Paula se llevó una sorpresa cuando despertó y vio que el sol estaba tan bajo en el cielo. Debía de haberse dormido durante un par de horas por lo menos. No era propio de ella dormir durante el día, aunque tampoco era propio de ella tener tanto sexo a plena luz. En algún sitio había leído que tener un orgasmo era el mejor somnífero que podía tomarse, y parecía que era cierto.
Era como si acabara de despertarse tras haber sufrido un desmayo.
Pedro seguía dormido. Y todo por culpa de ella.
–Pobrecito –murmuró, acariciándole el brazo.
Él rodó sobre sí mismo y se puso boca arriba. Abrió los ojos. Ella se incorporó y le sonrió.
–Es hora de levantarse, bello durmiente. No sé tú, pero yo me muero de hambre. ¿Hay algún restaurante que abra pronto? –le preguntó, apartándose el pelo de la cara–. No sé si puedo aguantar mucho.
Pedro, mirando sus pechos desnudos, empezó a sentir que su propio cuerpo volvía a la vida, pero logró controlar el impulso. Cuanto antes tomaran la cena, más larga sería la tarde noche.
–El club de vela sirve cenas a partir de las cinco y media –le dijo–. Solo está a unos pocos minutos en coche de aquí. Podemos sentarnos en la terraza, y la puesta de sol es espectacular. Deberías llevarte la cámara.
–Suena genial. Te veo en el salón en quince minutos –le dijo. Saltó de la cama y se dirigió a la puerta. Sin duda iba hacia el cuarto de baño principal, y a la habitación de invitados, donde había dejado todas sus cosas.
–¡Paula! –gritó él antes de perderla de vista.
Ella se volvió desde la puerta. Ya no sentía vergüenza al enseñarle su cuerpo. Eso era un buen síntoma.
–¿Qué?
–Un vestido, por favor. Y nada de ropa interior.
Ella parpadeó y entonces se sonrojó.
–Sin «peros». Sin discusiones. Sin ropa interior.
Ella levantó la barbilla, desafiante.
–No. No voy a hacer eso.
–¿Por qué no? Te gustará.
–No. No me gustará.
–¿Y cómo sabes que no?
–Lo sé.
–¿Igual que sabes que no te gusta ir de acampada? ¿O de pesca? No has probado ninguna de las dos cosas. Inténtalo, Paula. Nadie lo sabrá excepto yo.
–Bueno, pues ya son demasiadas personas. Estuve de acuerdo en tener sexo contigo, Pedro, pero no he accedido a esa clase de… fetichismos.
Él arqueó las cejas.
–Bueno, yo no lo llamaría fetichismo.
–Yo sí.
–Muy bien. No querría que hicieras nada con lo que no te encontraras cómoda.
–Y no tengo intención de hacerlo. Ahora voy a vestirme.
Molesto, Pedro se puso en pie y empezó a vestirse. Era obvio que a Paula aún le quedaba mucho para dejarse consumir totalmente por el placer del sexo. Él era el que tenía el problema en realidad.
Ella regresó con un vestido de flores, con falda de vuelo, cintura estrecha y corpiño con cuello halter. Llevaba el pelo recogido de cualquier manera, y varios mechones le caían sobre la frente de forma caprichosa. No llevaba más maquillaje que un brillo de labios, pero, aun así, sus mejillas resplandecían y sus ojos azules brillaban. Estaba tan fresca, tan sexy, hermosa…
–No llevas sujetador –le dijo él en un tono gruñón, viendo la silueta de sus pezones dibujada en la tela.
Ella se encogió de hombros.
–Hay vestidos con los que no se puede llevar sujetador.
–Ya –le dijo él en un tono un tanto hosco–. Creo que deberías llevar una rebeca o una chaqueta –le dijo, yendo hacia la puerta–. A lo mejor refresca después de la puesta de sol.
–Voy por una.
Él no hizo ningún comentario. No quería retrasar más la salida. Cuanto antes se la llevara al club de vela, antes podrían comer y regresar.
Paula no dijo ni una palabra durante el camino. En realidad se sentía un poco culpable, y muy incómoda, porque había hecho lo que él le había pedido, salir sin ropa interior.
Para cuando llegaron al club de vela, ya estaba bastante tensa. Era un local pequeño, construido en una parcela bien escogida justo al lado de la bahía. Tenía una sola planta, con una terraza bastante amplia, sillas y mesas de madera y plástico, muchas de ellas al borde del agua, situadas a la sombra de frondosas palmeras… Como llegaron tan pronto consiguieron una de las mejores mesas, desde donde podrían ver la puesta de sol en todo su esplendor.
Para entonces el sol ya había bajado mucho y empezaba a ponerse de color dorado. La belleza del atardecer distrajo a Paula durante un rato; la alejó de los temores que la atenazaban.
–¿Cuánto falta para la puesta de sol? –le preguntó a Pedro.
–No mucho. Es hora de empezar a hacer fotos. Yo voy a pedir. ¿Qué quieres? Puedes tomar filete con ensalada, pescado con patatas, algún asado, comida china…
–Pescado y patatas.
–Muy bien.
Paula sacó el teléfono y aprovechó para hacer fotos. Cuando él regresó, el sol ya estaba perdiéndose en el horizonte. Se había convertido en una bola de fuego, roja y resplandeciente.
–Gracias –le dijo ella cuando él le puso una copa de vino blanco delante–. Pero no puedo bebérmela todavía. No me quiero perder ni un segundo de esto –añadió y se volvió hacia el horizonte de nuevo.
Resultaba increíble que el sol pudiera ponerse tan rápido.
Un minuto antes apenas tocaba la línea del horizonte, y poco después casi se había ocultado del todo.
–Oh… –exclamó ella con un suspiro.
–Darwin es famoso por sus puestas de sol.
–Son espectaculares. Mi madre querrá venir cuando le enseñe las fotos. Y eso me recuerda… –agarró la copa–. Tengo que llamarla después. No dejes que se me olvide.
–¿Vas a llamar a tu madre todas las noches?
Paula bebió un sorbo y contó hasta diez antes de contestar. Entendía que la relación de Pedro con su familia era muy distinta, pero eso no le daba derecho a ser tan crítico con algo que para ella era de lo más normal.
–Sí, Pedro. Voy a llamar a mi madre todas las noches. La quiero mucho, y sé que me echa mucho de menos. Siento mucho que te moleste tanto, pero tendrás que aguantarte.
Esperó a que él le soltara algún latigazo sarcástico, pero no lo hizo.
Simplemente asintió con la cabeza.
–Siempre he admirado ese carácter tuyo, Paula. Y su sinceridad.
Paula agarró con fuerza la copa.
–No siempre soy sincera.
Pedro le lanzó una mirada de sorpresa.
–¿En serio? ¿Cuándo no lo has sido?