Paula no estaba en la cocina, y tampoco en el pasillo, ni en la pequeña habitación para el servicio que había al lado de la puerta trasera. Justo cuando había llegado a la conclusión de que había abandonado la casa, Pedro advirtió un movimiento a través de la ventana.
Así que Paula estaba allí, en el jardín.
El corazón le dio un vuelco. Tenía otra oportunidad. Empujó la puerta y bajó los escalones que conducían al jardín. Había dejado de llover, pero la lluvia había dejado tras de sí una espesa niebla.
Paula se había detenido en un puente que cruzaba el arroyo que serpenteaba a lo largo del jardín. Estaba inclinada sobre la barandilla blanca, con la mirada perdida en la niebla. El sonido de los pasos de Pedro la alertó, y se volvió sobresaltada.
Su mirada desconcertada hizo que Pedro se detuviera. Se miraron el uno al otro en tenso silencio. Paula tenía el pelo empapado. La humedad lo rizaba suavemente, enmarcando su pálido rostro... un rostro con el que Pedro soñaba últimamente despierto.
—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó Paula por fin, mirándolo con recelo.
Pedro se metió las manos en los bolsillos, adoptando una pose relajada. No podía recordar la última vez que una mujer lo había recibido con tan poco entusiasmo, a menos que contara su último encuentro con ella.
—Qué extraño, estaba a punto de hacerte la misma pregunta.
—Eso no es asunto suyo, doctor Alfonso.
—Pedro. Me llamo Pedro.
Paula desvió la mirada.
Lo estaba haciendo otra vez, se dijo Pedro. Lo estaba ignorando, y él no sabía cómo romper la barrera que estaba erigiendo. Y no sabía tampoco por qué tenía necesidad de hacerlo.
—¿Trabajas para Laura?
—Sí.
La respuesta lo sorprendió. No le gustaba que trabajara para Laura, y tampoco terminaba de comprender que lo hiciera. Había algo que no encajaba.
—¿Cómo...?
—Como sirvienta.
A Pedro se le hacía muy difícil verla en ese papel. Sus modales refinados y su forma de hablar la hacían parecer una persona de educación universitaria. ¿Por qué motivo habría terminado trabajando para Laura?
Más preguntas para añadir a su ya larga lista de dudas sobre Paula Flowers.
—No elegiste hora para una próxima cita. Espero que por lo menos hayas seguido mi consejo: descanso, vitaminas y nada de trabajo duro.
Paula lo miró con el rostro encendido de indignación.
—No pienso ir a su consulta, y no voy a contestar a ninguna pregunta sobre mi salud. Pensé que había quedado muy claro. No quiero que usted sea mi médico.
Pedro se acercó a ella a grandes zancadas y la miró a los ojos.
—Y yo no quiero que seas mi paciente.
La sorpresa se hizo hueco en aquellos ojos profundamente grises, la sorpresa y quizá también cierta indignación.
—¿Entonces qué es lo que quiere?
«A ti». No lo dijo, pero lo sintió, y por el rubor que advirtió en su rostro, Paula debió adivinar su respuesta. Retrocedió ligeramente. Un movimiento inteligente.
Pedro se apoyó a su lado en el puente.
—Siempre estás huyendo de mí, ¿por qué?
Paula dejó escapar un suspiro de exasperación.
—¿Qué más le da? Usted no me conoce y yo no lo conozco. Y eso no va a cambiar. Debería volver a la cena. De un momento a otro, vendrán a buscarlo.
—Dímelo.
Paula apretó los labios y desvió la mirada. Pedro continuó estudiándola, intrigado por los sentimientos que la joven pretendía ocultar.
Al cabo de unos segundos, cuando Pedro estaba ya perdiendo la paciencia, Paula se volvió hacia él y lo miró a los ojos.
—Por si quiere saberlo, me ha puesto en una situación muy embarazosa en el comedor.
Pedro la miró desconcertado. Aunque era cierto que había contado la historia de los callos por ella, no entendía por qué podía haberle resultado embarazosa una situación a la que sólo ella y él podían encontrarle algún sentido.
—¿Y por qué?
—¿Quiere decir que no lo sabe?
—La verdad es que no.
—Se ha interrumpido en medio de la historia que estaba contando y se ha quedado mirándome boquiabierto.
—¿Que me he quedado mirándote? —la verdad era que no estaba muy seguro de cómo había reaccionado al verla—. ¿Dices que me he quedado mirándote boquiabierto?
—Sí, y claro, inmediatamente me han mirado todos los demás. Y después ha tenido que sacar a relucir —vaciló un momento—, lo de los callos.
—¿Y?
—¿Cómo que «¿y?» ¡Lo ha hecho deliberadamente!
—Pero no pretendía avergonzarte. Todavía no entiendo cómo he podido hacerlo. Al fin y al cabo, nadie excepto tú sabía tu opinión sobre mis manos.
—¡Yo no tengo ninguna opinión sobre sus manos! —protestó, con los ojos chispeantes por el enfado.
—¿Entonces por qué te quejaste?
—Yo no me quejé —empezaba a mostrarse visiblemente avergonzada—. Yo sólo... lo noté. Eso es todo —se mordió el labio y se aferró con fuerza a la barandilla del puente. Al cabo de un momento, admitió con pesar—: No tenía derecho a hacer una observación como aquélla. Algo tan personal. Lo siento.
—El caso es que no me afectó en absoluto — pero había otras muchas cosas de ella que sí lo afectaban. Como la deliciosa fragancia a manzano silvestre de su pelo, la calidad luminosa de su piel, la invitación de su boca o la forma en que la blusa se pegaba a su cuerpo, convertida por la humedad de la niebla en un velo casi transparente. Insinuaba formas que habría adorado explorar. Sentir, saborear...
Pedro tuvo que hacer un serio esfuerzo para sobreponerse a la tentación que lo asaltaba.
—¿Entonces no son mis manos la razón por la que no quieres que sea tu médico?
—Por supuesto que no.
—¿Cuál es entonces?