un susurro.


–Te quiero a ti. Oh, Dios, Pedro… Hazlo sin más. Hazlo tal y como dijiste.


Él la penetró bruscamente, le agarró el trasero y la levantó del suelo.


–Pon las piernas y los brazos a mi alrededor.


La apoyó contra la pared del dormitorio y empezó a empujar una y otra vez. Ella llegó al clímax rápidamente. El primer espasmo fue tan intenso y salvaje que tuvo que gritar. Él llegó unos segundos después, de una forma tan violenta como ella. Sus gemidos orgásmicos resonaron casi como gritos de dolor. Él le clavó las yemas de los dedos en la piel mientras ella se aferraba a su cuello. El clímax duró un rato para ambos. Sus cuerpos latían al unísono, y sus corazones también.


Al final, cuando todo terminó, les sobrevino una ola de cansancio.


Paula suspiró, y Pedro también. Levantó la cabeza. Ella se sentía completamente vacía, sin fuerzas. Las piernas casi se le caían. Apenas podía aferrarse ya a su cintura.


Él se dio cuenta. La llevó hasta la cama y la tumbó con cuidado.


–¿Ves lo que me has hecho? –le preguntó, poniéndose erguido y asintiendo con la cabeza.


–Pobre Pedro–murmuró ella en un tono adormilado–. A lo mejor deberías tumbarte a mi lado y descansar un poco.


–A lo mejor. Pero solo con la condición de que no me hagas más preguntas.