jueves, 30 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 33





La líquida cadencia del arpa fluía por el Salón del Pétalo de Rosa tan delicadamente como una niebla matutina. El verde exuberante de las hiedras que colgaban de grandes urnas de cerámica contrastaba con las paredes forradas de madera de castaño.


Lujosos chintz de tonos pastel cubrían sillas y divanes: los mismos colores de las tazas y teteras de porcelana que descansaban sobre las mesitas de madera oscura. Desde su puesto de honor en la pared del fondo, un retrato de Alexandra Rhys-Williams Stamos, la difunta esposa del propietario del crucero, presidía el salón. En recuerdo suyo, cada detalle de aquella habitación evocaba un típico salón de té inglés.


Pero por muy encantador que fuera, a Paula le parecía un lugar absurdo para traer a un niño de cinco años. Un simple movimiento en falso podía acabar con una de aquellas elegantes mesitas en el suelo, junto con una docena de tazas. Los pasajeros se reunían en aquella sala en busca de tranquilidad y de una conversación civilizada. No era justo esperar que un niño de cinco años se quedara perfectamente quieto.


Aun así, Pedro había tenido en mente un propósito completamente distinto cuando incluyó el Salón del Pétalo de Rosa en el programa de actividades de Sebastian. Sorteando las mesas, se había acercado directamente al arpa dorada que se hallaba en el centro de la habitación. Con la contera de una muleta había acercado un taburete y le había preguntado a la arpista si Sebastian podía sentarse a su lado mientras tocaba.


La noticia del accidente de Pedro se había extendido por el barco desde hacía días, y todo el mundo, desde el director del crucero hasta el gerente del hotel, estaba haciendo todo lo posible para hacerle más agradable el viaje. Así que, naturalmente, la arpista había accedido a su petición. Incluso había insistido en acercar una silla al taburete para que pudiera acompañar a Sebastián mientras escuchaba la música.


¿Qué mujer habría podido negarle algo?, se preguntó Paula. Aunque se estaba recuperando a marchas forzadas, todavía seguía teniendo aquel vulnerable y conmovedor aire de guerrero herido. A cualquier persona normal le habría tocado una fibra sensible. Era algo perfectamente natural. No había nada de qué preocuparse. Ni alarmarse.


Suspiró. Habían pasado casi tres días desde el incidente de Nápoles. Quizá en otros tres podría convencerse a sí misma de que sus sentimientos por Pedro no constituían un motivo de alarma.


La arpista terminó el preludio de Bach, hizo un guiño a Sebastián y pasó a ejecutar una animada pieza de Rimsky-Korsakov. Apoyado en la rodilla sana de Pedro, Sebastián empezó a mover la cabeza al ritmo de la música. Pedro buscó la mirada de Paula y arqueó levemente una ceja con gesto satisfecho.


Estupendo. No sólo había descubierto una perfecta actividad para Sebastián, sino que además se las había arreglado para añadir un poco de sabor ruso a aquel salón de té inglés. Paula juntó las palmas de las manos a manera de silencioso aplauso.


Pedro había retomado su competición por la custodia de Sebastián casi con rabia, aprovechando cada oportunidad que se le presentaba para demostrar lo buen padre que era. No había vuelto a hablarle de su pasado, ni tampoco a besarla. Ni había vuelto a desnudarse delante de ella. De hecho, estaba haciendo todo lo posible por no tocarla. En suma, estaba haciendo simplemente lo que ella le había pedido: evitar agradarle.


Pero ya era demasiado tarde para eso. Mal que le pesara, Pedro le gustaba. Y lo encontraba cada vez más atractivo: ahí era donde entraba aquel aire de guerrero herido. Y en cuanto a su pasado… A veces lamentaba que le hubiera enseñado aquellas marcas en la espalda. 


Porque, desde entonces, ya no podía mirarlo como antes. Ya antes había empezado a admirarlo, pero ahora que sabía todo aquello por lo que había pasado, su respeto por su persona no había hecho sino aumentar.


Y teniendo en cuenta asimismo todo lo que había sufrido, la dramática experiencia del maltrato, era comprensible que Pedro se estuviera mostrando muy poco racional en relación con la criatura de las pesadillas de Sebastian. Tras escuchar el testimonio de Ariana, Gabriel había aceptado finalmente ponerse en contacto con la policía rusa, que no había encontrado ningún hombre alto y con la cara marcada por una cicatriz entre el personal de los dos orfanatos. Hasta allí había llegado la colaboración ofrecida por el jefe de seguridad. 


Gabriel compartía con Paula la opinión de que, muy probablemente, la semejanza entre el taxista de Nápoles y la descripción del monstruo de Sebastián no era más que una simple coincidencia. Según la policía de Nápoles, el propietario del taxi había sido encontrado muerto, así que resultaba comprensible que el conductor no hubiera aminorado la velocidad si había estado huyendo de la escena del crimen. 


Las autoridades italianas habían concentrado sus investigaciones en los posibles enemigos del taxista. Y no habían encontrado nada que apoyara la hipótesis de Pedro de que Sebastian había sido el objetivo del presunto atentado.


Pese a todo ello, desde entonces Pedro no había permitido que Sebastián bajase a tierra. El crucero se hallaba atracado en Alghero, en Cerdeña, y Pedro había escogido pasar la mañana en el Salón del Pétalo de Rosa en lugar de salir de excursión. Decía que la rodilla todavía le molestaba para caminar, pero aunque había algo de verdad en ello, su principal preocupación seguía siendo Sebastián.


Paula era consciente de que estaba desaprovechando su mejor oportunidad, pero aún no le había contado a Rodolfo ni una palabra sobre la paranoia de Pedro. Sabía que debería hacerlo. No le debía a Pedro ninguna lealtad: de hecho, seguía intentando arrebatarle a su sobrino. Con lo que necesitaba aprovechar cualquier opción que tuviera de desacreditarlo como padre adoptivo.


Y, sin embargo, no podía. Se veía incapaz de explotar la angustia y la ansiedad de Pedro en su propio beneficio. Pedro le había mostrado sus cicatrices y le había confesado su pasado porque había querido que entendiera sus preocupaciones por Sebastián, pese a las consecuencias que eso pudiera tener sobre su pleito judicial. Sus intenciones habían sido buenas. Honestas.


Además, los días que Sebastian había pasado confinado en el barco no le habían sentado mal. No había vuelto a tener más pesadillas.


La melodía de Rimsky-Korsakov terminó con un divertido arpegio de fiorituras, y los ecos de las notas finales coincidieron con la carcajada de puro deleite de Sebastian. Segundos después, la mujer lo invitó a probar a tocar el arpa. Aquel enorme instrumento poco tenía que ver con la balalaica que solía tocar su padre. Pero tenía cuerdas, así que el niño aceptó encantado.


Dejando su té sin terminar, Paula fue a reunirse con ellos.


—Tocas muy bien, Sebavochki.


El niño sonrió mientras deslizaba los deditos por las cuerdas más cortas, cerca del cuello del arpa.


—Pájaro —dijo.


—Hey, es verdad. La música del arpa recuerda el canto de los pájaros —comentó Pedro.


La arpista guió la mano del niño para que tocara una serie de notas. Sebastian reaccionó con entusiasmo, tatareando la melodía mientras la tocaba.


Paula miró a Pedro. Estaba sonriendo mientras miraba a Sebastian, no como un guerrero, sino como un padre adorable. Cuando perdiera el pulso de su adopción, lo echaría terriblemente de menos.


Cruzándose de brazos, intentó ignorar la punzada de remordimiento que la asaltó. Por eso era mejor que no le gustara, que no le cayera bien. Sólo uno de ellos podría ganar. No quería hacerle daño, pero eso sería lo que acabaría sucediendo cuando recuperara la custodia de Sebastian. De todas formas, Pedro lo superaría. Apenas hacía una semana que conocía a Sebastián. Se necesitaba mucho más tiempo para desarrollar un verdadero vínculo emocional, ¿o no?


Lo mismo podía decirse de una relación entre dos adultos. Una cosa era sentir cierta atracción, y otra cosa muy distinta era el amor. Nadie podía enamorarse de alguien en tan sólo una semana. 


Al menos eso esperaba ella…


Paula reconoció por fin la melodía que Sebastian estaba tocando ayudado por la arpista. Era el famoso tema de Doctor Zhivago, el de la caja de música. Un oportuno recordatorio de que las historias rusas de amor no solían tener un final feliz.




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