El día siguiente transcurrió con subidas de adrenalina, momentos de aprensión y una gran alegría por el simple hecho de estar con Pedro.
Por la mañana dieron de comer a los peces en el tanque del vestíbulo y luego fueron a dar un largo paseo por la isla. Después de comer, Paula insistió en visitar el parque acuático. Protegida por el traje de neopreno, no sintió frío hasta varías horas después.
—Bueno, ya está bien. Tenemos invitados para cenar —rió Pedro—. Te gustarán, son los Makrides, buena gente.
De vuelta en la suite, Paula se dio una ducha caliente para relajar los músculos y, después de secarse el pelo, se hizo un elegante moño alto, dejando algunos rizos sueltos.
Eligió un sencillo vestido sin mangas, se maquilló un poco, se puso unos aros de plata en las orejas y estaba lista para Pedro y sus invitados.
Entró bailando en el salón, pero el sonriente Pedro de antes había desaparecido.
—¿Qué ocurre?
—¿Por qué no me habías contado que habías visto a Jean-Paul Moreau en la piscina?
A Paula se le encogió el corazón. Había querido olvidar su conversación con Jean-Paul. Y, si era sincera, tampoco había querido hablarle a Pedro de su encuentro con el francés.
—¿No tienes nada que decir? ¿Sabías que Jean-Paul estaría aquí? ¿Es por eso por lo que decidiste venir?
—¡No! Jean-Paul no significa nada para mí…
Quizá había llegado el momento de contarle la verdad, pensó. Si no lo hacía, él no dejaría de sospechar. Y no era justo. Pero cuando vio su amarga expresión supo que no habría perdón.
Era demasiado tarde.
Oyeron entonces la campanita del ascensor, y Pedro se dirigió al vestíbulo para recibir a sus invitados. Paula dejó escapar un suspiro de alivio. Era una cobarde, desde luego. Pero no podía decirle nada ahora. Tendría que esperar a que los invitados se fueran.
Daphne y Basil Makrides eran una pareja reservada. Los dos parecían preocupados por algo, pero poco a poco se relajaron. Pedro, sin embargo, permaneció frío.
Dos camareros sirvieron los cócteles y una selección de entrantes. Paula hablaba con Daphne sobre el hotel, sobre el parque acuático… pero la tensión que había entre Pedro y ella hacía que tuviese un nudo en el estómago. Cuando él fue a cambiar la música, se acercó y le habló en voz baja:
—De verdad no sabía que Jean-Paul estuviera aquí. No tenía ni idea.
—Quizá no fue un accidente por parte de Moreau.
—Cuando me lo encontré en la piscina estaba con una rubia, y sólo hablé con él un momento. No me apetecía nada estar con ese hombre.
Pedro dejó escapar un suspiro.
—Perdona. Creo que te he juzgado mal.
Había confusión en sus ojos. Y cierta vulnerabilidad que no había visto antes.
Había creído que iba a traicionarlo otra vez con Jean-Paul. Y era lógico. Tenía que decirle la verdad.
—No volveré a verlo, te lo prometo.
—Gracias. Hablaremos más tarde.
Sí, hablarían más tarde, pensó Paula. Había mucho que decir. Y no iba a ser una conversación agradable.
—¿Tienen hijos, Daphne? —preguntó Paula cuando volvieron a la mesa.
Ella miró a su marido, incómoda.
—Sí, dos hijos, Chris y Marco —contestó por fin.
Paula decidió cambiar de tema inmediatamente y, sin saber qué decir, empezó a hablar del tiempo. No sabía por qué, pero el tema de los hijos parecía ser delicado.
—Cada vez que intento hablar de Chris, la gente cambia de conversación —dijo Daphne entonces—. Es como si tuviera una enfermedad de la que nadie pudiese hablar.
—¿Está enfermo? —preguntó Paula.
—No, no está enfermo. Pero tiene un problema muy grave.
—Ah.
—Está en rehabilitación —dijo Daphne por fin—. En una clínica para drogadictos y alcohólicos. Es su tercer intento y esperamos que esta vez funcione.
—Lo siento mucho. No sabía nada.
—Nadie me deja hablar de él. Es como si Chris ya no existiera…
—A mí puede contarme lo que quiera, lo entiendo.
—¿Cómo va a entenderlo? —le espetó Daphne, furiosa.
—Mi hermana murió de una sobredosis —dijo Paula entonces.
La mujer se llevó una mano al corazón.
—Lo siento, perdone.
—No hay nada que perdonar. Lo peor fue no saber que era drogadicta hasta que ya era demasiado tarde —Paula parpadeó para contener las lágrimas—. Los últimos meses de su vida fueron horribles. Se estaba destruyendo delante de mis ojos y yo no me daba cuenta. Estaba tan furiosa con ella… ahora la echo mucho de menos.
—Hay veces que yo me enfado con Chris. Me gustaría darle una bofetada, preguntarle por qué me hace esto, por qué se lo hace a sí mismo. Y me pregunto qué hemos hecho mal Basil y yo. Le dimos todo lo que quería…
—No es culpa suya.
Daphne la miró, los ojos empañados, llenos de angustia.
—¿Usted cree?
—No puede culparse a sí misma —insistió Paula—. Siempre intentamos culpar a otros en estas situaciones. Es natural intentar encontrar una excusa para las cosas terribles que pasan en la vida.
Ella había culpado a Pedro. De forma completamente injusta. No había sido culpa suya que Mariana muriese. No era el ogro que ella había imaginado.
Paula lo miró. Estaba hablando con Basil y, como si hubiera intuido su mirada, giró la cabeza y sus ojos se encontraron. A Paula se le paró un momento el corazón.
Y en ese momento se dio cuenta de que estaba enamorada de él.
—¿Las señoras quieren café? —preguntó Pedro, con una sonrisa en los labios.
Daphne y Paula asintieron con la cabeza, cada una perdida en sus pensamientos.
Media hora después la cena había terminado, y Daphne abrazó a Paula calurosamente.
—Gracias por compartir conmigo lo que sintió por la muerte de su hermana. Me ha ayudado más de lo que usted imagina. Al menos Chris está vivo, aún tiene una oportunidad de recuperarse. Y he tomado una decisión: voy a crear una fundación para advertir a los más jóvenes del peligro de las drogas. Basil ha hablado de ello muchas veces, pero yo estaba demasiado angustiada como para hacer nada.
Basil miró a Paula, sorprendido. Estaba claro que el tema de Chris y su adicción era algo de lo que no solían hablar con nadie. Paula, sin embargo, no se atrevió a mirar a Pedro.
Se decía a sí misma que no podía haber adivinado la verdad… ¿o sí?
Cuando se quedaron solos, Pedro no perdió un momento.
—No sabía que tuvieras una hermana.
—Sí, la tuve. Pero murió.
—Pero me dijiste que eras hija única…
¿Mariana había negado su existencia? ¿Era eso lo que, secretamente, había deseado siempre su hermana? ¿Ser hija única, el centro de atención? ¿Se sentía engañada por tener que compartirlo todo con otra niña que era idéntica a ella?
—¿Cómo se llamaba?
—Mariana —contestó ella.
—¿Te duele hablar de tu hermana?
—Mucho.
—Lo siento.
La compasión que había en sus ojos aumentó su dolor. Lo quería. Y el engaño le dolía aún más por eso. ¿Cómo podía contarle la verdad? ¿Cómo iba a arriesgarse a que la odiara?
Pedro la abrazó, apoyando la cara en su pelo.
Paula quería estar a su lado. Lo más cerca posible. Por última vez. Entonces se lo diría. Y todo habría terminado.