viernes, 31 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 36




Pedro pensó que Paula era una mujer demasiado indulgente, aficionada a la improvisación, enemiga de todo programa. 


Dudaba que ésas fueran las mejores cualidades para una buena madre. Y sin embargo, la devoción que le profesaba a Sebastián estaba más allá de toda duda, al igual que el afecto del niño hacia su tía. Sebastián iba a echarla de menos cuando llegaran a casa.


Y él no era el único.


Ésa era la razón principal por la que le había molestado tanto su invitación a visitarla en Moscú. No porque hubiera dado por seguro que ganaría el caso. Su invitación le había recordado que, al cabo de unos pocos días, cada uno se encontraría en una esquina opuesta del mundo.


No quería admitir que iba a echarla de menos. 


Desde el principio había sabido que sería absurdo sentir algo por ella. Porque lo único que Paula quería de él era su hijo.


Se había equivocado cuando le dijo que no se parecía a Elena. Sus respectivos caracteres eran diferentes, sí, pero las dos tenían algo en común. Al final, lo único que su esposa había querido de él había sido un hijo. Elena se había quedado con él, había dormido con él, había simulado amarlo… sólo porque había querido un bebé.


De repente sintió un regusto amargo en la boca.


Tragó saliva y acababa de levantar su vaso de agua cuando vio el pedazo de pollo en el fondo del vaso. No, no debería comparar a Paula y a Elena. No sólo eran mujeres completamente diferentes, sino que la situación también lo era. 


Paula siempre había sido sincera a la hora de expresar sus prioridades. Ella no fingía.


Y él no se hacía ilusiones con ella. Era una mujer interesante. Su ingenio y su impulsividad resultaban tan atractivos como su físico. Aun así, había una gran diferencia entre disfrutar de la compañía de una mujer y sentir algo profundo por ella. Un sentimiento como el amor no surgía de un día para otro. El amor era un compromiso a largo plazo, no un impulso. Hacía una década que conocía a Elena cuando se casó con ella. Lo había planificado cuidadosamente y, en aquel entonces, le había parecido la pareja perfecta.


Y se había equivocado de medio a medio.


—¿Por qué no pides otro vaso de agua? —le preguntó Paula.


Pedro se dio cuenta de que se había quedado mirando el vaso, distraído.


De repente Sebastián dejó caer el tenedor sobre el plato y se deslizó en su silla hasta desaparecer debajo de la mesa.


Paula miró ceñuda a Pedro:
—Te has quedado mirando el agua durante tanto tiempo que se ha creído que estás molesto por lo del pollo.


Pedro suspiró y dejó el vaso sobre la mesa.


—Sebastian, no pasa nada. Ya te he dicho que me gusta la sopa de pollo.


Pero el niño no dijo nada. Dio con la pierna sana de Pedro y se abrazó a su pantorrilla. Paula se agachó para levantar una esquina del mantel.


—¿Sebavovoichski?


Pero Sebastián, agarrado a la pierna de Pedro, tiró con la otra mano del mantel con tanta fuerza que los vasos se tambalearon.


—No deberías haberlo traído aquí —le reprochó Paula a Pedro—. Todo esto es demasiado formal para un niño.


—No habría surgido el menor problema si tú no lo hubieras animado a jugar con la comida —replicó antes de agacharse bajo la mesa—. Vuelve, Sebastian—le dio unas palmaditas en el hombro—. No estoy molesto, de verdad…


Estaba temblando. Con las dos manos, agarró la de Pedro.


—Monstruo —susurró.


—Tranquilo, hijo —le apretó dulcemente la manita—. Estás a salvo conmigo, te lo prometo. No hay ningún monstruo aquí.


—¡Monstruo! —repitió el niño, y soltó una retahíla de palabras en ruso.


—Dice que el monstruo está aquí —le tradujo Paula—. En el comedor.


Apretando la mano de Sebastian, Pedro se irguió para barrer la sala con la mirada. Los camareros lucían chaqueta blanca, pero muchos de los pasajeros llevaban ropa oscura. Uno de los hombres debía de haberle recordado al monstruo. Era la única explicación. A no ser que…


Maldijo para sus adentros. ¿Y si el hombre de la cicatriz había subido a bordo? ¿Estaría allí? Se suponía que el barco era seguro: Gabriel se había mostrado muy insistente en ese aspecto. 


Había patrullas y cámaras de videovigilancia, además de otras medidas de seguridad sobre las que Gabriel no había querido entrar en detalles. Era por eso por lo que Pedro se sentía tan cómodo con Sebastián a bordo. Era el lugar más seguro mientras la policía continuaba investigando los orfanatos. Y sin embargo…


Pedro, no —Paula estiró una mano y lo agarró del brazo—. Sé lo que estás pensando, pero él no está aquí.


Pedro se fijó en un hombre vestido de etiqueta que se estaba levantando de una mesa, cerca de la puerta de servicio. Desde donde estaba, no pudo ver si tenía la cicatriz. Había otro de esmoquin al lado de la puerta principal, pero llevaba barba.


Paula se levantó entonces y le acarició una mejilla.


—No hay ningún monstruo. No pasa nada.


La miró. Había usado con él el mismo tono que había utilizado con Sebastian, pero no se estaba burlando. Tenía un brillo de compasión en los ojos, como cuando le enseñó la espalda llena de cicatrices…


Nunca debió haber hecho eso. No quería su compasión. Pero todas sus precauciones nada podían hacer contra el deseo que inflamaba sus sentidos. Sólo era la palma de su mano contra su piel, no lo estaba tocando con los labios ni con la lengua… y sin embargo la sensación de conexión era todavía más intensa que la última vez. Sintió el desquiciado impulso de acercarla hacia sí y estrecharla en sus brazos.


Era por eso por lo que no soportaba la idea de perderla. No quería que aquello terminara. 


Había visto sus cicatrices, había visto el mal, y no había salido corriendo. En lugar de ello, se había fijado en…


¿Qué diablos le pasaba? Lo único que él quería de ella era a Sebastian. Apartó la cara.


—Sebastián está cansado. Nos saltaremos el postre.


Pero Paula continuó donde estaba.


—Comprendo por qué estás haciendo esto. Soy consciente de que no sé nada de educar a niños, así que no me importa recordarme a mí misma lo inepta que soy en ese sentido. Pero incluso una persona tan inepta como yo puede darse cuenta de que hay una razón muy sencilla por la que Sebastian está ahora mismo bajo la mesa.


—¿Cuál?


—Está intentando llamar tu atención.


Pedro quiso negarlo. Tenía que creer a Sebastian: se lo debía. Al igual que su padre adoptivo lo creyó a él cuando nadie le hacía caso…


Pero incluso a él todo aquello estaba empezando a parecerle absurdo. Ya había reconocido que no podía ser objetivo con aquel tema. Todavía no había encontrado prueba alguna que justificara sus preocupaciones. Tal vez Paula estuviese en lo cierto. Su propia reacción podía estar reforzando el comportamiento histérico de Sebastian.


Se pasó una mano por la cara, apartó la silla vacía de Sebastián y levantó el mantel. El niño estaba sentado en el suelo, hecho un ovillo. Se estaba chupando el pulgar, con los ojos desorbitados de miedo.


—Vamos, Sebastian. Confía en mí. Aquí no hay ningún monstruo.


Sebastian negó con la cabeza y se agarró con más fuerza a su pantorrilla. Paula se arrodilló entonces para ponerse a su mismo nivel. Le dijo algo en ruso y le tendió la mano.


Sin sacarse el dedo de la boca, el niño soltó la pierna de Pedro y asomó la cabeza. Miraba insistentemente hacia la puerta del comedor.


—¿Qué le has dicho? —quiso saber Pedro.


Paula se incorporó, con Sebastián de la mano.


—Le he dicho que tú desafiarías al monstruo y que se evaporaría en el aire. Suele funcionar con los cuentos infantiles.


Pedro pensó una vez más que iba a echarla de menos. Y Sebastián también.


—Gracias —recogió sus muletas y se levantó.


—También le he prometido un postre —añadió mientras atravesaba el comedor, seguida de Sebastian—. Pediré una tarta de queso al servicio de habitaciones.


—Ya me encargo yo de él, Paula. No quiero que se canse demasiado.


—No te preocupes, que ya te dejaremos algo. No nos la comeremos toda.


—Paula…


—No te pongas gruñón.


—No me pongo gruñón. Intento ser un padre responsable.


Pero Paula se dirigió hacia la salida sin mirar atrás. Pedro se la quedó mirando: ya no encontraba tan irritante aquella actitud. De hecho, estaba empezando a acostumbrarse. Procuró acelerar el paso todo lo que le permitieron sus muletas. Llegó al umbral justo cuando entraban dos hombres. Uno era Gabriel Dayan.


—Señor Alfonso —se plantó frente a él—. Necesitamos hablar con usted.


Pedro miró al compañero de Gabriel. Era un hombre de mediana edad y regular estatura, con el rostro curtido y atezado por el sol. Aunque llevaba ropa de civil, tenía todo el aspecto de un agente de la ley.


Las siguientes palabras de Gabriel confirmaron esa suposición.


—Le presento al capitán Enzo Locatelli, de la Unidad de Delincuencia Internacional de la policía italiana. Tiene una información que darle en relación con su hijo.




jueves, 30 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 35




Pedro acercó el plato de Sebastian para cortarle el filete de pollo. Era consciente de que estaba haciendo más fuerza de la necesaria, a riesgo de rayar la porcelana de Limoges con el cuchillo, pero ventilar su frustración con un trozo de pollo era mejor que estirar una mano y…


¿Y qué? No estaba seguro de lo que haría si finalmente se permitía volver a tocar a Paula. 


Precisamente por eso lo había estado evitando. Con ella, cada vez le resultaba más y más difícil mantener sus emociones bajo control.


—En realidad no tendría por qué haber ningún problema —continuó Paula—. Está claro que Sebastián disfruta mucho con tu compañía, y así tendría una buena oportunidad para practicar el inglés.


Pedro terminó de cortar el filete.


—Mi apartamento es inmenso. Podrás visitarme cuando quieras.


—Qué generosa.


—O si prefieres no volar hasta Moscú, Sebastián y yo podríamos encontrarnos contigo en alguna otra ciudad. ¿Qué tal París o Londres?


Pedro le devolvió el plato a su hijo. «Su hijo», se recordó. Pese a la creciente presión del abogado de Paula, Harold le había asegurado que su adopción seguía siendo válida. Además, sólo faltaban unos pocos días para que Sebastián pisara suelo estadounidense.


Pero… ¿y después? Pedro no había hecho ningún progreso en su campaña por hacerla cambiar de idea. Justamente al contrario. Se había vuelto más intratable que nunca. Y ahora tenía el descaro de invitarlo a su casa, como si ya contara con recuperar la custodia de Sebastian…


Paula recogió la servilleta de lino que tenía la forma de una cigüeña, la hizo volar varias veces para arrancar una carcajada a Sebastián y finalmente la desdobló para ponérsela en el cuello. Inclinándose hacia él, le estuvo hablando en ruso durante un rato. Evidentemente del salón donde se encontraban, a juzgar por los gestos con que señalaba la decoración.


Pedro le apartó la copa para que no la derribara. De producirse algún desastre en su mesa, la culpa sería de Paula, no de Sebastian. Aquélla era su primera visita al Salón Imperial, el principal comedor del crucero. Hasta ese momento, Pedro había optado por cenas mucho más informales para que Sebastián no se acostara tarde, pero esa noche habían decidido vestirse de punta en blanco y cenar por todo lo alto. Iba a ser una gran experiencia para Sebastian. Que no tenía nada que ver con el hecho de que Paula se sintiera cada vez más inquieta después de haber pasado tres días seguidos a bordo, sin desembarcar, y que por tanto bien pudiera apetecerle hacer algo distinto…


El problema era que, pese a que seguía enfadado con ella, no podía dejar de admirar lo bellísima que estaba aquella noche. Lo cual, por cierto, no era ninguna novedad. Aunque el vestido la cubría desde el cuello hasta las muñecas, la tela brillaba al más ligero de sus movimientos, subrayando sus curvas más que escondiéndolas. Era de color crema, con lo que el verde de sus ojos destacaba todavía más, y su cabello resplandecía como si fuera oro líquido. Se había recogido la melena en lo alto de la cabeza. Un rizo en particular había escapado de su diadema dorada y en aquel momento se balanceaba junto a su mejilla, imantando su mirada…


—Si el coste del viaje representa algún problema… —añadió Paula— yo te pagaré el billete.


Pedro recogió el cuchillo y atacó su filete.


—No necesito la caridad de nadie.


—No pretendía ofenderte. Estoy intentando ser práctica, dado que yo tengo más dinero que tú.


—Sí, eso ya me lo has recordado en más de una ocasión.


Paula arqueó una ceja.


—Supongo que tú no serás de esos hombres que se preocupan demasiado de… er… del tamaño de su cartera, ¿verdad, Pedro?


—El tamaño de mi cartera nunca me ha supuesto ningún problema, Paula. Tengo una gran experiencia en aprovechar al máximo mis recursos. En cualquier caso, nos estamos desviando del tema principal, y es que no estás en condiciones de ofrecerme derechos de visita.


—Tú me has ofrecido lo mismo —replicó ella—. No, miento. No es lo mismo. Tú todavía no me has invitado a Estados Unidos, con lo que mi oferta es todavía más generosa que la tuya.


Sebastián miraba a uno y a otra, con el tenedor a medio camino de la boca y un pedazo de pollo mal pinchado en la punta.


Cuando se desprendió, Paula estiró una mano para recogerlo. Y se lo metió en la boca después de hacerlo planear durante un rato para deleite del niño, imitando el ruido de un avión.


—Eso es algo en lo que tendrás que pensar, Pedro —le dijo—. Y no te lo tomes como un insulto.


Pedro tuvo que recordarse que aquella sonrisa estaba dedicada a Sebastián, no a él. El niño pinchó otro pedazo de pollo y blandió el tenedor al tiempo que imitaba el ruido de un avión, como había hecho antes Paula. A la tercera pasada, el pedazo de pollo voló de verdad y fue a parar al vaso de agua de Pedro.


Sebastián dejó inmediatamente de sonreír.


—Gracias, hijo —le dijo Pedro con tono tranquilo, hundiendo el dedo meñique en el vaso y chupándoselo como para probar su sabor—. La sopa de pollo es una de mis favoritas…


Paula reprimió una carcajada. Con un brillo de humor en los ojos, se acercó a Sebastian y le tradujo el comentario al ruso.


—Sopa —pronunció el niño en inglés, sonriendo de nuevo—. ¡Sopa de pollo! ¡Me gusta la sopa!


Pedro se alegró de que Sebastián hubiera incorporado unas cuantas palabras más a su vocabulario, a pesar de lo sucedido. Dejaría la lección de buenas maneras en la mesa para otra ocasión.


—Eso es. Me gusta la sopa de pollo.


Sebastián señaló la verdura de su plato y puso una cara que no necesitaba traducción.


—No me gustan los guisantes —dijo Pedro.


—No me gustan los guisantes —repitió inmediatamente el niño.


Y fue señalando otros objetos de la mesa, disfrutando de su recién descubierta capacidad para expresarse. Afortunadamente, terminó de comerse su plato sin más vuelos rasantes de pedazos de pollo.




CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 34




La taberna que Mauricio había encontrado se hallaba a kilómetros de distancia del puerto. Era pequeña y sombría, repleta de gentes de mala catadura. Las posibilidades de que alguien del Sueño de Alexandra apareciera por allí eran bastante remotas, e incluso si llegaban a verlo, las opciones de que pudieran reconocerlo se reducían prácticamente a cero. Cuando llevaba alzacuellos, la gente sólo veía en él al Padre Connelly. Sin él, no era más que otro tipo bebiendo whisky.


Acodado en la barra, apuró el último trago. 


Estaba más mareado de lo que creía cuando se dirigió hacia la puerta. No le importó. Esperaba que para cuando estuviera de vuelta en el barco todavía le durara aquella agradable sensación, dado que así le resultaría más fácil mostrarse amable y sonreír. Todavía tenía que efectuar la recogida. Había estado en Alghero antes, y sabía que la dirección estaba cerca.


Poco después localizaba la tienda de antigüedades. El callejón era estrecho y casi tan sombrío como la taberna de la que acababa de salir. Fue por eso por lo que tardó en reconocer a la mujer que estaba contemplando las vajillas de porcelana de la pared del fondo.


—¿Padre Connelly? —inquirió.


No pudo menos que sobresaltarse. Con todas las tiendas que había en Alghero, ¿qué estaba haciendo precisamente en aquélla?


—Vaya, señorita Bennett. Qué agradable sorpresa.


Ariana hizo un vago gesto, abarcando la sala.


—Estaba explorando la ciudad y encontré esta tienda por casualidad. Tienen unas piezas preciosas. Dudo que pueda permitirme comprarme alguna, pero me encanta curiosear, ¿a usted no?


Mauricio esperó a que sus ojos se acostumbraran a la penumbra para poder verla con claridad. Parecía incómoda, incluso algo nerviosa.


—Ah, ya sabe usted que tengo una especial debilidad por las urnas funerarias…


La bibliotecaria se puso a parlotear de nuevo, cada vez más azorada. Mauricio recordó que no llevaba alzacuellos: ¿sería ése el motivo de su nerviosismo? Le comentó que hacía una tarde bochornosa, esperando que pensara que se lo había quitado por culpa del calor.


De todas formas, no podía arriesgarse a efectuar la recogida en aquel momento. Por el rabillo del ojo vio al hombre que acababa de entrar en la tienda y rezó en silencio para que no se acercase. A su jefe no iba a gustarle aquello. 


De todas formas, siempre podrían repetir la operación en la próxima escala del crucero.


Disimulando su frustración detrás de una de sus bondadosas sonrisas, Mauricio dejó a Ariana en la tienda de antigüedades y se dirigió hacia el puerto. Un autobús turístico estaba desembarcando a un grupo de pasajeros en el muelle. Mauricio se escondió detrás de una esquina para colocarse el alzacuellos. Acababa de hacerlo cuando descubrió que no estaba solo.


Un hombre alto se hallaba a menos de un metro de distancia, bajo un arco, espiando el autobús turístico. Iba vestido enteramente de negro. 


Estaba completamente inmóvil, como un cazador acechando a su presa…


De repente se evaporaron los últimos efectos del whisky. ¿Podría tratarse de un policía? ¿Habría alertado alguien a las autoridades sobre la operación de contrabando?


Reprimió el impulso de echar a correr, obligándose a representar su papel. Se suponía que el jefe tenía sus buenos contactos en la Interpol, de modo que lo habría avisado si se hubiera producido una filtración. Y ningún policía local se habría molestado en hacer una inspección de rutina en el Sueño de Alexandra. 


El nombre de la familia Stamos colocaba al crucero fuera de toda sospecha.


El hombre de negro se volvió para mirarlo un momento antes de concentrarse nuevamente en el autobús.


Pese al calor del día, Mauricio estaba empezando a sentir escalofríos. «No es un policía», decidió mientras se dirigía al barco. La mirada de aquellos ojos oscuros era tan letal como la de un tiburón. Y con esa cicatriz atravesándole todo el lado derecho de la cara…


Ya habían tenido suficientes complicaciones durante aquel viaje, con un tripulante asesinado en Croacia y uno de los pasajeros atropellado por un taxi en Nápoles. Lo último que deseaba era que la policía dispusiera de un nuevo motivo para abordar el barco. Tal vez, después de todo, no había sido tan buena idea guardar las antigüedades auténticas en su camarote, junto con su colección de imitaciones. Ignoraba qué era lo que se traía entre manos el hombre de la cicatriz, pero esperaba que tuviera el suficiente sentido común como para quedarse en tierra y no crear ningún problema a bordo…




CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 33





La líquida cadencia del arpa fluía por el Salón del Pétalo de Rosa tan delicadamente como una niebla matutina. El verde exuberante de las hiedras que colgaban de grandes urnas de cerámica contrastaba con las paredes forradas de madera de castaño.


Lujosos chintz de tonos pastel cubrían sillas y divanes: los mismos colores de las tazas y teteras de porcelana que descansaban sobre las mesitas de madera oscura. Desde su puesto de honor en la pared del fondo, un retrato de Alexandra Rhys-Williams Stamos, la difunta esposa del propietario del crucero, presidía el salón. En recuerdo suyo, cada detalle de aquella habitación evocaba un típico salón de té inglés.


Pero por muy encantador que fuera, a Paula le parecía un lugar absurdo para traer a un niño de cinco años. Un simple movimiento en falso podía acabar con una de aquellas elegantes mesitas en el suelo, junto con una docena de tazas. Los pasajeros se reunían en aquella sala en busca de tranquilidad y de una conversación civilizada. No era justo esperar que un niño de cinco años se quedara perfectamente quieto.


Aun así, Pedro había tenido en mente un propósito completamente distinto cuando incluyó el Salón del Pétalo de Rosa en el programa de actividades de Sebastian. Sorteando las mesas, se había acercado directamente al arpa dorada que se hallaba en el centro de la habitación. Con la contera de una muleta había acercado un taburete y le había preguntado a la arpista si Sebastian podía sentarse a su lado mientras tocaba.


La noticia del accidente de Pedro se había extendido por el barco desde hacía días, y todo el mundo, desde el director del crucero hasta el gerente del hotel, estaba haciendo todo lo posible para hacerle más agradable el viaje. Así que, naturalmente, la arpista había accedido a su petición. Incluso había insistido en acercar una silla al taburete para que pudiera acompañar a Sebastián mientras escuchaba la música.


¿Qué mujer habría podido negarle algo?, se preguntó Paula. Aunque se estaba recuperando a marchas forzadas, todavía seguía teniendo aquel vulnerable y conmovedor aire de guerrero herido. A cualquier persona normal le habría tocado una fibra sensible. Era algo perfectamente natural. No había nada de qué preocuparse. Ni alarmarse.


Suspiró. Habían pasado casi tres días desde el incidente de Nápoles. Quizá en otros tres podría convencerse a sí misma de que sus sentimientos por Pedro no constituían un motivo de alarma.


La arpista terminó el preludio de Bach, hizo un guiño a Sebastián y pasó a ejecutar una animada pieza de Rimsky-Korsakov. Apoyado en la rodilla sana de Pedro, Sebastián empezó a mover la cabeza al ritmo de la música. Pedro buscó la mirada de Paula y arqueó levemente una ceja con gesto satisfecho.


Estupendo. No sólo había descubierto una perfecta actividad para Sebastián, sino que además se las había arreglado para añadir un poco de sabor ruso a aquel salón de té inglés. Paula juntó las palmas de las manos a manera de silencioso aplauso.


Pedro había retomado su competición por la custodia de Sebastián casi con rabia, aprovechando cada oportunidad que se le presentaba para demostrar lo buen padre que era. No había vuelto a hablarle de su pasado, ni tampoco a besarla. Ni había vuelto a desnudarse delante de ella. De hecho, estaba haciendo todo lo posible por no tocarla. En suma, estaba haciendo simplemente lo que ella le había pedido: evitar agradarle.


Pero ya era demasiado tarde para eso. Mal que le pesara, Pedro le gustaba. Y lo encontraba cada vez más atractivo: ahí era donde entraba aquel aire de guerrero herido. Y en cuanto a su pasado… A veces lamentaba que le hubiera enseñado aquellas marcas en la espalda. 


Porque, desde entonces, ya no podía mirarlo como antes. Ya antes había empezado a admirarlo, pero ahora que sabía todo aquello por lo que había pasado, su respeto por su persona no había hecho sino aumentar.


Y teniendo en cuenta asimismo todo lo que había sufrido, la dramática experiencia del maltrato, era comprensible que Pedro se estuviera mostrando muy poco racional en relación con la criatura de las pesadillas de Sebastian. Tras escuchar el testimonio de Ariana, Gabriel había aceptado finalmente ponerse en contacto con la policía rusa, que no había encontrado ningún hombre alto y con la cara marcada por una cicatriz entre el personal de los dos orfanatos. Hasta allí había llegado la colaboración ofrecida por el jefe de seguridad. 


Gabriel compartía con Paula la opinión de que, muy probablemente, la semejanza entre el taxista de Nápoles y la descripción del monstruo de Sebastián no era más que una simple coincidencia. Según la policía de Nápoles, el propietario del taxi había sido encontrado muerto, así que resultaba comprensible que el conductor no hubiera aminorado la velocidad si había estado huyendo de la escena del crimen. 


Las autoridades italianas habían concentrado sus investigaciones en los posibles enemigos del taxista. Y no habían encontrado nada que apoyara la hipótesis de Pedro de que Sebastian había sido el objetivo del presunto atentado.


Pese a todo ello, desde entonces Pedro no había permitido que Sebastián bajase a tierra. El crucero se hallaba atracado en Alghero, en Cerdeña, y Pedro había escogido pasar la mañana en el Salón del Pétalo de Rosa en lugar de salir de excursión. Decía que la rodilla todavía le molestaba para caminar, pero aunque había algo de verdad en ello, su principal preocupación seguía siendo Sebastián.


Paula era consciente de que estaba desaprovechando su mejor oportunidad, pero aún no le había contado a Rodolfo ni una palabra sobre la paranoia de Pedro. Sabía que debería hacerlo. No le debía a Pedro ninguna lealtad: de hecho, seguía intentando arrebatarle a su sobrino. Con lo que necesitaba aprovechar cualquier opción que tuviera de desacreditarlo como padre adoptivo.


Y, sin embargo, no podía. Se veía incapaz de explotar la angustia y la ansiedad de Pedro en su propio beneficio. Pedro le había mostrado sus cicatrices y le había confesado su pasado porque había querido que entendiera sus preocupaciones por Sebastián, pese a las consecuencias que eso pudiera tener sobre su pleito judicial. Sus intenciones habían sido buenas. Honestas.


Además, los días que Sebastian había pasado confinado en el barco no le habían sentado mal. No había vuelto a tener más pesadillas.


La melodía de Rimsky-Korsakov terminó con un divertido arpegio de fiorituras, y los ecos de las notas finales coincidieron con la carcajada de puro deleite de Sebastian. Segundos después, la mujer lo invitó a probar a tocar el arpa. Aquel enorme instrumento poco tenía que ver con la balalaica que solía tocar su padre. Pero tenía cuerdas, así que el niño aceptó encantado.


Dejando su té sin terminar, Paula fue a reunirse con ellos.


—Tocas muy bien, Sebavochki.


El niño sonrió mientras deslizaba los deditos por las cuerdas más cortas, cerca del cuello del arpa.


—Pájaro —dijo.


—Hey, es verdad. La música del arpa recuerda el canto de los pájaros —comentó Pedro.


La arpista guió la mano del niño para que tocara una serie de notas. Sebastian reaccionó con entusiasmo, tatareando la melodía mientras la tocaba.


Paula miró a Pedro. Estaba sonriendo mientras miraba a Sebastian, no como un guerrero, sino como un padre adorable. Cuando perdiera el pulso de su adopción, lo echaría terriblemente de menos.


Cruzándose de brazos, intentó ignorar la punzada de remordimiento que la asaltó. Por eso era mejor que no le gustara, que no le cayera bien. Sólo uno de ellos podría ganar. No quería hacerle daño, pero eso sería lo que acabaría sucediendo cuando recuperara la custodia de Sebastian. De todas formas, Pedro lo superaría. Apenas hacía una semana que conocía a Sebastián. Se necesitaba mucho más tiempo para desarrollar un verdadero vínculo emocional, ¿o no?


Lo mismo podía decirse de una relación entre dos adultos. Una cosa era sentir cierta atracción, y otra cosa muy distinta era el amor. Nadie podía enamorarse de alguien en tan sólo una semana. 


Al menos eso esperaba ella…


Paula reconoció por fin la melodía que Sebastian estaba tocando ayudado por la arpista. Era el famoso tema de Doctor Zhivago, el de la caja de música. Un oportuno recordatorio de que las historias rusas de amor no solían tener un final feliz.