Las preguntas e inseguridades sobre su pasado la mantenían despierta durante la mayor parte de la noche, y cuando el sueño llegaba terminaban despertándola las pesadillas.
—Estás muy estresada, y la culpa es mía.
—No empieces otra vez.
—Pero es que es verdad —en el delgado rostro de Ana volvieron a reflejarse la culpa y la preocupación. Por muchas veces que Paula le asegurara que no tenía sentido que se culpara por el accidente, Ana seguía atormentándose a sí misma con sentimientos de culpabilidad—. Lo siento tanto, Paula. Si no hubiera sido por mí, no te encontrarías ahora en esta difícil situación. Debería haber prestado más atención, quizá así hubiera evitado atropellarte.
—El accidente fue culpa mía, no tuya. Si no hubiera sido tu coche, habría terminado atropellándome otro —Paula tomó la mano de su amiga—. Tú has sido mi ángel de la guarda, Ana. Me llevaste al hospital y te quedaste conmigo durante tres días, pagaste las cuentas, me has traído a tu casa y me has ayudado a encontrar trabajo.
—Sí, un trabajo que te está dejando completamente exhausta —sacudió la cabeza con tristeza—. Tú no eres mujer para trabajar limpiando casas, y trabajar con Laura no creo que sea nada fácil. Es una esnob y sus hijos son muy revoltosos. Sé que espera que te ocupes de ellos, aunque teóricamente eso no forma parte de tu trabajo.
—El trabajo está bien. Y no sabes cuánto te agradezco que me ayudaras a encontrarlo.
Pero Ana no estaba dispuesta a dejar que acallaran su conciencia. Surcaban su frente pequeñas arrugas de inquietud.
—Sé que no te gusta hablar de esto, Paula, pero han pasado ya seis semanas y todavía no has recordado quién eres, ni dónde vivías. He estado revisando por Internet los informes sobre personas desaparecidas, he ido a casi todas las comisarías de Denver, he visto docenas de fotos y todavía no tengo una sola pista —se interrumpió un instante. Paula se estremeció al imaginarse lo que le iba a decir a continuación—. Creo que ya es hora de que informes a las autoridades o te decidas a utilizar los medios de comunicación.
—No —un escalofrío de terror recorrió la espalda de Paula. No era capaz de soportar la idea de proclamar su debilidad al mundo y tener que esperar a que algún desconocido llegara a reclamarla—. Todavía no estoy preparada para decírselo a nadie.
—Sigues teniendo miedo, ¿verdad?
Paula vaciló, deseando poder eludir la pregunta.
—Estoy convencida de que alguien me perseguía cuando me puse a cruzar corriendo esa carretera. No recuerdo quién ni por qué, pero recuerdo perfectamente la sensación de pánico y la certeza de que tenía que alejarme de allí. Tú misma dijiste que parecía estar huyendo de algo.
—Eso es cierto —Ana la miró un tanto desconcertada—. Pero también es posible que estuvieras intentando parar a un taxi. Tu miedo podría ser un síntoma del accidente. Al fin y al cabo, te diste un golpe terrible.
—Estoy segura de que alguien me seguía. Alguien que estaba enfadado, una persona violenta y cruel —se estremeció ante aquella sombra de recuerdo que continuaba amenazando su sueño—. Hasta que no recuerde algo más sobre mi situación, no quiero informar a las autoridades. Pero tengo un plan para comenzar a buscar pistas sobre mi pasado. Volveré a Denver, a la calle en la que sucedió todo, para ver si recupero la memoria.
—Podría funcionar —se mostró de acuerdo Ana, aunque la preocupación no había desaparecido de su rostro—. ¿Pero cómo piensas ir hasta allí? No puedes conducir y yo no puedo llevarte. Teo insiste en que nos vayamos mañana de camping. Ha estado planeando este viaje durante todo el año y no consigo quitárselo de la cabeza.
—Pues ve y procura disfrutar, por el amor de Dios. Necesitas un descanso tanto como él. Y, por favor, no te preocupes por mí. Cuando esté lista para volver al escenario del accidente, ya encontraré la forma de ir hasta allí. Es posible que los recuerdos fluyan entonces por sí solos —sonrió, decidida a mostrarse optimista—. Es posible incluso que alguien haya puesto carteles sobre mi desaparición.
Ana asintió y sonrió, pero Paula veía la duda en sus ojos. Y un intenso dolor la golpeó al pensar que aquella amiga a la que prácticamente no conocía podía ser la única persona del mundo a la que le importara.
—No quiero que te preocupes por mí, Ana.
—Entonces vuelve a ver al doctor Alfonso y cuéntale lo de la amnesia. No quiero que te ocurra nada mientras estoy fuera. Te diste un golpe muy serio en la cabeza. Debería haber algún médico pendiente de ti.
—Lo siento, pero no puedo —cada vez que pensaba en confiarle a alguien, a quien fuera, su secreto, una terrible sensación de pavor la detenía. Una historia como aquélla podía acabar en los periódicos, incluso en la televisión. Y después de una aparición así, cualquiera podría presentarse en la puerta de su casa con intención de llevársela. Un sudor frío cubría las palmas de sus manos cuando pensaba en ello.
Haciendo un gran esfuerzo, apartó el miedo hasta el último rincón de su mente. No podía permitir que el terror la dominara.
Pero había otras razones más prácticas por las que prefería mantener en secreto lo de la amnesia. En primer lugar, no era un trastorno que mucha gente comprendiera. El marido de Ana, la única persona que además de ella estaba al corriente de su enfermedad, todavía no confiaba en ella. Paula le había oído decirle a Ana que toda la historia de la amnesia era un simple montaje y que, aunque estaba dispuesto a mantener la boca cerrada, iba a estar atento a cada uno de sus movimientos.
Paula se imaginaba perfectamente lo que ocurriría si el secreto de su amnesia se extendía. Todo el mundo comenzaría a sospechar posibles motivos, a cada cual más terrible, por los que había decidido quedarse en aquel lugar. Perdería su trabajo. Entonces tendría que marcharse de allí y comenzar de nuevo en cualquier otra parte, sin conocer a nadie.
Ni siquiera a sí misma.
—Por lo menos prométeme —le suplicó Ana—, que si vuelves a tener un mareo irás a ver al doctor Alfonso, incluso en el caso de que no quieras mencionarle lo de la amnesia. Lo conozco desde que era un crío. Le enseñé Matemáticas. Y, francamente, no puedo recordar un estudiante más capaz y más digno de confianza —Ana sacudió la cabeza—. Ese chico estaba decidido a conseguir una beca e hizo todo lo que estuvo en su mano para que así fuera. Consiguió una beca en Harvard. Siempre lo he admirado por ello, especialmente considerando la familia de la que procede.
—¿De qué familia procede?
Ana se sonrojó ligeramente y vaciló, como si se arrepintiera de haber sacado a colación aquel tema.
—Oh, sus padres siempre fueron un poco... diferentes, eso es todo. No quiero decir que fueran malos. Simplemente, su modo de vida le hizo las cosas un tanto difíciles a Pedro —al cabo de algunos segundos de reflexión, sacudió la mano, como si quisiera olvidarse de aquello—. El caso es que, por encima de todos los obstáculos, Pedro consiguió una beca para estudiar en Harvard. Y estoy convencida de que es un magnífico médico.
—No lo dudo —musitó Paula, distraída por la imágenes que Ana acababa de despertar en su mente. Casi tuvo que morderse la lengua para no seguir haciendo preguntas sobre él. ¿Pero por qué quería más información sobre él? Por bueno que fuera, lo único cierto era que representaba un serio peligro para ella.
—Por favor, Paula —insistió Ana—. Prométeme que si necesitas ayuda cuando yo esté fuera, volverás a verlo.
Paula miró a su amiga, aquel ángel que la miraba con expresión suplicante.
Lo que tenía que hacer, se dijo, era asegurarse de que no iba a necesitar ayuda de ningún tipo mientras Ana estuviera fuera. Y, en segundo lugar, dejar de pensar de una vez por todas en el doctor Pedro Alfonso.