Sin embargo, la tomó de la mano. Ella no se opuso. Optó por ignorar las miradas de curiosidad que les lanzaban a su paso. Cuando el desfile llegó a su fin, la multitud se dispersó. Paula y Pedro se entretuvieron curioseando en los puestos callejeros de la feria.
—¡Pedro! Ven aquí.
Era la señora Antonelli quien los llamaba. La mujer se inclinó y le puso a Pedro un relámpago de chocolate en la boca. Después le explicó a Paula con aire maternal.
—Le encantaban cuando era pequeño. Y también solía robarlos —añadió agitando un dedo frente a la cara de él.
Pedro se echó a reír mientras le cogía la mano que le amonestaba.
—Estaba loca por mí, señora Antonelli.
—Quita, quita —dijo ella sonriendo—. Mírale. Sigue siendo un diablillo.
—No estoy segura, señora Antonelli —respondió Paula.
—Lo había olvidado pero es cierto —dijo él—. Los robaba. La señora Antonelli salía corriendo y gritando detrás de mí y nunca me cogía.
—Naturalmente —dijo Paula.
—Era un bandido, ¿verdad?
—Lo sigues siendo.
—Anoche no te quejaste.
—Anoche era… diferente.
—¿Puedo saber por qué?
—Porque me pillaste por sorpresa.
—¿No me esperabas? —preguntó él.
—No, Pedro. No te esperaba. Forzaste la puerta para entrar en mi casa. ¿O también lo has olvidado?
—No puedo creerlo. Tumbada en el sofá, desnuda, la música suave, el fuego encendido. Me pareció que lo único que faltaba era yo.
—Eres imposible.
Pedro se echó a reír y la estrechó contra sí. Eran dos gestos que repetía muy a menudo en los últimos tiempos, reír y abrazar a Paula. Todo iba tan bien que a veces se preocupaba. Sin embargo, en sus planes no había entrado lo que estaba sintiendo por ella. Aquello era uno de los «imponderables» para los que se había considerado preparado. No lo estaba. No iba a negar que no se le había pasado por la mente seducirla. Con lo que no había contado era con ser seducido a su vez.
El problema consistía en que se lo estaba pasando condenadamente bien. No recordaba haber sido más feliz que aquella mañana, paseando por la calle principal del somnoliento pueblo costero con el amor de su juventud junto a él.
¿Qué podría ser más sencillo?
¿Qué podría ser mejor?
¿Qué podría ser más peligroso?
La noche anterior había sido el momento crucial. No se había tomado en serio a Paula y la realidad era que no había sentido el menor deseo de abandonarla al amanecer. De haber podido, la hubiera llevado a besos hasta una isla desierta donde nadie los molestara. Y en eso se incluía él mismo.
Ya casi había llegado el momento en que su «consorcio» tendría que aparecer con dinero en efectivo para la fase piloto. Puesto que tal consorcio no existía, el pago no se haría efectivo y el banco se quedaría con un agujero imposible de tapar. La culminación de sus sueños se hallaba al alcance de la mano.
Lo que no le alegraba tanto era el efecto que podía tener sobre Paula. Ella empezaba a sentir algo por Pedro. Aunque no había dicho nada, el lenguaje de su cuerpo era expresivo. Tendría que haberse sentido satisfecho por haber conseguido que se enamorara de él otra vez, pero aquella era una espada de doble filo. Se suponía que el enamoramiento no tenía que ser mutuo.
Lo era. Si la tarde en la cama de Claudio se había merecido un diez, la noche anterior se salía de las calificaciones. Pedro Alfonso se había perdido en Paula, había dejado de existir. Habían buscado algo y juntos lo habían encontrado. Era algo tan profundo, tan completo, que no recordaba haberse sentido alguna vez más deseado, más necesitado.
Bueno, sí. Hacía mucho tiempo en una cabaña en ruinas.
Entonces lo había llamado amor, ahora no quería pensarlo. De cualquier modo, el placer de su venganza se disipaba en lo que se refería a Paula y no estaba seguro de lo que quedaba en su lugar. Unas emociones con las que no había tenido que enfrentarse en mucho tiempo subían burbujeando a la superficie.
Se daba cuenta de que no había hecho planes para después de su desquite con Lenape Bay. El futuro era un gran interrogante. No tenía ni idea de lo que iba a hacer con Paula o con los sentimientos que ella había hecho renacer y estaba mortalmente asustado.