miércoles, 16 de diciembre de 2020

EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 31

 

Domingo por la tarde


–Todavía no me puedo creer lo mucho que me gusta la pesca –le dijo Paula, volviendo al apartamento.


Pedro llevaba una bolsa de comestibles que había comprado en un supermercado cercano.


–Me lo pasé muy bien el viernes, pero esta mañana ha sido genial.


Acababan de volver de la expedición de pesca en helicóptero. El helicóptero los había dejado junto al río, en una zona llena de percas gigantes.


Habían pescado muchas, demasiadas, en realidad. Le habían dado unas cuantas a Julian, y aún les habían quedado muchos para llevar a casa. Habían metido cuatro en el congelador de Pedro y se habían reservado una grande para la cena.


–Me gustó mucho la acampada también –añadió ella, aunque el lugar le había gustado mucho más que tener que vérselas con los elementos de la Naturaleza.


El sitio que Pedro había escogido para acampar era precioso; un meandro de agua fresca rodeado de acantilados por tres de sus lados y alimentado por una cascada que brillaba como un puñado de diamantes a la luz del atardecer.


Él esbozó una sonrisa.


–Lo que te gustó, señorita, fue compartir mi saco de dormir.


Paula no podía negarlo. Había sido maravilloso dormir así, acurrucada a su lado, sus cuerpos unidos. Pedro le había hecho el amor varias veces a lo largo de la noche.


–Tengo que decir que me ha sorprendido lo bien que te has adaptado a la vida salvaje.


–¿Qué quieres decir? –le preguntó ella, sorprendida.


Él sonrió.


–En cuanto te convencí de que nadie podía verte, te zambulliste desnuda en el lago sin ningún problema. Y luego te sentaste junto al fuego.


–No te pases.


–Y tú no empieces a ser hipócrita ahora. No nos pasamos en nada de lo que hicimos. Todo fue muy divertido.


¿Divertido? ¿Divertido? ¿Estar con ella no era más que eso para él?


Era una realidad descorazonadora, pero tenía lógica. Pedro no se enamoraba de nadie. Aunque fuera capaz de hacerlo, simplemente no quería.


Desafortunadamente, ella era todo lo contrario. Sí que quería enamorarse, y de repente sentía que ya lo estaba… La noche en que habían ido al club de vela había presentido esas consecuencias tan desastrosas.


¿Cómo había sido tan tonta como para creer que podría evitarlo? ¿Cómo iba a convertir a Pedro en el padre de su hijo? Le buscó con la mirada. A lo mejor sus sentimientos por ella sí se habían vuelto más intensos, pero lo único que veía en su rostro era irritación e impaciencia.


–No vas a empezar a discutir, ¿verdad, Paula?


Paula sintió que el corazón se le caía a los pies.


–Creo que deberíamos volver al apartamento –le dijo ella. Dio media vuelta y echó a andar por la acera.


Pedro sacudió la cabeza y fue tras ella. Todo estaba saliendo según el plan. Todo. Claramente ella se había vuelto adicta al sexo con él, muy adicta…


Y él estaba encantado de satisfacerla. Nunca antes había sentido ese ansia tan profunda que sentía cuando estaba con ella. Ella le subía la temperatura con solo mirarlo una vez. Nunca se cansaba de ella. Era tan sexy, tan dócil…


Hasta ese momento.


–¿Qué pasa? –le preguntó mientras subían en el ascensor.


Paula todavía intentaba asimilar el golpe de la cruda realidad.


–Nada –le dijo. Todavía no estaba lista para dar respuestas.


–No soy tonto, Paula. Cuando he dicho que fue divertido, te cambió la cara. Pero no sé por qué.


–Sí, bueno, es evidente que yo no me tomo el sexo tan a la ligera como tú. No soy chica de una noche. Lo que hemos estado haciendo juntos… ha sido demasiado. Si te soy sincera, empieza a preocuparme.


–Ya. Entiendo.


Las puertas del ascensor se abrieron y ambos se dirigieron hacia el apartamento. Pedro se sacó las llaves del bolsillo. Abrió sin decir ni una palabra y se dirigió hacia la cocina con la compra. De repente empezó a sonar un teléfono que no era el suyo. Paula echó a correr hacia la habitación de invitados.


Pedro la oyó contestar, pero entonces ella cerró la puerta.


Diez minutos más tarde, salió. Nada más verla Pedro supo que algo iba mal, muy mal.


–Era Jhoana –le dijo ella, sin darle tiempo a preguntar–. Es una de las chicas de la peluquería. Mi madre se cayó el jueves cuando regresaba a casa con la compra. Resbaló sobre unas losas mojadas y se torció la muñeca. Tengo que irme a casa, Pedro.


–Espera un momento –dijo él. El estómago se le había revuelto de inmediato–. ¿Qué quieres decir? Seguro que tu madre puede arreglárselas sola. Solo es la muñeca. No se ha roto un brazo ni una pierna. Tienes buenas amigas y vecinos. Todos la ayudarán. ¿La has llamado? ¿Te ha dicho que quiere que vuelvas?


–Claro que no la he llamado, porque me va a decir que me quede aquí. Pero no puedo hacer eso, no ahora que sé lo que ha pasado. Me necesita, pienses lo que pienses. Y la peluquería también. No pueden estar sin dos peluqueras con jornada completa. Vamos a perder clientes. Jhoana me dijo que el viernes y el sábado fueron un caos. Afortunadamente, mañana va a ser un día flojo. Pero para el martes, tendré que estar allí.


–¿Y no pueden buscar a alguien de forma temporal?


Ella soltó una risotada seca.


–Cuando unas de las chicas se tomó la baja de maternidad el año pasado, nos costó muchísimo encontrar a alguien. No podríamos encontrar a alguien tan rápido. Mira, no tiene sentido discutir de esto, Pedro. He tomado una decisión. Ya he llamado a la compañía aérea y tengo un billete en el primer vuelo que sale mañana por la mañana. Tengo que estar en el aeropuerto antes de las seis y media.


–¿Qué? ¡Por favor, Paula! Esto es absurdo. Tres días más aquí. Eso es todo lo que necesitas. Tres días y lo vas a echar todo por la borda. Piensa en ti por una vez. Tu madre sobrevivirá. El negocio sobrevivirá. De acuerdo. Perderás un poco de dinero, y a lo mejor un par de clientes, pero tendrás lo que siempre has querido. Un bebé.


–Aunque me quedara tres días más, Pedro, no tengo garantía alguna de quedarme embarazada.


Él arrugó los párpados. Su expresión de volvió dura.


–¿Por qué no te afecta?


–Claro que me afecta mucho.


–En absoluto. Te aprovechas de esta excusa porque quieres irte. No quieres que sea el padre. Eso es lo que hay al final, ¿verdad?


Ella estuvo a punto de mentir de nuevo. ¿Pero qué sentido tenía?


–Sí –le confesó–. Eso es lo que hay al final.


Pedro apenas podía creerse que estuviera tan furioso.


–¿Y qué he hecho para hacerte cambiar de opinión?


–Nada. El problema es mío.


–¿Y eso qué significa?


–Por muy raro que parezca, corro peligro de enamorarme de ti. Es una debilidad que tienen algunas mujeres cuando disfrutan mucho acostándose con un tipo. Pero no me quiero enamorar de ti, Pedro. De verdad que no.


–¿Y por qué no?


Ella se limitó a mirarlo. No podía creerse que acabara de hacerle una pregunta tan tonta.


–¿Y por qué crees que no? A ti no te va eso del matrimonio y el amor. Eres un solitario empedernido que solo va a casa por Navidad y no se preocupa por nadie excepto por sí mismo. No creo que quieras ser padre en realidad. Todavía no entiendo por qué me hiciste esa oferta en primera instancia. Nunca tuvo mucho sentido para mí.


–Ni para mí –le espetó él. Su temperamento estaba fuera de control–. Fue un gesto muy impulsivo y me arrepentí de ello en cuanto te lo dije. Pero entonces tú me buscaste y yo pensé… ¿Qué demonios? Como te dije, siempre me habías gustado mucho, y allí estabas, en bandeja de plata.


Paula hizo una mueca de dolor. Probablemente se merecía lo que acababa de oír.


–Muy bonito –le dijo, levantando la barbilla–. Entonces no será un problema para ti si terminamos con esto aquí y ahora. Después de todo, ya me has tenido en tu cama.


–Ya lo creo, cielo. ¡Ya he conseguido todo lo que quería de ti!


Paula sintió el picor de las lágrimas en los ojos, pero no quiso derramar ni una delante de él.


–Siempre supe que eras un cerdo. No pienso cocinar ese pescado. No tengo apetito. Y me voy a dormir a la habitación de huéspedes esta noche.


–¿En serio? ¿No quieres una sesión de despedida?


Ella le taladró con la mirada. El amor podía convertirse en odio muy fácilmente.


–No te molestes en llevarme al aeropuerto. Pediré un taxi –dio media vuelta y echó a andar.


Pedro abrió la boca… Estuvo a punto de gritarle algo…


«Déjala ir. Tiene razón. Eres un cerdo egoísta. Serías un padre terrible. Incluso peor que el tuyo. Vete lejos. África, quizás… Aléjate todo lo que puedas de casa, y de ella…».




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