Cuando Pedro se fue, Paula subió lentamente las escaleras hasta su oficina. Había veces en las que deseaba ser un poco menos consciente, el tipo de persona que podía despreocuparse. Tenía ganas de hacer novillos e irse a la cama. Sonrió para sí.
Jhoana estaba escribiendo a máquina cuando llegó arriba. Con un suspiro, se armó de valor para trabajar.
—¿Cómo ha ido? —preguntó la secretaria.
—¿El desfile? Bien.
—Ha durado más de lo que me figuraba —dijo Jhoana haciendo un gesto hacia el reloj de la pared.
—Pedro y yo hemos ido a comer y luego hemos dado un paseo. ¿Hay algún mensaje?
—Unos cuantos, pero nada urgente.
Bien. No estoy de humor para urgencias. Los pies me están matando.
Paula se dejó caer en su sillón y se quitó los zapatos.
—¿Paula? —dijo Jhoana desde la puerta.
—Dime.
—¿Tienes un minuto para ver una cosa?
—Claro. ¿Es lo de antes?
—Sí. Son cartas —dijo Jhoana dudando—. Del archivo de Maiden Point.
Paula dejó de masajearse los pies y alzó la cabeza vivamente.
—¿Qué cartas?
—Toma. Paula las estudió un momento. Eran cartas comerciales de varias compañías del consorcio de Pedro confirmando la inversión. Todas llevaban membrete y estaban escritas de una manera clara, directa al grano.
—Yo no veo nada.
—Mira aquí —dijo Jhoana señalando el final de las cartas—. ¿No notas algo extraño en las firmas?
—No.
—Fíjate bien. Mira como está puntuada la «i».
—Sí, son círculos pequeños en vez de puntos.
—Son todos iguales, en todas las cartas. Siempre el mismo círculo sobre las íes. Y cada carta viene de una compañía diferente.
Paula notó que se le encogía el estómago.
—Luego, todas las cartas han sido firmadas por la misma persona.
—Parece lo más lógico.
Paula tomó dos cartas y las comparó. Una era de California, La otra de Arizona.
—¿Cómo dos compañías tan distantes pueden tener la misma persona firmándoles las cartas?
—Quizá no estén tan distantes.
—Déjamelas a mí —dijo Paula sintiéndose mareada.
—Pero…
—No, Jhoana. Esto es algo de lo que debo encargarme yo. Ya me has ayudado bastante. Es muy tarde. Vete a casa.
—Puedo echarte una mano.
—Por favor, Jhoana. Te he dicho que no. Cierra la puerta.
Jhoana hizo lo que le pedía, aunque de mala gana. Cuando la puerta se cerró, Paula se dobló sobre sí misma abrazándose el estómago. Sentía náuseas de puro miedo. Todos los buenos sentimientos se esfumaron reemplazados por las viejas dudas y sospechas. No podía ser lo que parecía, no después de lo que había pasado. Tenía que haber alguna explicación.
No supo el tiempo que pasó en aquella postura, pero cuando alzó la cabeza, era de noche y todo estaba en silencio excepto la llovizna que tamborileaba en la ventana.
Tenía que averiguar lo que significaba aquello. Volvió a revisar las cartas. No cabía la menor duda. La misma persona había firmado cuatro. No era algo fácil de descubrir. Comprendía que los empleados de Pablo no se hubieran dado cuenta, sobre todo si había más de uno, como era el caso, trabajando en el proyecto de Maiden Point.
Copió los distintos números de teléfono en el papel. Le temblaban las manos al escribir. Descubrió que dos de las cuatro compañías tenían el mismo número con extensiones diferentes. Los otros dos eran en definitiva el mismo teléfono, un número de California al que se podía llamar gratis y otro de dígitos alfabéticos que al traducirlo era igual que el anterior.
Tenía que asegurarse antes de hacer nada. Paula marcó el número de California. El de las llamadas gratis. Una mujer respondió en nombre de la compañía. Paula se excusó educadamente. Esperó un momento y llamó a la extensión postal. Le contestó la misma voz de mujer. Se sintió enferma. Buscó en su archivo el número de la empresa de Pedro en California. Lo miró mucho tiempo antes de decidirse a marcarlo.
—Bienes Inmuebles Alfonso, diga. ¿Oiga? ¿Quién es?
Era la misma voz.
Lentamente, como si caminara en sueños, fue al baño y abrió el grifo del agua fría. Tenía vértigo y se sentía mareada, débil. Dejó que el agua le refrescara las muñecas antes de lavarse la cara.
Sólo había una cosa que hacer. Tenía que enfrentarse a Pedro, tenía que oír los detalles desagradables de la trampa de sus propios labios. Los mismos labios que…
Paula se contempló en el espejo. La expresión ensoñadora había desaparecido. En su lugar había desesperanza y determinación.
—Ya te lo dije.
Había tenido razón desde el principio, había intuido la verdad. Sintió ganas de ir a echárselo en cara, pero necesitaba más pruebas. Necesitaba algo tangible que enseñarle al concejo para que no pensaran que había vuelto las andadas.
¡Su oficina!
En el piso de abajo estaban los archivos de Pedro, su oficina. Si servía de fachada para cuatro compañías tenía que haber algo allí que lo corroborara.
Bajó rápidamente las escaleras y comprobó la puerta. Estaba cerrada. Era natural. Pedro no quería que nadie husmeara en sus secretos.
Tras volver sobre sus pasos para recoger el bolso, Paula se enfrentó a la cerradura armada de una horquilla. No le gustaba lo que estaba haciendo, pero no había más remedio.
—Todos sabemos jugar a este juego, Pedro.
Para su sorpresa, hubo un clic y el pomo giró con facilidad en su mano. Echó un vistazo por si venía alguien y entró de puntillas en la oficina.