Paula no se sintió capaz de preguntarle a su padre y su hermano declaró que él no sabía nada. Intentó ponerse en contacto con su madre, pero la señora Alfonso dejó de trabajar para su familia el mismo día en que Pedro se fue de la ciudad.
Cuando fue a verla, la mujer le dio con la puerta en las narices. En septiembre, no tuvo más remedio que marcharse a la universidad y aprovechar la beca que había ganado. Cuando la madre de Pedro puso su casa en venta y se marchó, pareció un caso cerrado.
Pedro nunca escribió, nunca llamó, y el dolor se clavó hondo en su corazón. Su hermano se burló de ella recordándole que Pedro «había conseguido lo que quería» para después desaparecer en busca de cielos más azules. Llegó a llamarle cobarde, y aunque su corazón no quería creer a su hermano, la realidad era muy difícil de ignorar.
Los rumores siguieron llegando. De vez en cuando, alguien que se tropezaba con Pedro al cabo de los años, pero nada más. Nunca una noticia directa.
Hasta aquel momento.
Paula se preguntó que andaría buscando. ¿Por qué había vuelto? No podía pretender que retomaran sus relaciones, había asesinado cualquier sentimiento que ella hubiera podido albergar por él hacía años. Durante mucho tiempo lo había odiado, ya no. No lo amaba, no lo odiaba, no sabía lo que sentía por él. La única cosa de la que podía estar segura era que no confiaba en Pedro.
Contempló el teléfono que estaba sobre la mesilla de noche. Su primer pensamiento había sido llamar a su hermano, pero si no había vuelto de Boston tendría que dejarle un mensaje a su mujer. Prefería no tratar con Lore a menos que fuera absolutamente necesario. Lorena era todo un modelo de ama de casa, pero demasiado repipi para su gusto. Con los años, ella y Paula habían desarrollado una relación amistosa, pero distante. Podía intentar localizar a su hermano, sin embargo sabía que eso era lo que Pedro esperaba.
Una vez más deseó que su padre estuviera vivo, aunque se preguntó qué habría hecho en aquella situación, los Alfonso le habían dejado perplejo incluso a él. Eran unos rebeldes, y la mentalidad conservadora de un banquero no podía tolerar lo que calificaba como «los de su clase». Mauricio Alfonso le había desafiado al llevar su cuenta bancaria a otro sitio y Claudio nunca se lo había perdonado.
A su muerte, la animosidad de Claudio se centró en su hijo, Pedro. Ningún otro era capaz de despertar su ira como él. Cuando Pedro era joven, Claudio simplemente le desaprobaba, no permitía que sus hijos se mezclaran con el chico. Pero cuando llegaron al instituto, la actitud de Claudio se convirtió en abierta hostilidad. El hecho de que la señora Alfonso les limpiara la casa sólo parecía exacerbar la situación.
Quizá Claudio había presentido el interés de Pedro por su hija antes de que se manifestara, ella no lo sabía. No obstante, su relación de camaradería levantaba ampollas en la casa de los Chaves. Tendría que haberse figurado que estaba destinada a acabar violentamente.
Paula siempre había sido sensible a los agravios que Pedro soportaba de su padre y de todo el pueblo. Nunca tuvo el valor de decírselo, pero sabía que su rebeldía era pura y simple rabia. Nunca supo exactamente qué la había desencadenado, pero las cosas habían ido de mal en peor al poco de que su padre resultara muerto en un accidente de coche y todo su negocio de construcción se perdiera.
Pedro se había puesto imposible, rompiendo todas las normas y convirtiéndose, con su moto, en una fuente de irritación para toda la ciudad. No hacía falta ser un genio para saber que su padre, él y ella se hallaban en un curso de colisión, sólo era una cuestión de tiempo.
Paula cerró los párpados con fuerza y suspiró. Sus emociones estaban sobrecargadas y necesitaba levantarse temprano para hablar con su hermano antes de que se fuera al banco.
Comprobó el despertador y se tapó con el edredón, haciéndose un ovillo. Justo antes de dormirse, tomó nota mental de que debía vestirse con cuidado para el día siguiente. Prometía ser una jornada interesante.