domingo, 2 de agosto de 2020
CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 44
Paula ejerció demasiada presión y el lápiz abrió un agujero en el papel, pero en lugar de cambiar de hoja, continuó dibujando. Hizo un boceto de unos hombros anchos y cuadrados, unas mangas… Imaginó el tejido de la camisa: una tela cómoda, que a la vez destacara la forma de su torso. En colores apagados…
Se detuvo con el lápiz en el aire. Aquello era una camisa de hombre. Y ella nunca diseñaba ropa masculina.
Apretando los dientes, cambió por fin de hoja. El cuaderno de bocetos había sido su último recurso. Ya había revisado hasta el último fax que Suri le había enviado y había pasado horas hablando por teléfono y resolviendo los problemas que se le habían ido acumulando en el despacho. Necesitaba concentrarse en algo que no fuera aquella interminable espera.
Generalmente le resultaba fácil abismarse en su trabajo. Era lo único en lo que destacaba. Lo único que llenaba su vida.
Pero ese día el trabajo no le estaba proporcionando ningún consuelo. Para colmo, pensaba en Pedro continuamente. En sus labios todavía podía sentir su último beso… Lo maldijo entre dientes: no quería pensar en él. Ya había hecho demasiado la noche anterior… ¿cómo se atrevía a malgastar su tiempo pensando en sus propios sentimientos cuando había un asesino suelto decidido a matar a Sebastian?
Cerró el cuaderno de bocetos y se levantó.
—¿Se sabe algo ya, agente Gallo?
El joven que se hallaba en la puerta de la terraza se llevó una mano a su auricular y negó con la cabeza.
—No, señorita Chaves. No hay nuevas noticias.
Miró por la ventana. Las colinas que se levantaban detrás del puerto empezaban a oscurecerse. En los edificios de la costa se iban encendiendo poco a poco las luces. Desde allí no se veía el muelle donde estaba atracado el crucero, por lo que tampoco podía distinguir señal alguna de la presencia de la policía. Locatelli, sin embargo, le había asegurado que toda la zona se hallaba sometida a una estrecha vigilancia.
Se volvió para mirar al agente que montaba guardia en la puerta de la suite. En el pasillo había dos vigilantes del servicio de seguridad del crucero, pero los que estaban dentro eran policías de paisano. Se habían instalado en la suite desde que atracaron en Palermo. Desde entonces, parecían contentarse con dedicarse simplemente a esperar.
Y Pedro también. Durante todo el día había dado un impresionante ejemplo de serenidad y normalidad. Excepto cuando tuvo que ir a buscar ropa limpia y una bolsa de juguetes para Sebastián, no se había movido del camarote.
Sebastian lo había imitado, mostrándose sorprendentemente tranquilo durante su confinamiento. Por lo demás, Pedro había hecho todo lo posible por distraerlo con música o juegos de vídeo. En aquel momento estaban sentados en el suelo del salón, con Sebastian ya bañado y en pijama. Habían estado montando el mecano de un barco, muy entretenidos.
Pero en aquel momento Sebastián ya no estaba prestando atención al barco: estaba mirando a Paula. Y con el gesto ceñudo, preocupado.
Era por eso por lo que se había puesto a dibujar bocetos: se había dado cuenta de que su propia inquietud estaba afectando a Sebastián, y había querido evitarlo a toda costa. Siempre que se había acercado a él, había terminado abrazándolo como una posesa, hasta casi hacerle daño. Forzando una sonrisa, le tiró un beso y se volvió rápidamente para que el niño no pudiera verle la cara. Acto seguido se dirigió de nuevo al guardia de la puerta.
—Dígale por favor al capitán Locatelli que voy a salir a dar una vuelta por el muelle.
El agente frunció el ceño.
—No creo que sea una buena idea, señorita Chaves.
—Zarparemos dentro de menos de media hora y Fedorovich aún no ha aparecido. Creo que yo podría hacerlo salir de su escondite.
—¿Cómo?
—Él me vio con Sebastián en Nápoles, así que cuando me vea sola, pensará que voy a encontrarme con ellos. Y quizá abandone su escondite para seguirme. Merecería la pena intentarlo.
El hombre pareció reflexionar.
—Le agradezco su disposición a ayudarnos, pero creo que sería mejor que se quedara con su sobrino y con el señor Alfonso.
—Todos habíamos pensado que a estas alturas este asunto ya se habría acabado, pero no es así. Ustedes necesitan un cebo, agente Gallo. Y yo puedo ser ese cebo.
El agente sacudió la cabeza.
—Necesitaríamos equiparla con algún sistema de comunicación. Y tendría que llevar un chaleco antibalas.
—Tardaríamos demasiado —Paula hizo un gesto despreciativo—. No iría tan lejos.
—Será mejor que lo discutamos con el capitán Locatelli antes de hacer nada.
Paula sospechaba que a Locatelli le gustaría su plan tan poco como a Pedro, de modo que no tenía intención de contarle nada.
—¿Estoy bajo arresto?
—Bueno, no, pero…
—Entonces no puede impedirme legalmente que salga a dar un paseo, ¿verdad?
—Fedorovich ha matado a dos hombres en su intento de llegar hasta su sobrino. Si insiste en salir, no podremos garantizarle su seguridad.
—No es mi seguridad lo que me preocupa —replicó ella, y miró por encima del hombro.
Sebastián y Pedro seguían jugando, tirados en la moqueta.
Esa era otra de las imágenes que a buen seguro atesoraría para siempre en su memoria.
Físicamente no eran nada parecidos. Pedro tenía los ojos de color castaño y Sebastián azul claro. Pedro era moreno y Sebastián rubio. Procedían de ambientes distintos, de culturas diferentes, y sin embargo parecían padre e hijo, como si lo fueran realmente…
De repente se dio cuenta. Sebastián había recurrido a Pedro cuando tuvo sus pesadillas. Buscaba constantemente su aprobación. Era a él a quien se dirigía primero, porque sabía que entendía perfectamente sus necesidades. El instintivo vínculo que Pedro había percibido tener con Sebastian, aquel inmediato reconocimiento que a la postre le había salvado la vida, debía de haber funcionado en las dos direcciones.
La verdad la tenía delante de sí. Mientras que ella se había estado esforzando por no enamorarse de Pedro, Sebastián ya lo había hecho.
Y eso empeoraba las cosas.
sábado, 1 de agosto de 2020
CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 43
El grito volvió a sonar, más fuerte que antes: un grito de pánico. Pedro fue más rápido. Paula apenas acababa de apartarse cuando él se incorporó del sofá, recogió una de las muletas y se lanzó hacia la puerta del dormitorio.
Paula intentó seguirlo, pero el vestido se le enredó en los tobillos y tropezó, derribando una mesa baja. La puerta se abrió de golpe. Los dos agentes de seguridad que habían estado haciendo guardia en el pasillo atravesaron el salón a la carrera, con las armas desenfundadas.
Desde el suelo, Paula les señalo el dormitorio. Pedro ya habían desaparecido dentro.
—¡Allí! —gritó—. ¡Mi sobrino!
Mientras terminaba de vestirse, se asomó al umbral. Pedro había encendido la lámpara de la mesilla y estaba sentado en el borde de la cama, con Sebastián en su regazo. Uno de los guardias se hallaba dentro, mirando por la ventana. No había rastro del asesino.
—Falsa alarma —dijo el guardia—. Ahí fuera no hay nadie.
—Por aquí todo está despejado —añadió el otro, que se había dedicado a registrar el resto de la suite.
Paula se arrodilló al lado de Pedro:
—Sebasochka… —le acarició la espalda—. ¿Qué ha pasado?
—Ha tenido otra pesadilla —le explicó Pedro, Sebastián la miraba con el dedo metido en la boca.
—Cuando entré, estaba señalando la ventana —continuó Pedro—. Creía que el monstruo estaba ahí fuera.
Paula se levantó de un salto.
—Mire otra vez —le ordenó al agente.
—No hay nadie allí —respondió el hombre—. Es imposible.
Sabía que tenía razón. Lo único que podía verse desde allí eran las estrellas reflejándose en el mar. La terraza no llegaba hasta el dormitorio, con lo que Sebastian no podía haber visto a nadie allí. De todas formas, por el bien del niño necesitaba asegurarse.
—Usted —ordenó al agente que se había quedado en el umbral—. Salga y registre la terraza.
Veinte minutos después, la suite entera había sido registrada de arriba abajo, siguiendo las instrucciones de Paula. No habían encontrado nada. Sólo entonces aceptó que se había tratado de una falsa alarma. Despidió a los guardias y cerró la puerta. Miró la mesa con la que había tropezado en su apresuramiento. Su sujetador estaba tirado en la alfombra, recordatorio de lo que había estado haciendo con Pedro. Todo aquello le parecía irrelevante en comparación con la amenaza que representaba aquel asesino suelto y, sin embargo, también aquel episodio había contenido su propia dosis de amenaza. Porque había estado a punto de hacer el amor con Pedro. Peor aún: estaba al borde de enamorarse de él.
Era una suerte que los hubieran interrumpido antes de que cualquiera de aquellos desastres hubiera llegado a consumarse.
Cuando volvió al dormitorio, Pedro estaba terminando de arropar a Sebastian.
Incorporándose, se llevó un dedo a los labios.
—¿Está bien? —susurró.
—Eso parece —apagó la luz de la mesilla, recogió la muleta y abandonó la habitación, dejando la puerta entreabierta—. Creo que Sebastian está empezando a sentirse mucho mejor ahora que sabe que todo el mundo cree en él.
—Pero los guardias no han encontrado a nadie.
—Yo tampoco esperaba que lo hicieran. Esta vez Sebastian me habló a medias en inglés y a medias en ruso, así que pude entender algo. Se trataba solamente de un sueño, y él mismo era consciente de ello —señaló la ventana con la cabeza—. Me dijo que estaba lloviendo y que se asustó.
—Estaba lloviendo la noche del accidente.
—Está recordando más detalles —concluyó Pedro.
—Yo no sé si eso es bueno o malo.
—Hablaré con un especialista cuando lleguemos a casa. Ahora que ya conozco el origen de los terrores de Sebastián, encontraré alguna manera de combatirlos.
Se cruzó de brazos y contempló a su sobrino durante un rato, Pedro permanecía en silencio a su lado, lo suficientemente cerca como para que ella pudiera percibir el calor de su cuerpo, pero no lo tocó ni apoyó la cabeza sobre su hombro.
Una vez más, el asesino de su familia volvía a interponerse entre ellos.
Recordó sus palabras: «Cuando lleguemos a casa». Se había referido a Sebastian y a él, por supuesto. A ella no la había incluido.
Tampoco lo había esperado. En realidad, nada había cambiado. Pedro mantenía intactas sus prioridades, ella las suyas.
—Paula, sobre lo que acaba de suceder…
—No han sido más que unos cuantos besos, Pedro —lo interrumpió—. No es para tanto. No pienso disculparme.
—Yo tampoco.
—Y tampoco estás obligado a decirme que no volverá a suceder. Eso ya lo sé. Simplemente me estaba sintiendo un poco… sola.
—Entiendo —le puso un dedo bajo la barbilla, obligándola a que lo mirara—. Quiero que duermas aquí, con Sebastián, esta noche.
—No, había pensado en dejaros a los dos el dormitorio. Yo dormiré en el sofá-cama.
—Duerme aquí, Paula. Yo dormiré en el sofá.
—Estarás incómodo. Recuerda que estás herido.
—Mi rodilla está mejorando. Ya casi no siento ningún dolor.
—¿Siempre tienes que ser galante?
—¿Y tú siempre tienes que discutir?
—Pedro…
La acalló con un beso. Sólo fue un ligero roce, nada que ver con los besos que habían compartido antes, pero Paula se sintió repentinamente aturdida, mareada. Tuvo que apoyarse en el marco de la puerta para sostenerse.
Pedro le cubrió la mano con la suya.
—No soy galante, Paula —susurró—. Quiero que duermas en la cama de Sebastian… para no sentirme tentado de dormir contigo.
CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 42
Era una locura. Una estupidez. Sólo podía terminar mal.
Y sin embargo, en aquel momento, Paula no podía concebir nada que anhelara más. El brillo de los ojos de Pedro y la sensación de su mano allí precisamente donde deseaba que estuviera resultaban irresistibles. Le desabrochó la camisa y deslizó las dos manos dentro.
¿Sólo habían pasado dos días desde que había tocado aquel pecho desnudo? Le parecía que había transcurrido toda una eternidad, o unos pocos minutos. Tenía un cuerpo maravilloso.
Adoraba la firmeza de sus músculos, el fino vello que cubría su torso, la fortaleza de…
—Espera —le susurró Pedro mientras subía la pierna lesionada al sofá y se colocaba de manera que pudiera tumbarse sobre él.
Sí que era fuerte, pensó Paula, sintiendo su cuerpo bajo el suyo. Y valiente también, porque teniendo en cuenta el estado en que se encontraba, con una rodilla vendada y moratones y arañazos por todo el lado derecho…
De repente se apartó hasta quedar arrodillada en el sofá. Pedro la agarró de los brazos, como temiendo que se alejara aún más.
—¿Qué pasa?
—No puedo ponerme encima de ti —le acarició el muslo derecho—. No quiero hacerte daño.
—No me lo harás —la acercó de nuevo—. ¿Y ahora qué hacemos?
Paula procuró ahorrarle todo el peso posible apoyándose en el brazo del sofá. Pedro tomó un mechón de su melena y se lo acercó a la nariz para aspirar su aroma. Cerró los ojos. Fue un gesto deliciosamente íntimo, casi más que cuando le había estado acariciando el seno.
No había nada sencillo en Pedro: cada día le sorprendía con algo nuevo. Podría pasar una vida entera con él y no cansarse jamás…
Clavó los dedos en el brazo del sofá. ¿Una vida entera? No, solamente disponían de dos días más. Menos que eso, porque en cualquier momento uno de los dos tendría que recuperar la sensatez. Deslizó los labios por el delicioso hueco de la base de su cuello. Podía sentir su pulso allí, latiendo tan desbocadamente como el suyo propio.
Aquello iba a dolerle, por mucho cuidado que tuvieran…
De repente sintió frío en la espalda. Pedro había encontrado el cierre oculto de su vestido y le estaba bajando la cremallera. Podía sentir cómo el tejido se iba aflojando a cada lado. Pedro fue bajándoselo hasta desnudarle los hombros, justo por encima de los senos.
Lo besó en el cuello. Intentó decirse que al final él se detendría. Él era el lógico, el razonable, y no ella.
Pero no se detuvo. Le acarició la espalda y deslizó las manos en el interior de su vestido para acariciarle el vientre. Haciendo gala de una exquisita ternura, con el pulgar le delineó el borde inferior del sujetador.
Sin embargo, no era ternura lo que quería Paula, porque eso le dejaba tiempo para pensar. Se sentó sobre los talones para sacar los brazos de las mangas y se bajó el vestido hasta la cintura.
Luego se quitó el sujetador y se inclinó de nuevo para besarlo en los labios.
Pedro no tardó en tomar la iniciativa, manteniéndola en aquella posición: no quería que volviera a alejarse. Paula se estremeció cuando sintió las palmas de sus manos bajar de sus caderas para apoderarse de sus nalgas. Le encantaba la manera que tenía de tocarla. La estaba inflamando de deseo.
Y ella no era la única. Podía sentir su cuerpo cada vez más duro y excitado bajo el suyo. Todo aquello le parecía tan perfecto, que anheló poder olvidarse de quién era y limitarse a disfrutar del momento. Si al menos pudiera fingir que era otro, un desconocido…
Pero sabía que ningún otro hombre habría podido hacerla gozar tanto. Porque ningún otro hombre era Pedro. Y nadie más había logrado infiltrarse en su corazón como él…
«¡No!». No quería pensar.
Pero la verdad estaba en el eco de sus caricias, en el calor que seguía a cada beso. El placer procedía de una fuente más profunda que la piel que estaba acariciando. Procedía de la manera que tenía de mirarla, de escucharla como si la quisiera de verdad. Era un sentimiento que no había dejado de crecer desde el instante en que vio aquellas marcas en su espalda y descubrió la clase de hombre que era…
Interrumpió el beso y se concentró en acariciarle el cuello y el pecho. Aquello no podía ser amor. No era posible. Aquel hombre quería arrebatarle a su sobrino. No iba a entregarle además su corazón…
Pedro la agarró de repente de las caderas, desaparecida toda ternura.
—¿Paula?
El pulso le atronaba los oídos, de manera que no oyó inmediatamente el grito. Alzó rápidamente la cabeza.
CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 41
Si se hubiera tratado de cualquier otra mujer, Pedro se habría tomado aquel comentario como un desafío. Pero sabía que Paula no lo había dicho en ese sentido. Simplemente estaba siendo tan sincera como siempre.
—Y una vez que la marca Chaves empezó a triunfar… sospechaste que los hombres estaban más interesados en tu cuenta bancada que en tus encantos, ¿verdad?
—Exacto.
—Eso es duro.
—Sí, pero también es la ventaja de haber sido una adolescente fea —replicó ella—. Uno aprende a descubrir la verdad por debajo de la superficie de las cosas.
Había orgullo en su voz, en absoluto autocompasión, así que Pedro se abstuvo de llevarle la contraria. A él siempre le había parecido una mujer hermosa, aunque se daba cuenta de que su belleza no procedía exactamente de sus rasgos, sino que era producto de su energía y de su pasión. Su belleza estaba en la forma que tenía de alzar la barbilla y mirar a cualquiera directamente a los ojos, negándose a darse por vencida cuando creía que tenía razón. Sonriendo, se acercó lo suficiente para poder acariciarle el lóbulo de una oreja.
—Pues ahora eres preciosa. Supongo que serás consciente de ello.
—Gracias. En eso consiste mi trabajo. Diseño ropa para que cualquier mujer pueda sentirse bonita. Utilizo el color y el corte para destacar los atractivos de una mujer y minimizar sus defectos, y todo ello lo combino con unos tejidos cómodos. Éste, por ejemplo —se señaló el vestido—. Es uno de los más solicitados.
Pedro bajó la mirada a su vestido. Paula parecía creer que era solamente su ropa lo que la hacía atractiva, pero eso era absurdo. Desnuda habría estado todavía mucho mejor…
Intentó ignorar el efecto que le había producido aquel pensamiento. Se recordó que había agentes de seguridad de guardia ante su puerta.
Y un despiadado asesino esperando en el siguiente puerto. Debería pensar en cualquier otra cosa que no fueran las deliciosas curvas de las caderas de Paula…
—Pero, para responder a tu pregunta, sí, siempre he sido consciente de que me faltaba algo. Yo no poseo siquiera una fracción del instinto maternal que tenía mi hermana, pero aun así, la primera vez que la vi con Sebastian recién nacido en los brazos… experimenté algo especial, un sentimiento casi doloroso.
—Y sin embargo no cambiaste de idea respecto a las relaciones.
—No puedo cambiar quién soy. Tengo mal genio y poca paciencia para los rituales de cortejo y me paso la mayor parte del tiempo trabajando. Es indiferente que quiera o no tener un amor como el que compartieron Olga y Borya: eso a mí no me sucederá nunca. Hace tiempo que me he resignado a ello.
—Paula…
—Y es por eso por lo que no quiero que le pase nada a Sebastian —apoyó la frente en las rodillas—. Sin él, estaría completamente sola.
Esa vez, Pedro no se detuvo a pensar en nada. Le pasó un brazo por los hombros y la atrajo hacia sí. La sintió tensarse.
—Pedro, acordamos que no…
—Sólo quiero abrazarte. Nada más.
—Será mejor que no me compadezcas.
—Diablos, no. Antes compadecería a todos aquellos pobres tipos que tenían ganas de salir contigo y descubrieron el mal genio y la poca paciencia que tienes.
—No debí haberte dicho nada.
—Ya lo había notado, Paula. No eres precisamente una persona de trato fácil.
—¡Lo estás arreglando! —replicó, irónica.
—En cualquier caso, sigo teniendo ganas de abrazarte.
—Sigues siendo mi enemigo, Pedro —suspirando, apoyó la cabeza sobre su hombro.
—Sí —le acarició tiernamente el pelo—. Y tú mi enemiga.
—Una vez que Fedorovich sea capturado, nuestro pleito continuará.
—Por supuesto.
—Porque Sebastian me pertenece.
—Ya basta —le puso un dedo en los labios para acallarla.
Pero debería haber previsto que Paula no se callaría tan fácilmente. Cerró los dientes sobre el dorso de su dedo y le mordisqueó ligeramente el nudillo.
La sensación de sus dientes en su piel acabó con sus buenas intenciones. Tomándola de la barbilla, la obligó a levantar la cabeza.
Paula entreabrió los labios, con un brillo retador en los ojos. Pero, en lugar de hablar, bajó la mirada hasta su boca.
Pedro no supo quién se movió primero. Sus bocas se encontraron con una pasión casi dolorosa. La tomó de la nuca. Fue un beso de frustración y desafío, que sólo terminó cuando ambos se quedaron sin aliento.
—No quiero volver a besarte, Pedro.
—Ya lo sé. Una situación terrible, ¿verdad?
Esa vez, el beso empezó con una carcajada. La risa: Pedro pudo sentirla en el temblor que estremecía sus labios. Luego deslizó una mano por su hombro y fue bajando cada vez más… Le resultaba tan natural acariciarla, que no se dio cuenta de que le estaba acunando un seno hasta que ella se apartó para mirarlo.
Mirándola a su vez a los ojos, frotó suavemente el pezón que se destacaba contra la fina tela.
Vio que sus pupilas se oscurecían. El temblor que percibió esa vez nada tenía que ver con la risa.
—Te mentí, Paula —murmuró—. Quiero hacer algo más que abrazarte.
CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 40
Pedro apoyó un brazo en el respaldo del sofá y se volvió para mirarla. Sus pies descalzos asomaban por debajo del dobladillo de la falda de su vestido de noche. La brillante tela se tensaba en torno a sus muslos.
Pese a todo su dinero, pese a su constante aire de confianza en sí misma, en aquel momento parecía perdida. Sola. Igual que aquella primera noche en el crucero, cuando la sorprendió contemplando a Sebastián mientras dormía, en su camarote.
Paula le había dicho más de una vez que no tenía deseo alguno de casarse y que estaba demasiado concentrada en su carrera profesional para pensar en formar una familia. Y Pedro había estado demasiado pendiente de utilizar todas aquellas afirmaciones en su propio beneficio para reflexionar sobre ellas.
Había algo que no encajaba. Paula era una mujer apasionada, pero no tenía novio. Quería con locura a su sobrino, pero había escogido tener una vida sin hijos. Le puso una mano en el hombro.
—¿Cuál fue la verdadera razón por la que no te casaste, Paula?
—¿Qué? Ya te lo dije. El matrimonio no es para mí.
—Sí, me dijiste que querías crear belleza y que esperabas mucho más de la vida de lo que podía ofrecerte Murmansk, pero he visto cómo quieres a Sebastian. No puedo creer que no quieras tener una familia propia.
Paula ladeó la cabeza.
—Yo no te dije que yo no quisiera eso, Pedro… sino que eso no era para mí.
—¿Qué quieres decir?
—Yo sabía que nunca sería como Olga. Ella siempre fue la mejor. Heredó el encanto de nuestro padre y la belleza de nuestra madre. Todos los chicos del colegio terminaban enamorándose de ella.
—¿Y qué tiene eso que ver contigo?
—Pues que yo siempre fui perfectamente consciente del contraste. Lo cual me hizo valorar otras cosas.
—Sigo sin entender. ¿A qué contraste te refieres?
Paula puso los ojos en blanco.
—Seguro que te habrás fijado en mi nariz.
—No hay nada malo en tu nariz.
—No, aparte de que es grande, funciona perfectamente bien. Pero imagina esta nariz en la cara de una niña de cinco años, con estas orejas —se retiró la melena de un lado de la cara para enseñarle una.
—Tus orejas tampoco tienen nada de malo. Son como las de Sebastián.
—Por supuesto que no tienen nada de malo. No para un adulto, pero cuando era niña, me llamaban «orejas de elefante». Ahora imagínate a una adolescente alta y desgarbada, con las orejas grandes, teniendo que llevar los mismos vestidos que tan bien había visto que le quedaban a su hermana mayor. No podía quejarme, porque en casa no sobraba el dinero y esa ropa era buena.
—Así fue como empezaste a diseñar tus propios vestidos. Tú me dijiste que comenzaste arreglando la ropa que heredabas de tu hermana.
—Eso es. Yo no tenía poder para cambiar mi aspecto, pero sí para hacer que, gracias a la ropa, pareciera hermosa. Además, ya no estaba dispuesta a soportar más bromas relativas a mi apariencia, así que cada vez que alguno de los amigos de Olga me hacía un comentario particularmente hiriente, aprendí a devolvérselo.
—Entiendo —dijo Pedro—. A partir de ese momento, ya no te dejaste pisar por nadie.
—Mi hermana me aconsejaba que no fuera tan directa y descarada. Decía que de esa manera nunca me saldría novio, pero yo nunca pensé en tener uno. Encontraba mis diseños mucho más interesantes que los hombres que la rondaban a ella.
—¿Y que pasó después, cuando te fuiste a Moscú? ¿No llegaste a preguntarte si te faltaba algo?
Paula se desplazó a una esquina del sofá, alejándose de su contacto.
—Al principio no. Mi trabajo me mantenía demasiado ocupada. No tenía tiempo para relaciones.
—¿Nunca…?
Le lanzó una elocuente mirada:
—Tengo treinta y dos años, Pedro. No soy virgen. Lo que pasa es que todavía no he conocido a ningún hombre que me interese realmente.
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