lunes, 2 de noviembre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 25

 


—¿Por dónde, Molly?


Molly, con la lengua fuera, se colocó entre sus piernas cuando llegaron a un cruce de caminos, pero no le indicó por dónde deberían ir.


Paula apretó los labios. La semana anterior habían ido explorando río abajo. ¿Deberían explorar río arriba o cruzarlo para ver lo que había al otro lado?


—Hoy vamos río arriba. ¿Qué te parece, Molly?


La perra movió la cola, contenta. La verdad, le gustaban mucho esos paseos. Habían empezado como una forma de matar el tiempo, pero los beneficios del ejercicio empezaban a notarse. Como había estado prácticamente encerrada en casa durante los últimos meses, era un placer trabajar los músculos y respirar aire fresco. Seguiría paseando cuando volviera a casa, decidió.


Y compraría un perro.


Molly y ella estuvieron paseando diez minutos más y llegaron a una zona en la que el río se hacía más ancho y menos profundo, con las orillas rodeadas de enormes piedras que brillaban con todos los tonos del arco iris. Paula estaba encantada hasta que oyó un chapuzón cerca de ella.


Y, por el ruido, debía de ser un animal grande. ¿Habría jabalíes por allí?, se preguntó, asustada.


—Vamos, Molly, es hora de…


No terminó la frase porque la perra, ladrando, empezó a correr hacia la orilla. Paula corrió tras ella. ¿Qué diría Pedro si le pasaba algo a su perrita?


Pero no podía colarse entre las piedras como lo hacía Molly. Paula se subió a una de ellas dispuesta a mover los brazos y gritar como una posesa para ahuyentar a… lo que fuera.


—Hola, Paula.


—¡Pedro!


Debajo de ella, Pedro estaba nadando tranquilamente. Tenía el torso bronceado y a Paula empezó a palpitarle el corazón. En su mente había aparecido una erótica imagen de sí misma lamiendo las gotas de agua de sus hombros…


El agua era casi transparente, pero la parte inferior de su cuerpo estaba oculta por las sombras que creaban las piedras.


Afortunadamente.


Cuando no contestó, Pedro hizo pantalla con una mano para verla mejor.


—¿Qué pasa?


—Había oído un ruido…


—¿Y decidiste investigar?


—No me apetece encontrarme con un oso polar o un hipopótamo.


Pedro sonrió.


—Que yo sepa, a los osos polares y a los hipopótamos no les va muy bien en Australia.


—Ya sabes lo que quiero decir, un jabalí o algo parecido.


—Si algún día te encuentras con uno, lo mejor es que te subas a un árbol. ¿De acuerdo?


—De acuerdo.


—¿Cómo es que has venido a investigar?


—Molly salió corriendo y…


—Y decidiste que Molly necesitaba protección.


—¿Qué hay de malo en eso?


—Paula, eres un caso perdido —suspiró Pedro.


—Éste es un sitio precioso. Si no hubiera venido a investigar, no lo habría encontrado —murmuró ella, mirando alrededor. Sobre la hierba había un sombrero, una camisa, unos vaqueros… y unos calzoncillos—. ¿Está nadando desnudo, señor Alfonso?


—Desde luego que sí, señorita Chaves.


Paula tragó saliva.


—Yo nunca me he bañado desnuda.



—¿Quieres probar? —sonrió Pedro.


Debería hacer eso más a menudo. Sonreír. Suavizaba las líneas de su rostro y lo hacía parecer un hombre al que ella podría…


¡Tonterías!


—No, gracias. Aunque esto puede convertirse en un deporte del que me haga espectadora.


Oh, sí. Eso tenía potencial. Y Pedro Alfonso tenía unos bíceps que podían enviar el pulso de una chica por las nubes.


—Si no dejas de mirarme así, voy a tirarte al agua.


Por un momento, Paula sintió la tentación de seguir mirando para ver lo que pasaba.


Otro pensamiento loco. Si la tiraba al agua con él…


—Perdona.


—Bueno, voy a salir. ¿Te importaría darte la vuelta?


—¿Por qué, te da vergüenza?


—No —contestó él—. Pensé que a ti te daría vergüenza.


Pedro empezó a salir del agua y, lanzando un grito, Paula se dio la vuelta, con el corazón acelerado. Podía imaginarlo aunque no lo viera. Vívidamente. Y se obligó a sí misma a dar un par de pasos adelante, lejos de la tentación. Si fuera la clase de mujer que tenía aventuras…


¿Por qué no? ¿Por qué no podía serlo? Estaba de vacaciones, ¿no? Quería cambiar de vida, ¿no? A lo mejor eso significaba hacer cosas que no había hecho antes.


Y si eso significaba ver a Pedro desnudo…


Sin pensarlo dos veces se volvió y… oh, calzoncillos azul marino mojados y pegados a…


Paula no podía apartar la mirada de la evidencia de su deseo.


—¿Qué haces? —exclamó Pedro.


Por el momento, intentar que el corazón no se le saliera del pecho. Era un hombre tan atractivo, tan masculino… y la deseaba. Era evidente. Eso le dio ánimos para enfrentarse a su mirada.


—He cambiado de opinión.


—¿Sobre qué?


—Sobre verte desnudo.


—¿Qué?


—Me encantaría nadar desnuda.


Pedro la señaló con el dedo.


—No des un paso más.


Pero Paula dio un paso adelante y se acercó tanto que podía ver el pulso latiendo en su cuello.


—No sabes lo que estás haciendo.


—Sé perfectamente lo que estoy haciendo —murmuró ella, poniendo una mano sobre su corazón. Su piel era fresca y firme, tan masculina que se puso a temblar.


—Piensa, Paula, piensa. Tú no eres de las que tienen aventuras de verano. Para ti sería imposible que no significara algo. He conocido a otras mujeres como tú. Tú me ahogarías, yo tendría que buscar espacio, discutiríamos, tú te pondrías a llorar… todo sería demasiado complicado.


—¿Por qué?


—Tú has dicho que no podrías vivir aquí y yo no puedo vivir en otro sitio.


¿No podía o no quería? Paula lo dejó pasar.


—Demasiado complicado —repitió Pedro.


Pero ella se fijó en cómo apretaba los labios, en cómo brillaban sus ojos de deseo.


—Al contrario, es muy sencillo —murmuró, poniendo la mano de Pedro entre sus pechos para que pudiese sentir los latidos de su corazón—. Yo quiero tocarte y quiero que me toques a mí. ¿Dónde está la complicación?


Apenas había terminado la frase cuando, soltando una maldición, Pedro la tomó entre sus brazos y buscó su boca. Su urgencia, la dureza de su erección contra su estómago encendieron un deseo en ella que no sabía que existiera. Un deseo que la llevaba como la corriente del río, como el viento que movía las copas de los árboles. Se sentía salvaje, libre… deseada.


—¡No!


Él dio un paso atrás. A través de la niebla del deseo, Paula pudo ver el tormento en sus ojos.


—Esto no puede pasar.


—¿No te gusto? —murmuró Paula.


—No te hagas la ingenua —contestó él—. No puedes ser tan ciega, tienes que saber el efecto que ejerces en un hombre.


El efecto que…


¿Ella? Paula tuvo que sonreír. Pero Pedro dio otro paso atrás, como si supiera lo que estaba pensando. Luego se inclinó para tomar los vaqueros y se los puso a toda velocidad.


—Bonito trasero.


Él se puso la camisa, fulminándola con la mirada.


—Y los hombros también son bonitos.


Murmurando algo así como «esta mujer está loca», Pedro tomó su sombrero y se alejó sin decir una palabra más. Paula lo observó hasta que desapareció entre los árboles y luego se dejó caer de rodillas sobre la hierba, hundiendo la cara en el pelo de Molly.


—Le gusto —susurró. No podía evitar sentirse emocionada.


Pedro Alfonso la deseaba. Sólo necesitaba algún tiempo para hacerse a la idea.




CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 24

 


Debería haber puesto alguna excusa, pensó Pedro con enfado.


Paula llevaba unos pantalones cortos de color blanco y un top verde sin mangas… y estaba más apetitosa que una tarta de chocolate. Pero tenía la impresión de que cuanto menos tiempo pasara en su compañía, mejor. Porque ella lo hacía desear cosas que se había obligado a sí mismo a olvidar.


Pero viendo esos ojos llenos de esperanza no pudo echarla. Se lo había prometido.


—¿Por qué no nos sentamos aquí, en el porche?


—Muy bien —sonrió Paula, sentándose y cruzando las piernas.


Demonios. No podía medir más de un metro sesenta, pero tenía unas piernas interminables. Pedro se volvió para mirar la cocina y frunció el ceño. No quería oír nada más sobre la falta de «ambiente hogareño». Eso le había dolido.


—Sonríe —le ordenó Paula cuando salió con el tablero de ajedrez.


Él hizo lo que pudo por sonreír. El día anterior le había parecido muy fácil hacerlo, pero no era un hábito que pensara cultivar. Las mujeres como Paula deberían protegerse de hombres como él.


Lección de ajedrez. Tenía que concentrarse en la lección de ajedrez.


—¿Sabes algo del juego?


—Sé cómo se mueven las piezas.


Cuarenta minutos después, Pedro llegó a la conclusión de que Paula Chaves no tenía ni idea. Parecía sentir aversión a comerle las piezas al contrario. O a dejarse comer las suyas. Él atacaba y ella se echaba hacia atrás, intentando encontrar la forma de salvar un simple peón. No entendía que sacrificando una pieza podía conseguir una jugada mejor. No era capaz de atacar.


Pero tenía un bonito cuerpo.


«No hagas eso. Piensa en la partida y nada más».


Debería estar pendiente de la lección y no fijarse en otras cosas. Por ejemplo, en lo bonitas que eran sus manos, en cómo se mordía los labios mientras intentaba descifrar las complejidades del juego. En cómo su piel había empezado a adquirir un tono dorado después de una semana bajo el sol.


La camiseta verde se ajustaba a una esbelta figura que él tenía que hacer un esfuerzo para no tocar. Incluso había colocado la silla de tal forma que no pudiera ver sus piernas. Pero sabía que estaban ahí. Y seguramente serían muy suaves. Se preguntó entonces si debería pedirle que, para la próxima lección, se pusiera un pantalón largo. Y una bolsa en la cabeza.


«Cálmate».


Estaba perdiendo la cabeza. El tiempo que pasaba en su compañía estaba empezando a convertir su cerebro en pulpa.


Pedro se movió en la silla, incómodo. Pero no sirvió de nada. Por mucha ropa que llevase no podría ocultar la gracia de sus movimientos. Incluso cuando cerraba los ojos, podía olerla.


Estaba muy callada, lo cual era una pena, porque la charla tonta siempre lo ponía de los nervios. Y si lo pusiera de los nervios, podría distraerlo de… otras cosas. Pero no, no tenía esa salida.


Con algo entre un suspiro y un gemido, Pedro movió el rey.


—Jaque mate.


Paula miró el tablero, perpleja.


—Puede que no sea muy buena en esto, pero creo que acabas de darme una paliza, ¿verdad?


—Sí.


—Se me da fatal.


—Sí.


—Pero aprenderé… con la práctica.


Maldición.


Ella señaló el tablero.


—¿Quieres que te ayude a guardarlo?


—No.


—Bueno, pues gracias por la lección —Paula se levantó y, diciéndole adiós con la mano, bajó los escalones del porche.


Y si Pedro no supiera que era imposible, diría que se sentía más picado que aliviado al verla marchar. Abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla.


Tomando el tablero de ajedrez, entró en la casa con los hombros tan tiesos como una de las piezas de madera.






domingo, 1 de noviembre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 23

 


Paula intentó contener los locos latidos de su corazón mientras levantaba la mano para llamar a la puerta de Pedro.


—Hola —dijo, intentando sonreír. Pero descubrió que sus labios se habían vuelto de goma, como sus piernas.


—Hola.


No tenía el ceño fruncido, ni siquiera ese gesto sombrío al que casi había empezado a acostumbrarse.


—¿Va todo bien? —preguntó él.


—Sí, claro.


Se le había olvidado y Paula quería ponerse a gritar de frustración. Ella deseando que llegase aquel día y a Pedro se le había olvidado.


—Es lunes.


—¿Y qué?


—Dijiste que me enseñarías a jugar al ajedrez.


Pedro arrugó el ceño y Paula dio un paso atrás.


—¡No hagas eso!


—¿Que no haga qué?


—Convertirte en el señor Hyde. Sé que no eres mi niñera ni mi amigo, pero al menos podríamos ser amables el uno con el otro y disfrutar de una partida de ajedrez, ¿no?


—Sí, bueno…


—Ayer lo pasamos bien.


Pedro levantó las cejas. Ojalá mostrase un poco más de entusiasmo, pensó ella.


—¿No has traído tarta de chocolate?


—Pues no. ¿No comiste suficiente ayer?


—No —sonrió Pedro. Y Paula se encontró respirando un poco mejor.


—El lunes que viene —le prometió.



CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 22

 


Paula apartó la mirada de la espalda de Pedro y se volvió hacia Camilo Whitehall.


—Es un buen chico —dijo el anciano.


¿Buen chico? Más bien un hombre insoportable. E incomprensible.


—Hemos estado comprando cosas en el mercadillo. Aunque yo debería haberme quedado en uno de los puestos…


—Bridget Anderson te ha pillado por banda, ¿verdad? —sonrió Camilo—. A esa mujer le gusta mucho mandar. Debería haberse metido en política.


Paula se rio, pero era verdad. Y pensó que a lo mejor a Camilo se le ocurría una buena profesión para ella.


—¿Lo estás pasando bien en Eagle's Reach?


Su vacilación la delató.


—Pues… es un poco solitario. Es muy bonito, pero yo no estoy hecha para esa soledad.


—Y Pedro tampoco.


—¿Lo dices en serio?


—Sí, completamente.


—Pero… él es tan duro. No parece que la soledad le moleste en absoluto, al contrario. Parece celoso de ella.


—Ah, tú lo has dicho.


Camilo no dijo nada más y Paula no quería preguntar. Pero entendió entonces por qué Pedro se había marchado tan abruptamente. Camilo Whitehall era la única persona de Martin's Gully que a Pedro le importaba de verdad. Su mutuo respeto, su amistad, habían sido evidentes desde el primer momento. Pero Camilo también era un hombre muy sabio que veía lo que no podían ver los demás.


—Yo sólo voy a estar aquí tres semanas. Y Pedro piensa que soy una pesada. Te aseguro que se alegrará cuando me vaya.


Camilo se rio.


—Eso es lo que quiere que pienses —dijo, apretándole la mano—. ¿Por qué no vas a visitarme la próxima vez que bajes al pueblo?


—Me encantaría.


—Yo vivo ahí —dijo el anciano, señalando una casa al otro lado de la calle.


Paula sonrió. Las próximas tres semanas empezaban a parecerle más agradables.




CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 21

 


—Debería darte vergüenza —se rio Paula unas horas después, dejándose caer sobre un banco de madera del merendero.


—¿Vergüenza? —repitió Pedro, atónito.


Había hecho un esfuerzo por relacionarse con ella esa tarde. Y creía haberlo hecho bien.


Aunque la verdad era que no le había costado nada. Ningún esfuerzo en absoluto. La gente del pueblo lo miraba con cara de sorpresa y le daba igual. Sus cotilleos no le importaban y, además, Paula se marcharía en tres semanas.


Tres semanas.


«Y no lo olvides», se advirtió a sí mismo. Sin embargo, se sentó frente a ella cuando lo que debería hacer era salir corriendo.


Pero no podía. Cuando vio cómo miraba Paula a la gente, como si hiciera siglos que no se relacionaba con otros seres humanos, entendió todo lo que había dejado atrás mientras cuidaba de su padre.


No necesitaba unas vacaciones en un pueblo solitario. Necesitaba gente, necesitaba sentirse conectada otra vez. Necesitaba vivir y reír para mitigar la pena y el dolor por la muerte de su padre. Él lo entendía. Y maldecía a sus hermanos por no haberse dado cuenta.


Él no podía evitar vivir en las montañas, pero había decidido que Paula pasaría un día agradable en Martin's Gully. Y que nadie, ni siquiera Bridget Anderson, se aprovecharía de su generosidad.


—¿Por qué no tengo vergüenza?


—Mira todas estas cosas —sonrió Paula.


Debía de haber comprado una cosa en cada puesto. Y su alegría era contagiosa.


—¿Y qué?


—¿Cómo puedes tener las cabañas en ese estado si podrías decorarlas estupendamente?


—Sé que Eagle's Reach no es precisamente un hotel de cinco estrellas…


—Desde luego que no.


—Pero tú no eres el tipo de cliente que suele venir por aquí.


—Ya sé que las cabañas son para hombres duros a los que les gusta el campo y todo eso…


—Las cabañas son perfectamente adecuadas…


—¿Y sería mucho pedir que fueran un poquito más acogedoras?


Tenía que estar de broma.


—¿Acogedoras?


—Hasta a los hombres más duros les gusta encontrar algo agradable cuando vuelven de cazar o de pescar… o lo que hagan por aquí.


—¿Quieres que ponga jabones con olor a fresa en el cuarto de baño y velas aromáticas en el salón?


—El de olor a fresa no sé, pero… ¿qué tal el jabón de eucalipto? Le daría un poquito de color local y no es ninguna amenaza a la masculinidad de esos cazadores tan recios. ¿Qué hay de malo en eso?


Paula se cruzó de brazos, retándolo con la mirada. Pedro se cruzó de brazos también.


—Y las alfombras de la señora Gower tampoco estarían mal.


¡Alfombras!


—Por no hablar de un cuadro o dos.


Muy bien, la decoración de las cabañas podía mejorarse. Podía admitir eso.


—Y sé que no te interesan mucho las frutas y las flores…


—Desde luego que no.


—Pero un tarro de miel o los pepinillos de Lu serían un detalle. Para el pueblo, además de para tus clientes.


Pedro no quería fijarse en el brillo de sus ojos castaños o en esos labios tan jugosos. No. No debería pensar en besarla. Pero tuvo que apretar los puños para no alargar la mano y acariciar esa barbilla de duende. ¿Qué dirían los cotillas del pueblo?


—¿Sabes una cosa?


—¿Qué?


—Creo que te da miedo darles un toque acogedor a las cabañas —dijo Paula entonces—. Creo que te da miedo que tengan un aspecto hogareño.


Pedro apartó la mirada.


—¿Me dices todo eso porque me gustan las cosas sencillas?


—No sé si te gustan las cosas sencillas o te da miedo tener demasiados clientes, porque entonces tendrías que compartir tu montaña.


—En eso tienes toda la razón, cariño —dijo alguien detrás de ellos—. Nuestro Pedro no quiere compartir su soledad.


Pedro sonrió al ver a su amigo, el viejo Camilo Whitehall.


—Camilo, te presento a Paula Chaves.


—Ah, sí, me han dicho que estás pasando unos días en Eagle's Reach.


—Encantada de conocerlo, señor Whitehall.


—Llámame Camilo, por favor. El señor Whitehall era mi padre.


—Siéntate un rato con nosotros —sonrió Pedro.


—Gracias. La verdad es que me duelen un poco las piernas…


—¿Eres de aquí, de Martin's Gully? —preguntó Paula.


—Sí, nací aquí.


—Pues seguro que tienes muchas historias que contar.


Pedro se dio cuenta de que a Paula le encantaría oír todas y cada una de ellas.


—Eso desde luego —Camilo miró de uno a otro—. ¿Qué te parece la hospitalidad de Eagle's Reach?


—Está mejorando —sonrió ella.


Genial. Maravilloso. Pedro sabía muy bien lo que Camilo deduciría de esa frase.


Como esperaba, el anciano soltó una risita. No le importaba lo que pensaran cotillas como Bridget Anderson, pero sí lo que pensara su amigo. Y no quería que lo pensara.


—Bueno, es hora de marcharme —dijo, levantándose—. Quiero ir a ver a Lu antes de volver a casa.


—Me han dicho que no se encuentra bien. Dale recuerdos de mi parte.


Pedro asintió con la cabeza y luego se alejó, sintiendo dos pares de ojos clavados en su espalda.



sábado, 31 de octubre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 20

 

Cuando llegó al sauce, Paula tuvo que admitir que Pedro había elegido un sitio estupendo para una merienda. El río se deslizaba tranquilo, meditabundo, acariciando la orilla y… casi curando las heridas del alma. Se preguntó entonces si Pedro sentiría lo mismo. Quizá era por eso por lo que había decidido enterrarse allí.


Dejándose caer sobre la hierba, bajo la agradable sombra del árbol, pensó en el inusual rescate. Y en su más inusual salvador.


Pedro, llevando perritos calientes y una jarra de limonada, apareció entonces a su lado.


—Qué bien. Gracias.


—De nada.


El azul de su camisa destacaba el color de sus ojos. Los vaqueros gastados destacaban la firmeza de sus muslos. Y los latidos del corazón de Paula destacaban un desconocido afecto por aquellos estupendos muslos envueltos en tela vaquera.


—Gracias otra vez por… rescatarme.


—No hay de qué.


Paula apartó la mirada, intentando recrear la sensación de paz y bienestar que había experimentado unos segundos antes. Pero no podía dejar de mirar a Pedro por el rabillo del ojo.


—Ahora entiendo por qué vives aquí. Esto es precioso.


—¿No te imaginas a ti misma viviendo aquí?


—No.


No podría. Aquel sitio, aunque precioso, le daba un poco de miedo. Estaba tan apartado de todo…


—¿Eres una chica de ciudad?


—No, qué va. Vivo en un pueblo en la costa, a unas tres horas de aquí. Es precioso, sobre todo en esta época del año.


Cuando terminaba el verano y empezaba el otoño, cuando los días eran aún cálidos y las noches un poco más frescas.


—Si es tan bonito, ¿qué haces aquí?


Buena pregunta. Paula mordió su perrito caliente, pensativa.


—Mi padre murió… bueno, ya te lo he contado. Sufrió demencia senil durante unos años. Yo cuidé de él y… en fin, tenía que alejarme de allí durante un tiempo.


Pero a algún sitio divertido, alegre. Algún sitio donde pudiera cerrar los ojos y respirar con libertad. No un sitio en el que había que pelearse para hablar con alguien. Y tampoco había querido irse durante todo un mes. Una semana habría sido más que suficiente.


Paula tragó saliva. No debería ser tan ingrata.


—Supongo que fue muy difícil para ti —dijo Pedro.


Ella asintió con la cabeza, emocionándose al ver la amabilidad reflejada en sus ojos azules. Pedro Alfonso sabía lo que era la pena. Él tenía que entenderlo mejor que nadie.


Como si le hubiera leído el pensamiento, Pedro le apretó la mano y el corazón de Paula se aceleró al ver que miraba sus labios… con deseo. Ella lo deseaba también. Lo necesitaba. No recordaba haber deseado tanto las caricias de un hombre.


Sin pensar, se inclinó hacia él con los labios entreabiertos. Y el tiempo pareció detenerse. Deseaba acariciar su cara, respirar su aroma masculino, echarle los brazos al cuello y enredar los dedos en su pelo…


En los ojos de Pedro había un brillo de deseo pero luego, sacudiendo la cabeza, soltó su mano y miró hacia el río. Y Paula se sintió avergonzada.


—¿Quieres un trozo de pastel? —preguntó, por decir algo—. No sabía lo que te apetecería, así que he traído un poco de todo. También hay merengue…


—No habría sido buena idea —la interrumpió Pedro.


Paula sabía que no estaba hablando de los pasteles. Estaba hablando de besarla.


—Sí, lo sé —murmuró. Nerviosa, miró alrededor y se quedó sorprendida al ver la cantidad de gente que estaba llegando al merendero—. ¿De dónde han salido?


—De Gloucester —contestó Pedro—. Desde hace un par de años algunas de las especialidades locales se han hecho un buen nombre en la zona.


—¿Por ejemplo?


—¿Quieres decir además de la salsa de tomate y la miel? —bromeó él.


Paula soltó una carcajada. De modo que Pedro Alfonso también sabía hacer bromas.


—Dímelo, tonto.


—Los sándwiches de salchichas con pepinillos, por ejemplo.


—¿En serio?


—Nada está más rico que eso… salvo esto quizá —sonrió Pedro, señalando la tarta de chocolate—. Está mejor que buena.


—Ya te dije que me salía mejor si la hacía sin la mezcla ésa de sobre. ¿Qué más cosas se venden?


—El jabón casero de Chloe Isaac. La opinión popular se divide entre el de olor a fresa y el de limón.


—Ah, qué bien. Ése es el tipo de detalle que deberías poner en las cabañas. A la gente le encantaría. ¿Y la miel? ¿Tenéis buena miel por aquí?


Pedro tomó un trozo de tarta de chocolate, sonriendo.


—Tendré que presentarte a nuestro productor de miel local, Franco Todd. Vende tarros de miel recién sacada del panal. Y está buenísima.


—Estupendo —sonrió Paula—. ¿No quieres probar el merengue?


—¿Crees que necesito engordar?


—No te hace falta.


Desde luego que no.


—Lo guardaré para después —dijo él, señalando el mercadillo—. Pensé que querrías que fuéramos a comprar algo.


A Paula le gustó que hablase en plural. Eso significaba que no pensaba marcharse por el momento.


—Primero quiero disfrutar de esto.


—¿De qué?


—De ver a la gente pasándolo bien, de oírlos reír. Eso es lo que quería cuando les dije a mis hermanos que necesitaba un respiro.


—¿No quieres ser parte de la diversión?


—Sí, supongo… —Paula no dejaba de mirar a la gente—. Pero disfruto saboreándolo antes. Ah, mira, una pintora está colocando su caballete.


—Es uno de los tesoros de Martin's Gully. Ven, voy a enseñarte los productos locales —dijo Pedro, tomando su mano.


Ella estaba más que contenta de darle la mano, más que contenta de formar parte del grupo de gente que lo pasaba bien.





CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 19

 


Paula se marchó temprano por la mañana. Pedro lo sabía porque estaba observándola desde su casa. De modo que Bridget Anderson la había convencido para que la ayudase a montar el puesto… qué típico de ella.


Cuando el coche desapareció por el camino, recordó cómo había abrazado a Molly el primer día, recordó sus curvas pegadas a él cuando la ayudó a bajar del árbol…


Pedro sacudió la cabeza y se llamó idiota de todas las maneras posibles. Paula Chaves podía cuidar de sí misma. No era su responsabilidad.


—Ve a mirar el ganado —murmuró. Al menos eso era algo de lo que sí era responsable.


Pero tardó menos de una hora en hacerlo. Y se preguntó qué tal lo estaría pasando Paula en el mercadillo. Seguro que había vendido sus pasteles. Y seguro que Bridget Anderson la haría estar en el puesto todo el día…


—¡Ve a limpiar las cabañas!


Antes de las doce había terminado y todo estaba tan limpio como antes. Las cabañas llevaban semanas sin alquilarse, de modo que no había mucho que hacer.


Pedro apartó la mirada al pasar frente a la de Paula, pero recordó cómo se habían iluminado sus ojos cuando le dijo que lamentaba lo que le había pasado a su familia…


Nadie en Martin's Gully, ni siquiera Lu Perkins, se atrevía a mencionar esa historia. Todos sabían lo que había pasado y andaban de puntillas con él. Paula no. Y no podía dejar de admirar su sinceridad.


Y su generosidad.


Una generosidad de la que, sin ninguna duda, Bridget Anderson se estaba aprovechando en aquel momento.


Pedro dejó el cubo y la fregona en la cocina y, sin pensar, tomó las llaves del coche. De repente, le apetecía tomar salsa de tomate y miel. Se negaba a reconocer que era algo más que eso.


Vio a Paula enseguida, sola en un puesto, con los hombros caídos.


—¡Pedro! ¿Qué haces aquí?


—Me he quedado sin salsa de tomate.


Paula sonrió y esa sonrisa fue como una patada en el estómago.


—¿Puedo tentarte con alguno de nuestros pasteles?


«¿Nuestros?». Pedro reconoció la tarta de manzana de Luciana, pero estaba seguro de que el resto de los pasteles eran de Paula.


—¿Cuánto tiempo llevas aquí?


—Da igual. En cuanto termine la subasta, Bridget volverá…


—No te has movido de aquí en toda la mañana, ¿verdad? Seguro que aún no has tenido oportunidad de ver los demás puestos.


—Pero tengo mucho tiempo…


—¿Has comido?


—El destino me está castigando por saltarme el desayuno —sonrió Paula—. Detrás de la iglesia están organizando una barbacoa y se me hace la boca agua.


—¿Dónde está Lu?


—Está enferma.


Enferma de su hermana, seguro.


—Ven —dijo Pedro entonces.


—No puedo dejar el puesto…


—¿Por qué no? Todos los demás se han ido.


—Pero le dije a Bridget que me quedaría aquí… Además, está el bote del dinero y…


—Bridget volverá en cuanto vea que no hay nadie. ¿Ves ese sauce grande a la orilla del río? Toma un par de pasteles y reúnete allí conmigo.


—No puedo llevarme los pasteles…


—¿Por qué no? Los has hecho tú.


—¡Es para una obra benéfica! —protestó ella, indignada.


Pedro tuvo que sonreír mientras sacaba un billete de veinte dólares. Paula Chaves lo hacía sentirse diez años más joven.


—Eso es mucho dinero.


—Es para una obra benéfica, ¿no?


Paula sonrió y esa sonrisa, de nuevo, calentó partes de él que no deberían calentarse.


—O sea, que tienes hambre.


—No te lo puedes ni imaginar.


Y haría falta algo más que azúcar para satisfacerlo.


—¿El sauce llorón? —sonrió Paula.


—El sauce llorón —asintió él.


Después, se dio la vuelta para no tomarla entre sus brazos y besarla hasta dejarla sin aire.