jueves, 10 de septiembre de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 56

 


Sus caras habían quedado a pocos centímetros. Pedro alzó la mano y le acarició el rostro con las yemas de los dedos.

—Puedo negarlo todo. Y tú me creerías, Paula. Lo sabes perfectamente.

Paula sintió que una sacudida le recorría el cuerpo. Incluso en aquellos momentos, sus caricias eran eléctricas. Su respuesta era inevitable. Estaba tan condicionada como el perro de Pavlov.

Le miró a los ojos y supo que tenía razón. Podía convencerla de que se había equivocado. Tenía el poder de hacerle dudar de lo que veía con sus propios ojos. Era patético, pero sabía que le creería.

Soportando el dolor, Paula se apartó de él.

—Sabes que puedo ir directamente a Pablo con esta información.

—Adelante. Ya no se puede hacer nada. El contrato se ha cerrado, todo ha acabado. Los contratistas querrán que les paguen. En el fondo es divertido.

—¿Por qué, Pedro? ¿Por qué me lo cuentas?

—Porque ya te habías imaginado casi todo. Y pensaba que mis motivos debían de ser más claros para ti que para nadie.

—Siempre has sentido lo mismo por mi familia —dijo ella—. Nos odias, nunca he comprendido la razón. Ya sé que no le gustabas a mi padre, pero él hizo lo que pudo por ayudar a los tuyos. Sé que es verdad.

—Claro que nos ayudó. Fue él quien provocó la bancarrota de la empresa de mi padre. Nos ayudó hipotecando nuestra casa y utilizando esa hipoteca como amenaza para echarme del pueblo.

—¡Mentira! —gimió ella—. Mi padre era un hombre honrado.

—Tu padre era un bastardo.

—¡No te atrevas…!

—Claro que me atrevo, pequeña. Claro que me atrevo. Lo único que siento es que papaíto no esté vivo para ver lo que ocurre con su precioso banco.

—No puedes hacerlo, Pedro.

—Ya está hecho.

—Pablo está metido hasta el cuello y ahora está acabado. Le fue fácil mientras sólo tuvo que ser el chico de los recados de papá. Pero ya no tiene a nadie. Le ha llegado la hora de pagar.

—Pablo nunca te hizo daño. Tu victoria está vacía.

Pedro se la quedó mirando un momento.

—Pablo tendrá que servirme.

—¿Qué pasará con la otra gente? ¿Los Antonelli y los demás de quienes decías que eran buena gente? Los aplastarás.

—Los inocentes salen heridos a veces.

—¡Inocentes! ¿Como tú? ¿Como tu madre? Siento todo lo que te hizo mi padre, Pedro. Si pudiera cambiar el pasado, no dudes de que lo cambiaría. Lo único que puedo hacer es intentar que no cometas el mismo error que él.

—Ya es demasiado tarde para cambiar nada, Paula.

—Nunca es demasiado tarde. No si tú quieres. Yo te ayudaré. Yo…

—¿Nunca se te ha ocurrido que quizá no quiera tu ayuda? ¿Que no quiero que cambie nada? ¿Que esto es lo que deseo?

Paula contuvo las lágrimas que amenazaban con impedirle hablar.

—Entonces, lo siento por ti —dijo en voz baja.

—Otra vez yo, ¿no? Siempre soy yo el culpable. Ni tú ni tu familia. Sólo yo. Pedro siempre ha sido el malo y siempre lo será. Pues deja que te diga algo, nena. No se trata de mí, se trata de hacer justicia.

—¿Por eso volviste? ¿Por un corrompido sentido de la justicia?

Pedro no podía creer que aquel despliegue de ingenuidad fuera genuino. La fragilidad de la que hacía gala no tenía ningún sentido para él. Soltó un taco y se apartó de ella.



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