sábado, 1 de agosto de 2020
CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 40
Pedro apoyó un brazo en el respaldo del sofá y se volvió para mirarla. Sus pies descalzos asomaban por debajo del dobladillo de la falda de su vestido de noche. La brillante tela se tensaba en torno a sus muslos.
Pese a todo su dinero, pese a su constante aire de confianza en sí misma, en aquel momento parecía perdida. Sola. Igual que aquella primera noche en el crucero, cuando la sorprendió contemplando a Sebastián mientras dormía, en su camarote.
Paula le había dicho más de una vez que no tenía deseo alguno de casarse y que estaba demasiado concentrada en su carrera profesional para pensar en formar una familia. Y Pedro había estado demasiado pendiente de utilizar todas aquellas afirmaciones en su propio beneficio para reflexionar sobre ellas.
Había algo que no encajaba. Paula era una mujer apasionada, pero no tenía novio. Quería con locura a su sobrino, pero había escogido tener una vida sin hijos. Le puso una mano en el hombro.
—¿Cuál fue la verdadera razón por la que no te casaste, Paula?
—¿Qué? Ya te lo dije. El matrimonio no es para mí.
—Sí, me dijiste que querías crear belleza y que esperabas mucho más de la vida de lo que podía ofrecerte Murmansk, pero he visto cómo quieres a Sebastian. No puedo creer que no quieras tener una familia propia.
Paula ladeó la cabeza.
—Yo no te dije que yo no quisiera eso, Pedro… sino que eso no era para mí.
—¿Qué quieres decir?
—Yo sabía que nunca sería como Olga. Ella siempre fue la mejor. Heredó el encanto de nuestro padre y la belleza de nuestra madre. Todos los chicos del colegio terminaban enamorándose de ella.
—¿Y qué tiene eso que ver contigo?
—Pues que yo siempre fui perfectamente consciente del contraste. Lo cual me hizo valorar otras cosas.
—Sigo sin entender. ¿A qué contraste te refieres?
Paula puso los ojos en blanco.
—Seguro que te habrás fijado en mi nariz.
—No hay nada malo en tu nariz.
—No, aparte de que es grande, funciona perfectamente bien. Pero imagina esta nariz en la cara de una niña de cinco años, con estas orejas —se retiró la melena de un lado de la cara para enseñarle una.
—Tus orejas tampoco tienen nada de malo. Son como las de Sebastián.
—Por supuesto que no tienen nada de malo. No para un adulto, pero cuando era niña, me llamaban «orejas de elefante». Ahora imagínate a una adolescente alta y desgarbada, con las orejas grandes, teniendo que llevar los mismos vestidos que tan bien había visto que le quedaban a su hermana mayor. No podía quejarme, porque en casa no sobraba el dinero y esa ropa era buena.
—Así fue como empezaste a diseñar tus propios vestidos. Tú me dijiste que comenzaste arreglando la ropa que heredabas de tu hermana.
—Eso es. Yo no tenía poder para cambiar mi aspecto, pero sí para hacer que, gracias a la ropa, pareciera hermosa. Además, ya no estaba dispuesta a soportar más bromas relativas a mi apariencia, así que cada vez que alguno de los amigos de Olga me hacía un comentario particularmente hiriente, aprendí a devolvérselo.
—Entiendo —dijo Pedro—. A partir de ese momento, ya no te dejaste pisar por nadie.
—Mi hermana me aconsejaba que no fuera tan directa y descarada. Decía que de esa manera nunca me saldría novio, pero yo nunca pensé en tener uno. Encontraba mis diseños mucho más interesantes que los hombres que la rondaban a ella.
—¿Y que pasó después, cuando te fuiste a Moscú? ¿No llegaste a preguntarte si te faltaba algo?
Paula se desplazó a una esquina del sofá, alejándose de su contacto.
—Al principio no. Mi trabajo me mantenía demasiado ocupada. No tenía tiempo para relaciones.
—¿Nunca…?
Le lanzó una elocuente mirada:
—Tengo treinta y dos años, Pedro. No soy virgen. Lo que pasa es que todavía no he conocido a ningún hombre que me interese realmente.
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