sábado, 1 de agosto de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 42



Era una locura. Una estupidez. Sólo podía terminar mal.


Y sin embargo, en aquel momento, Paula no podía concebir nada que anhelara más. El brillo de los ojos de Pedro y la sensación de su mano allí precisamente donde deseaba que estuviera resultaban irresistibles. Le desabrochó la camisa y deslizó las dos manos dentro.


¿Sólo habían pasado dos días desde que había tocado aquel pecho desnudo? Le parecía que había transcurrido toda una eternidad, o unos pocos minutos. Tenía un cuerpo maravilloso. 


Adoraba la firmeza de sus músculos, el fino vello que cubría su torso, la fortaleza de…


—Espera —le susurró Pedro mientras subía la pierna lesionada al sofá y se colocaba de manera que pudiera tumbarse sobre él.


Sí que era fuerte, pensó Paula, sintiendo su cuerpo bajo el suyo. Y valiente también, porque teniendo en cuenta el estado en que se encontraba, con una rodilla vendada y moratones y arañazos por todo el lado derecho…


De repente se apartó hasta quedar arrodillada en el sofá. Pedro la agarró de los brazos, como temiendo que se alejara aún más.


—¿Qué pasa?


—No puedo ponerme encima de ti —le acarició el muslo derecho—. No quiero hacerte daño.


—No me lo harás —la acercó de nuevo—. ¿Y ahora qué hacemos?


Paula procuró ahorrarle todo el peso posible apoyándose en el brazo del sofá. Pedro tomó un mechón de su melena y se lo acercó a la nariz para aspirar su aroma. Cerró los ojos. Fue un gesto deliciosamente íntimo, casi más que cuando le había estado acariciando el seno.


No había nada sencillo en Pedro: cada día le sorprendía con algo nuevo. Podría pasar una vida entera con él y no cansarse jamás…


Clavó los dedos en el brazo del sofá. ¿Una vida entera? No, solamente disponían de dos días más. Menos que eso, porque en cualquier momento uno de los dos tendría que recuperar la sensatez. Deslizó los labios por el delicioso hueco de la base de su cuello. Podía sentir su pulso allí, latiendo tan desbocadamente como el suyo propio.


Aquello iba a dolerle, por mucho cuidado que tuvieran…


De repente sintió frío en la espalda. Pedro había encontrado el cierre oculto de su vestido y le estaba bajando la cremallera. Podía sentir cómo el tejido se iba aflojando a cada lado. Pedro fue bajándoselo hasta desnudarle los hombros, justo por encima de los senos.


Lo besó en el cuello. Intentó decirse que al final él se detendría. Él era el lógico, el razonable, y no ella.


Pero no se detuvo. Le acarició la espalda y deslizó las manos en el interior de su vestido para acariciarle el vientre. Haciendo gala de una exquisita ternura, con el pulgar le delineó el borde inferior del sujetador.


Sin embargo, no era ternura lo que quería Paula, porque eso le dejaba tiempo para pensar. Se sentó sobre los talones para sacar los brazos de las mangas y se bajó el vestido hasta la cintura. 


Luego se quitó el sujetador y se inclinó de nuevo para besarlo en los labios.


Pedro no tardó en tomar la iniciativa, manteniéndola en aquella posición: no quería que volviera a alejarse. Paula se estremeció cuando sintió las palmas de sus manos bajar de sus caderas para apoderarse de sus nalgas. Le encantaba la manera que tenía de tocarla. La estaba inflamando de deseo.


Y ella no era la única. Podía sentir su cuerpo cada vez más duro y excitado bajo el suyo. Todo aquello le parecía tan perfecto, que anheló poder olvidarse de quién era y limitarse a disfrutar del momento. Si al menos pudiera fingir que era otro, un desconocido…


Pero sabía que ningún otro hombre habría podido hacerla gozar tanto. Porque ningún otro hombre era Pedro. Y nadie más había logrado infiltrarse en su corazón como él…


«¡No!». No quería pensar.


Pero la verdad estaba en el eco de sus caricias, en el calor que seguía a cada beso. El placer procedía de una fuente más profunda que la piel que estaba acariciando. Procedía de la manera que tenía de mirarla, de escucharla como si la quisiera de verdad. Era un sentimiento que no había dejado de crecer desde el instante en que vio aquellas marcas en su espalda y descubrió la clase de hombre que era…


Interrumpió el beso y se concentró en acariciarle el cuello y el pecho. Aquello no podía ser amor. No era posible. Aquel hombre quería arrebatarle a su sobrino. No iba a entregarle además su corazón…


Pedro la agarró de repente de las caderas, desaparecida toda ternura.


—¿Paula?


El pulso le atronaba los oídos, de manera que no oyó inmediatamente el grito. Alzó rápidamente la cabeza.



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