Paula se obligó a dar el primer paso. No sabía lo que pensaba por no mencionar lo que sentía. Lo único que sabía era que Pedro Alfonso había vuelto y los motivos que había detrás de su regreso pesaban como una losa en su mente.
—La casa está hecha un desastre —dijo él, cogiendo, una silla volcada y acercándosela—. Siéntate. ¿Cerveza o agua mineral?
—Agua, por favor.
Tiró de la anilla antes de ofrecerle una lata. Ella la aceptó, llevándosela maquinalmente a los labios. Sabía que debía hacerle preguntas, las que fueran, pero no se le ocurría ninguna.
—Dame un momento para que me quite este traje.
Paula asintió y él salió de la cocina.
Sobre una piedra había un viejo reloj de cuerda. Había sido de su padre y parecía hablarle por medio de él, el tic–tac acompasado a los latidos de su corazón.
—Mantente lejos de él,Paula. Lejos, lejos.
No le había escuchado entonces y tampoco ahora. Tomó un trago de agua y se enjuagó la boca para librarse del sabor de los nervios y el miedo.
Se dijo a sí misma que debía calmarse, que ya no era una chica ingenua sino toda una mujer. Él ya no tenía ningún poder sobre Paula.
Era Pedro.
Sólo Pedro.
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