lunes, 14 de diciembre de 2020

EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 26

 


Paula se quedó profundamente impresionada con el nuevo paseo marítimo. Era un paraíso para los turistas, con apartamentos de lujo, un hotel fantástico, tiendas modernas, cafeterías, calles amplias por las que se podía salir a correr, una piscina de olas para niños y adultos y puertos de gran calado donde podían atracar barcos cruceros. De no haber estado tan absorta en sus propios pensamientos, Paula habría hecho muchos, muchos comentarios.


Nunca antes en toda su vida se había sentido tan inquieta. La cabeza le daba vueltas, y el estómago también. Cuando Pedro sugirió que tomaran una comida ligera en una elegante terraza, aceptó rápidamente, porque eso significaba que por fin podría retirar la mano de la de él. No era que no disfrutara sosteniéndosela, no obstante. En realidad lo disfrutaba más de lo que quería. Pero no era esa la clase de cercanía que buscaba.


Sin necesidad de consultar la carta, Pedro pidió dos rollitos de pollo con lechuga envueltos en pan de pita, y dos cafés con leche.


La joven camarera apuntó el pedido con una sonrisa cómplice. Era evidente que Pedro le había gustado mucho.


Paula le lanzó una mirada envenenada a la joven. A punto estuvo de hacer un comentario corrosivo cuando esta se retiró, pero finalmente consiguió morderse la lengua. Cualquiera hubiera dicho que estaba celosa; algo absurdo, sobre todo porque iba a ser ella quien iba a pasar la tarde con él en la cama.


Respiró hondo.


–¿No te gusta lo que he pedido?


–No, no. Me gusta. Es que acabo de acordarme de que debería haber hecho algunas fotos para enviarle a mi madre. Se me olvidó por completo.


–Todavía puedes hacerlas, cuando terminemos de comer.


–Sí. Supongo que sí.


–Pero tendrás que darte prisa.


–Oh. ¿Por qué? –le preguntó, levantando la vista al cielo. No había ni una nube a la vista.


–Para ser una chica tan inteligente, a veces te pones muy espesa –le dijo él en un tono de exasperación–. Me da la sensación de que no conoces muy bien a los hombres.


Paula decidió no darse por ofendida. Estaba cansada de discutir con él.


–Soy consciente de que he llevado una vida muy aburrida. Después de escuchar todas esas historias tuyas sobre tus viajes y tus aventuras, me doy cuenta de que sí ha sido muy aburrida. Supongo que te imaginas que he tenido un montón de novios a lo largo de los años, pero en realidad puedo contarlos con los dedos de una mano. Y es cierto. No conozco muy bien a los hombres. Siento mucho haberte decepcionado.


–No hay nada en ti que me haya decepcionado, Paula. Siempre te he admirado mucho.


–¿En serio? –había un atisbo de risa en su voz.


–En serio.


–¿Incluso cuando soy espesa con el tema de los hombres?


–Incluso en esos momentos.


–¿Entonces por qué te parecí espesa antes?


–Pensé que intuitivamente sabrías que necesitaba tenerte de vuelta en el apartamento después de comer, tan pronto como sea posible.


Pedro vio cómo cambiaba su expresión. Sus mejillas se colorearon de inmediato.


–Oh –dijo y entonces sonrió con tristeza–. Pensaba que era solo yo quien sufría en silencio.


Sus palabras no fueron consuelo para Pedro. No recordaba haberse excitado tanto en toda su vida.


Fue un alivio cuando llegó la comida, en el momento preciso. El rollito estaba exquisito, pero apenas pudo saborearlo comiendo tan rápido.


–Vas a tener una indigestión –le advirtió Paula con una sonrisa.


Ella se lo estaba tomando con calma.


–Come y haz esas fotos, o las hago yo.


–¡Sí, señor!


–Y deja de ser tan sarcástica. Te prefería como eras hace un rato.


–¿Cómo?


–Suave y dulce.


–Pero yo creía que mis ironías te gustaban mucho.


Pedro habló entre dientes.


–Ahora no quiero que me gustes tanto.


–Ah, entiendo. No te preocupes. Te prometo que seré tan dulce como una tarta de manzana hasta que lleguemos a casa.


Pedro no pudo evitar reírse.


–Limítate a comer, ¿quieres?


Sus miradas se encontraron.


–Ve a hacer esas fotos mientras yo pago la cuenta –le dijo, poniéndose en pie.


Paula solo tuvo tiempo de hacer unas pocas fotos antes de que volviera a recogerla.


Regresaron a paso ligero, por el mismo camino por el que habían llegado. Esa vez no iban de la mano. Paula trataba de seguir el ritmo de sus enormes zancadas. Cuando llegaron al edificio de apartamentos, su respiración se había vuelto pesada. Subieron en el ascensor en silencio. Paula ni siquiera se atrevía a mirarlo a la cara.


Cuando él le abrió la puerta del apartamento y la invitó a entrar, se dio cuenta de que la deseaba con desesperación. Hubiera querido hacerle el amor contra la puerta, en el sofá, en el suelo… De pronto él se apartó.


–No, Paula –le dijo con brusquedad al ver que ella fruncía el ceño–. Aquí no. Todavía no. Quiero que te metas en el cuarto de baño y te des una ducha caliente. Yo voy a hacer lo mismo en mi aseo. Cuando sientas que estás relajada, sales, te secas, y vienes a mi dormitorio. Sin ropa, por favor. Ni toalla. Ni albornoz.


Paula tragó en seco.


–¿Esperas… esperas que entre en tu habitación, completamente desnuda?


–Completamente. Tienes un cuerpo increíble, Paula, y lo quiero ver todo, todo el tiempo.


–¿Todo el tiempo? –repitió ella, tartamudeando.


–Por supuesto. A partir de ahora solo llevaremos ropa cuando salgamos.


–Pero…


–Sin «peros». Esto es parte del plan.


–¿Y qué plan es ese?


–Un plan secreto.


–Pero no entiendo cómo…


–Pensaba que estábamos de acuerdo en que no habría «peros». Y basta ya de discusiones. Lo único que quiero oír de ti esta tarde es «Sí, Pedropor supuesto. Lo que tú digas, Pedro».


–Has olvidado eso de «como usted ordene, mi señor ».


Él sonrió.


–Esa es mi chica.


Paula sacudió la cabeza.


–¡Eres el tipo más exasperante que he conocido jamás!


–Y tú eres la mujer más irresistible. Ahora ve y haz exactamente lo que te he dicho.




EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 25

 


Paula parpadeó. ¿Qué podría haber pasado entre ellos para enturbiar tanto la relación entre padre e hijo?


–No creo que sepas nada de esto, porque mis padres no hablan de ello, pero yo tenía un hermano gemelo.


–¡Gemelo!


–Sí. Tenía un hermano, Damián, que nació unos minutos antes que yo. Éramos idénticos. Idénticos en cuanto a los genes, pero no teníamos mucho que ver en cuanto a la personalidad. Él era extrovertido. Yo era todo lo contrario. Él era hiperactivo, travieso, encantador. Empezó a hablar cuando todavía gateaba. Yo era más tranquilo, mucho menos comunicativo. La gente pensaba que era tímido, pero no lo era. Solo era… un tanto retraído.


Paula creyó saber lo que venía a continuación.


–Damián se ahogó en la piscina del patio de atrás cuando tenía cuatro años. Mi madre estaba al teléfono un día y nosotros estábamos jugando fuera. Damian acercó una silla a la verja y trató de subirse, pero se cayó y se golpeó la cabeza antes de caer a la piscina. Yo me quedé paralizado, mirándole durante demasiado tiempo… Al final entré a la casa, gritando, buscando a mi madre. Cuando le sacaron, estaba muerto.


–Oh, Pedro–dijo Paula, con lágrimas en los ojos–. Qué triste.


Pedro se puso tenso al ver la reacción de ella, su solidaridad. Eso era lo que no podía soportar. Era por eso que nunca le había contado la historia a nadie. No quería sentir lo que estaba sintiendo en ese preciso momento. No le gustaba sentirse culpable por la muerte de su hermano. La lógica le decía que no podía ser culpa suya, pero la lógica no significaba nada para un chico de cuatro años que había visto a su madre casi catatónica por el dolor, y a su padre llorando desconsoladamente. De repente volvió a sentir toda esa pena, la culpa… Porque él quería mucho a Pedro, tanto como sus padres. Era su hermano gemelo, sangre de su sangre. Eran inseparables.


Pero a nadie le había importado su dolor.


No podía creer que aún le doliera tanto…


–Bueno, resumiendo, mi padre hizo algo la noche del día en que murió Pedro… algo que me afectó mucho. Le vi sentado en el salón, con la cabeza entre las manos. Fui hacia él y lo abracé. Él me apartó y le dijo a mi madre que me acostara, que no soportaba verme.


Paula contuvo el aliento.


–Más tarde, esa misma noche, vino a darme un beso de buenas noches a mi habitación, pero yo aparté la cara y no le dejé darme un beso. Él se encogió de hombros y se marchó. Después de eso, yo dejé de hablarle durante mucho tiempo. En realidad, le ignoré por completo durante años. Parecía que a él le daba igual. De repente había dejado de ser el padre al que yo adoraba. Estaba vacío por dentro. Mi madre sabía lo que pasaba, pero ella pasó mucho tiempo lidiando con su propio dolor, y no me ayudó demasiado. No sabía qué decir, o qué hacer. No se recuperó hasta que tuvo a Melisa. Ella fue quien insistió en que vendiéramos la otra casa y nos mudáramos a esta. Pero mi padre siguió igual. Y yo también. Se volvió huraño, se dio al alcohol, y yo me convertí en ese chico al que conociste. Un chaval resentido, furioso con el mundo.


Paula había empezado a morderse el labio inferior para no llorar.


–Me sorprende que seas capaz de dirigirle la palabra a tu padre con tanta educación.


–Desde que se retiró ha cambiado bastante. No le he llegado a perdonar del todo, pero el odio y la venganza no llevan a ninguna parte. Ahora que me he hecho mayor, entiendo que nuestros padres no son perfectos. Solo son seres humanos. Damián había sido el ojito derecho de mi padre, y murió. El dolor te puede llevar a hacer cosas horribles.


Después de la muerte de Bianca, él mismo le había dicho cosas horribles a su familia. Les había echado la culpa de todo por no acompañarla esa noche. Ellos, sin embargo, no se lo habían tomado a pecho. No le habían devuelto las acusaciones.


Tras la tormenta, no obstante, se había sentido muy mal. La vergüenza le había llevado a regalarles la casa de Río y todo lo que había en ella. Tenía que compensarles de alguna manera.


–¿Alguna vez has hablado con tu padre de lo que pasó esa noche? –le preguntó Paula, frunciendo el ceño.


–No.


–Por lo menos tu madre te quería a ti y a tu hermano por igual.


–Seguro que sí. Pero entonces llegó Melisa y mi madre se dedicó a ella por completo.


–Todas las madres están muy apegadas a sus hijas. Eso no significaba que te quisiera menos. Además, por aquella época no eras un niño encantador precisamente.


Pedro se rio.


–Nadie me aleja de la autocompasión tan bien como tú.


–No era mi intención. Pero… ¿sabes una cosa, Pedro? A lo mejor las cosas no fueron cómo te pareció entonces. He estado pensando…


Pedro suspiró lentamente.


–¿De qué se trata esta vez?


–Es sobre lo que te dijo tu padre. A lo mejor quería decir que no podía soportar mirarte a la cara porque le recordabas a Damián. Erais idénticos físicamente. A lo mejor no quería decir que no te quería tanto como a tu hermano.


–Bueno, creo que todo lo que hizo a partir de ese momento indicaba todo lo contrario. Tuvo muchas oportunidades para demostrarme su cariño, pero no las aprovechó. Se comportaba como si yo no existiera. No sabes la envidia que me daba tu padre. Él siempre fue un padre con mayúsculas.


–Era extraordinario. Pero tú tenías a tu abuelo.


–Cierto. El abuelo fue muy bueno conmigo. Si te soy sincero, de no haber sido por él, probablemente me hubiera ido de casa y habría acabado en la cárcel.


–Oh, no creo.


–¿No crees? Las cárceles están llenas de jóvenes furiosos, hijos rechazados con muy poca autoestima, sin metas en la vida. Mi abuelo me devolvió el amor propio y me dio un objetivo; llegar a ser geólogo. Su muerte fue un duro golpe para mí, porque ocurrió justo antes de la graduación. Pero incluso después de su muerte, siguió cuidando de mí. Me dejó dinero, mucho dinero, en realidad. Con ese dinero venía una carta en la que me decía que tenía que viajar y ver el mundo. En cuanto me gradué, me fui. Primero hice un viaje por Europa, pero tampoco me gustó demasiado. Demasiadas ciudades, pocos árboles. Me fui de nuevo y viajé por todo el mundo durante un par de años. Al final aterricé en Sudamérica. Para entonces me había quedado sin dinero, así que tuve que buscar trabajo. O eso o volvía a casa. Como podrás imaginar, lo de regresar a casa no me hacía mucha gracia. De todos modos, como no tenía experiencia, solo encontré trabajo en una empresa minera que buscaba a geólogos que estuvieran dispuestos a ir a sitios a los que nadie quería ir. Era un trabajo peligroso, pero pagaban bien, y de repente me di cuenta de que me gustaba asumir riesgos. A lo largo de los últimos diez años, he descubierto un yacimiento de esmeraldas en Colombia, petróleo en Argentina, gas natural en Ecuador. La otra cara de la moneda fue que recibí unos cuantos balazos por ello, me caí por una montaña, y casi morí ahogado en el Amazonas. Me mordieron miles de insectos voraces… Pero me pagaron muy bien y me pude comprar la casa de Río, y este apartamento en Darwin. ¡Lo bueno es que ya no tengo que volver a aceptar trabajos que me pueden costar la vida! –sonrió con tristeza–. Incluso me puedo permitir el lujo de mantener a un hijo sin que su madre tenga que volver a trabajar en toda su vida, si no quiere, claro.


Paula frunció el ceño.


–Ya veo que sigues pensando. Y no en cosas alegres precisamente. Mira, si no quieres mi dinero, dilo sin más. No te voy a obligar a aceptarlo si no quieres. Muchas mujeres estarían encantadas de tener una oferta así sobre la mesa, pero ya debería haberme dado cuenta de que tú no eres de esas.


–Le tengo mucho aprecio a mi independencia.


–Si aceptaras mi dinero, podrías comprarte una casa. Incluso podrías contratar a una niñera, si quieres seguir trabajando.


–¿Una niñera? ¡No quiero dejar a mi hijo en manos de una niñera! Y en cuanto a comprarme mi propia casa, tienes que saber que ya tengo suficiente dinero para comprarme la que me dé la gana, si quisiera. Llevo ahorrando para una casa desde que empecé a trabajar. Muchas gracias por la oferta, Pedropero no. No necesito ni quiero ayuda económica.


Su punto de vista no debería haberle hecho enojar, pero lo hizo.


–Muy bien –le dijo en un tono cortante–. No voy a pagar nada entonces.


–No hay necesidad de enfadarse –dijo ella–. Deberías alegrarte de que no sea como la mayoría de las mujeres. Solo imagina lo que pasaría si yo fuera una de esas cazafortunas. ¡Te sacaría todo lo que pudiera!


Pedro no pudo evitar sonreír. Ella parecía realmente asqueada ante la idea. Se había ruborizado y así parecía más hermosa que nunca.


–Muy bien. Es una suerte que no seas una interesada. Bueno, ¿tienes alguna pregunta más que hacerme antes de poder seguir con mi plan para hoy?


Paula parpadeó, sorprendida.


–¿Tienes un plan para hoy? –le preguntó, pensando que era ella quien tenía el plan.


–Sí que lo tenía, antes de que lo fastidiaras todo y te diera por querer conocerme mejor.


–Bueno, yo… Yo… –Paula no podía creerse que estuviera tartamudeando. Normalmente solía ser una persona con bastante facilidad de palabra. Apretó los labios un segundo, respiró hondo y siguió adelante–. Muy bien. No más preguntas por ahora. Pero a lo mejor luego me surge alguna más. ¿Cuál era tu plan para hoy?


–Hacer un poco de turismo, tomar una comida ligera y pasar la tarde en la cama.


Paula se quedó boquiabierta.


–¿Toda la tarde?


–Palabra. Cuando te presentaste en el balcón esta mañana, hecha un bombón, tuve ganas de meterme en la cama contigo directamente y pasar allí el resto del día.


Ella se lo quedó mirando. Apenas podía creerse que la deseara tanto, casi tanto como ella a él. De repente, la decisión de dejar el sexo para las noches ya no le pareció tan buena idea.


–Además –añadió él. Una llamarada de deseo brilló en sus ojos–. Lo de esta tarde no tiene nada que ver con lo de los bebés. Se trata de placer. No solo mío, sino tuyo también. A juzgar por cómo reaccionaste la otra noche, tu vida sexual no ha sido muy animada últimamente. Si me dejas, yo puedo hacer que eso cambie –se puso en pie y le tendió la mano–. Bueno, vámonos a pasear.




EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 24

 


Pedro regresó al dormitorio principal. Se puso una camiseta blanca, unas chanclas cómodas y buscó la gorra de béisbol que se había comprado la semana anterior. Incluso en el invierno, el sol de Darwin podía llegar a quemar, sobre todo después de haberse rapado casi toda la cabeza.


Cuando regresó al salón, Paula le esperaba con un enorme bolso colgado del brazo y un sombrero blanco de ala ancha.


Pedro fue hacia la puerta, abrió y la invitó a salir. Cerró y se guardó las llaves en el bolsillo de los pantalones cortos. La acompañó hasta los ascensores. Bajaron juntos, en silencio. Una vez allí, él la agarró del codo y la condujo al otro lado de la calle, hacia el parque.


–El parque abarca toda la Esplanade –le dijo, avanzando por el zigzagueante camino que se abría entre los jardines–. Este camino nos lleva al final del CBO, más allá de Government House, un edificio extraordinario. Después iremos por una pasarela y tomaremos un ascensor que nos bajará hasta el nuevo paseo marítimo. Creo que te vas a llevar una sorpresa cuando veas todo lo que han hecho para mejorar la zona.


–Tienes razón. ¡Las vistas de la bahía desde aquí abajo son impresionantes! Y muy distintas de las que se ven desde tu balcón. ¿Crees que podremos salir a la bahía un día? –le preguntó mientras hacía fotos.


–Claro. Alquilaré un barco. Iremos a dar un paseo y te enseñaré a pescar. Últimamente me ha dado por la pesca.


Ella dejó de hacer fotos y lo miró.


–Me sorprendes. Pensaba que eras hombre de tierra firme.


–Yo también lo pensaba. Pero después del accidente pasé varios meses casi paralizado. Un amigo me sugirió lo de la pesca y me encantó.


–Mi padre solía pescar. Pero yo nunca fui con él. Siempre me pareció aburrido.


–No si sabes dónde pescar y tienes el equipo adecuado. Si es así, puede llegar a ser muy emocionante, y satisfactorio. En el barco nos cocinarán lo que capturemos, si te gusta el pescado, claro.


–Me encanta.


–Entonces ya tenemos algo en común.


Paula se rio.


–La única cosa que tenemos en común, seguramente.


–No. No es la única cosa –le dijo él, bajando la voz.


Paula decidió no darse por aludida. Fue hacia una placa conmemorativa con una lista de nombres relacionados con la Segunda Guerra Mundial. Se puso a leerla. Darwin había sido la única ciudad de Australia que había sido bombardeada durante la Segunda Guerra Mundial. Lo había leído en Internet. Tomó una foto de la placa y varias de las vistas.


–Darwin es un sitio maravilloso.


–Me gusta mucho.


–¿Entonces por qué no vives aquí de forma permanente? ¿Por qué vas a volver a Sudamérica? Pensándolo bien, ¿por qué te fuiste a trabajar allí? Quiero decir que aquí hay mucho trabajo para los geólogos. Podrías haberte venido aquí o a alguna de las ciudades mineras del oeste del país. No hay necesidad de irse al otro lado del mundo solo para huir de… –la pregunta que realmente quería hacerle se le escapó de los labios–. ¿Por qué odias tanto a tu padre?


–Vaya –dijo él–. Esas son muchas preguntas de golpe. Mira, ¿por qué no nos sentamos aquí? –le dijo, llevándola hacia una parte del banco que estaba a la sombra de un árbol. Podría llevarme un buen rato contestarlas todas.


–Sobre todo si lo haces con sinceridad –le recordó ella.


–Paula, ¿crees que te mentiría?


–Seguro que sí –dijo ella.


Él sonrió.


–Me conoces demasiado bien.


–Sé que no te gusta hablar de ti mismo.


Pedro se encogió de hombros.


–No creo que te haga mucha gracia, pero… ¿Qué demonios? Quieres la verdad.


Durante una fracción de segundo, se preguntó si podría mentirle. Una fracción de segundo…


–Empecemos por el principio. En realidad no voy a volver a Brasil. Vendí mi casa de Río hace poco. Tengo pensado quedarme y trabajar aquí en Australia.


–¡Vaya sorpresa! ¿Y qué te ha hecho volver después de tantos años? Me parecía que te encantaba vivir en América del Sur.


–Y así es. Probablemente me habría quedado si mi ama de llaves no hubiera muerto. Era una señora encantadora llamada Bianca, a la que quería mucho. Fue apuñalada por una banda de chicos de la calle a los que intentaba ayudar.


–Oh, Pedro, eso es horrible.


–Sí que lo fue. Era una mujer tan buena. Salía todas las noches y les llevaba comida a los sin techo. Cuando no estaba trabajando, yo solía acompañarla. No me gustaba que fuera sola. Los sitios a los que iba eran muy peligrosos. Traté de convencerla para que dejara de salir cuando yo no podía acompañarla, pero no me hizo caso. Me decía que no le pasaría nada. Creía que si no ayudaba a esos chicos, nadie lo haría. Una mañana llegué a casa y me encontré un coche de policía aparcado. Sabía que algo horrible le había pasado. Me volví loco cuando me enteré de que había sido asesinada. Quería matar a todos esos bastardos. Al final, les di una buena paliza a un par de ellos. A la policía no le hizo mucha gracia y me lanzaron una advertencia. Por aquel entonces, me daba igual. No estaban haciendo nada para resolver el caso de Bianca. De todos modos, sabía que si me quedaba, podría llegar a cometer una verdadera estupidez, así que vendí la casa y me marché.


–Fue lo mejor. ¿Tu familia sabe algo de esto?


–¡Claro que no!


–¿Pero por qué no?


–Porque es asunto mío y de nadie más.


–¿Entonces no saben lo del ama de llaves? ¿Ni tampoco que ya no vives en Brasil, o que tienes pensado vivir y trabajar en Australia a partir de ahora?


–Todavía no. Espera un momento –añadió al ver que ella abría la boca, asombrada–. Déjame terminar antes de que te subas a ese caballo blanco tuyo y me despellejes vivo por ser tan mal hijo. Se lo diré todo. Bueno, lo de Bianca no. Solo les diré que he vuelto a Australia y que voy a trabajar aquí. Pero de momento es mejor que no sepan nada. No le hago daño a nadie.


Paula apretó los labios para no decirle que siempre le hacía mucho daño a su familia con esas ausencias tan prolongadas, sobre todo a su madre.


A Carolina no le hubiera sentado nada bien saber que estaba allí en Darwin, de vacaciones, en vez de estar en Brasil, trabajando.


–Bueno, si te digo la verdad, no es que odie a mi padre. Mis sentimientos hacia él no son tan sencillos.





domingo, 13 de diciembre de 2020

EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 23

 


Paula tomó el desayuno, se duchó y se vistió en un tiempo récord.


Sacó el teléfono y se puso a hacer fotos del cuarto de baño y de la habitación de huéspedes. Una vez quedó satisfecha con las instantáneas, se dirigió a la cocina, esperando encontrarse allí a Pedro, desayunando. Pero él no estaba…


Frunció el ceño. A esas alturas ya debía de haberse duchado y vestido. Pero tampoco estaba en el salón… La puerta de su dormitorio seguía cerrada, así que era posible que todavía estuviera allí, pero no estaba dispuesta a ir a buscarle. En vez de eso, regresó a la cocina, tomó otras dos fotos más y volvió al salón, donde hizo otra instantánea más de una sección de la estancia, tomando solamente los sofás y las alfombras.


Después se dispuso a salir al balcón para fotografiar la espectacular vista del puerto. Salió… y allí se encontró a Pedro, desayunando tostadas y café. Sí se había duchado, pero no se había afeitado y parecía una especie de pordiosero playero, con una fina barba en el mentón y unos pantalones cortos deportivos de un color chillón.


Era un pordiosero playero muy sexy, no obstante…


–¡Aquí estás! –exclamó él, intentando no mirarle demasiado el pecho.


Estaba siendo deliberadamente provocativo… Tampoco hacía tanto calor ese día. De hecho, hacía más bien frío, con la brisa marina que llegaba de la bahía.


–¿No tienes frío? –le preguntó en un tono un tanto afilado.


–Yo nunca tengo frío –le dijo él, mirándola de arriba abajo–. Los amantes de la Naturaleza son tipos duros y curtidos. Haciendo fotos para tu madre, ¿no?


–Se lo prometí anoche.


–Sí. Te oí. Tu madre y tú estáis muy unidas por lo que veo. ¿Es por eso que todavía vives con ella?


–No tenía intención de hacerlo, pero tampoco tenía intención de ser madre soltera. Una vez tomé esa decisión, la idea de quedarme en casa cobró un nuevo sentido.


–Pero no vas a ser madre soltera. No por ahora. Yo te ayudaré.


–Vamos, Pedro, aunque las cosas salgan bien, y me quede embarazada de ti, todavía seguiré necesitando la ayuda de mi madre. Tú no vas a estar la mayor parte del tiempo. No es parte del trato. Estarás por ahí, trabajando en algún rincón recóndito de la Tierra y solo vendrás a casa por Navidad. Además, me gusta vivir con mi madre. Somos buenas amigas.


–Entiendo Muy bien. Sigue con tus fotos entonces –le dijo y guardó silencio.


Paula quiso contestarle, pero se mordió la lengua. Hizo un montón de fotos más. En otras circunstancias, hubiera hecho algún comentario que otro sobre las vistas, pero no tenía ganas de hablar de trivialidades en ese momento. ¿Por qué se dejaba provocar tanto? Él siempre conseguía sacarla de sus casillas. Y por algún extraño motivo sospechaba que tenía el mismo efecto en él. Era una pena… dada la situación. Si habrían podido llegar a ser buenos amigos, las cosas habrían sido mucho más fáciles.


«Depende de ti, Paula.», le dijo la voz del sentido común. «No esperes que él dé el primer paso para terminar con las hostilidades. Los hombres no suelen hacerlo. Suele ser la mujer la que busca hacer las paces cuando una relación se pone difícil».


Dejó de hacer fotos y se volvió hacia él de golpe.


–Creo que a lo mejor cometí un gran error aceptando tu oferta –le dijo, sin haber pensado bien lo que iba a decir.


Pedro se puso en pie de un salto.


–¿Qué?


–Ya me has oído.


–Te he oído, pero no entiendo por qué cambias así de idea. Tú fuiste quien se puso en contacto conmigo, Paula, y no al revés.


Paula empezó a sentir el rubor en las mejillas.


–Lo sé. Supongo que estaba un poco desesperada.


Pedro apretó los dientes y trató de guardar la compostura. Si pensaba que iba a dejarla ir así como así, estaba muy equivocada.


–¿Por qué dices que cometiste un gran error aceptando? –avanzó hacia ella y le puso las manos sobre los hombros.


Ella agarró el teléfono rápidamente y lo sujetó contra el pecho, como si tuviera miedo de tener contacto físico con él.


–Creo que no es buena idea que seas el padre de mi hijo. Eso es todo. Las cosas se complicarían mucho.


–¿De qué forma?


–A lo mejor cambias de idea respecto al grado de implicación que quieres tener. A lo mejor… Oh, no sé qué podrías hacer exactamente. Solo quiero que mi hijo tenga una vida segura y feliz. No quiero que haya conflictos de ninguna clase.


–Bueno, evidentemente no habrá conflictos de ninguna clase si no tienes un bebé. ¡Y probablemente pase eso si te vas corriendo ahora!


–En la clínica me dijeron que solo tenía que ser paciente.


–La clínica tiene intereses económicos muy poderosos.


–¡Lo que acabas de decir es muy cínico y cruel!


–Es que yo soy cínico y cruel.


–Es que no lo entiendes –dijo ella, conteniendo un sollozo.


Pedro se dejó ablandar. No quería hacerla llorar. Solo quería aplacar sus temores y hacer que se quedara con él. La idea de verla marchar todavía le llenaba de miedo.


–Sí que lo entiendo. Sí… Tienes miedo de que yo interfiera en tu papel de madre, aunque te haya prometido que no lo haré. Has perdido la confianza en los hombres, y eso me incluye.


–¿Pero cómo voy a confiar en ti si ya no te conozco?


–Ah. Ya volvemos con eso.


–Creo que es lógico que contestes a unas cuantas preguntas si vas a ser el padre de mi hijo.


Pedro no pudo negarlo.


–Muy bien. Dispara.


Ella arrugó los párpados.


–¿Me dirás la verdad?


–Palabra. Pero solo si me prometes que no te irás.


Paula lo pensó un instante y decidió que no iba a dejar que Pedro la apabullara. Había sido una locura ir hasta Darwin sin pensar bien las cosas.


Una gran locura que no era propia de ella… Pero estaba tan desesperada…


–Me reservo el derecho a irme si me doy cuenta de que no hay madera de padre en ti –le dijo con firmeza.


–Creí que eso ya te había quedado claro anoche –le contestó él con una sonrisita.


Ella se ruborizó. De nuevo.


–¿Me lo tienes que recordar?


–No hay de qué avergonzarse. Bueno, ¿por qué no le envías esas fotos a tu madre mientras yo me visto? Después nos vamos.


–Pero ibas a contestar a mis preguntas.


–Puedes caminar y hablar al mismo tiempo, ¿no? Las mujeres siempre dicen que son multifacéticas.


Paula sintió ganas de darle un puñetazo y de besarle al mismo tiempo.


–¿Es que me tienes que tomar el pelo todo el tiempo?


Él sonrió.


–Desde luego. Te encuentro muy sexy cuando te enfadas.


–Bueno, en ese caso no es de extrañar que quisieras convertirme en tu esclava sexual durante el resto de mi vida –le dijo, taladrándole con la mirada–. ¡Porque llevo enfadada contigo desde el primer día!


Él trató de no reírse, pero no pudo evitarlo. Ni ella tampoco. Al principio, solo fue una mueca, pero entonces le empezó a temblar el mentón.


Un segundo más tarde los dos se reían a carcajadas.




EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 22

 



Paula se despertó sola. Todo estaba en silencio. Parpadeó varias veces, se incorporó, se sujetó el pelo detrás de las orejas y escuchó…


Nada.


No sabía qué hora podía ser. Miró a su alrededor. No había relojes por ninguna parte. A juzgar por la luz que entraba en la habitación debía de ser bastante tarde, muy tarde, si se guiaba por las ganas que tenía de ir al cuarto de baño. Echó atrás las mantas y se levantó de un salto, desnuda. ¿Dónde estaba Pedro? Estaba en la cama con ella cuando se había quedado dormida.


De repente lo recordó todo. La noche anterior había sido increíble…


Se lavó las manos y se miró en el espejo. No podía sacarse de la cabeza el eco de su voz mientras llegaba al orgasmo dentro de ella. Esos sonidos guturales…


Su cortesana… La fantasía no le resultaba especialmente atractiva. La cortesana de Pedro


Regresó a dormitorio, buscó el pijama y se lo puso rápidamente. Hizo la cama, respiró profundamente varias veces y fue a buscarle.


Casi pasó por su lado sin verle. Estaba tumbado en uno de los sofás, dormido.


Paula sacudió la cabeza, mirándolo. Estaba desnudo de cintura para arriba, y al parecer no necesitaba cubrirse con mantas para guardar el calor. El climatizador regulaba la temperatura en el apartamento, pero aun así…


Sí que tenía un cuerpo espectacular… Paula recorrió con la mirada cada rincón, cada músculo… De repente reparó en una cicatriz que tenía en la pierna derecha, justo al lado de la rodilla. No la había visto la noche anterior, pero entonces estaba demasiado distraída. Era una marca bastante fea, morada y arrugaba en los bordes. Probablemente se la había hecho en ese accidente que había tenido, cuando se había roto la pierna. ¿Cómo había ocurrido? ¿Habría sido muy grave? De haber sido cualquier otra persona, podría haberle preguntado al respecto directamente, pero Pedro no era una persona normal. No le gustaban los interrogatorios… Muy típico de él. Siempre había sido un solitario, con una personalidad taciturna.


«No les digas nada y no las lleves a ninguna parte…».


Esa parecía ser la máxima por la que se guiaba en su relación con las mujeres. De hecho, era sorprendente que hubiera llegado a admitir ese deseo que decía sentir por ella desde mucho tiempo atrás.


Todavía estaba pensando en ello cuando vio un vaso sobre la alfombra, junto al sofá, justo donde él podría poner el pie cuando se levantara. Dio la vuelta, lo recogió y lo olió. Era brandy… Se había ido de la cama, y se había sentado allí a beber… hasta quedarse dormido… ¿Por qué no se había quedado con ella?


Seguía intentando averiguar la respuesta cuando él empezó a moverse.


Durante una fracción de segundo, pensó en echar a correr rumbo al dormitorio, pero, tal y como le había dicho la noche anterior, cuando estaba nerviosa por algo, le gustaba terminar con ello lo antes posible.


Esperó y le observó mientras se estiraba… Le vio bostezar… Y entonces abrió un ojo, y después el otro…


–Buenos días, Paula… –le dijo, estirando las piernas e incorporándose–. Supongo que has dormido bien, ¿no?


–Mucho –dijo ella, decidida a ser sincera–. ¿Por qué te viniste aquí a dormir?


–Por eso –le dijo él en un tono un tanto seco–. Para dormir. Trataba de… digamos… concentrarme.


–Oh –dijo ella y se sonrojó.


–No tienes porqué avergonzarte. No es culpa tuya que seas hermosa.


Sabía que si me quedaba allí, no sería capaz de quitarte las manos de encima, así que salí para dejarte descansar.


–Bueno, fue muy… amable de tu parte… –le dijo ella, sin saber muy bien lo que sentía.


¿Vergüenza? ¿Satisfacción? Había algo increíblemente halagador en saber que un hombre no podía quitarle las manos de encima.


–Un placer, Paula… Pero no te preocupes… –añadió con una pequeña sonrisa malvada–. Hoy me puedes compensar por ello.


Ella agarró el vaso con fuerza mientras trataba de entender de qué le estaba hablando.


–¿Qué horas es? ¿Lo sabes?


–Es hora de desayunar… Y después puedes ducharte conmigo.


–Pero…


–Sin «peros», Paula. Teníamos un trato, ¿recuerdas?


Paula se puso erguida.


–No recuerdo haber accedido a tener sexo a todas horas.


–¿No?


–No.


–¿Me estás diciendo que no te quieres duchar conmigo?


–Te estoy diciendo que no deberías dar por sentado que voy a acceder a todo. Me tienes que preguntar primero. Y tienes que respetar mis deseos. Si no es así, el trato se rompe y tomo el primer vuelo que me lleve a casa. ¿Has olvidado el motivo por el que viniste aquí en primera instancia?


–No lo he olvidado –le dijo, ladeando la barbilla, haciendo un gesto desafiante–. Pero eso no cambia las cosas. O lo tomas o lo dejas.


Pedro se dio cuenta de que lo de la cortesana no había surtido efecto.


Quizá la había infravalorado un poco… Había pensado que, después de la tórrida noche de pasión que habían pasado juntos, ella se arrojaría a sus brazos a la mañana siguiente. Debería haber sido más listo… Se trataba de Paula…


–Muy bien –le dijo–. Me gustaría mucho que te ducharas conmigo después del desayuno, Paula, pero si no quieres, no hay problema –le dijo, entre dientes.


Paula no sabía muy bien qué decir a continuación. La facilidad con la que se había rendido la había sorprendido sobremanera. En realidad sí que deseaba ducharse con él, pero no soportaba esa actitud arrogante.


–Creo que mejor me ducho yo sola –le dijo, intentando no sonar muy remilgada–. No estoy acostumbrada a compartir la ducha, ni tampoco a hacer el amor durante el día, ya que estamos. Si no te importa, ¿podríamos dejar las actividades sexuales para la noche?


–Estaría mintiendo si te dijera que no me importa. Pero por ahora eres tú quien lleva la voz cantante, así que dejaremos el sexo para por la noche, hasta que cambies de idea, claro –añadió con un brillo malicioso en la mirada–. Ese es el privilegio de una mujer, ¿no? Cambiar de idea… –se puso en pie y se estiró, haciendo una mueca–. Menos mal que no tendré que dormir aquí esta noche. Tengo la espalda destrozada.


–Podrías haber dormido en una de las habitaciones de huéspedes.


–Bueno, ¿por qué no se me ocurrió? Muy bien. ¿Quieres desayunar antes o después de la ducha? Que conste que te lo estoy preguntando con mucha educación y que no te lo estoy ordenando.


Paula le hizo una mueca.


–No hay necesidad de ser tan cortés. Y tampoco espero que mis deseos sean órdenes para ti. Anoche me enseñaste dónde está todo en la cocina. Puedo encontrar los cereales y el zumo sin problema, que es lo que suelo desayunar.


–Estupendo. Te dejo con ello, entonces. Voy a darme mi ducha. Muy larga y muy fría.


Paula le vio marchar con ojos arrepentidos, pero no quiso dar su brazo a torcer. Necesitaba centrarse en lo que tenía que hacer. No era un viaje de placer. Además, recordaba haber leído en algún sitio que el exceso de sexo también era malo para concebir. Las parejas con problemas tenían que seguir el ciclo de la mujer y reservar el sexo para los días de ovulación. Tendría que decírselo a Pedro. Pero aún no era el momento… Probablemente no se lo tomaría muy bien si le decía que tendría que posponer su propio placer en aras de la fecundación.


No obstante, tarde o temprano tendría que decírselo… Pasara lo que pasara, tendría que mantener cierto grado de control sobre Pedro, y sobre sí misma.


Apretando los labios con decisión, se fue a la cocina y se preparó un bol de muesli y un vaso de zumo de naranja.


En cuanto terminara de desayunar, se daría una ducha, se vestiría y le pediría que la llevara a dar una vuelta por la zona comercial de Darwin.


Después podrían ir a comer y a dar un paseo en barco quizá… Cualquier cosa para matar la tarde…


Se aseguraría de llegar bastante tarde al apartamento. Así solo tendrían tiempo de refrescarse un poco antes de salir a cenar, lo cual les llevaría un par de horas más. Se lo tomaría todo con mucha calma esa noche y volverían a eso de las diez o las once… Con los niveles de energía al mínimo después de una larga jornada de caminatas y visitas turísticas. Después de tanto ajetreo, Pedro no sería capaz de hacerle el amor más de una vez. Dos veces, como mucho.


Esbozó una sonrisa. Podría sobrevivir a dos orgasmos arrolladores sin perder la fuerza de voluntad, y tampoco acabaría creyéndose enamorada de Pedro solo porque disfrutaba del sexo con él. Solo los románticos tontos creían en esas bobadas.


No sabía por qué, pero, de repente, se sintió extrañamente segura de que conseguiría a ese bebé tan ansiado. Su corazón empezó a latir con fuerza cuando se imaginó cómo sería el momento, cuando le confirmaran el embarazo. A lo mejor se ponía a saltar de alegría. Y su madre también.


–Oh, Dios mío, mamá –exclamó.


Había olvidado por completo que iba a enviarle unas cuantas fotos.


Tenía tantas cosas que hacer… Tomó una cucharada de cereales.


Y tan poco tiempo…