jueves, 30 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 34




La taberna que Mauricio había encontrado se hallaba a kilómetros de distancia del puerto. Era pequeña y sombría, repleta de gentes de mala catadura. Las posibilidades de que alguien del Sueño de Alexandra apareciera por allí eran bastante remotas, e incluso si llegaban a verlo, las opciones de que pudieran reconocerlo se reducían prácticamente a cero. Cuando llevaba alzacuellos, la gente sólo veía en él al Padre Connelly. Sin él, no era más que otro tipo bebiendo whisky.


Acodado en la barra, apuró el último trago. 


Estaba más mareado de lo que creía cuando se dirigió hacia la puerta. No le importó. Esperaba que para cuando estuviera de vuelta en el barco todavía le durara aquella agradable sensación, dado que así le resultaría más fácil mostrarse amable y sonreír. Todavía tenía que efectuar la recogida. Había estado en Alghero antes, y sabía que la dirección estaba cerca.


Poco después localizaba la tienda de antigüedades. El callejón era estrecho y casi tan sombrío como la taberna de la que acababa de salir. Fue por eso por lo que tardó en reconocer a la mujer que estaba contemplando las vajillas de porcelana de la pared del fondo.


—¿Padre Connelly? —inquirió.


No pudo menos que sobresaltarse. Con todas las tiendas que había en Alghero, ¿qué estaba haciendo precisamente en aquélla?


—Vaya, señorita Bennett. Qué agradable sorpresa.


Ariana hizo un vago gesto, abarcando la sala.


—Estaba explorando la ciudad y encontré esta tienda por casualidad. Tienen unas piezas preciosas. Dudo que pueda permitirme comprarme alguna, pero me encanta curiosear, ¿a usted no?


Mauricio esperó a que sus ojos se acostumbraran a la penumbra para poder verla con claridad. Parecía incómoda, incluso algo nerviosa.


—Ah, ya sabe usted que tengo una especial debilidad por las urnas funerarias…


La bibliotecaria se puso a parlotear de nuevo, cada vez más azorada. Mauricio recordó que no llevaba alzacuellos: ¿sería ése el motivo de su nerviosismo? Le comentó que hacía una tarde bochornosa, esperando que pensara que se lo había quitado por culpa del calor.


De todas formas, no podía arriesgarse a efectuar la recogida en aquel momento. Por el rabillo del ojo vio al hombre que acababa de entrar en la tienda y rezó en silencio para que no se acercase. A su jefe no iba a gustarle aquello. 


De todas formas, siempre podrían repetir la operación en la próxima escala del crucero.


Disimulando su frustración detrás de una de sus bondadosas sonrisas, Mauricio dejó a Ariana en la tienda de antigüedades y se dirigió hacia el puerto. Un autobús turístico estaba desembarcando a un grupo de pasajeros en el muelle. Mauricio se escondió detrás de una esquina para colocarse el alzacuellos. Acababa de hacerlo cuando descubrió que no estaba solo.


Un hombre alto se hallaba a menos de un metro de distancia, bajo un arco, espiando el autobús turístico. Iba vestido enteramente de negro. 


Estaba completamente inmóvil, como un cazador acechando a su presa…


De repente se evaporaron los últimos efectos del whisky. ¿Podría tratarse de un policía? ¿Habría alertado alguien a las autoridades sobre la operación de contrabando?


Reprimió el impulso de echar a correr, obligándose a representar su papel. Se suponía que el jefe tenía sus buenos contactos en la Interpol, de modo que lo habría avisado si se hubiera producido una filtración. Y ningún policía local se habría molestado en hacer una inspección de rutina en el Sueño de Alexandra. 


El nombre de la familia Stamos colocaba al crucero fuera de toda sospecha.


El hombre de negro se volvió para mirarlo un momento antes de concentrarse nuevamente en el autobús.


Pese al calor del día, Mauricio estaba empezando a sentir escalofríos. «No es un policía», decidió mientras se dirigía al barco. La mirada de aquellos ojos oscuros era tan letal como la de un tiburón. Y con esa cicatriz atravesándole todo el lado derecho de la cara…


Ya habían tenido suficientes complicaciones durante aquel viaje, con un tripulante asesinado en Croacia y uno de los pasajeros atropellado por un taxi en Nápoles. Lo último que deseaba era que la policía dispusiera de un nuevo motivo para abordar el barco. Tal vez, después de todo, no había sido tan buena idea guardar las antigüedades auténticas en su camarote, junto con su colección de imitaciones. Ignoraba qué era lo que se traía entre manos el hombre de la cicatriz, pero esperaba que tuviera el suficiente sentido común como para quedarse en tierra y no crear ningún problema a bordo…




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