jueves, 30 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 35




Pedro acercó el plato de Sebastian para cortarle el filete de pollo. Era consciente de que estaba haciendo más fuerza de la necesaria, a riesgo de rayar la porcelana de Limoges con el cuchillo, pero ventilar su frustración con un trozo de pollo era mejor que estirar una mano y…


¿Y qué? No estaba seguro de lo que haría si finalmente se permitía volver a tocar a Paula. 


Precisamente por eso lo había estado evitando. Con ella, cada vez le resultaba más y más difícil mantener sus emociones bajo control.


—En realidad no tendría por qué haber ningún problema —continuó Paula—. Está claro que Sebastián disfruta mucho con tu compañía, y así tendría una buena oportunidad para practicar el inglés.


Pedro terminó de cortar el filete.


—Mi apartamento es inmenso. Podrás visitarme cuando quieras.


—Qué generosa.


—O si prefieres no volar hasta Moscú, Sebastián y yo podríamos encontrarnos contigo en alguna otra ciudad. ¿Qué tal París o Londres?


Pedro le devolvió el plato a su hijo. «Su hijo», se recordó. Pese a la creciente presión del abogado de Paula, Harold le había asegurado que su adopción seguía siendo válida. Además, sólo faltaban unos pocos días para que Sebastián pisara suelo estadounidense.


Pero… ¿y después? Pedro no había hecho ningún progreso en su campaña por hacerla cambiar de idea. Justamente al contrario. Se había vuelto más intratable que nunca. Y ahora tenía el descaro de invitarlo a su casa, como si ya contara con recuperar la custodia de Sebastian…


Paula recogió la servilleta de lino que tenía la forma de una cigüeña, la hizo volar varias veces para arrancar una carcajada a Sebastián y finalmente la desdobló para ponérsela en el cuello. Inclinándose hacia él, le estuvo hablando en ruso durante un rato. Evidentemente del salón donde se encontraban, a juzgar por los gestos con que señalaba la decoración.


Pedro le apartó la copa para que no la derribara. De producirse algún desastre en su mesa, la culpa sería de Paula, no de Sebastian. Aquélla era su primera visita al Salón Imperial, el principal comedor del crucero. Hasta ese momento, Pedro había optado por cenas mucho más informales para que Sebastián no se acostara tarde, pero esa noche habían decidido vestirse de punta en blanco y cenar por todo lo alto. Iba a ser una gran experiencia para Sebastian. Que no tenía nada que ver con el hecho de que Paula se sintiera cada vez más inquieta después de haber pasado tres días seguidos a bordo, sin desembarcar, y que por tanto bien pudiera apetecerle hacer algo distinto…


El problema era que, pese a que seguía enfadado con ella, no podía dejar de admirar lo bellísima que estaba aquella noche. Lo cual, por cierto, no era ninguna novedad. Aunque el vestido la cubría desde el cuello hasta las muñecas, la tela brillaba al más ligero de sus movimientos, subrayando sus curvas más que escondiéndolas. Era de color crema, con lo que el verde de sus ojos destacaba todavía más, y su cabello resplandecía como si fuera oro líquido. Se había recogido la melena en lo alto de la cabeza. Un rizo en particular había escapado de su diadema dorada y en aquel momento se balanceaba junto a su mejilla, imantando su mirada…


—Si el coste del viaje representa algún problema… —añadió Paula— yo te pagaré el billete.


Pedro recogió el cuchillo y atacó su filete.


—No necesito la caridad de nadie.


—No pretendía ofenderte. Estoy intentando ser práctica, dado que yo tengo más dinero que tú.


—Sí, eso ya me lo has recordado en más de una ocasión.


Paula arqueó una ceja.


—Supongo que tú no serás de esos hombres que se preocupan demasiado de… er… del tamaño de su cartera, ¿verdad, Pedro?


—El tamaño de mi cartera nunca me ha supuesto ningún problema, Paula. Tengo una gran experiencia en aprovechar al máximo mis recursos. En cualquier caso, nos estamos desviando del tema principal, y es que no estás en condiciones de ofrecerme derechos de visita.


—Tú me has ofrecido lo mismo —replicó ella—. No, miento. No es lo mismo. Tú todavía no me has invitado a Estados Unidos, con lo que mi oferta es todavía más generosa que la tuya.


Sebastián miraba a uno y a otra, con el tenedor a medio camino de la boca y un pedazo de pollo mal pinchado en la punta.


Cuando se desprendió, Paula estiró una mano para recogerlo. Y se lo metió en la boca después de hacerlo planear durante un rato para deleite del niño, imitando el ruido de un avión.


—Eso es algo en lo que tendrás que pensar, Pedro —le dijo—. Y no te lo tomes como un insulto.


Pedro tuvo que recordarse que aquella sonrisa estaba dedicada a Sebastián, no a él. El niño pinchó otro pedazo de pollo y blandió el tenedor al tiempo que imitaba el ruido de un avión, como había hecho antes Paula. A la tercera pasada, el pedazo de pollo voló de verdad y fue a parar al vaso de agua de Pedro.


Sebastián dejó inmediatamente de sonreír.


—Gracias, hijo —le dijo Pedro con tono tranquilo, hundiendo el dedo meñique en el vaso y chupándoselo como para probar su sabor—. La sopa de pollo es una de mis favoritas…


Paula reprimió una carcajada. Con un brillo de humor en los ojos, se acercó a Sebastian y le tradujo el comentario al ruso.


—Sopa —pronunció el niño en inglés, sonriendo de nuevo—. ¡Sopa de pollo! ¡Me gusta la sopa!


Pedro se alegró de que Sebastián hubiera incorporado unas cuantas palabras más a su vocabulario, a pesar de lo sucedido. Dejaría la lección de buenas maneras en la mesa para otra ocasión.


—Eso es. Me gusta la sopa de pollo.


Sebastián señaló la verdura de su plato y puso una cara que no necesitaba traducción.


—No me gustan los guisantes —dijo Pedro.


—No me gustan los guisantes —repitió inmediatamente el niño.


Y fue señalando otros objetos de la mesa, disfrutando de su recién descubierta capacidad para expresarse. Afortunadamente, terminó de comerse su plato sin más vuelos rasantes de pedazos de pollo.




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