viernes, 31 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 36




Pedro pensó que Paula era una mujer demasiado indulgente, aficionada a la improvisación, enemiga de todo programa. 


Dudaba que ésas fueran las mejores cualidades para una buena madre. Y sin embargo, la devoción que le profesaba a Sebastián estaba más allá de toda duda, al igual que el afecto del niño hacia su tía. Sebastián iba a echarla de menos cuando llegaran a casa.


Y él no era el único.


Ésa era la razón principal por la que le había molestado tanto su invitación a visitarla en Moscú. No porque hubiera dado por seguro que ganaría el caso. Su invitación le había recordado que, al cabo de unos pocos días, cada uno se encontraría en una esquina opuesta del mundo.


No quería admitir que iba a echarla de menos. 


Desde el principio había sabido que sería absurdo sentir algo por ella. Porque lo único que Paula quería de él era su hijo.


Se había equivocado cuando le dijo que no se parecía a Elena. Sus respectivos caracteres eran diferentes, sí, pero las dos tenían algo en común. Al final, lo único que su esposa había querido de él había sido un hijo. Elena se había quedado con él, había dormido con él, había simulado amarlo… sólo porque había querido un bebé.


De repente sintió un regusto amargo en la boca.


Tragó saliva y acababa de levantar su vaso de agua cuando vio el pedazo de pollo en el fondo del vaso. No, no debería comparar a Paula y a Elena. No sólo eran mujeres completamente diferentes, sino que la situación también lo era. 


Paula siempre había sido sincera a la hora de expresar sus prioridades. Ella no fingía.


Y él no se hacía ilusiones con ella. Era una mujer interesante. Su ingenio y su impulsividad resultaban tan atractivos como su físico. Aun así, había una gran diferencia entre disfrutar de la compañía de una mujer y sentir algo profundo por ella. Un sentimiento como el amor no surgía de un día para otro. El amor era un compromiso a largo plazo, no un impulso. Hacía una década que conocía a Elena cuando se casó con ella. Lo había planificado cuidadosamente y, en aquel entonces, le había parecido la pareja perfecta.


Y se había equivocado de medio a medio.


—¿Por qué no pides otro vaso de agua? —le preguntó Paula.


Pedro se dio cuenta de que se había quedado mirando el vaso, distraído.


De repente Sebastián dejó caer el tenedor sobre el plato y se deslizó en su silla hasta desaparecer debajo de la mesa.


Paula miró ceñuda a Pedro:
—Te has quedado mirando el agua durante tanto tiempo que se ha creído que estás molesto por lo del pollo.


Pedro suspiró y dejó el vaso sobre la mesa.


—Sebastian, no pasa nada. Ya te he dicho que me gusta la sopa de pollo.


Pero el niño no dijo nada. Dio con la pierna sana de Pedro y se abrazó a su pantorrilla. Paula se agachó para levantar una esquina del mantel.


—¿Sebavovoichski?


Pero Sebastián, agarrado a la pierna de Pedro, tiró con la otra mano del mantel con tanta fuerza que los vasos se tambalearon.


—No deberías haberlo traído aquí —le reprochó Paula a Pedro—. Todo esto es demasiado formal para un niño.


—No habría surgido el menor problema si tú no lo hubieras animado a jugar con la comida —replicó antes de agacharse bajo la mesa—. Vuelve, Sebastian—le dio unas palmaditas en el hombro—. No estoy molesto, de verdad…


Estaba temblando. Con las dos manos, agarró la de Pedro.


—Monstruo —susurró.


—Tranquilo, hijo —le apretó dulcemente la manita—. Estás a salvo conmigo, te lo prometo. No hay ningún monstruo aquí.


—¡Monstruo! —repitió el niño, y soltó una retahíla de palabras en ruso.


—Dice que el monstruo está aquí —le tradujo Paula—. En el comedor.


Apretando la mano de Sebastian, Pedro se irguió para barrer la sala con la mirada. Los camareros lucían chaqueta blanca, pero muchos de los pasajeros llevaban ropa oscura. Uno de los hombres debía de haberle recordado al monstruo. Era la única explicación. A no ser que…


Maldijo para sus adentros. ¿Y si el hombre de la cicatriz había subido a bordo? ¿Estaría allí? Se suponía que el barco era seguro: Gabriel se había mostrado muy insistente en ese aspecto. 


Había patrullas y cámaras de videovigilancia, además de otras medidas de seguridad sobre las que Gabriel no había querido entrar en detalles. Era por eso por lo que Pedro se sentía tan cómodo con Sebastián a bordo. Era el lugar más seguro mientras la policía continuaba investigando los orfanatos. Y sin embargo…


Pedro, no —Paula estiró una mano y lo agarró del brazo—. Sé lo que estás pensando, pero él no está aquí.


Pedro se fijó en un hombre vestido de etiqueta que se estaba levantando de una mesa, cerca de la puerta de servicio. Desde donde estaba, no pudo ver si tenía la cicatriz. Había otro de esmoquin al lado de la puerta principal, pero llevaba barba.


Paula se levantó entonces y le acarició una mejilla.


—No hay ningún monstruo. No pasa nada.


La miró. Había usado con él el mismo tono que había utilizado con Sebastian, pero no se estaba burlando. Tenía un brillo de compasión en los ojos, como cuando le enseñó la espalda llena de cicatrices…


Nunca debió haber hecho eso. No quería su compasión. Pero todas sus precauciones nada podían hacer contra el deseo que inflamaba sus sentidos. Sólo era la palma de su mano contra su piel, no lo estaba tocando con los labios ni con la lengua… y sin embargo la sensación de conexión era todavía más intensa que la última vez. Sintió el desquiciado impulso de acercarla hacia sí y estrecharla en sus brazos.


Era por eso por lo que no soportaba la idea de perderla. No quería que aquello terminara. 


Había visto sus cicatrices, había visto el mal, y no había salido corriendo. En lugar de ello, se había fijado en…


¿Qué diablos le pasaba? Lo único que él quería de ella era a Sebastian. Apartó la cara.


—Sebastián está cansado. Nos saltaremos el postre.


Pero Paula continuó donde estaba.


—Comprendo por qué estás haciendo esto. Soy consciente de que no sé nada de educar a niños, así que no me importa recordarme a mí misma lo inepta que soy en ese sentido. Pero incluso una persona tan inepta como yo puede darse cuenta de que hay una razón muy sencilla por la que Sebastian está ahora mismo bajo la mesa.


—¿Cuál?


—Está intentando llamar tu atención.


Pedro quiso negarlo. Tenía que creer a Sebastian: se lo debía. Al igual que su padre adoptivo lo creyó a él cuando nadie le hacía caso…


Pero incluso a él todo aquello estaba empezando a parecerle absurdo. Ya había reconocido que no podía ser objetivo con aquel tema. Todavía no había encontrado prueba alguna que justificara sus preocupaciones. Tal vez Paula estuviese en lo cierto. Su propia reacción podía estar reforzando el comportamiento histérico de Sebastian.


Se pasó una mano por la cara, apartó la silla vacía de Sebastián y levantó el mantel. El niño estaba sentado en el suelo, hecho un ovillo. Se estaba chupando el pulgar, con los ojos desorbitados de miedo.


—Vamos, Sebastian. Confía en mí. Aquí no hay ningún monstruo.


Sebastian negó con la cabeza y se agarró con más fuerza a su pantorrilla. Paula se arrodilló entonces para ponerse a su mismo nivel. Le dijo algo en ruso y le tendió la mano.


Sin sacarse el dedo de la boca, el niño soltó la pierna de Pedro y asomó la cabeza. Miraba insistentemente hacia la puerta del comedor.


—¿Qué le has dicho? —quiso saber Pedro.


Paula se incorporó, con Sebastián de la mano.


—Le he dicho que tú desafiarías al monstruo y que se evaporaría en el aire. Suele funcionar con los cuentos infantiles.


Pedro pensó una vez más que iba a echarla de menos. Y Sebastián también.


—Gracias —recogió sus muletas y se levantó.


—También le he prometido un postre —añadió mientras atravesaba el comedor, seguida de Sebastian—. Pediré una tarta de queso al servicio de habitaciones.


—Ya me encargo yo de él, Paula. No quiero que se canse demasiado.


—No te preocupes, que ya te dejaremos algo. No nos la comeremos toda.


—Paula…


—No te pongas gruñón.


—No me pongo gruñón. Intento ser un padre responsable.


Pero Paula se dirigió hacia la salida sin mirar atrás. Pedro se la quedó mirando: ya no encontraba tan irritante aquella actitud. De hecho, estaba empezando a acostumbrarse. Procuró acelerar el paso todo lo que le permitieron sus muletas. Llegó al umbral justo cuando entraban dos hombres. Uno era Gabriel Dayan.


—Señor Alfonso —se plantó frente a él—. Necesitamos hablar con usted.


Pedro miró al compañero de Gabriel. Era un hombre de mediana edad y regular estatura, con el rostro curtido y atezado por el sol. Aunque llevaba ropa de civil, tenía todo el aspecto de un agente de la ley.


Las siguientes palabras de Gabriel confirmaron esa suposición.


—Le presento al capitán Enzo Locatelli, de la Unidad de Delincuencia Internacional de la policía italiana. Tiene una información que darle en relación con su hijo.




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