domingo, 2 de agosto de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 44




Paula ejerció demasiada presión y el lápiz abrió un agujero en el papel, pero en lugar de cambiar de hoja, continuó dibujando. Hizo un boceto de unos hombros anchos y cuadrados, unas mangas… Imaginó el tejido de la camisa: una tela cómoda, que a la vez destacara la forma de su torso. En colores apagados…


Se detuvo con el lápiz en el aire. Aquello era una camisa de hombre. Y ella nunca diseñaba ropa masculina.


Apretando los dientes, cambió por fin de hoja. El cuaderno de bocetos había sido su último recurso. Ya había revisado hasta el último fax que Suri le había enviado y había pasado horas hablando por teléfono y resolviendo los problemas que se le habían ido acumulando en el despacho. Necesitaba concentrarse en algo que no fuera aquella interminable espera. 


Generalmente le resultaba fácil abismarse en su trabajo. Era lo único en lo que destacaba. Lo único que llenaba su vida.


Pero ese día el trabajo no le estaba proporcionando ningún consuelo. Para colmo, pensaba en Pedro continuamente. En sus labios todavía podía sentir su último beso… Lo maldijo entre dientes: no quería pensar en él. Ya había hecho demasiado la noche anterior… ¿cómo se atrevía a malgastar su tiempo pensando en sus propios sentimientos cuando había un asesino suelto decidido a matar a Sebastian?


Cerró el cuaderno de bocetos y se levantó.


—¿Se sabe algo ya, agente Gallo?


El joven que se hallaba en la puerta de la terraza se llevó una mano a su auricular y negó con la cabeza.


—No, señorita Chaves. No hay nuevas noticias.


Miró por la ventana. Las colinas que se levantaban detrás del puerto empezaban a oscurecerse. En los edificios de la costa se iban encendiendo poco a poco las luces. Desde allí no se veía el muelle donde estaba atracado el crucero, por lo que tampoco podía distinguir señal alguna de la presencia de la policía. Locatelli, sin embargo, le había asegurado que toda la zona se hallaba sometida a una estrecha vigilancia.


Se volvió para mirar al agente que montaba guardia en la puerta de la suite. En el pasillo había dos vigilantes del servicio de seguridad del crucero, pero los que estaban dentro eran policías de paisano. Se habían instalado en la suite desde que atracaron en Palermo. Desde entonces, parecían contentarse con dedicarse simplemente a esperar.


Pedro también. Durante todo el día había dado un impresionante ejemplo de serenidad y normalidad. Excepto cuando tuvo que ir a buscar ropa limpia y una bolsa de juguetes para Sebastián, no se había movido del camarote.


Sebastian lo había imitado, mostrándose sorprendentemente tranquilo durante su confinamiento. Por lo demás, Pedro había hecho todo lo posible por distraerlo con música o juegos de vídeo. En aquel momento estaban sentados en el suelo del salón, con Sebastian ya bañado y en pijama. Habían estado montando el mecano de un barco, muy entretenidos.


Pero en aquel momento Sebastián ya no estaba prestando atención al barco: estaba mirando a Paula. Y con el gesto ceñudo, preocupado.


Era por eso por lo que se había puesto a dibujar bocetos: se había dado cuenta de que su propia inquietud estaba afectando a Sebastián, y había querido evitarlo a toda costa. Siempre que se había acercado a él, había terminado abrazándolo como una posesa, hasta casi hacerle daño. Forzando una sonrisa, le tiró un beso y se volvió rápidamente para que el niño no pudiera verle la cara. Acto seguido se dirigió de nuevo al guardia de la puerta.


—Dígale por favor al capitán Locatelli que voy a salir a dar una vuelta por el muelle.


El agente frunció el ceño.


—No creo que sea una buena idea, señorita Chaves.


—Zarparemos dentro de menos de media hora y Fedorovich aún no ha aparecido. Creo que yo podría hacerlo salir de su escondite.


—¿Cómo?


—Él me vio con Sebastián en Nápoles, así que cuando me vea sola, pensará que voy a encontrarme con ellos. Y quizá abandone su escondite para seguirme. Merecería la pena intentarlo.


El hombre pareció reflexionar.


—Le agradezco su disposición a ayudarnos, pero creo que sería mejor que se quedara con su sobrino y con el señor Alfonso.


—Todos habíamos pensado que a estas alturas este asunto ya se habría acabado, pero no es así. Ustedes necesitan un cebo, agente Gallo. Y yo puedo ser ese cebo.


El agente sacudió la cabeza.


—Necesitaríamos equiparla con algún sistema de comunicación. Y tendría que llevar un chaleco antibalas.


—Tardaríamos demasiado —Paula hizo un gesto despreciativo—. No iría tan lejos.


—Será mejor que lo discutamos con el capitán Locatelli antes de hacer nada.


Paula sospechaba que a Locatelli le gustaría su plan tan poco como a Pedro, de modo que no tenía intención de contarle nada.


—¿Estoy bajo arresto?


—Bueno, no, pero…


—Entonces no puede impedirme legalmente que salga a dar un paseo, ¿verdad?


—Fedorovich ha matado a dos hombres en su intento de llegar hasta su sobrino. Si insiste en salir, no podremos garantizarle su seguridad.


—No es mi seguridad lo que me preocupa —replicó ella, y miró por encima del hombro. 


Sebastián y Pedro seguían jugando, tirados en la moqueta.


Esa era otra de las imágenes que a buen seguro atesoraría para siempre en su memoria. 


Físicamente no eran nada parecidos. Pedro tenía los ojos de color castaño y Sebastián azul claro. Pedro era moreno y Sebastián rubio. Procedían de ambientes distintos, de culturas diferentes, y sin embargo parecían padre e hijo, como si lo fueran realmente…


De repente se dio cuenta. Sebastián había recurrido a Pedro cuando tuvo sus pesadillas. Buscaba constantemente su aprobación. Era a él a quien se dirigía primero, porque sabía que entendía perfectamente sus necesidades. El instintivo vínculo que Pedro había percibido tener con Sebastian, aquel inmediato reconocimiento que a la postre le había salvado la vida, debía de haber funcionado en las dos direcciones.


La verdad la tenía delante de sí. Mientras que ella se había estado esforzando por no enamorarse de Pedro, Sebastián ya lo había hecho.


Y eso empeoraba las cosas.




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