viernes, 11 de septiembre de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 61

 

Pedro anduvo por Main Street como si no tuviera ninguna otra preocupación en el mundo. Era un poco sorprendente, considerando que, lo mirara como lo mirara, no tenía ni cinco. Mientras andaba, daba las buenas tardes a la gente que conocía y a los que no, los saludaba con la mano. Era consciente de sus expresiones atónitas, no podían creerlo, se sentían como si acabaran de entrar en la Zona Oscura.

Pedro disfrutaba con la confusión. Por eso había dejado aparcado el coche a la salida del pueblo. Qué diablos, si iba a tirar su vida por la borda, lo mejor era hacerlo con una sonrisa.

Soplaba viento del norte desde el océano y hacía frío. Disfrutó con el olor del mar. Era bueno estar de nuevo en casa. Se sentía mejor que nunca desde que se le había ocurrido la última locura.

Después de escapar de Lenape Bay como un ladrón en la oscuridad había cogido el primer vuelo a California. La versión de Paula sobre los acontecimientos de aquella mañana trágica era tan distinta a la suya que no había tenido más remedio que alejarse de todo y de todos los que le recordaban aquel lugar.

Cuando le había contado a su madre la locura que se le había ocurrido, le abrazó y le dijo que había pasado quince años rezando para que olvidara la idea de vengarse y siguiera adelante con su vida. El hecho de que seguir adelante con su vida incluyera a Paula no había hecho sino alegrarla más aún.

Pedro sonrió. La vida estaba llena de sorpresas. Había creído ser muy listo saliendo con la hija de su enemigo para desafiarle. Sin embargo, Claudio lo había sabido todo el tiempo. Sólo les había permitido que se implicaran cada vez más porque eso servía a sus propios fines.

Al final, habían caído los tres en sus manos, Paula, Pablo y él mismo. La actitud de rebeldía había sido la mejor herramienta de que había dispuesto Claudio para cumplir con un viejo anhelo, echar a los Alfonso de Lenape Bay. Cada gamberrada no había servido sino para contribuir a un plan preconcebido. Ahora lo veía todo con claridad.

Amaba a Paula. En cierto modo, nunca había dejado de amarla, había sido su norte, su ancla, la razón por la que se había sentido obligado a triunfar. Por ella había vuelto convertido en el héroe de todos.

De todos menos de la persona cuya opinión era la más importante para Pedro, Paula.

Sin embargo, ella le había devuelto la pelota. Llegó el momento inevitable de las decisiones. Podía continuar con su plan y hundir el banco, pero sin deseos de venganza que satisfacer no tenía ningún sentido. Claudio había muerto. Paula y Pablo habían sido tan víctimas como él, quizá más.

Pedro sacó un sobre del bolsillo. Contenía todo lo que poseía. Había liquidado todo para convertirlo en aquel cheque al portador. En unos segundos se lo entregaría a Pablo Chaves.

Se rió de lo absurdo de todo. Era chistoso pensar que su futuro quedaba irremisiblemente ligado a Lenape Bay y al éxito del proyecto. Lo que había comenzado como un plan se había convertido en el momento más importante de su vida.

Se preguntó lo que iba a decir Paula. Le había declarado su amor, pero eso había sido antes de dejarla abandonada por segunda vez. ¿Cuántas veces se podía abandonar a una persona sin que te retirara su confianza? No sabía la respuesta, pero lo había apostado todo a que podrían tener una oportunidad de ser felices allí.



ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 60

 


El agua de la tetera silbó. Pablo sirvió con una mano mientras que se desperezaba con la otra.

—Papá y yo fuimos a la cabaña. Él estaba furioso por lo que Pedro le había hecho al Cadillac y al banco. Nunca le había visto tan fuera de sí. De verdad pensé que iba a matarle. Cuando sacó mi bate de béisbol del garaje, estuve seguro.

—¿Cómo sabía papá lo de la cabaña? Yo nunca se lo conté a nadie.

—Yo lo sabía. Te seguí hasta allí varias veces cuando te escapabas para verte con Pedro. Imaginé que estaría allí.

—¿Qué le hizo papá?

—Paula, no le atizó, si te refieres a eso. Podría haberlo hecho sin que nadie le pidiera cuentas. Estaba claro que habíais pasado la noche juntos. Papá sólo habría cuidado de su hija.

—Pero papá no era así, ¿verdad? Tenía otro modo de tratar a la gente que no le gustaba. ¿Qué le dijo a Pedro?

—Le dijo que se fuera del pueblo.

—O si no, ¿qué?

—O que si no le demandaría por lo que le había hecho al banco. Y por ti también.

—¿Nada más?

—No que yo recuerde.

—Eso no hubiera asustado a Pedro, Pablo. Tú sabes cómo habría reaccionado. Se habría obstinado en quedarse más que nunca, aunque sólo fuera para desafiar a papá. Tuvo que haber algo más.

La cara de Pablo se iluminó como si se hubiera encendido una bombilla en su cerebro.

—¡La casa de su madre! ¡Eso es! Había olvidado que le amenazó con hacer efectiva la hipoteca y dejar a su madre en la calle.

Paula tuvo que cerrar los ojos. Pedro tenía razón. Su padre le había hecho pasar un auténtico calvario y ella nunca lo había sabido.

—Dijo que papá era un bastardo y yo le defendí —murmuró ella con una sonrisa amarga—. Me encaré con él porque creía que nuestro padre era un hombre honrado.

—Papá era las dos cosas. El problema consistía en que Pedro y él se parecían demasiado. Pedro era demasiado joven como para plantarle cara. Una causa perdida desde el principio. Pedro no lo habría admitido a no ser que le obligaran.

—Y los dos caímos en manos de papá.

—Ninguno pudimos elegir otra opción, Paula. Ya sabes cómo era. Tenía que controlarlo todo. A nosotros, al pueblo, todo.

—Podíamos habernos rebelado.

Pablo sacudió la cabeza.

—¿Y dónde habríamos llegado? Éramos unos niños. No sólo era nuestro padre, era nuestro dios. Todavía trato de quitarme su sombra de encima.

—Pablo…

—No, no trates de consolarme. Lo has estado haciendo durante años. Sé lo que piensas. Estabas contra Maiden Point desde el principio. Me equivoqué con Pedro lo mismo que con papá.

—He venido a averiguar la verdad, Pablo. No a hacer acusaciones. Dios sabe que tendría que empezar por mí misma. He pasado los mejores años de mi vida creyendo una sarta de mentiras.

Nunca le había preguntado a su padre directamente. Había sido más fácil echarle toda la culpa a Pedro. Había preferido creer que era capaz de hacerle el amor y después abandonarla que poner en entredicho la adoración que sentía por Claudio. Pedro era el malo del cuento, el demonio disfrazado de ángel. Pero era demasiado tarde para llorar, demasiado tarde para recriminaciones. Había cometido un error y lo había pagado muy caro.

Contempló a su hermano. Él le devolvió la mirada.

—¿Dónde nos deja esto, Paula? ¿De verdad va a incumplir con los préstamos?

—Eso me ha dicho.

—Va a suponer el derrumbe.

—Lo sé.

Pablo fue al fregadero y tiró el contenido de su taza.

—¿Quieres que te diga una cosa? Nunca odié a Pedro, de verdad. Nunca. Ni siquiera cuando se dedicaba a pegarme siendo unos críos. Siempre le respeté. A veces, incluso deseaba ser como él. Es gracioso. Sólo he sentido eso por dos hombres en toda mi vida. Por Pedro y… por papá.

Paula se levantó y abrazó a su hermano.

—¿Qué vamos a hacer, Paula?

—Hay que intentar que cambie de opinión.

—Sí. Pero, ¿cómo?

—Quizá baste con la verdad. No lo sé. Lo primero que hay que hacer es hablar con él.

Paula recogió su bolso y fue con su hermano hasta la puerta principal. Estaba amaneciendo. Se despidieron con un beso.

—Llámame —dijo él.

Paula asintió, y se disponía a salir cuando recordó algo importante.

—Una cosa más. Pedro me ha contado que fue a buscarme a casa esa mañana. Dice que me vio en la ventana de mi habitación. ¿Quién era, Pablo? ¿Quién simulaba ser yo?

—Era Lorena.

—¡Lorena!

Pablo sonrió avergonzado.

—Tú no eras la única que se divertía a espaldas de papá. Estábamos en mi habitación cuando oímos la moto. Yo bajé y salí. Ella fue a tu habitación a mirar.

—¡Esto sí que no puedo creerlo! ¡Lorena!

—¿Quién me llama?

Paula alzó la vista y descubrió a su cuñada en mitad de la escalera. Llevaba una bata rosa, zapatillas a juego y una redecilla en el pelo.

—Le estaba contando a Paula que solíamos escondemos en mi habitación para jugar a médicos y enfermeras.

—¡Pablo! ¿Cómo se te ocurre contárselo ahora? —dio Lorena abrazando a su marido—. No te creas todo lo que cuenta, Paula. Eso fue hace mucho tiempo. Ahora… ahora hemos cambiado.

Paula no tuvo más remedio que sonreír ante lo absurdo de todo. Mientras ponía el coche en marcha, recordó las palabras de Lorena.

«Ahora hemos cambiado».



Deseó que fuera cierto porque era la única esperanza que tenía para que Devon cambiara de opinión, tomó el camino de las dunas. El Jaguar no estaba aparcado junto a la casona. Parecía vacía, hermética.

Fue a echar un vistazo más de cerca. No sólo parecía vacía sino abandonada. Se llevó la mano al pecho en un intento inconsciente por dominar su pánico. Fue a mirar al embarcadero. La moto de agua había desaparecido, la cuerda de amarre se balanceaba en la brisa del amanecer. Se mecía como burlándose de ella mientras se daba cuenta de la verdad.

Devon se había ido.

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Escaneado por Jandra-Mariquiña y corregido por Tere Nº Paginas 99-107

«Puedo salir de aquí en diez minutos. Cinco si es necesario».

Podía y lo había hecho.

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 59

 


La casa de su hermano se hallaba a oscuras cuando Paula llegó. La puerta estaba cerrada. Llamó varias veces al timbre y, cuando nadie contestó, llamó con los puños. Una luz se encendió en el vestíbulo al mismo tiempo que la puerta se abría de golpe.

—¿Qué…? ¡Paula!

—Déjame pasar, Pablo. Tengo que hablar contigo.

—¿Ahora? ¿No sabes qué hora es?

—Ni lo sé, ni me importa. Y no puedo esperar hasta mañana.

Paula entró sin permiso y se abrió paso hasta la cocina andando a zancadas. Su hermano la siguió.

—¿No puedes hacer menos ruido? Lorena está durmiendo.

Paula le miró. Tenía la cara tensa, agria, furiosa.

—¿Es que ha muerto alguien?

—Todavía no. Será mejor que hagas café, Pablo. Va a ser una conversación muy larga.

—Paula, no puedo pasarme la noche hablando. Tengo una reunión importante a las ocho.

—Yo de ti no me preocuparía mucho por el banco. Dentro de un mes, puede que ni exista.

—¿A qué te refieres? —preguntó su hermano muy serio.

—A Maiden Point.

—¡Ah, vamos! No empieces con eso otra vez.

—No, no son cuentos viejos. Esto son noticias frescas. Acabo de ver a Pedro.

—¿Y qué? ¿Te ha dicho algo sobre el pago?

—No mucho. Sólo que no va a haber ningún pago.

—Paula, ¿qué demonios te propones? ¿De qué hablas?

—Hablo de mentiras, Pablo. Mentiras profundas y escondidas. Mentiras que llevas tan dentro que has llegado a pensar que son la verdad.

—¿Qué mentiras? —preguntó su hermano sin poder disimular una mirada de preocupación.

—Cuéntame lo que pasó a la mañana siguiente de mi baile de graduación. 

Pablo se apartó de ella. Puso agua a calentar y preparó dos tazas con café instantáneo.

—¿Qué pasa con eso?

—Dime lo que ocurrió realmente.

—Que Pedro se fue del pueblo.

—Ya lo sé. Dime algo que yo no sepa.

—¿Estamos hablando de papá y Pedro?

Paula se esforzó por mantener a raya a su estómago.

—Sí. ¿Qué pasó entre ellos? Quiero saber la verdad.

—De acuerdo —suspiró él—. Debería habértelo contado hace años. Incluso lo intenté un par de veces, pero tú siempre me cortabas. Así que me imaginé que no querías saberlo.

—Cuéntamelo ahora.



jueves, 10 de septiembre de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 58

 


Las manos recorrieron su cuerpo victoriosamente. Su sexo pugnaba por liberarse de la prisión de los pantalones. Se los desabrochó e introdujo la mano. Estaba duro, ardiente, hinchado.

—Paula.

—Me amas, Pedro. Lo sabes. No podrías estar así si no fuera verdad.

—No es amor, pequeña. Es sexo.

—Demuéstramelo.

Los ojos azules se oscurecieron ante el desafío. La alzó en brazos para subirla al mostrador. En menos de un minuto su ropa interior se apilaba en el suelo y el estaba entre sus piernas. Con un impulso salvaje entró en ella.

Paula se regocijó ante su urgencia. Le echó las manos al cuello y, rodeando su cintura con las piernas, hizo que se recostara encima de ella.

Los documentos se desparramaron sobre el suelo mientras ellos hacían el amor de una manera frenética, como si fueran las únicas personas sobre la tierra y supieran que jamás volverían a encontrarse.

Entonces, de repente, todo se tranquilizó. Adoptaron un ritmo suave en el que los besos de Pedro eran una lluvia cálida sobre su rostro. Le abrió la blusa para besarle los pechos. Cuando la miró a los ojos descubrió que estaba llorando. Un pequeño arroyuelo que se perdía en sus cabellos.

—Te amo —dijo ella cuando le secó las lágrimas.

Estaba decidida a que lo supiera por mucho que se negara a creerla. Pedro cerró los ojos ya que no podía hacer oídos sordos a sus palabras. Le hizo el amor con toda la ternura que había estado atesorando en el fondo de su alma. Había estado escondida tanto tiempo que había olvidado la sensación de dar libremente tanto cariño y perdió la noción del tiempo, de la razón, de sí mismo.

Pedro se incorporó arrastrándola consigo. Paula se balanceó en el borde del mostrador. La colmaba al ritmo de una música interna y erótica que surgía de las entrañas de sus cuerpos y tuvo que aferrarse a sus hombros para no caer. Pronto estuvo fuera de control, su cuerpo se debatía por estar más cerca, por sentirle más dentro. Ahogó sus gemidos en el hueco de su cuello.

Aquellos gemidos le volvían loco, acercándole a su propio clímax. Sintió que Paula se apretaba contra él mientras los espasmos sacudían su cuerpo como si fuera un pelele. Sus labios se buscaron con una emoción que había tardado quince años en crecer. Gritó su nombre y se dejó ir dándole todo lo que poseía, su corazón, su alma, su esencia misma.

Cuando todo terminó, no se movió. No podía. Los recuerdos antiguos y los sentimientos del presente giraban como un torbellino en su cabeza. Necesitaba tiempo para pensar. Tenía que salir de allí, alejarse de ella. Dejar la ciudad sería lo mejor. La vieja Casa de Claudio era el último lugar del mundo en el que quería estar.

Miró a Paula y descubrió que ella le estaba estudiando. Esperaba a que dijera algo. Pedro le acarició el rostro y le besó suavemente los labios.

En una cosa, Paula tenía razón. La amaba. Sin embargo, creerla era bien distinto. No estaba preparado, quizá no lo estuviera nunca. Se apartó de ella para recoger sus ropas.

—Esto no debería haber pasado —dijo él.

—¿Por qué? Es lo que pasa siempre que estamos a solas. Nos amamos. ¿Por qué debería ser diferente esta noche?

—No importa que no amemos o no, Paula. La farsa ha terminado.

Paula sintió que el corazón le bailaba en el pecho. No lo había negado.

—Nunca fue una farsa. Si lo que dices es cierto, mi padre nos engañó a los dos.

Pedro sacudió la cabeza incapaz de aceptar lo que estaba oyendo.

—Afortunadamente para ti, Claudio está muerto. No puede responder a nuestras preguntas.

—Pero Pablo no. Yo no estaba en la casa aquella mañana, Pedro. Iba a reunirme contigo.

Pedro volvió a sacudir la cabeza. Por mucho que quisiera creer en sus palabras, los viejos hábitos tardan en desaparecer. Si lo que decía era verdad alteraría lo que le había impulsado a seguir vivo durante quince años.

Pero, ¿podía ser verdad? ¿Había querido realmente reunirse con él en la cabaña? ¿Podían haber sido tan ingenuos como para dejar que otros decidieran sus vidas aquel día?

No. No podía aceptarlo. Sin decir una palabra. Fue hacia la puerta pero se volvió en el último momento.

—Si no eras tú la que estabas en la ventana de tu habitación esa mañana. ¿Quién era entonces?

—No lo sé —respondió ella.

«Pero pienso averiguarlo».



ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 57

 


Paula observó que Pedro se pasaba una mano por el pelo. Estaba molesto. Había encontrado una manera de llegar hasta él. Pedro interrumpió sus pensamientos. Le habló dándole la espalda.

—¿De verdad llegaste a pensar que nunca volvería? —dijo girando lentamente—. ¿Alguna vez me has entendido? ¿No te diste cuenta de que algún día tendrías que pagar por lo que hicisteis?

Pedro. ¿De qué estás hablando? ¿Qué hicimos?

—¿Que qué hicisteis? Vamos, Paula. No saquemos los trapos sucios.

Paula fue hasta él y le puso la mano sobre el brazo.

—Por favor. Dime de qué estás hablando.

Pedro se quedó mirando la mano que le tocaba. No quería hacerlo, no quería discutir el pasado y menos con ella. Tuvo que cerrar los ojos. Pero no podía evitar que su cuerpo reaccionar ante su proximidad, sacudió la cabeza y dejó de resistirse.

—Estoy hablando de ti, de tu hermano, y, sobre todo, de tu padre y de lo que le hizo a mi familia. ¿O ya se te ha olvidado?

—No he olvidado nada. Eres tú el que parece haber olvidado cómo y por qué te fuiste. Si alguien debe disculparse eres tú y no yo ni mi familia.

Pedro la miró sin poder dar crédito a sus oídos.

—¿Así es como lo ves?

—Sí, así fue como sucedió.

Pedro había creído que no podía volver a hacerle daño pero se daba cuenta de lo equivocado que había estado.

—¡Dios! Mira que eres cínica. Tendría que haberlo imaginado. Me siento igual que cuando te vi en tu ventana aquella mañana. Esperaba que salieras corriendo hacia mí. ¿Sabes? Esperé mucho tiempo. Esperé aguantando las burlas de Pablo y sus amenazas de llamar a la policía, pero seguí esperando. ¡Qué imbécil! Y tú, con toda frialdad, cerraste las cortinas y te alejaste de la ventana.

Pedro la cogió con fuerza de los brazos y la sacudió.

—Todavía siento el sol quemándome en la nuca mientras te esperaba. Todavía puedo oler el polvo del camino. Fue uno de esos momentos que no se olvidan en toda la vida —dijo soltándola—. Al menos yo nunca podré olvidarlo.

Paula le cogió de la muñeca antes de que él se diera la vuelta. El corazón le latía con fuerza.

—¿A qué te refieres? ¿Cuándo fuiste a la casa?

—La mañana después del baile. Nunca apareciste en la cabaña. Claudio sí. Me dijo que no ibas a ir. No le creí y fui a buscarte.

—Eso es una estupidez. Mi padre no sabía nada de la cabaña.

—¿Ah, no? Pues ya me contarás quién era el que apareció con un bate de béisbol dispuesto a partirme la cabeza por haber pasado una noche de sexo con su hija menor. Presumió de que le habías dicho dónde estaba la cabaña.

Pedro, jamás le dije a mi padre dónde estabas. Después de que él se fuera al trabajo, hice el equipaje y fui a buscarte por el camino de las dunas. Cuando llegué ya no estabas y nunca más volví a saber de ti.

El corazón de Pedro amenazaba con salírsele del pecho. ¿Por qué le hacía aquello? ¿Por qué se lo contaba después de tanto tiempo?

—No mientas, Paula. No tiene sentido.

Paula sintió pánico aunque no sabía bien de qué. Algo terrible estaba pasando allí. ¿Qué había hecho su padre? ¿Los había manipulado a los dos para que se traicionaran? No sabía lo que había pasado aquel día, lo único que sabía era que tenía que convencerle de que ella no había tenido nada que ver.

—No estoy mintiendo. ¿Cómo pudiste creer una cosa así? Yo te amaba, Pedro —dijo abrazándole—. ¡Dios Santo! Te amo todavía.

Le costó un momento darse cuenta de que Pedro no respondía a su abrazo. Tenía los brazos caídos a los costados, el cuerpo rígido. Paula le soltó y retrocedió un paso.

—Te vi en la ventana de tu casa, Paula —dijo él en un susurro mortífero—. Vi cerrarse las cortinas. No estoy loco, no soy un estúpido. No intentes escamotear la verdad.

No la creía. Pero, ¿por qué tenía que creerla? Si estaba en posesión de la verdad, ¿cómo iba a creer lo que un Chaves le dijera? La huella de las mentiras era demasiado clara como para negarla. Se sentía apenada y asustada. Apenada por el ayer. Asustada por el futuro. Necesitaba encontrar una manera de llegar a él, de hacerle creer en ella.

La acarició la cara.

—No lo intento. Créeme, por favor. Te juro que es la verdad.

Pedro la agarró por las muñecas con la intención de apartarla de un empujón. Pero cuando Paula alzó los ojos hacia él, la visión de sus lágrimas le desgarró el corazón. Sin pensar en las consecuencias, tomó posesión de sus labios en un beso desprovisto de alegría, teñido de frustración, donde la pasión y el remordimiento bebían en la misma copa.

Paula buscó su lengua con todo su ser. El instinto le decía que podía ser la última vez que le besara. Se aferró a aquel beso como si fuera la única tabla de salvación.

En realidad, era su última oportunidad de llegar a él.

Pedro rompió el beso pero ella se negó a que la apartara. Le puso la mano en la nuca y le atrajo hacia sí besándole con furia. Pedro se rindió y ella se aprovechó de su capitulación.



ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 56

 


Sus caras habían quedado a pocos centímetros. Pedro alzó la mano y le acarició el rostro con las yemas de los dedos.

—Puedo negarlo todo. Y tú me creerías, Paula. Lo sabes perfectamente.

Paula sintió que una sacudida le recorría el cuerpo. Incluso en aquellos momentos, sus caricias eran eléctricas. Su respuesta era inevitable. Estaba tan condicionada como el perro de Pavlov.

Le miró a los ojos y supo que tenía razón. Podía convencerla de que se había equivocado. Tenía el poder de hacerle dudar de lo que veía con sus propios ojos. Era patético, pero sabía que le creería.

Soportando el dolor, Paula se apartó de él.

—Sabes que puedo ir directamente a Pablo con esta información.

—Adelante. Ya no se puede hacer nada. El contrato se ha cerrado, todo ha acabado. Los contratistas querrán que les paguen. En el fondo es divertido.

—¿Por qué, Pedro? ¿Por qué me lo cuentas?

—Porque ya te habías imaginado casi todo. Y pensaba que mis motivos debían de ser más claros para ti que para nadie.

—Siempre has sentido lo mismo por mi familia —dijo ella—. Nos odias, nunca he comprendido la razón. Ya sé que no le gustabas a mi padre, pero él hizo lo que pudo por ayudar a los tuyos. Sé que es verdad.

—Claro que nos ayudó. Fue él quien provocó la bancarrota de la empresa de mi padre. Nos ayudó hipotecando nuestra casa y utilizando esa hipoteca como amenaza para echarme del pueblo.

—¡Mentira! —gimió ella—. Mi padre era un hombre honrado.

—Tu padre era un bastardo.

—¡No te atrevas…!

—Claro que me atrevo, pequeña. Claro que me atrevo. Lo único que siento es que papaíto no esté vivo para ver lo que ocurre con su precioso banco.

—No puedes hacerlo, Pedro.

—Ya está hecho.

—Pablo está metido hasta el cuello y ahora está acabado. Le fue fácil mientras sólo tuvo que ser el chico de los recados de papá. Pero ya no tiene a nadie. Le ha llegado la hora de pagar.

—Pablo nunca te hizo daño. Tu victoria está vacía.

Pedro se la quedó mirando un momento.

—Pablo tendrá que servirme.

—¿Qué pasará con la otra gente? ¿Los Antonelli y los demás de quienes decías que eran buena gente? Los aplastarás.

—Los inocentes salen heridos a veces.

—¡Inocentes! ¿Como tú? ¿Como tu madre? Siento todo lo que te hizo mi padre, Pedro. Si pudiera cambiar el pasado, no dudes de que lo cambiaría. Lo único que puedo hacer es intentar que no cometas el mismo error que él.

—Ya es demasiado tarde para cambiar nada, Paula.

—Nunca es demasiado tarde. No si tú quieres. Yo te ayudaré. Yo…

—¿Nunca se te ha ocurrido que quizá no quiera tu ayuda? ¿Que no quiero que cambie nada? ¿Que esto es lo que deseo?

Paula contuvo las lágrimas que amenazaban con impedirle hablar.

—Entonces, lo siento por ti —dijo en voz baja.

—Otra vez yo, ¿no? Siempre soy yo el culpable. Ni tú ni tu familia. Sólo yo. Pedro siempre ha sido el malo y siempre lo será. Pues deja que te diga algo, nena. No se trata de mí, se trata de hacer justicia.

—¿Por eso volviste? ¿Por un corrompido sentido de la justicia?

Pedro no podía creer que aquel despliegue de ingenuidad fuera genuino. La fragilidad de la que hacía gala no tenía ningún sentido para él. Soltó un taco y se apartó de ella.



miércoles, 9 de septiembre de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 55

 


La había atrapado, Paula podía sentir el pulso martilleándole las sienes. Levantó la barbilla en un gesto desafiante. No podía mostrar miedo ante él. Nunca.

—Viniendo de ti, lo tomaré como un cumplido.

—¿Por qué has entrado como una ladrona? Si querías algo sólo tenías que pedirlo.

—No creo que me hubieras enseñado estos archivos por las buenas.

—¿Qué archivos?

—Los de tu consorcio.

—Ya comprendo —dijo Pedro avanzando hacia ella—. ¿Has encontrado lo que buscabas?

—No estoy muy segura.

—¿Qué buscabas, concretamente?

—Pruebas, Pedro. Pruebas para hundirte.

Pedro se echó a reír. Hizo girar las llaves en su dedo y las guardó en el bolsillo con un tintineo.

—Muy dramático, pequeña. ¿Quieres que te ayude?

Paula pensó que era tan escurridizo como el hielo. Si se lo proponía podría patinar sobre él.

—No sé.

—Si me dices lo que buscas quizá pudiera facilitarte el trabajo.

Paula sostuvo un papel ante su cara. Pedro lo cogió y vio que era una lista de su supuesto consorcio. Una sonrisa ácida asomó a sus labios. Lo había averiguado. No sabía cómo se las había arreglado Paula y, en realidad, tampoco importaba. La miró. Su rostro era implacable, sin la menor traza de ensoñación. Sintió un dolor en el pecho. Muchas veces se había preguntado cómo reaccionaría ella si llegaba a averiguarlo.

Ya lo había averiguado.

—¿Qué es lo que quieres saber? —preguntó él devolviéndole la lista.

—Todas esas compañías que van a invertir en Maiden Point, ¿a quién pertenecen?

Pedro se sentó en una silla. Si Paula quería jugar al gato y al ratón con él era mejor que se pusiera cómodo.

—¿Por qué no me lo dices tú, pequeña? Ya pareces haber deducido muchas cosas. ¿A quién crees que pertenecen?

—Por lo que he podido investigar hasta ahora, al menos cuatro son tuyas. Son falsas, ¿me equivoco?

—No.

Paula sintió que el nudo que tenía en la garganta no la dejaba respirar. Había esperado que Pedro se defendiera, que intentara convencerla de su inocencia. Su confesión rotunda la había dejado sin fuerzas.

—¿Lo admites? ¿Admites que todas esas compañías son fachadas de Bienes Inmuebles Alfonso?

—Ya te he dicho que sí, Paula. ¿Qué más quieres de mí?

—Lo que siempre he querido, Pedro. Respuestas a mis preguntas, la verdad.

—Dispara cuando quieras.

Parecía tan despreocupado, tan impasible que Paula tuvo la impresión de que había planeado aquella escena desde el principio. Quizá fuera verdad, quizá todo formara parte de un plan retorcido para acabar con su familia y con todo el pueblo de un solo golpe. No le quedaba otra opción que jugar a su juego, donde todas las cartas estaban marcadas de antemano.

—De todas las compañías que forman el consorcio, ¿cuántas son tuyas?

—Todas.

—¿Todas? —repitió Paula temblando—. Pero, ¿qué pasará cuando haya que efectuar el pago?

—¿Qué pasará?

—¿Vas a presentarte con el dinero?

—No.

—¿No? ¿Sólo eso? Sin más explicaciones. Vas a dejar que el banco se hunda.

—Así de simple.

—¿Y cómo crees que vas a salir de esta, Pedro? No puedes decir que no sabemos dónde vives.

—Puedo irme de aquí en diez minutos. Cinco, si es necesario.

—No puedo creerlo.

Pedro se puso en pie.

—¿Qué es lo que no crees?

—No puedo creer que no intentes negarlo.

—¿Quieres que lo haga? Sabes que puedo.