Pedro llamó con los nudillos a la puerta trasera. No hubo respuesta, pero alcanzaba a ver el resplandor vacilante del fuego en la chimenea. Llamó otra vez antes de decidirse a entrar. La puerta estaba cerrada, pero como todas aquellas viejas puertas correderas, no hacía falta ser un profesional para hacer saltar el pestillo.
La encontró dormida en el sofá a la luz de un fuego que se apagaba y con la radio puesta. Se quedó mucho tiempo mirándola mientras trataba de decidir si lo mejor sería marcharse. Pero parecía dormir tan profundamente que terminó acercándose. Su piel brillaba a la luz de los rescoldos. Su aroma dulce y limpio le embargó y su cuerpo respondió con una erección.
No debería estar allí. Sin embargo le había estado evitando sin tapujos, mostrándose abiertamente hostil delante de todo el mundo. Al día siguiente era la maldita fiesta. Necesitaba una demostración de apoyo y no una de confrontación. Por ese motivo había ido a verla. Al menos, era la razón que se había dado a sí mismo por visitarla a aquellas horas de la noche.
Pedro había pasado el día fuera, pensando más en Paula que en el negocio que se llevaba entre manos. Todo el viaje de regreso a la costa lo había dedicado a analizar uno a uno los pasos que había dado desde su vuelta.
No le habían satisfecho los resultados. Tenía que admitir que no la había tratado demasiado bien. La culpaba por despertar su deseo y eso no le agradaba a su sentido de la justicia. A pesar de lo que le había hecho en el pasado, era evidente que los unía un vínculo primordial que nada tenía que ver con su familia o la sed de venganza de Pedro.
Había algo intangible entre ellos que transcendía todos los problemas y les hacía volver a lo básico cuando se encontraban a solas. Podía tratarse de química, de lujuria, no sabía cómo llamarlo. Todo lo que sabía era que la tenía incrustada en el alma como una fuerza lo bastante poderosa como para despertarle en mitad de la noche y hacerle ir a su casa.
Hacía frío, Pedro puso otro leño al fuego. Restalló y varias chispas cayeron en la alfombra. Pedro las aplastó con el tacón de sus zapatos. Cuando se dio la vuelta vio que ella le estaba observando. Le mantuvo la mirada preguntándose si estaba despierta o soñando.
—¿Quién está…?
—Soy yo.
No cabía duda de que estaba despierta.
—¿Cómo has entrado?
—He forzado la cerradura. Quería hablar contigo.
—¡Qué! —exclamó ella viendo que eran las dos de la madrugada—. ¿A estas horas?
Paula tenía envuelto el pelo en una toalla. Pedro extendió una mano y se la quitó. Estaba húmeda. La hizo una pelota y la tiró a un rincón para sentarse junto a ella en el borde del sofá.
—No podía dormir —dijo con suavidad.
La bata se abrió mostrando la curva suave de su pecho. Sin pensarlo dos veces, Pedro metió la mano y se lo acarició. Ella le agarró de la muñeca para detenerlo, tenía que hacerlo. No estaba del todo despierta y se sentía débil. No estaba preparada para digerir la alegría de abrir los ojos y verle, por no mencionar que su caricia había acelerado los latidos de su corazón.
—¿De qué querías hablar?
Pedro retiró la mano, pero enredó los dedos en su cabello húmedo.
—De mañana.
Empezó a masajearle la nuca. Paula cerró los ojos y se dejó llevar por la sensación.
—¿Qué… qué pasa mañana?
Pedro empleó las dos manos. Como una gatita afectuosa, ella movió la cabeza al ritmo del masaje.
—El desfile. Tenemos que hablar.
Oyó sus palabras y asintió para sus adentros. No tenía nada que hablar. Paula alzó una mano para apartarle, pero cuando tocó los duros músculos de su pecho y sintió los latidos de su corazón, no pudo completar el gesto. Al contrario, su mano empezó a moverse en círculos lentos y sensuales.
—Habla —dijo ella, o lo intentó porque se le quebró la voz traicionando sus pensamientos.
Con un solo movimiento rápido, Pedro se quitó la sudadera que llevaba. Le tomó la mano a Paula y se la colocó en el pecho.
—No te pares.
Paula utilizó las dos manos para acariciarle. Encontró su pezón y jugueteó con él. Pedro jadeó y ella se le quedó mirando.
—Creí que querías hablar —dijo ella con dulzura.
—Luego.
La besó y ella se lo permitió. Cuando le rozó los labios con la lengua, Paula abrió la boca. Al principio él sabía a algo frío que pronto se convirtió en caliente, suavemente mentolado y dulce. Paula comenzó a temblar.