lunes, 28 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 52

 


—¡Ana! —exclamó Pedro sorprendido.


—¿Ana? —gritó Paula, corriendo hacia a su amiga para invitarla a entrar en el comedor.


Ana se fundió con ella en un abrazo.


—Paula, cariño, ¿cómo estás? Estaba muy preocupada por ti. Llamé ayer a casa de Laura y me dijeron que ya no trabajabas allí. Teo y yo regresamos directamente a casa. Temía que hubieras tenido que alojarte en un hotel —miró la camisa desabrochada de Pedro y la bata de Sarah y su pecosa frente se sonrojó—. Pero parece que ya has encontrado un lugar en el que alojarte...


Paula ignoró su propio rubor.

—Te dije que no te preocuparas por mí. Estoy estupendamente. Pedro ha sido —lo miró con inmenso cariño— maravilloso...


—Sí, sí —respondió Ana—, de eso ya me he enterado.


En los ojos de Pedro apareció un brillo de diversión.


—Entonces, Paula —preguntó Ana con la voz un tanto tensa—, ¿has tenido alguna... nueva noticia?


Por la preocupación que detectó en su voz, Paula comprendió que temía hablar de su pérdida de memoria delante de Pedro.


—No pasa nada, Ana. Pedro está al corriente de todo. Y sí, he empezado a recuperar algunos recuerdos, pero todavía no sé quién soy.


—Algo es algo.


—Siéntate, Ana —la invitó Pedro—. Voy a preparar café.


—No, no puedo quedarme. Sólo quería decirle a Paula algo que puede ser importante —la inquietud de su rostro hizo que Paula concentrara en ella toda su atención.


—¿Qué ocurre, Ana? —le preguntó.


—Llamó a mi casa un desconocido preguntando por ti.


—¿Por mí?


—Dijo que le habían dado mi nombre en el hospital. Sabía que yo había pagado la cuenta de una paciente llamada Paula que había sufrido una severa pérdida de memoria tras un accidente.


El corazón de Paula comenzó a latir violentamente. Connor deslizó el brazo por sus hombros con expresión grave.


—Al parecer él estaba buscando a una mujer que desapareció el mismo día que tú ingresaste en el hospital. Una mujer llamada Paula —Ana se mordió el labio, nerviosa—. Te describió perfectamente. Yo temía decirle nada sobre ti. Sabía que tenías miedo de que alguien estuviera persiguiéndote, así que le dije que no había vuelto a verte desde que saliste del hospital.


Paula se balanceaba sobre sus pies, sintiéndose repentinamente desorientada. Pedro la estrechaba con fuerza contra él.


—¿Te dijo su nombre? ¿Dejó algún número de teléfono?


—No podía preguntarle su número de teléfono después de haberle dicho que no sabía nada de ti —exclamó Ana—. Pero sé el número desde el que estaba llamando. Tengo un identificador de llamadas en el teléfono.


—¿Y quién es, Ana? —Paula se aferró a la mano de Pedro—. ¿Cómo se llama?


—Mauro —contestó Ana—. Mauro Forrester.


Mauro. El nombre que ella repetía en sueños.


—¿Y te dijo cómo se llamaba la mujer a la que estaba buscando?



—Dijo que podía responder al nombre de Paula Chaves o al de Paula Chaves Tierney.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 51

 


Más tarde, mientras ambos descansaban somnolientos y exhaustos, le preguntó por sus padres. Quería entender el dolor que le había causado al intentar darle una sorpresa.


Pedro comenzó a hablar vacilante, pero pronto fue fluyendo la conversación.


—Se conocieron en San Francisco, durante los sesenta. En Haight-Ashbury —especificó—. Un lugar mítico —añadió con ironía—. Se fueron a vivir a un lugar situado al norte de Sugar Falls con unos amigos y establecieron una colonia de músicos y artistas. Vivían de forma natural, así es como lo llamaba mi padre. Eran vegetarianos, pacifistas... Rechazaban la medicina convencional y eran partidarios de utilizar hierbas, la aromaterapia, la música...


—Sin embargo, tú eres un médico tradicional —señaló Paula con interés.


Pedro apretó la barbilla, pero no hizo ningún comentario.


Paula lo instó a continuar, y escuchó fascinada el relato de su infancia. Pedro había vivido durante años sin luz, hasta que habían aprendido a utilizar la energía solar.


—Mi padre la consideraba la fuente de energía más «natural». Y eso le permitía tocar la guitarra eléctrica y grabar canciones. La música era algo sagrado.


—Ya me he dado cuenta. He escuchado tus canciones.


En aquella ocasión, Pedro tampoco hizo ningún comentario, pero cambió sutilmente de tema.


—Mi madre nos enseñaba a mí y a otros niños todo lo que deberíamos haber aprendido en la escuela. Rara vez íbamos a la ciudad, salvo para vender artesanía.


—¿Y entonces por qué viniste al instituto de Sugar Falls?


—Por entonces yo ya tenía edad suficiente para rebelarme. Quería tener más experiencia del mundo que... —se interrumpió para sumirse en un prolongado silencio. Era evidente que todavía no estaba preparado para compartir aquellos recuerdos.


—¿Conocías a alguien de la ciudad?


—No a mucha gente. Además, por aquí corrían rumores sobre los «hippies de las montañas», así era como nos llamaban. Decían que se drogaban, que tenían rituales paganos, orgías...


—¿Y eran ciertos esos rumores?


—No todos.


Paula comprendió entonces cuánto lo había mortificado la imagen que de él tenía la gente. Se imaginaba a aquel niño, en un lugar lleno de extraños, avergonzándose de su familia y de su pasado.


—Y en cuanto aprendí cómo vivía la mayor parte de la gente, ya no fui capaz de regresar a mi casa. Me sentía como si me hubiera liberado.


Era extraño, pensó Paula, que lo que para un hombre podía representar la libertad, para otro pudiera ser la más hermética de las prisiones.


—Debiste de sufrir mucho en el instituto...


Pedro no contestó.


—¿Viajabas diariamente hasta aquí? —le preguntó entonces Paula.


—No. Le alquilé una habitación a Gladys.


—¿A Gladys? ¿Tu enfermera? —le preguntó sorprendida.


Pedro asintió.


—Ella fue la que me hizo interesarme por la medicina y me ayudó a seguir este camino.


Paula recordó entonces la vehemente defensa de Gladys durante su primera visita a la consulta de Pedro, cuando había insistido en que era uno de los mejores médicos que había conocido en su vida.


—¿Y qué tal les sentó a tus padres que te aventuraras en el mundo?


—Se sintieron traicionados.


Delicadamente, casi temerosa, Paula le preguntó:—¿Regresaste alguna vez?


—No mientras mis padres estaban vivos.


El corazón de Paula lloró por él.


Tras una larga pausa, Pedro le explicó:—Mi padre murió de apendicitis cuando yo estaba estudiando el primer año de Medicina. Le escribí a mi madre para que se trasladara a la ciudad. Estoy convencido de que en el fondo mi madre deseaba hacerlo, pero permaneció allí. Me escribió diciéndome que se sentía más cerca de mi padre estando en casa —sacudió la cabeza con pesar—. Unos meses después, mi madre murió en medio de una tormenta de nieve —la miró a los ojos, sin ocultar su dolor—. Estaban completamente locos. Los dos.


—Me gustaría haberlos conocido —susurró Paula.


Pedro curvó los labios en una mueca de desaprobación. Pero, de pronto, apoyó la cabeza contra la almohada y dejó escapar una risa.


—Algo me dice que les habrías encantado.


Era extraño, pronunció aquella frase como si fuera un cumplido.


Tofu comenzó a ladrar en la otra habitación y a los pocos segundos sonó el timbre de la puerta. Pedro y Paula se miraron sorprendidos, y se volvieron hacia el reloj. Sólo eran las nueve, pero tenían la sensación de que era mucho más tarde.


—¿Quién diablos...? —murmuró Pedro.


Se puso rápidamente los pantalones mientras Paula cubría su desnudez con la bata. La joven se asomó al pasillo y observó a Pedro mientras éste se dirigía a abrir la puerta.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 50

 


Se tumbó en la cama, abrazada a Tofu en busca de consuelo. Tuvo la sensación de que pasaba una eternidad hasta que oyó que se abría la puerta.


—Paula —la llamó Pedro—. Lo siento.


Paula no contestó. Pedro la había herido, y quería que lo supiera. «Esto no tiene nada que ver contigo», le había dicho. No podía haberle dejado más claro que no era bienvenida en los rincones más secretos de su corazón.


—No debería haber reaccionado así —admitió Pedro—. No debería haberte gritado.


Paula se sentó en la cama, dejando que el perro se librara de su abrazo. Ninguna de las cosas que le había dicho Pedro le había molestado tanto como el hecho de que se negara a compartir con ella sus sentimientos.


—Abre la puerta, Paula, por favor —parecía profundamente cansado—. Ninguna de esas cosas significa nada para mí, pero tú sí... —en un susurro casi inaudible añadió—: Tú lo eres todo.


Paula sentía el corazón en la garganta mientras se levantaba lentamente y abría la puerta.


En los ojos de Pedro se acumulaba un tumulto de emociones.


—No necesito tu tarjeta —le dijo Paula—. Ni tus establos, ni las llaves de tu coche. Pero maldita sea, Pedro, necesito comprenderte a ti.


Pedro la estrechó en sus brazos y hundió el rostro en su pelo, apretándola de tal manera que Paula prácticamente podía oír su confusión.


Le había causado dolor, comprendió. En su celo por hacerlo feliz, había conseguido hacerle sufrir.


Pedro —susurró—. Lo siento.


Pedro le tomó el rostro entre las manos y la besó como si le fuera en ello la vida, como si Paula fuera su salvación. Ella contestó con una pasión casi dolorosa mientras Pedro la llevaba frente a la chimenea. Terminaron en el suelo, completamente desnudos, con las manos unidas y mirándose a los ojos mientras hacían el amor olvidados de todo lo que no fueran ellos.


El orgasmo de Paula pareció desencadenarse en lo más profundo de su cuerpo, dejándola ardiente e inexplicablemente insatisfecha.


Quería algo más. Quería que Pedro le perteneciera en cuerpo y alma.


En cuanto ambos se hubieron recuperado mínimamente, tomó a Pedro de la mano y lo condujo a su dormitorio, donde volvieron a amarse. Paula besó cada rincón de su cuerpo, saboreándolo con ardor, para concentrarse después en su sexo henchido. Algo que hacía por primera vez.


—Paula —gimió Pedro, empapado en sudor, y agarrándola por los hombros—. No tienes que...


—Chsss —susurró Paula—. Tú sólo tienes que decir ahhh.


Pedro lo hizo, de forma incontrolada.


Tras sumirlo prácticamente en la desesperación, Paula se colocó a horcajadas sobre él. Con movimientos lentos y sinuosos, lo ayudó a hundirse en ella. Pedro la agarró por las caderas y se alzó hasta alcanzar el clímax en medio de un gemido desgarrado.


Paula sabía que jamás había amado a nadie como lo amaba a él. Y no necesitaba recuperar la memoria para estar segura de ello.



domingo, 27 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 49

 


Al final de la semana, Paula ya tenía la sensación de conocer a Pedro. Habían pasado juntos todo el tiempo posible. Haciendo el amor, riendo, rescatando a Tofu de la perrera local y disfrutando en cada momento de su mutua compañía.


Compartían cenas deliciosas y veladas interminables frente al fuego, enfrascados en largas y profundas conversaciones. Pedro le habló de sus ajetreados días en el instituto, de sus estudios en Boston y del alivio que había supuesto para él regresar a Sugar Falls.


Por eso le resultó tan asombroso descubrir una parte oculta de Pedro. Ocurrió después de vaciar las cajas de su habitación. Tras ellas, encontró unas sillas, un escritorio y mesitas que distribuyó por toda la casa.


A continuación, se dispuso a abrir las cajas que había en el desván. Desván del que Pedro jamás le había hablado y que no habría descubierto si no hubiera confundido la puerta que conducía hasta él con la de un armario.


En aquellas cajas encontró los más inesperados tesoros: tallas de madera, cerámica, cuadros, alfombras... Casi todas las piezas estaban firmadas por Dora y Saul Alfonso. Paula se imaginó que se trataría de los padres de Pedro. Descubrió también una guitarra, una pandereta, una armónica, una flauta y un equipo estéreo. Pero lo que más le sorprendió fue encontrar numerosas cintas con los títulos de las canciones rotulados a mano. La mayor parte de las canciones estaban escritas y arregladas por Saul Alfonso.


Una de las cintas era de canciones de Pedro Alfonso.


Paula llevó el equipo de música al cuarto de estar y escuchó la cinta de Pedro. Su voz, la música y la letra de sus canciones la conmovieron profundamente. En aquella época, Pedro debía de ser un adolescente.


En un par de canciones, cantaba acompañado por otro hombre de voz grave. Al escuchar las otras cintas, reconoció que se trataba de su padre. El padre de Pedro.


Sin saber muy bien por qué, Paula se echó entonces a llorar.


Pasó toda la tarde del miércoles acompañada de aquellas canciones y decorando la casa con todo lo que había encontrado. Estaba tan concentrada que perdió la noción del tiempo y ni siquiera había empezado a preparar la cena cuando los ladridos de Tofu le avisaron de la llegada de Pedro.


Salió a recibirlo. Y lo primero en lo que se fijó Pedro fue en su rostro.


—Has estado llorando —le dijo preocupado—. ¿Que ha pasado?


—Nada —le sonrió y lo besó—. Sólo me he emocionado.


—¿Emocionado?


Y fue entonces cuando se fijó en el tapiz que había colgado en el cuarto de estar, y en la cerámica que adornaba las estanterías, y en los cuadros y tallas que cubrían los rincones antes vacíos.


Paula esperaba expectante. Aquellos detalles habían añadido calor y personalidad a la casa.


—Quita todo eso.


Paula pestañeó asombrada.


—¿Perdón?


El rostro de Pedro se había convertido en una máscara de granito.


—Pensaba vender todo esto a un comerciante de Denver.


—¡Venderlo! ¿Pero no son cosas que han hecho tus padres?


Un rayo de inquietud atravesó el semblante de Pedro, pero rápidamente desapareció.


—Vete a cualquier tienda de la ciudad, compra todo lo que te apetezca, cárgalo a mi cuenta y decora la casa a tu gusto. Pero quita todas estas cosas —se dirigió hacia la puerta trasera de la casa sin haberse cambiado siquiera de ropa—. Voy a montar un rato. Quiero que todo esto haya desaparecido cuando vuelva.


Paula lo siguió a la cocina, herida y desconcertada por su fría reacción.


—¿Y qué me dices de las cintas?


Pedro giró bruscamente hacia ella.


—¿Has encontrado las cintas?


Paula asintió, temerosa de su posible reacción.


—Dámelas.


Paula comprendió, sin ningún tipo de dudas, que las destrozaría.


—No —contestó.


—¿Que no? —repitió Pedro con incredulidad.


—Exacto —Paula alzó la barbilla—. No.


—Paula, quiero esas cintas.


—Y yo. Y también toda la artesanía que encontrado. Te lo compraré todo. Me llevará algún tiempo pagártelo, pero...


—Maldita sea, Paula. No puedes quedarte con nada de eso —tronó—. Esos objetos no tienen nada que ver contigo.


—Pero tienen mucho que ver contigo —gritó ella a su vez—. En caso contrario, no te afectarían tanto.


Con una furia que Paula jamás había visto en él, Pedro salió a grandes zancadas de la casa. Paula, enfadada, descolgó hasta el último tapiz que había colgado, lo llevó todo al desván, lo guardó en las cajas y se encerró después en la habitación.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 48

 


La visión de Paula apoyada contra el jaguar con un cálido brillo de bienvenida en la mirada disipó su enfado. El suave tejido de su vestido moldeaba suavemente sus curvas. Las mangas cubrían únicamente sus hombros, dejando los brazos provocativamente desnudos. Se había recogido el pelo en lo alto de la cabeza, pero algunos rizos escapaban rebeldes enmarcando su rostro. Las sandalias de tacón añadían una nueva sofisticación a sus largas y bronceadas piernas.


Aquella mujer podría poner a cualquier hombre de rodillas. Y él era el primero en estar dispuesto a hacerlo... para ir besando lentamente sus piernas y perderse bajo la falda de aquel vestido. Quería sentir aquellas piernas a su alrededor, como las había sentido aquella mañana...


Rodeó la cintura de Paula con el brazo y le susurró al oído: —No te quites ese vestido hasta que yo llegue a casa.


Una sonrisa iluminó el rostro de Paula. Pedro la besó, forzándose a sí mismo a mantener el control. Si no lo hacía, terminaría llevándola a casa y pasaría la hora del almuerzo haciendo el amor con ella.


Lo que no le parecía una mala idea...


Pero había prometido llevarla a almorzar y después al banco. Además, quería que todo Sugar Falls los viera juntos, que se enteraran de que Paula no estaba sola. Que lo que había ocurrido en Juneberry era mucho más importante que una simple aventura.


Entrelazó los dedos entre los suyos y fueron de la mano hasta una cafetería. Pedro le presentó a la camarera que los acompañó a la mesa, al propietario de la cafetería y a una pareja que estaba sentada a una mesa próxima a la suya.


Pidieron un par de sándwiches y Paula le contó los recuerdos que había recuperado aquella mañana. Pedro le hizo prometerle que le enseñaría a bailar. Y cuando Paula se mostró preocupada por la situación en la que podían encontrarse sus perros, le aseguró que ella no habría sido capaz de dejarlos con alguien que no fuera responsable.


—Eso me recuerda —añadió Paula— que me gustaría poder averiguar si realmente Laura ha echado a Tofu de casa.


—¿Y si es así?


—Debe de estar muy triste, Pedro. Y quién sabe si encontrará otro hogar. Es un perro muy inteligente y cariñoso y...


—Algo me dice que pronto voy a tener un Shih Tzu viviendo en mi casa.


Paula lo miró radiante.


—¿De verdad, Pedro? ¿No te importaría? De esa forma Teo y Julián podrían venir a verlo.


—Dios mío. No me estarás diciendo que también voy a tener que soportar a los Hampton, ¿verdad?


—Me temo que sí —y alargó la mano por encima de la mesa para tomar la de Pedro.


Justo en ese momento apareció un joven con mostacho al que Pedro reconoció como el camarero que había servido la cena en casa de Laura.


—¡André! —exclamó Paula con entusiasmo.


—¡Paula! Me había parecido que eras tú —contestó André con su particular acento francés—. Tienes un aspecto... magnifique.


Paula le dio las gracias, sonrojada por el halago.


—Quiero agradecerte el consejo que me diste sobre mi pájaro —continuó diciendo André—. Hice lo que me dijiste y voilá, ha dejado de atacar a mi compañera de piso y de escupirme en la nariz.


—¿Escupirte en la nariz? —repitió Pedro.


—En realidad —le explicó Paula en un discreto tono de voz— lo que pretendía era seducirlo. Eso forma parte de su ritual de apareamiento. Ya ves, el pájaro sentía un afecto por...


Pedro alzó la mano para interrumpirla.


—Creo que ya no quiero saber nada más.


Paula soltó una carcajada y se volvió hacia André.


—Me alegro de que la sugerencia funcionara. Estoy segura de que Lulú también estará más contenta.


André asintió, se despidió afectuosamente de ellos y se marchó.


—¿Lulú es su compañera de piso o un pájaro? —preguntó Pedro.


—Su gata.


Rieron al unísono, con las manos entrelazadas y mirándose a los ojos. Pedro se inclinó por encima de la mesa y la besó. Cuando el beso terminó, Paula miró avergonzada a su alrededor.


—La gente nos está mirando.


—No están acostumbrados a verme besar a nadie. Normalmente soy un hombre muy reservado.


—¿Entonces por qué me has besado a mí ahora?


—No he podido evitarlo —le aseguró, y volvió a besarla—. Además, quiero que todo el mundo se entere de cuáles son mis intenciones.


Paula arqueó las cejas con expresión cómica.


—¿Y cuáles son sus intenciones, señor?


Casarse con ella. Su corazón no lo dudaba. Quería estar siempre a su lado, quería que Paula fuera su compañera, su esposa, su amante. La madre de sus hijos.


Pero todavía no podía decírselo. Tenía que moverse lentamente, con mucho cuidado, o corría el riesgo de asustarla.


—Mi intención es mantenerte a salvo y feliz, a mi lado.


La ternura inundó los ojos de Paula, y Pedro comprendió que no podía volver a besarla, a menos que quisiera que terminaran dando un espectáculo.


Terminaron de comer y se dirigieron hacia el banco, donde Pedro firmó los papeles que ya le habían preparado. Cuando salieron, le entregó a Paula una tarjeta.


—Usa todo el dinero que quieras. El dinero de esa cuenta es tuyo.


Paula permaneció en silencio mientras se dirigían al ambulatorio. Cuando llegaron a la puerta trasera, alzó la mirada hacia él.


—Te devolveré hasta el último penique de este préstamo. Con intereses. Seré tu ama de llaves durante todo el tiempo que quieras y...


—Paula —Pedro la tomó por los hombros—. No estoy haciendo esto para recibir nada a cambio. Ni siquiera tu gratitud. Dios mío... —musitó, más para sí que para Paula—, y mucho menos tu gratitud —porque podía cometer el error de confundirla con amor.


A Paula se le llenaron los ojos de lágrimas.


—Sólo quería demostrarte lo mucho que aprecio todo lo que estás haciendo por mí.


Con una sensación cercana a la desesperación ante el temor de que la ternura y la pasión de Paula llegaran a transformarse en una anodina gratitud, susurró fieramente: —Entonces prométeme una cosa, Paula. Prométeme que no te irás sin avisarme primero.


—Jamás haría algo así.


—Júralo.


—Te lo juro —sobrecogida por la profundidad de los sentimientos que albergaba hacia él, Paula selló su promesa con un devoto beso.


Pedro la estrechó contra él y continuaron abrazados durante algunos segundos. Antes de separarse, él le susurró al oído:—No te quites ese vestido. Quiero hacerlo yo.


Y con una sonrisa en los labios, el corazón rebosante de amor y un dulce deseo fluyendo por sus venas, Paula le prometió no hacerlo.



EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 47

 


Esperó a que la joven hubiera cerrado la puerta para dirigirse a las dos empleadas.


—Por si acaso ha quedado alguna duda, me gustaría aclarar algo. Cada vez que Paula llame o venga a buscarme, quiero que se me avise inmediatamente. Aunque esté operando a corazón abierto al mismísimo Papa.


—Sí, doctor —contestó Joana, mirando a su compañera de reojo.


Monica apretó los labios.


—Espero que sepas en lo que te estás metiendo, Pedro. ¿Has mirado bien su informe médico? El número de teléfono de su médico anterior es falso. Y ni siquiera ha escrito correctamente el código de su supuesta ciudad. No ha dejado número de teléfono y...


—¿Qué has estado haciendo con su informe, Monica?


—Meter la información del seguro en el ordenador.


—Pero ella pagó en efectivo...


—¿En efectivo? Sí, bueno... supongo que se me habrá traspapelado sin que me diera cuenta y...


—Ese formulario estaba en un cajón de mi escritorio desde el día de su visita. Por lo menos yo lo dejé allí.


Monica se quedó mirándolo fijamente, con el semblante rojo como la grana.


—Sólo estaba intentando ayudarte, Pedro.


—Joana, ¿podrías perdonarnos un momento, por favor? Me gustaría hablar con Monica en privado —en cuanto Joana se marchó, Pedro se volvió hacia Monica y le dijo—: La confidencialidad de los datos sobre mis pacientes es algo que me concierne de forma directa, Monica. Y tú has violado una de las normas fundamentales en este consultorio. Así que estás despedida —llamó por el intercomunicador—: Joana, Monica se va. Ayúdala a recoger sus cosas.


Cuando Joana regresó, Pedro le dio algunas indicaciones y se dirigió hacia la puerta. Pero antes de marcharse se volvió de nuevo hacia Monica.


—Ah, Monica, y si das a conocer alguno de los datos que has obtenido en esta oficina, tendrás que vértelas con mis abogados.


Sin más, se dirigió hacia el aparcamiento a grandes zancadas, preguntándose qué le habría dicho Monica a Paula.



sábado, 26 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 46

 


Cerca de las doce de aquel caluroso, pero nublado lunes, Paula recorrió el camino que separaba la casa de Pedro de la principal zona comercial de la localidad.


Pedro había insistido en que fuera a buscarlo a la consulta para ir a comer juntos, aunque en un primer momento a Paula no le había hecho mucha gracia la idea.


—La gente ya habrá oído la versión de Laura sobre lo ocurrido. No sé si estoy preparada para enfrentarme a los rumores.


—Nos enfrentaremos juntos. Y creo que es mucho mejor que hagamos las cosas así.


Pero Paula no terminaba de comprender esa lógica. Entendía que aquello era echar más leña al fuego.


Pedro consiguió convencerla explicándole que quería abrirle una cuenta en el banco, a modo de préstamo, le aclaró, para que pudiera disponer de dinero cuando lo necesitara.


—No tengo ningún documento que me identifique —le recordó Paula—. Ningún banco me dejará abrir una cuenta si no puedo justificar quién soy.


—Abriré yo la cuenta, y tú tendrás libre acceso a ella.


Mientras paseaba por aquellas calles repletas de comercios, Paula se descubrió soñando despierta en Pedro. Y sonrió. Su vida era un absoluto enredo, su pasado y su futuro estaban plagados de preguntas para las que no tenía respuesta, pero le bastaba pensar en Pedro para sentirse la persona más feliz de la tierra.


¿Sería posible que hubiera estado enamorada de otro hombre que no fuera él? Y si así fuera, ¿por qué se habría negado a hacer el amor con él?


La alianza de boda, decidió, debía de ser de otra persona. Y esperaba recordar pronto algo más al respecto. Parecía bastante probable. Desde la cabalgata del día anterior, estaba recuperando recuerdos a una velocidad inusitada.


Aquella mañana, mientras estaba desempaquetando algunas cajas de Pedro, había recordado que le gustaba bailar. Y también que tenía dos perrillos llamados Honey y Spice. Se los había dejado a alguien para que los cuidara cuando se había trasladado a Colorado. ¿Pero a quién?


Intentaba recordar, pero tenía la mente en blanco. ¡Era frustrante!


Paula llegó al consultorio casi sin darse cuenta. En cuanto entró en recepción, recordó su primera visita, y la agonía de tener que rellenar el formulario médico. ¡Cuánto había cambiado su vida desde entonces! Y todo gracias a Pedro.


Se asomó a la ventanilla de la recepcionista y, tras decir su nombre, le preguntó a una mujer morena, de mediana edad:—¿Podría decirle al doctor Alfonso que estoy aquí?


Antes de que la recepcionista pudiera contestar, una esbelta rubia se levantó de la silla que estaba tras ella.


—Hola —la saludó Monica, sin disimular su curiosidad—. Eres Paola, ¿verdad?


—Paula.


—Paula, no sabes cuánto lo siento, pero llegas en un mal momento, La consulta está cerrada hasta las dos, y esta tarde el doctor Alfonso tiene un horario muy apretado. No puede atender a nadie sin cita previa.


—Me está esperando.


—¿De verdad? ¿No es un encanto? No es capaz de resistirse a ayudar a nadie que lo necesite.


A pesar de su determinación de permanecer impasible, Paula se sentía herida por lo que estaba oyendo. Al fin y al cabo, no podía negar que Pedro estaba ayudándola en un momento en el que lo necesitaba.


—El problema —continuó diciendo Monica— es que mucha gente se aprovecha de su amabilidad.


Una duda afloró en el corazón de Paula: ¿se estaría aprovechando ella de su amabilidad?


—Y lo peor de todo es cuando la persona a la que ayuda termina confundiendo la caridad con otra cosa. Tú has tenido problemas últimamente, ¿verdad Paola? Algo relacionado con la pérdida de tu trabajo...


Paula se negaba a contestar.


—Dígale que estoy aquí, por favor.


—Ya lo he llamado yo, señorita Flowers —intervino la otra recepcionista, patentemente avergonzada—. Pase por esa puerta. Puede esperarlo en su despacho si quiere.


En el momento en el que Paula se dirigía hacia allí, apareció Pedro, hablando tranquilamente con su enfermera. Le tendió a ésta una hoja con el informe de un paciente y alzó su intensa mirada hacia Paula.


Por un momento, ninguno de los dos dijo una sola palabra. Habían pasado menos de cinco horas tras su último y apasionado encuentro amoroso y el recuerdo de lo compartido pareció llenar de erotismo el ambiente.


—Hola —la saludó Pedro.


—Hola.


—Llegas tarde. Dos minutos y quince segundos tarde.


El sol volvió a salir en el corazón de Paula, haciendo que se evaporaran las inseguridades que Monica había intentado hacer crecer en ella.


—Me he entretenido un poco en recepción.


—Sí, por culpa de una gata —musitó la recepcionista, mirando de reojo a Monica—. Con las uñas especialmente afiladas.


Pedro arqueó las cejas con expresión interrogante.


Y Paula se sonrojó violentamente. Ella prefería olvidar las humillantes insinuaciones hechas por Monica.


—¿Nos vamos ya a almorzar? —preguntó, intentando cambiar de tema.


—Paula, ¿ya conoces a todo el mundo? —ignorando la pregunta de Paula, la agarró del brazo y le hizo volverse hacia Monica y la recepcionista—. Esta es Joana Phelps, nuestra extraordinaria recepcionista, y esta Monica Whittenhurst, a la que habrás visto alguna vez en casa de Laura. Y ésta es Paula. Me gustaría que se la atendiera como es debido cuando venga por aquí —deslizó el brazo por su cintura y la miró con inmenso cariño—. Y espero que lo haga con bastante frecuencia a la hora del almuerzo.


Paula musitó una educada respuesta a los saludos de las dos mujeres. Monica dijo algo sin mirarla siquiera a los ojos y volvió a enterrar la cabeza entre sus papeles.


Pero la perspicaz mirada de Pedro advirtió que la reacción de Monica era algo extraña.


—Espérame en el coche, Paula. Está en el aparcamiento. Ahora mismo iré hacia allá