viernes, 18 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 18

 

Con el rostro protegido del sol del mediodía por un sombrero vaquero, Pedro guiaba a su yegua por las laderas de las montañas. Al cabo de unos minutos, la urgió a trotar hasta un prado.


Durante aquel mes de mayo, estaba haciendo tal calor que los campos ya estaban cubiertos de flores. Pedro saboreó con deleite la rica fragancia de la vegetación, el canto de los pájaros y aquel calor denso y húmedo como el del verano, alegrándose de haber terminado las visitas de los sábados por la mañana.


La mayor parte de las familias que visitaba en las montañas estaban fuera, lejos de sus aisladas cabañas, probablemente refrescándose en alguna poza. Sólo había encontrado en ellas a ancianos y enfermos.


Mientras se acercaba a su casa, Pedro se preguntó si habría vuelto ya Gladys de la visita que había hecho en su lugar. Le había prometido llevarle un pan casero si se dejaba caer como por casualidad por casa de Laura y se aseguraba de que Paula Flowers estaba bien. Conociendo a Gladys, estaba seguro de que pronto habría conseguido entablar conversación con la joven.


A través de Laura, no había podido conseguir demasiada información sobre ella. Lo único que había averiguado era que Paula era prima de Ana Tompkins y tenía previsto pasar el verano en Sugar Falls, quizá también el otoño. Por algunas pistas que Ana le había dado, Laura deducía que Paula acababa de divorciarse.


Pedro esperaba que Laura estuviera equivocada, por el bien de Paula, claro. Una de las mujeres con las que había salido en Boston estaba recientemente divorciada y se pasaba todo el tiempo recordando las traiciones de su ex marido. Para enredar más la situación, cuando su ex marido regresaba a la ciudad lo dejaba dormir en su casa. La situación había llegado a complicarse de tal manera para Pedro que éste se había jurado no volver a acercarse jamás a una mujer divorciada. Y no porque aquella mujer le hubiera roto el corazón. La verdad era que jamás había estado suficientemente enamorado como para que alguien hubiera podido tener ese tipo de poder sobre él.


Sin embargo, tenía que admitir que últimamente su estabilidad emocional se había visto seriamente afectada. Pasaba demasiado tiempo intentando encontrar respuestas a preguntas sobre Paula Flowers.


Era obvio que aquella mujer estaba intentando esconder algo. Había escrito un número de teléfono falso en el formulario y la noche anterior, mientras le decía con la mirada y con su caricia que lo deseaba, le había pedido que se alejara de ella, porque no podía tener ningún tipo de relación con él.


¿Pero por qué?



EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 17

 


Para cuando Paula llegó de nuevo a la casa, la niebla se había transformado en una helada llovizna, provocándole un intenso temblor. La joven habría dado cualquier cosa por que la cena hubiera terminado para poder correr a refugiarse en la habitación que le habían asignado en el ático.


Pero al llegar a la cocina, estuvo a punto de chocarse con Laura, que parecía haber estado esperándola, dispuesta a abalanzarse sobre ella.


—Ah, así que estás aquí. Te he estado buscando por todas partes —la examinó sin disimular su desaprobación—. Estás empapada. ¿Dónde te has metido?


—He salido. Necesitaba un descanso.


—¿Un descanso? Ya entiendo. ¿Has ido a encontrarte quizá con uno de mis invitados? ¿Con el caballero que estaba sentado a mi lado en la mesa?


—No, no lo he hecho —no podía arriesgarse a decirle a Laura la verdad, y esperaba que ésta nunca adivinara su pequeña mentira.


Laura pareció un tanto apaciguada.


—Supongo que sabes de quién estoy hablando. Me refiero al doctor Pedro Alfonso.


—Sí, ya lo sé.


—¿Entonces lo conoces?


—De vista, supongo.


Laura se permitió el lujo de una sonrisa.


—Supongo que se ha retirado para hacer una llamada. Ése es uno de los inconvenientes de salir con un médico... Siempre parecen estar trabajando.


Paula tomó buena nota de lo que Laura le estaba diciendo: estaba saliendo con él. Al parecer, había advertido la atención que éste le había prestado en la mesa. Era una suerte que no lo hubiera visto en el jardín, susurrándole que la deseaba, o posando las manos en sus hombros y mirándola como si pretendiera besarla hasta hacerle perder el sentido.


Al recordarlo, una oleada de calor reconfortó su cuerpo helado. Por lo menos ya sabía que la atracción que sentía hacia él era correspondida. Pero aun así, no podía permitirse el lujo de dejarse arrastrar por su deseo.


Y aunque pudiera, haría bien en mantenerse a cierta distancia de él. Por lo que sabía, Pedro era capaz de dedicarse a halagar y seducir a mujeres tan vulnerables como ella mientras se citaba con damas de la alta sociedad como la propia Laura.


—André se preocupó al no encontrarte —continuó diciendo Laura—. Ahora está sirviendo las copas y después se marchará. Tú te encargarás de recoger y fregar los platos.


Aferrándose a la encimera de la cocina, Paula intentó combatir la fatiga que amenazaba con rendirla. Aquel día había comenzado a trabajar a primera hora de la mañana y apenas había podido parar para comer. La verdad era que tampoco tenía hambre. Tenía el estómago hecho un nudo, sentía una desagradable pesadez en los ojos y le dolía la cabeza.


Si por lo menos pudiera descansar por las noches, los días no le resultarían tan agotadores. Pero las preguntas y las pesadillas se negaban a darle descanso. Quizá aquella noche fuera diferente. Quizá aquella noche pudiera dormir.


—¿Le importaría que lo dejara para mañana? —osó preguntar—. Será lo primero que haga nada más levantarme.


—¿Quieres decir que vas a dejar todos estos platos sucios en la cocina durante toda la noche?


A Paula se le cayó el corazón a los pies. Evidentemente, Laura no estaba dispuesta a hacerle ningún favor. Y ella no pensaba rebajarse a pedírselo otra vez. No quería darle esa satisfacción. Recogería hasta la última miga aquella misma noche, aunque no le quedara siquiera tiempo para dormir.


—Le pagaré a André un dinero extra para que se ocupe de ello —una voz brusca y profunda, llegada desde la puerta de la cocina hizo que ambas mujeres volvieran la cabeza—. Oh, si no, puedo hacerlo yo mismo.


—¡Pedro! —Laura se sonrojó violentamente. Se llevó la mano a la cara, intentando disimular su embarazo—. No seas tonto, ¿por qué ibas a tener que...? —pero se interrumpió bruscamente al mirarlo a la cara.


Pedro permanecía apoyado en el marco de la puerta, con las manos en los bolsillos de los pantalones y el pelo brillante por la humedad.


La mirada de Laura voló de nuevo hacia Paula, cuyas ropas estaban también empapadas. Nadie habría podido dudar que habían estado fuera. Y, más que probablemente, juntos.


—No hace falta ser un genio de la medicina para darse cuenta de que esta mujer está al borde del desmayo —argumentó Pedro, sin apartar la mirada de la de Paula—. Sugiero que se tome un par de días libres y los pase descansando en la cama. Además, tiene que tomar una buena dosis de líquidos y vitaminas. Es obvio que no está lejos de la extenuación física.


—Extenuación física —repitió Laura—. No tenía ni idea —dijo mostrando un nuevo interés—. ¿Es una de tus pacientes, Pedro?


—¡No! —consiguió exclamar por fin Paula—. No soy paciente suya —en ese momento se dio cuenta de que acababa de echar a perder la única excusa que podía justificar que hubieran estado hablando juntos en el jardín—. Bueno, técnicamente no soy paciente suya. Yo fui a ver al doctor Brenkowski, pero está fuera —lo último que pretendía confesarle a Laura era que estaba enferma—. Pero no tengo ningún problema, estoy perfectamente.


—Quizá no, pero hasta que regrese Brenkowski, me corresponde a mí hacerme cargo de sus pacientes.


—Usted no es mi médico, y nunca lo será.


—¡Paula! —la amonestó Laura—. ¡No olvides tus buenos modales! Al fin y al cabo, Pedro es mi invitado.


Ignorando la interrupción de Laura, Pedro se acercó a Paula.


—Ignora mi consejo, querida, y terminarás en una de las camas de mi clínica.


—Oh, Dios mío —musitó Laura—. No querríamos que ocurriera algo así.


—Yo no me llamo «querida» —se daba cuenta de que se estaba aferrando a su último recurso para defenderse, pero no le importaba.


Quizá no le hubiera molestado tanto aquella palabra si no la hubiera hecho sonar con tanto afecto. Se sentía demasiado vulnerable a cualquier gesto de cariño.


—Vete a la cama, Paula —le ordenó—, y quédate allí.


—Claro que sí, vete a la cama —insistió Laura. Sus ojos verdes resplandecían con lo que podía pasar como cierta preocupación—. Ya nos ocuparemos de los platos André o yo. Tú concéntrate en cuidar de ti misma, ¿quieres?


Comprendiendo que aquella era una batalla perdida, y sin estar muy segura de en qué consistiría exactamente la victoria, Paula alzó la barbilla y se dirigió hacia su dormitorio. Desde el pasillo, oyó a Pedro llamando a André y comentándole algo a continuación.


—Olvídate de tu dinero, Pedro —le advirtió Laura—. Yo le pagaré.


—Déjame hacerlo a mí. Considéralo una forma de recompensarte por mi escapada —la voz de Pedro contenía una sonrisa. Y Paula se imaginaba que bastante seductora—. Apenas hemos tenido tiempo para hablar.


Paula se aferró a la barandilla de la escalera y comenzó a subir a toda velocidad. Así que Pedro iba a pasar la noche con Laura, se dijo. Quizá hasta la mirara de la misma forma que la había mirado a ella, y susurrara las mismas tonterías románticas.


La idea la molestaba mucho más de lo que debería. Sobre todo porque la única certeza que tenía sobre Pedro Alfonso era que para ella representaba un peligro emocional, social y económico. Bastarían unas cuantas palabras del médico para que comenzaran a correr rumores sobre ella por toda la localidad. Y le bastaba imaginarse a todo el pueblo intentando meterse en su vida para que se renovara el miedo que había estado intentando aplacar.


Y, definitivamente, Pedro representaba un peligro para su trabajo, un trabajo que ella necesitaba de forma desesperada. Sin casa, sin coche, sin informes, sin cartilla de la seguridad social y sin ahorros se encontraría en una situación muy difícil si la echaban. Especialmente estando Ana fuera.


De modo que, aunque tuviera que tragarse su orgullo, tendría que convertir en una prioridad el ganarse la confianza de Laura. Evitar la presencia del doctor Alfonso en su vida era imprescindible para ello.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 16

 


Se hizo un silencio absoluto entre ellos. Pedro habría jurado que podía oír los acelerados latidos del corazón de la joven. O quizá fueran los de su propio corazón... o los de ambos corazones latiendo al unísono.


Paula le dirigió una solemne mirada.


—¿Y usted por qué no quiere que yo sea su paciente?


—Porque —contestó él, sin poder evitar una ligera ronquera en su voz—, te quiero para otra cosa.


Aquella admisión pareció materializarse entre ellos, cargando el ambiente de una electricidad tan inasible como la niebla, pero no por ello menos real.


Paula volvió a ponerse en guardia.


—Entonces el problema es fácil de solucionar. Lo único que yo busco es un médico. Si me disculpa, tengo trabajo que hacer —y se movió con intención de pasar por delante de él.


Pedro comprendió que acababa de cometer un error táctico: le había dado una razón muy concreta para evitarlo.


—Paula —le bloqueó el paso y, en un impulso, la agarró por los hombros, intentando impedir que escapara una vez más—, no estaba intentando declararme, lo único que pretendía era ser sincero. ¿No puede haber por lo menos eso entre nosotros? No te estoy pidiendo nada más, sólo un poco de sinceridad.


Paula no se apartó de él, tal como Pedro en el fondo esperaba. Y tampoco le pidió que la dejara. Continuó completamente quieta y alzó la cara hacia él, cautivada al parecer por lo que acababa de decirle.


—¿Sinceridad? —una pesarosa sonrisa suavizó sus labios—. Gracias por tu sinceridad, Pedro —a Pedro le encantó escuchar su nombre modulado por aquella voz, pero apenas tuvo tiempo de saborear aquella sensación. Su atención se vio atrapada por la delicadeza de su mirada. Una delicadeza que magnificaba su ya seductora belleza—. Me siento halagada al saber que no soy la única que siente esta... esta química que hay entre nosotros.


Antes de que Pedro hubiera podido recuperar la voz, la mirada de Paula se posó en su boca y la joven alzó la mano para acariciar su rostro con una ternura exquisita.


—Pero no puedo tener ningún tipo de relación contigo. Así que, por favor, aléjate de mí.


Antes de que Pedro hubiera registrado totalmente el significado de sus palabras, se había separado de él y corría ya hacia el interior de la casa.


Pedro continuó mirándola fijamente, hechizado por la promesa que había encontrado en sus ojos, en su voz, en su cuerpo... y sorprendido por sus últimas palabras.


Sacudió la cabeza, intentando romper el sortilegio y esforzándose en encontrar algún sentido a lo ocurrido.


¿De verdad pensaba aquella mujer que iba a poder mantenerse apartado de ella después de haberle dejado disfrutar de la tierna sensualidad de su caricia?


Porque, si así era, Pedro iba a tener que añadir una palabra más a su diagnóstico: aquella mujer era una ilusa.





jueves, 17 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 15

 


Paula no estaba en la cocina, y tampoco en el pasillo, ni en la pequeña habitación para el servicio que había al lado de la puerta trasera. Justo cuando había llegado a la conclusión de que había abandonado la casa, Pedro advirtió un movimiento a través de la ventana.


Así que Paula estaba allí, en el jardín.


El corazón le dio un vuelco. Tenía otra oportunidad. Empujó la puerta y bajó los escalones que conducían al jardín. Había dejado de llover, pero la lluvia había dejado tras de sí una espesa niebla.


Paula se había detenido en un puente que cruzaba el arroyo que serpenteaba a lo largo del jardín. Estaba inclinada sobre la barandilla blanca, con la mirada perdida en la niebla. El sonido de los pasos de Pedro la alertó, y se volvió sobresaltada.


Su mirada desconcertada hizo que Pedro se detuviera. Se miraron el uno al otro en tenso silencio. Paula tenía el pelo empapado. La humedad lo rizaba suavemente, enmarcando su pálido rostro... un rostro con el que Pedro soñaba últimamente despierto.


—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó Paula por fin, mirándolo con recelo.


Pedro se metió las manos en los bolsillos, adoptando una pose relajada. No podía recordar la última vez que una mujer lo había recibido con tan poco entusiasmo, a menos que contara su último encuentro con ella.


—Qué extraño, estaba a punto de hacerte la misma pregunta.


—Eso no es asunto suyo, doctor Alfonso.


Pedro. Me llamo Pedro.


Paula desvió la mirada.


Lo estaba haciendo otra vez, se dijo Pedro. Lo estaba ignorando, y él no sabía cómo romper la barrera que estaba erigiendo. Y no sabía tampoco por qué tenía necesidad de hacerlo.


—¿Trabajas para Laura?


—Sí.


La respuesta lo sorprendió. No le gustaba que trabajara para Laura, y tampoco terminaba de comprender que lo hiciera. Había algo que no encajaba.


—¿Cómo...?


—Como sirvienta.


Pedro se le hacía muy difícil verla en ese papel. Sus modales refinados y su forma de hablar la hacían parecer una persona de educación universitaria. ¿Por qué motivo habría terminado trabajando para Laura?


Más preguntas para añadir a su ya larga lista de dudas sobre Paula Flowers.


—No elegiste hora para una próxima cita. Espero que por lo menos hayas seguido mi consejo: descanso, vitaminas y nada de trabajo duro.


Paula lo miró con el rostro encendido de indignación.


—No pienso ir a su consulta, y no voy a contestar a ninguna pregunta sobre mi salud. Pensé que había quedado muy claro. No quiero que usted sea mi médico.


Pedro se acercó a ella a grandes zancadas y la miró a los ojos.


—Y yo no quiero que seas mi paciente.


La sorpresa se hizo hueco en aquellos ojos profundamente grises, la sorpresa y quizá también cierta indignación.


—¿Entonces qué es lo que quiere?


«A ti». No lo dijo, pero lo sintió, y por el rubor que advirtió en su rostro, Paula debió adivinar su respuesta. Retrocedió ligeramente. Un movimiento inteligente.


Pedro se apoyó a su lado en el puente.


—Siempre estás huyendo de mí, ¿por qué?


Paula dejó escapar un suspiro de exasperación.


—¿Qué más le da? Usted no me conoce y yo no lo conozco. Y eso no va a cambiar. Debería volver a la cena. De un momento a otro, vendrán a buscarlo.


—Dímelo.


Paula apretó los labios y desvió la mirada. Pedro continuó estudiándola, intrigado por los sentimientos que la joven pretendía ocultar.


Al cabo de unos segundos, cuando Pedro estaba ya perdiendo la paciencia, Paula se volvió hacia él y lo miró a los ojos.


—Por si quiere saberlo, me ha puesto en una situación muy embarazosa en el comedor.


Pedro la miró desconcertado. Aunque era cierto que había contado la historia de los callos por ella, no entendía por qué podía haberle resultado embarazosa una situación a la que sólo ella y él podían encontrarle algún sentido.


—¿Y por qué?


—¿Quiere decir que no lo sabe?


—La verdad es que no.


—Se ha interrumpido en medio de la historia que estaba contando y se ha quedado mirándome boquiabierto.


—¿Que me he quedado mirándote? —la verdad era que no estaba muy seguro de cómo había reaccionado al verla—. ¿Dices que me he quedado mirándote boquiabierto?


—Sí, y claro, inmediatamente me han mirado todos los demás. Y después ha tenido que sacar a relucir —vaciló un momento—, lo de los callos.


—¿Y?


—¿Cómo que «¿y?» ¡Lo ha hecho deliberadamente!


—Pero no pretendía avergonzarte. Todavía no entiendo cómo he podido hacerlo. Al fin y al cabo, nadie excepto tú sabía tu opinión sobre mis manos.


—¡Yo no tengo ninguna opinión sobre sus manos! —protestó, con los ojos chispeantes por el enfado.


—¿Entonces por qué te quejaste?


—Yo no me quejé —empezaba a mostrarse visiblemente avergonzada—. Yo sólo... lo noté. Eso es todo —se mordió el labio y se aferró con fuerza a la barandilla del puente. Al cabo de un momento, admitió con pesar—: No tenía derecho a hacer una observación como aquélla. Algo tan personal. Lo siento.


—El caso es que no me afectó en absoluto — pero había otras muchas cosas de ella que sí lo afectaban. Como la deliciosa fragancia a manzano silvestre de su pelo, la calidad luminosa de su piel, la invitación de su boca o la forma en que la blusa se pegaba a su cuerpo, convertida por la humedad de la niebla en un velo casi transparente. Insinuaba formas que habría adorado explorar. Sentir, saborear...


Pedro tuvo que hacer un serio esfuerzo para sobreponerse a la tentación que lo asaltaba.


—¿Entonces no son mis manos la razón por la que no quieres que sea tu médico?


—Por supuesto que no.


—¿Cuál es entonces?



EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 14

 


Pedro continuaba sentado con la mirada fija en la dirección que Paula Flowers había tomado, apenas consciente de las respuestas que le estaba dando a su compañera de mesa.


Prácticamente había renunciado ya a volver a verla. Había estado atento durante toda una semana, esperando encontrársela o escuchar algún comentario sobre una recién llegada que encajara con su descripción. Pero nadie hablaba de ella, por lo menos delante de él.


Pronto había dejado de indagar. No quería que nadie reparara en su interés por ella, por lo menos hasta que supiera quién era y qué estaba haciendo allí. Quizá ni siquiera entonces continuara investigando. No era el tipo de mujer que pretendía encontrar. Era una mujer extraña, misteriosa, lo último que buscaba.


Así que había hecho todo lo que había estado en su mano para olvidarla.


Y no había funcionado.


Aquella noche, por primera vez desde su encuentro, había conseguido dejar de pensar en ella gracias a la distracción que le proporcionaba la cena de Laura. Pero entonces, en medio del relato de una estúpida anécdota, había alzado la mirada y la había encontrado frente a él.


La sorpresa lo había dejado sin habla. Estaba pálida, tenía un aspecto frágil, y estaba tan condenadamente hermosa que no había sido capaz de dejar de mirarla. ¿Pero qué estaría haciendo allí? Servir el café, evidentemente.


Y cuando había alzado su mirada increíblemente sensual hasta él, pensar se había convertido en un imposible. Su rostro conservaba el rubor que él recordaba de su primer encuentro, de la primera vez que la había tocado. Un poderoso deseo le exigía que volviera a tocarla, con más delicadeza aquella vez, de una forma que la haría temblar...


Pero era irritante que le bastara mirarla para que se desencadenara en su interior un deseo como aquél. Él era más fuerte que todo eso, era un hombre de principios, un hombre lógico, razonable, no un esclavo de los impulsos carnales. Podía ignorar el calor que se extendía por su cuerpo, ignorar aquellas estúpidas elucubraciones que lo llevaban a imaginar la expresión que tendría Paula en su cama.


Pero cuando se había marchado, sin dar la más ligera muestra de reconocimiento, como si no lo hubiera visto jamás en su vida, todas sus intenciones de resistirse a aquellos sentimientos habían desaparecido. Así que pretendía ignorarlo, ¿verdad? Pretendía actuar como si no se hubieran visto jamás. Pues iba a enseñarle que no sería nada fácil.


Tuvo que apretar los dientes y recordarse que Paula tenía todo el derecho del mundo a fingir que no se conocían. Como paciente suya que era, tenía que tener garantizado el derecho a la confidencialidad de sus visitas.


Pero, a un nivel exclusivamente personal, no podía tolerar que lo ignorara. Quería provocarle una respuesta, por pequeña que ésta fuera. Una sonrisa, un ceño fruncido, quizá. Una expresión de reconocimiento. Paula se lo debía, por todas las noches de insomnio que le había causado.


Con una habilidad de la que se sentía bastante orgulloso, había intercalado la queja de Paula sobre los callos de sus manos en la historia que estaba contando.


Paula había reaccionado de forma muy discreta. Estaba seguro de que nadie había advertido la tensión de sus labios. Por un momento, había llegado a temer que le vaciara la cafetera en el regazo.


Y aunque pudiera parecer extraño, una reacción de ese tipo lo habría aliviado. Se había preparado para agarrar cualquier objeto que la joven pudiera arrojarle, para agarrarla del brazo, sacarla de la habitación y castigarla con un largo y profundo beso...


Pero Paula había abandonado la habitación.


¿A dónde habría ido? ¿Se habría marchado? Y en cualquier caso, ¿qué estaría haciendo allí? ¿Trabajaría para Laura? O quizá trabajara en el club de campo, como André.


¿Volvería a verla otra vez?


Pedro dejó su servilleta en la mesa y se levantó.


—Perdonadme. Tengo un asunto que atender —murmuró para Laura y los demás invitados que lo estaban observando.


Antes de que nadie pudiera preguntar nada más, se alejó en la misma dirección que Paula había desaparecido. En aquella ocasión, no iba a permitir que se marchara tan fácilmente.



EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 13

 


Lo vio en cuanto dobló la esquina. Estaba sentado en el centro de la mesa, derrochando tanto humor y simpatía en su narración que todos estaban pendientes de él. Iba vestido con una camisa de seda oscura y una chaqueta. Un atuendo elegante y viril con el que estaba, sencillamente, devastador.


Laura Hampton, sentada a su derecha llevaba una blusa de satén color salmón que realzaba el color castaño de su pelo. Monica, con un elaborado peinado y un top de encaje, permanecía sentada a la izquierda de Alfonso.


Dolorosamente consciente de su uniforme, blusa blanca, falda negra y delantal rojo, Paula se sentía como una fregona tras un duro día de trabajo. De hecho, era precisamente una fregona tras un duro día de trabajo.


Y se negaba a sentirse inferior por ello. Lo único que estaba haciendo era ganarse honradamente un salario. No tenía nada de lo que avergonzarse. De manera que irguió los hombros, se detuvo tras la silla del primero de los invitados, alzó su taza de café y sirvió el oscuro brebaje con toda la gracia de la que fue capaz.


—El decano tenía un caballo árabe en el establo —estaba explicando el doctor— uno de los mejores ejemplares que he visto en mi vida: negro, con los músculos a tono y tan salvaje como hermoso.


Paula se acercó al siguiente invitado, que estaba sentado frente al médico, evitando en todo momento mirar a este último. Así que le gustaban los caballos. De hecho, por el tono de su voz, parecía adorarlos. ¿Y por qué aquello la conmovía de tal manera que habría sido capaz de olvidarse de la cafetera para poder escuchar atentamente su relato? Alzó otra taza y la sirvió.


Pedro iba adornando la historia con alguna que otra risa.


—La hija del decano, que tenía ya dieciocho años y se consideraba a sí misma la mejor amazona del mundo, intentó ensillarlo. Deberíais haberla visto cuando...


Se interrumpió bruscamente, a mitad de la frase. Intentando no preguntarse a qué se habría debido aquella interrupción que había dejado el comedor en un expectante silencio, Paula continuó concentrándose en el café.


—¿La hija del decano intentó ensillarlo y...? — preguntó Laura.


Pero el médico no continuó su relato. Y Paula no pudo evitar el mirarlo a la cara.


Fue un grave error.


Su mirada se encontró directamente con la suya. Alfonso la estaba mirando con tal intensidad que la joven se sonrojó al verlo. Oh, la había reconocido. Eso era evidente. Rápidamente, desvió la mirada, justo a tiempo para darse cuenta de que tenía en la mano un azucarero, en vez de una taza de café. Avergonzada, lo dejó de nuevo en la mesa y tomó la taza que estaba a su lado.


El silencio del médico continuaba mientras los invitados esperaban el final de su historia. Por el rabillo del ojo, Paula veía que continuaba observándola. Los demás intercambiaban ya miradas de curiosidad. ¿Pero qué otra cosa iban a hacer? El médico la estaba mirando de una forma muy poco delicada.


—¿Qué estabas diciendo, Pedro? —volvió a preguntar Laura malhumorada. Evidentemente, no le hacía ninguna gracia tener que competir con su sirvienta para captar la atención de un hombre.


—Ah, sí —dijo el médico, en un tono que parecía indicar que ya no se acordaba de lo que estaba contando.


—¿La chica intentó ensillar al caballo y...? —repitió Laura.


—Y lo hizo muy bien —murmuró Pedro.


Pero todo el mundo pudo darse cuenta de que estaba pensando en otra cosa.


Aunque Paula no quiso arriesgarse a mirarlo de nuevo, mientras se dirigía hacia el final de la mesa pudo ver que la estaba observando. Y pronto iba a tener que servirle el café.


—Realmente, el problema llegó cuando montó el caballo —y para alivio de Paula, decidió continuar su relato—. Terminó montada de espaldas, y cuando le tendí la mano para que pudiera darse la vuelta, hizo algo completamente extraño. Apartó la mano y dijo que no soportaba mis callos.


Paula contuvo la respiración, parte del café que estaba sirviendo rebosó el borde de la taza, quemándole los dedos.


—¿Qué les parece, señoras? —aunque se dirigía a las mujeres con las que compartía la mesa, estaba mirando a Paula, con la cabeza ligeramente inclinada y un brillo peculiar en la mirada—. ¿Tan desagradables son los callos en las manos de un hombre?


Las mujeres contestaron todas al mismo tiempo, con un coro de risas que a la joven le resultó profundamente molesto. Aunque los demás no se dieran cuenta, ¡el médico se estaba riendo de ella!


Afortunadamente, en ese momento André terminó de servir la tarta. Sin darle ninguna explicación, Paula le pasó la cafetera y se alejó del salón. Jamás se había sentido tan humillada. O, por lo menos, no lo recordaba.




miércoles, 16 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 12

 

Hasta las propias montañas parecían haberse vestido de primavera para la fiesta. Las flores silvestres, rosas, amarillas, azules..., tejían un intrincado encaje sobre sus laderas verdes, proporcionándole al campo de golf de Laura un marco digno de una artista.


Sin embargo, el lejano retumbar de un trueno y la luz de un relámpago, supusieron un rápido cambio de planes: la cena ya no podía celebrarse al aire libre. Así que, evitando a duras penas las enormes gotas de agua que comenzaban ya a caer, Paula y el camarero contratado trasladaron la mesa al comedor, mientras Laura daba la bienvenida a los invitados en el espacioso salón de su mansión.


Paula esperaba poder estar fuera de escena durante toda la noche, y dedicarse a trabajar en la cocina. André tenía mucha experiencia en servir fiestas y cenas, de modo que podría manejárselas perfectamente en aquella cena de diez comensales.


A través de las puertas que separaban el comedor del salón, Paula pudo echar un vistazo a los invitados charlando entre las bandejas de entremeses que habían dispuesto en distintas mesas. La mayor parte de ellos, por lo que André le había contado, eran miembros del club de campo o de la estación de esquí de la que Laura era propietaria.


La joven se preguntaba si el doctor Alfonso no habría llegado todavía.


Pero, aunque hubiera llegado, no iba a fijarse en ella, se prometió. Y aunque lo hiciera, no podía ocurrirle nada. Por insultado que se hubiera podido sentir cuando había decidido aplazar la revisión hasta que llegara el otro médico, no iba a mencionarlo en una situación como aquélla. Por supuesto que no. Posiblemente, ni siquiera repararía en su presencia. En ocasiones como aquélla, los sirvientes eran prácticamente invisibles.


Aun así, soltó un suspiro de alivio cuando puso el último plato en la mesa del comedor y pudo regresar al refugio que le proporcionaba la cocina, donde se dedicó a continuar preparando bandejas de aperitivos.


En realidad, comprendió entonces, no era la reacción del doctor Alfonso la que le preocupaba. Era la suya. Se había sentido tan violentamente atraída hacia él que había hecho el ridículo el día que había estado en su consulta. Había permanecido en silencio durante la mayor parte de la visita y lo único que se le había ocurrido había sido un absurdo comentario sobre los callos de sus manos. Y como no podía confiar su capacidad de mantener cierto decoro en su presencia, tenía que procurar mantenerse a una prudente distancia.


—¿Puedes servir cuatro copas de Chardonnay, querida? —le preguntó André—. Ahora volveré a por ellas.


Paula sonrió, admirando el entusiasmo y la energía de aquel camarero. Ella necesitaría parte de esa energía, porque la suya estaba seriamente debilitada. El día había sido muy largo y había estado repleto de emociones demasiado agitadas.


No quería ver al doctor Pedro Alfonso otra vez. Porque le bastaba pensar en él para que el pulso se le acelerara.


Obligándose a mantenerlo fuera de su mente, sirvió el vino en cuatro delicadas copas de cristal. La luz se filtraba a través de aquel líquido fragante. Y de pronto un recuerdo se materializó. Ella había estado con una de esas copas en la mano, elevándola para hacer un brindis.


¡Era un recuerdo! ¡Un recuerdo auténtico! Dejó la botella en la mesa, intentando retener aquel recuerdo, mientras estallaba una alegría desbordante en su interior. Tenía tanto miedo de no volver a recuperar nunca la memoria... y de pronto allí estaba. Cerró los ojos y saboreó el recuerdo de aquella escena mientras intentaba recordar algo más, ver el rostro de las personas con las que estaba, o identificar al menos el lugar.


Pero no emergía ningún nuevo detalle a la superficie.


Aunque desilusionada en cierta manera, terminó de servir las copas mucho más animada de lo que anteriormente había estado. Por lo menos había recuperado un fragmento de memoria. Y aunque no podía estar del todo segura, creía que aquel brindis había sido en su honor. Era una celebración de algún tipo. ¿Pero qué estaría celebrando?


Estaba tan distraída en sus especulaciones, que cuando llegó hasta sus oídos una voz masculina particularmente grave procedente del salón la sorprendió con la guardia completamente baja. Reconoció aquella voz... y reaccionó inmediatamente a ella.


El doctor Alfonso estaba allí.


Prometiéndose con renovado fervor pasar el resto de la noche en la cocina, encontró tareas más que suficientes para mantenerse ocupada mientras daba el toque final a los cócteles, la sopa, las ensaladas y el plato principal.


El problema llegó a la hora del postre.


—Mientras sirvo el pastel y el helado —le indicó André—, vete sirviendo el café —y no había forma de discutir aquella propuesta.


El helado se derretiría antes de que se sirviera el café si ella no lo hacía.


Consideró la posibilidad de fingirse enferma, pero no podía arruinarle la noche a André. Además, antes o después iba a tener que volver a encontrarse con el doctor Alfonso, sobre todo si continuaba saliendo con Laura.


Escudándose en aquel lúgubre pensamiento, agarró la cafetera y siguió al camarero. Al acercarse al arco que daba entrada a la zona del comedor, oyó el rumor de las conversaciones. Entre ellas destacaba la casi musical voz del doctor Alfonso, que estaba relatando alguna anécdota.