miércoles, 22 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 7




Pedro intentó disimular su frustración, pero no era fácil. Horacio había descubierto el error en el apellido cuando la adopción de Sebastián era casi un hecho. Era por eso por lo que la información sobre la familia de Sebastián había sido tan escasa. No era de extrañar que Paula se sintiera legitimada para discutirle su custodia.


Pero el hecho seguía siendo el mismo: aquella mujer quería arrebatarle a su hijo. Y Pedro no estaba dispuesto a consentirlo. Por lo que a él se refería, no había nada más que hablar.


Pero Paula Chaves no parecía el tipo de mujer que se conformara con un silencio por respuesta. No necesitaba hablar para llamar la atención y su presencia difícilmente habría pasado desapercibida para nadie. Y no sólo debido a su estatura.


Examinados de forma aislada, sus rasgos eran demasiado enérgicos. Tenía la nariz grande y los labios demasiado llenos… aunque en conjunto resultaba impresionante. Su pelo liso semejaba una cascada de oro pálido. Su vestido, que parecía recoger todas las gamas posibles del verde y del azul, se le pegaba al cuerpo con cada ráfaga de brisa marina. Y por si todo eso no fuera suficiente para llamar la atención de cualquiera, sus pulseras de plata tintineaban a lo largo de su esbelto brazo al menor de sus gestos.


No parecía la mujer que se había imaginado la primera vez que oyó hablar de ella. Ni tampoco el tipo de mujer que habría aceptado con gusto la responsabilidad de criar a un hijo. Era demasiado… apasionada. Vitalista. Impulsiva. Y un niño necesitaba orden y estabilidad en su vida.


—Mi abogado y yo tuvimos que enfrentarnos con las burocracias de dos países para conseguir que Sebastian se viniera a casa conmigo. El nombre equivocado no cambia nada, porque todos los documentos necesarios fueron debidamente corregidos. Es el niño que yo he adoptado. Legalmente, yo soy su padre.


—Pero usted no es pariente de sangre. Y yo sí.


—Señorita Chaves, ¿usted quiere realmente a su sobrino?


—Qué pregunta más ridícula. Por supuesto que lo quiero —volvieron a tintinear sus pulseras mientras se llevaba una mano al pecho—. Con todo mi corazón.


Pedro mantuvo la mirada fija en su cara, pese a que con aquel gesto había tensado la tela de su vestido en torno a sus senos. Ya lo había manipulado una vez antes. Quizá fuera una táctica deliberada para distraerlo.


—Entonces piense en él, y no en sí misma. Su presencia aquí sólo servirá para hacer daño a Sebastian.


—¿Cómo puede decir eso? Usted mismo ha visto las ganas que tenía de que me quedara con él…


—Lo está confundiendo. Cuanto más tiempo pase con él, peor se sentirá cuando tenga que despedirse al final del crucero.


—Esa despedida no será definitiva. Mi abogado presentará un recurso para impugnar su adopción.


«¡No!», quiso gritarle Pedro. Sebastián era su hijo.


—Su reclamación llega demasiado tarde.


—Demasiado tarde para impedir el error, no para rectificarlo. Si no me cree, hable con el señor Rothsburger.


Desde luego que pensaba ponerse en contacto con Horacio lo antes posible. Había aprendido a desconfiar de las mujeres. Elena también había afirmado querer a Sebastian, pero sus actos la habían traicionado. Tener un hijo era un compromiso para toda la vida. Pedro sabía demasiado bien que no todo el mundo estaba preparado para ser padre. Y cuando una pareja se separaba, era el hijo quien sufría.


—¿Dónde vive usted, señorita Chaves?


—Tengo un apartamento en Moscú. ¿Por qué?


—Debe de haber unos mil kilómetros entre Murmansk y Moscú. Su sobrino no la reconoció al principio. Es evidente que no lo veía a menudo.


—Son cuatrocientos kilómetros, y lo veía tan a menudo como podía —se interrumpió bruscamente—. Pero yo no tengo por qué explicarle nada. No intente calibrar mi amor por mi sobrino con un cronómetro, señor Alfonso, porque le advierto que, si sigue así, será usted quien salga perdiendo. Hace menos de dos días que conoce a Sebastián.


—Yo comencé con los procedimientos de adopción hace ya siete meses, y usted no se molestó en reclamarlo hasta el último momento. Lo cual no puede menos que cuestionar el cariño que dice sentir hacia él.


—¿Qué no me molesté en…? —hizo a un lado una de las tumbonas y se acercó a él. La terraza era estrecha, así que en dos pasos cerró la distancia que los separaba—. No fue precisamente falta de interés lo que me mantuvo alejada de Sebastian. Estaba en París cuando mi hermana y mi cuñado murieron. No me enteré del accidente hasta que volví a casa, y para entonces Sebastián había desaparecido. Me dijeron que lo habían trasladado, pero nadie sabía adonde. Registré a fondo el orfanato de Murmansk: seis veces. Ofrecí recompensas, intenté sobornar a gente. Desde el último mes de agosto, he vivido cada minuto con el corazón en vilo —apoyando una mano en la puerta de cristal, contempló al niño dormido—. Puede usted cuestionar mis actos, señor Alfonso, pero no mi amor.


Se había puesto a llorar otra vez, al igual que cuando Sebastián había pronunciado su nombre en cubierta. Las lágrimas resbalaban por su rostro y ella no parecía notarlo. Era como si toda la agresividad con que se había acorazado para enfrentarse con Pedro se hubiera desinflado de pronto. Seguía mirando al niño con una temblorosa sonrisa de ternura en los labios.


Un hombre habría tenido que ser de piedra para no dejarse conmover por aquella sonrisa. 


Descruzó los brazos. No había sido consciente de que se había acercado a ella hasta que vio su propia mano a sólo unos centímetros del hombro de Paula. Contra toda lógica, quería consolarla. No tenía sentido. ¿Cómo podía querer consolar a alguien que quería arrebatarle a su hijo? Afortunadamente, se retiró a tiempo.


—Lo he fastidiado todo, ¿verdad? —murmuró ella—. Eso es lo que dicen ustedes, los americanos.


—Depende de a lo que se refiera.


Emitió un sonido que era mitad sollozo, mitad carcajada. Sacudiendo la cabeza, recogió una punta de su chal de seda para enjugarse las lágrimas.


—Mi abogado me advirtió que corría el riesgo de empeorar las cosas, pero pensé que sería mejor para Sebastian que no acabáramos llevándolo a los tribunales. Mi intención era resolver el asunto con usted antes de que terminara este crucero. Por eso compré el pasaje, para poder dedicar los diez próximos días a discutir la situación —dejó caer el chal, apoyó la frente contra el cristal y soltó un suspiro—. Pero cuando vi a Sebastian, me olvidé de todos los argumentos impecablemente lógicos que había preparado.


Pedro ya no podía ver su boca: la cortina de su pelo había caído sobre su mejilla. Estaba impresionado. A no ser que fuera la mejor actriz del mundo, los sentimientos de aquella mujer tenían que ser sinceros. Lo cual no tenía por qué significar que fuera una buena madre.


Pese a las protestas de Paula, Pedro seguía siendo el tutor legal del niño y nada de lo que ella pudiera decirle cambiaría eso. La ley también estaba de su parte. Tenía derecho a quejarse a las autoridades del crucero y conseguir que la mantuvieran alejada de él y de Sebastian durante el resto del viaje.


Pero eso no habría sido justo para Sebastian. Ella era el único pariente vivo que le quedaba. 


Sin embargo, ¿qué pasaría después, cuando volvieran a casa? Si Paula se empeñaba en disputarle judicialmente la custodia, el caso se complicaría con cuestiones de derecho internacional y podría tardar años en resolverse. 


El destino de Sebastian podría estar en el limbo hasta que fuera lo suficientemente mayor para ir a la universidad… eso si a Pedro le quedaba dinero suficiente para pagársela después de abonar las tarifas de los abogados.


A la luz de aquel escenario, cualquier posibilidad de resolver el asunto al margen de los tribunales merecía la pena ser explorada.


—Señorita Chaves —dijo al fin—, estoy dispuesto a lo que sea con tal de evitarle a Sebastián la dura prueba de un juicio que resuelva el asunto de su custodia. Estoy de acuerdo con usted en que lo mejor será que lo arreglemos los dos.


Paula giró la cabeza sin retirar la frente del cristal.


—¿De veras?


—Sí. Siempre y cuando usted no diga o haga nada que pueda volver a alterar a Sebastian, estoy dispuesto a escuchar sus argumentos. Le pasaré una copia de nuestro programa de actividades para que podamos encontrarnos y hablar.


Paula se apartó de la puerta.


—Oh, gracias, señor Alfonso.


Pedro alzó entonces una mano.


—Yo escucharé su versión, pero usted también tendrá que escuchar la mía.


—Por supuesto. Ya se dará cuenta de que… —se interrumpió para volver a mirar a través de la puerta de cristal.


Pedro oyó el grito en el mismo momento que ella. Abrió la puerta y corrió hacia la cama.
Sebastián se había hecho un ovillo y estaba jadeando.


—Tranquilo, Sebastián —susurró Pedro—. Estoy aquí, contigo.


Aunque el niño no abrió los ojos, su voz pareció calmarlo. Su respiración se fue tranquilizando.


—Yo siempre estaré a tu lado, cuando me necesites —continuó Pedro mientras le acariciaba tiernamente un brazo—. Estás a salvo conmigo, te lo prometo. Ya no tienes nada de qué preocuparte.


La pesadilla no parecía haber durado mucho. Minutos después, volvió a quedarse dormido. Lo mismo había sucedido la noche anterior, cuando se quedaron en el hotel de Atenas a la vuelta de San Petersburgo. Pedro estaba preocupado, pero no alarmado. Teniendo en cuenta lo que había padecido, esa clase de pesadillas eran normales.


—No puedo entenderlo —susurró Paula, extrañada—. ¿Cómo es que ha conseguido tranquilizarlo?


Pedro la miró por encima del hombro: lo había seguido al interior del camarote. Se hallaba de pie en el espacio que mediaba entre las dos camas gemelas, con las manos juntas sobre el estómago. A la luz del cuarto de baño que se filtraba en la habitación, su parecido con Sebastián resultaba aún más evidente que antes. No tanto por sus rasgos sino por su expresión. Parecía… Perdida. Sola. Necesitada de afecto.


Podía tocarla con sólo extender un brazo. Y experimentó de nuevo el abrumador impulso de hacerlo.


—Entiendo lo que siente —contestó—. Sabe lo que quiero decirle. No consentiré que nada, ni nadie, vuelva a hacer el menor daño a este niño.



martes, 21 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 6





Pedro acarició tiernamente la espalda de Sebastian.


—Buenas noches, hijo —susurró mientras lo arropaba—. Que duermas bien.


Se levantó de la cama gemela, cuidando de no hacer ruido. La habitación que le había preparado en su casa de Burlington estaba llena de colores, con todo tipo de libros y juguetes, regalos de su familia y de sus alumnos. Un lugar para relajarse y soñar. Nada que ver con aquel elegante camarote pintado de rosa y blanco.


Aun así, los tonos pastel destilaban cierta paz: una paz que era lo que más necesitaba Sebastián en aquel momento. Aunque no había hablado mucho, sus actos y sus gestos habían reflejado claramente su excitación. Todo en el barco le había entusiasmado. Para cuando el Sueño de Alexandra comenzó a moverse, el crío ya estaba agotado.


—¿Se ha dormido?


La voz de Paula, con su fuerte acento, acabó con aquel instante de calma. Pedro apretó los dientes. Ella era la otra razón del agotamiento de Sebastian.


Aquella mujer había demostrado un gran descaro comprando un pasaje en aquel crucero para tenderles una emboscada: una estrategia que había dado resultado. Una vez que Sebastian había reconocido a su tía, intentar separarlos habría sido aún más traumático. La mujer se había aprovechado de la situación y se había pegado a ellos como una lapa, hasta que Pedro le dio su número de camarote y le prometió que hablaría con ella en privado después de que el niño se hubiera acostado. Y aun así había aparecido antes de tiempo.


¿Qué clase de mujer utilizaría los sentimientos de un niño como medio para salirse con la suya? 


Aquello había indignado a Pedro. Sebastian era especialmente vulnerable y estaba necesitado de afecto. Y sufriría terriblemente si la aparente devoción de Paula resultaba ser falsa.


Llevándose un dedo a los labios, salió a la pequeña terraza del camarote, donde le había pedido que esperase.


—Estaba agotado.


—¿Estará bien solo?


El sol se estaba poniendo, así que Pedro había dejado encendida la luz del cuarto de baño y la puerta entreabierta. Desde allí podía ver la cama: Sebastian dormía de lado, hecho un ovillo, cara a la pared.


—Yo estoy a unos pasos.


—Si se despierta y se asusta…


—Aprecio su preocupación, señorita Chaves —se volvió para mirarla—, pero sé cuidar a los niños. Si mi hijo me necesita, lo atenderé enseguida.


Se hallaba apoyada de espaldas en la barandilla, con los brazos cruzados. Resultaba obvio que no era una mujer habituada a controlarse: delante de Sebastian no había tenido más remedio, pero ahora era diferente. Sus siguientes palabras confirmaron la veracidad de su suposición.


—Su hijo no existe. Usted adoptó a un niño llamado Sebastián Sigorsky, de San Petersburgo, que no tenía parientes vivos. El niño que está durmiendo en ese camarote se llama Sebastian Gorsky, de Murmansk, y es mi sobrino.




CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 5




Paula seguía escuchando la música que sonaba en el puerto mientras recorría la cubierta. El grupo folclórico había bajado del escenario para animar al público a que se incorporara al baile. Todo el mundo parecía decidido a disfrutar a conciencia de aquel crucero, incluso antes de que comenzara.


A Sebastian le encantaba la música. Recordaba su primera reacción, siendo un bebé, cuando le cantaba su madre. Olga, que cantaba como un ruiseñor. ¡Cómo había vibrado su hogar de alegría con las canciones de Olga, acompañadas a la balalaica por Borya!


Tuvo que apretar los dientes para que la barbilla le dejara de temblar. Nunca se le había dado bien controlar sus emociones, pero tampoco nunca había sentido tantas ganas de llorar. ¿Y por qué ahora, cuando estaba tan cerca de ver a su sobrino? Debería estar contenta, y en cambio…


Pero lo mismo le había sucedido cada vez que había vuelto a Murmansk, a ver a su familia. En todas y cada una de sus visitas, después de largas temporadas en Moscú, se había echado a llorar antes incluso de que el tren llegara a la estación.


Volvió a revisar la fila de pasajeros que se hallaban asomados a la borda. Debía de haber por lo menos un millar: las posibilidades de que pudiera descubrir a Sebastian a simple vista eran mínimas. Sería más lógico que se pusiera en contacto con Pedro Alfonso una vez que le asignaran un camarote, pero… ¿cómo podía ser lógica cuando en aquel preciso momento podía estar a tan sólo unos metros de su sobrino? 


Tenían que estar allí…


De repente, en el extremo más alejado de cubierta, distinguió a un hombre alto y fuerte con un niño… rubio. El corazón le dio un vuelco en el pecho. No podía verle la cara desde allí. 


Tampoco reconocía su ropa. Era más alto que Sebastián.


Pero había transcurrido cerca de un año desde la última vez que había visto a su sobrino. 


Paula había pospuesto su presentación en julio del año anterior en Milán para poder estar presente en su cumpleaños. Por supuesto, ahora estaría mucho más alto y llevaría una ropa diferente. Pero aun así había algo familiar en su manera de moverse… Tenía que ser Sebastian. 


Podía sentirlo.


Una familia se interpuso ante ella, tapándole la vista. Para cuando pudo rodearla, el hombre y el chico ya no estaban. Pero no habían podido alejarse demasiado. Volvió a verlos caminando por la cubierta donde se alineaban las tumbonas.


—¿Sebastian? —llamó Paula.


El niño no reaccionó, pero el hombre sí. Su espalda se tensó visiblemente. Agarrando con firmeza al niño de la mano, se volvió para mirar a la gente que inundaba la cubierta.


Paula apenas se fijó en él, porque toda su atención estaba centrada en el niño. Tenía el pelo tan liso y fino como el de Olga, de un rubio algo más claro que el suyo.


—¡Sebastian! —repitió, avanzando hacia ellos.


El niño se volvió, y Paula sintió que le flaqueaban las piernas. Tenía los mismos ojos azules de su hermana y el hoyuelo en la barbilla de su padre. Tenía la misma cara de su sobrino… y sin embargo él no parecía reconocerla.


No había error posible: era Sebastian. ¿Pero qué había sido del niño que solía reír tanto y que se lanzaba a sus brazos cada vez que la veía? 


No había hecho el menor gesto por acercarse a ella: ni siquiera sonreía. Simplemente se limitaba a chuparse el pulgar, una costumbre que había perdido a los tres años, y a la que desde entonces únicamente recurría cuando estaba enfadado o preocupado por algo.


Reprimió un sollozo. Todo lo que había pasado durante aquellos nueve últimos meses no era nada comparado con lo que Sebastián debía de haber sufrido para haber cambiado tanto. Cerró la distancia que los separaba a la carrera, cayó de rodillas frente a él y abrió los brazos.


—¡Sebasochka, corazón mío! —gritó, recurriendo automáticamente al ruso—. ¡Te he echado tanto de menos…!


El niño no reaccionó: los labios habían empezado a temblarle. El hombre, que debía de ser el tal Alfonso, se interpuso entre ellos con toda naturalidad, sin brusquedad alguna.


—Tranquilo, hijo —le dijo en inglés. Manteniendo un tono agradable pero firme, añadió—: Se ha confundido, eso es todo. ¿Señora? Por favor, apártese.


Paula apoyó una mano en el suelo mientras seguía mirando a su sobrino, detrás de las piernas del hombre. Había transcurrido casi un año, pero no podía haberse olvidado de ella, ¿o sí?


—Sebastian, cariño… —continuó hablando en ruso—. Perdóname por haber tardado tanto en encontrarte, pero ya estoy aquí y…


—Señora, por el bien de mi hijo, no quiero montar a una escena, así que le ruego que se marche por su propia voluntad.


Paula lo rechazó con un gesto: Pedro Alfonso parecía tan frío y desapasionado como su abogado. ¿Acaso no se daba cuenta de lo afectado que estaba Sebastian? ¿Y cómo se atrevía a llamarle su hijo? Ese americano ni siquiera sabía hablar su lengua.


—Sebastian, corazón, yo…


Pero antes de que pudiera terminar la frase, Alfonso la agarró de la muñeca y la obligó a levantarse. Al principio se sintió demasiado sorprendida para resistirse. No era una mujer menuda, así que no estaba acostumbrada a que la zarandearan de aquella forma.


—No sé cuál es su problema o cómo es que conoce el nombre de mi hijo, pero lo cierto es que lo está molestando con su actitud. Aléjese de aquí. Ahora mismo.


Paula cambió entonces al inglés:
—Yo tengo más derecho que usted sobre este niño, como mi abogado debería haberle informado ya.


—¿Qué?


—Soy Paula Chaves.


—¿Quién?


—La tía de Sebastian.


Los dedos de Alfonso se tensaron sobre su muñeca.


—¿Qué está haciendo aquí? ¿Cómo es que ha subido a bordo?


—Estoy disfrutando de un crucero, como usted.


Alfonso se quedó callado por un momento: luego se acercó aún más a ella.


—Por mí como si es la princesa Anastasia reclamando su derecho al trono de Rusia. No tiene usted ningún derecho a aparecer así, trastornando de esta manera a Sebastian. ¿Es que no se da cuenta de que está llorando?


Paula se echó hacia atrás para poder ver a su sobrino, oculto detrás del americano. Su diminuta mano seguía dentro de la de Alfonso, pero no parecía estar tirando de él. De hecho, estaba apoyado en su pierna y la miraba con expresión seria, solemne. Las lágrimas brillaban en sus pestañas. Tenía las mejillas enrojecidas mientras se chupaba nerviosamente el pulgar.


No quería creer que su repentina aparición había sido la causa de aquel trastorno. 


Aunque… ¿qué sabía ella de niños? Olga había sido la única de las dos hermanas que había tenido instinto maternal, como ella misma se había encargado de señalarle siempre que Paula le había regalado algún juguete poco apropiado, o una ropa poco práctica. Paula siempre había tenido buena intención, pero…


—Le doy tres segundos para desaparecer —dijo Alfonso—. Si no lo hace, llamaré al servicio de seguridad.


Aquello le sentó como si le hubieran soltado una bofetada. ¿Cómo se atrevía a amenazarla con llamar al servicio de seguridad? Él era el delincuente, que se había aprovechado de un error burocrático para robarle a su sobrino, el único familiar que le quedaba en el mundo. Ella era la tía de Sebastián. Pese a todos los errores que pudiera haber cometido, nadie quería a aquel niño más que ella.


Desvió la mirada de Sebastian y la clavó en los ojos de Alfonso. Tuvo que levantar mucho la cabeza para hacerlo, ya que le sacaba por lo menos diez centímetros pese a que llevaba tacones. No había nada blando o delicado en sus rasgos. Su mandíbula cuadrada, su nariz aguileña y sus pómulos salientes le recordaban la cara de un vaquero del legendario Oeste. Sus ojos, de color castaño claro, ambarino, tenían una mirada helada.


Paula sabía que no era ningún vaquero. 


Rodolfo le había dicho que Pedro Alfonso trabajaba de profesor de instituto de Vermont. Pero aparte de la camiseta de polo y de los pantalones de pinzas que llevaba, no encajaba en absoluto con la imagen que ella tenía de un profesor.


—Dos segundos —añadió mientras bajaba la mano hasta agarrarla del codo, como si fuera a arrojarla de un momento a otro por la borda.


Paula miró a Sebastian. El niño estaba pendiente de la escena, pero al menos había dejado de chuparse el pulgar. Aspiró profundamente en un intento por tranquilizarse. Ceder era algo que no estaba en su naturaleza, pero por el bien de Sebastian tendría que conducirse con alguna diplomacia.


—Señor Alfonso, me temo que me he dejado arrastrar por las emociones. Perdóneme. No era así como quería acercarme a usted, pero ha pasado un año desde la última vez que vi a mi sobrino y no he podido resistirlo. Lo quiero con locura y por nada del mundo querría hacerle el menor daño.


—Me alegro.


—De la misma manera, estoy igualmente segura de que usted tampoco querría perjudicarlo privándolo de la compañía de su tía.


—No estaba bromeando, señorita Chaves. Estoy dispuesto a hacer todo lo que sea necesario por el bien de mi hijo.


La piel del brazo que la estaba sujetando había empezado a arderle, recordándole la fuerza que había exhibido antes, cuando la levantó del suelo como si fuera una pluma. Alzó la barbilla.


—En ese caso… supongo que no se opondrá a que hablemos de la situación en que nos encontramos en este momento.


—Una situación que ha creado usted misma —apretó la mandíbula—. ¿Qué es lo que ha venido a hacer aquí, señorita Chaves? Y no me diga que simplemente está de vacaciones.


—Evidentemente, he venido a ver a mi sobrino y a hablar con usted.


—¿Por qué?


—Porque no quiero que tengamos que hablar en los tribunales.


—Yo tampoco —le soltó el brazo—. Pero éste no es ni el momento ni el lugar adecuados para hablar de los derechos de visita que pudieran corresponderle como tía de Sebastian.


—No es de eso de lo que quiero hablar con usted, señor Alfonso, sino de la custodia de Sebastian.


Aunque el americano no había hecho el menor movimiento, Paula tuvo que hacer uso de toda su fuerza de voluntad para no retroceder un paso. Su mirada se había endurecido todavía más. ¿Realmente había pensado que era un hombre frío y desapasionado?


—Creo que lo mejor será que sigamos los cabales adecuados. Mi abogado se llama Horacio Rothsburger. Que su abogado contacte con él. Vive en Burlington, Vermont. Su teléfono figura en la guía telefónica.


Sólo entonces tomó conciencia Paula de lo que debía hacer: lo inteligente era optar por una estratégica retirada. Pero cuando se disponía a retroceder un paso, se dio cuenta de que alguien se lo estaba impidiendo. Sin soltar la mano del hombre, Sebastian se había acercado para agarrarse al borde de su falda.


—¿Tyo Pau?


Era así como la había llamado desde que era un bebé. Por un instante, Paula volvió a sentirse como si estuviera de vuelta en la estación de tren de Murmansk, a punto de abrazar a su familia.


Pero su familia ya no estaba. Sólo quedaba aquel precioso niño. Ya no tenía sentido seguir conteniendo las lágrimas. Rodaban sin cesar por sus mejillas cuando cubrió la mano de Sebastián con la suya.


—Da, Sebasichka. Soy la tía Pau.


El crío le agarró entonces la mano con fuerza, como temiendo que quisiera retirarla. Todavía llorando, Paula se agachó para besarle los deditos. La diplomacia había desaparecido. Las retiradas estratégicas nunca habían sido su fuerte.


Y a no ser que Pedro Alfonso estuviera realmente dispuesto a arrojarla por la borda, no había ya manera humana de que volviera a separarse de aquel niño.



CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 4




Mauricio O'Connor soltó un discreto suspiro de alivio cuando atravesó el último control de seguridad y abordó por fin el barco. Aquel trabajo era casi demasiado bueno para ser verdad: un verano entero disfrutando de un lujoso crucero por el Mediterráneo. Y, una vez terminado, podría retirarse a algún lugar del trópico, donde las copas eran baratas y las mujeres iban ligeras de ropa…


De repente alguien chocó contra él por detrás. Iba a soltar una maldición cuando se recordó que tenía que controlarse y permanecer fiel a su papel.


—Oh, padre, lo siento. No miraba por dónde iba y…


Era una voz femenina, con marcado acento, cálida y vibrante. Mauricio se volvió para encontrarse con una mujer alta, con una llamativa melena rubia.


—No pasa nada, querida —pronunció, forzando una sonrisa—. Supongo que todos estamos demasiado ansiosos por zarpar de una vez.


—Sí, claro —la mujer parpadeó varias veces antes de mirar a su alrededor, como si estuviera buscando a alguien. Tenía los ojos enrojecidos.
¿Estaba llorando? Hacerse pasar por un sacerdote había sido una idea fantástica. El pasaje le había salido gratis, además de que en su calidad de conferenciante del crucero podía moverse por el barco con tanta libertad como un tripulante. Aunque a veces eso podía entrañar alguna molestia. Complicarse la vida con los problemas de algún pasajero, por ejemplo. Y sin embargo, se suponía que un sacerdote tenía que consolar al prójimo…


—Parece preocupada. ¿Está buscando a alguien?


—Sí. A mi sobrino. Es rubio, y tiene más o menos esta talla —tintinearon sus pulseras cuando alzó una mano hasta la altura que debía de tener—. ¿Lo ha visto usted?


Mauricio negó con la cabeza, esforzándose por adoptar la pertinente mirada de lástima y preocupación.


—Lo siento. Quizá un miembro de la tripulación pueda ayudarla.


La mujer asintió con la cabeza y se dirigió hacia una de las numerosas cubiertas del barco, sin dejar de mirar a su alrededor.


Mauricio distinguió el resplandor de un flash por el rabillo del ojo y automáticamente giró la cara hacia el otro lado. La precaución era innecesaria, porque la atención del fotógrafo estaba concentrada en el hombre de pelo gris que estaba posando con un par de jovencitas que habrían podido ser sus hijas.


Mauricio lo reconoció. Se había documentado para ello: era Elias Stamos en persona, el magnate griego que recientemente había adquirido aquel mismo barco, junto con otros dos de la naviera Liberty.


Pese a sus sesenta y tantos años, el patriarca de la familia Stamos seguía conservando un aspecto impresionante y una excelente forma física. Mauricio había oído que era tan rígido en su vida personal como en los negocios, con una reputación intachable como patriota griego y mecenas de las artes.


Por todo lo cual, el Sueño de Alexandra resultaba sencillamente perfecto para los propósitos de Mauricio. Nadie sospecharía nada. El apellido Stamos era demasiado famoso.


—Tenemos que hablar, padre Connelly.


Mauricio miró al hombre que se había detenido a su lado.


—Hola, Giorgio. ¿No vas a presentarme a nuestro patrón?


Tomándolo del codo, Giorgio lo guió hacia el interior del barco.


—No te pases de listo —susurró—. El jefe no quiere que corramos riesgos de ese tipo.


Aquélla era la primera vez que Mauricio trabajaba con Giorgio Tzekas. Giorgio era el primer oficial del barco. Mauricio no confiaba demasiado en él, pero el jefe lo había incluido en la operación, de modo que no había tenido más remedio que resignarse.


—Por lo menos podrías presentarme a las hijas de Stamos. Aunque no estuvieran forradas de dinero, tampoco me importaría…


Giorgio esbozó una sonrisa. Al parecer Mauricio había encontrado un rasgo en común con su compañero de misión.


—Sólo han subido para la ceremonia del bautismo del barco, que lleva el nombre de su madre, por cierto. El único miembro de la familia que acompañará a Stamos será su nieta.


«Mejor», pensó Mauricio. Para lo que estaban planeando, cuanta menos gente hubiera por medio… mejor para todos.






lunes, 20 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 3




—Pero Sebastián no es su hijo —haciendo sonar sus pulseras, Paula Chaves se llevó el teléfono a la oreja mientras se abría paso entre la multitud que se había reunido al pie del crucero—. Todo esto es un terrible error…


—Paula, tranquilízate. No me estás escuchando. Te he dicho que, a efectos legales, Sebastián es el hijo de Pedro Alfonso. El proceso de adopción es ya un hecho.


Paula contuvo el impulso de arrojar el móvil al suelo. Su abogado era frío y metódico, justamente lo contrario que ella: precisamente por eso lo había contratado. Desde que había empezado a prosperar en su trabajo, le había servido bien. Pero su insistencia en ajustarse continuamente a la ley resultaba frustrante.


—Rodolfo, no me han robado uno de mis diseños de moda… Me han robado al hijo de mi hermana.


—Nadie ha robado a nadie. Se han seguido los procedimientos de rigor.


—¿Qué? Registraron mal su nombre. Por eso yo no podía encontrarlo. O quizá esos avarientos comisarios de la agencia de adopción no estaban dispuestos a perder una buena comisión del americano… ¿A ti qué te parece?


—Paula, aunque admito tu debilidad por el teatro y el drama… yo aquí no detectó conspiración de ningún tipo. Ha sido un caso de simple incompetencia. Nuestra red de servicios sociales está sobrecargada y descuidada, de modo que los errores de este tipo no resultan extraños.


—¿Para eso me has llamado? ¿Para decirme que no puedo hacer nada?


—Al contrario. He encontrado a un juez que atenderá nuestra reclamación la semana que viene.


Paulaa barrió con la mirada la fila de pasajeros que esperaban para facturar. No tenía muchas esperanzas, ya que era probable que Pedro Alfonso y Sebastian lo hubieran hecho ya. Había varias parejas con niños, pero ni rastro de su sobrino ni del hombre que se lo había robado.


—Se marchan hoy, Rodolfo.


—Sí, ya lo sé. Eso no podemos evitarlo. Nuestro único recurso es esperar a que el tribunal invalide la adopción.


—¿Esperas que me conforme con eso? Es mi sobrino. No necesita a ningún extranjero divorciado, me necesita a mí… —se le quebró la voz con la última palabra. Intentó buscar un pañuelo en su bolso, no lo encontró y tuvo que utilizar una punta de su chal de seda—. Se lo debo a mi hermana. Sé que teníamos nuestras diferencias, pero ella habría querido que yo me hiciera cargo de él.


—Puedo asegurarte que el tribunal tendrá eso en cuenta. Ten paciencia, Paula.


Lanzó una última mirada a la cola de pasajeros de facturación y contempló ceñuda a los tripulantes vestidos de blanco que atendían en el mostrador. Algunos chasqueaban con los dedos mientras seguían el ritmo de la música tradicional griega que resonaba por los altavoces. Estaban celebrando el bautismo del crucero. Al parecer todo el mundo estaba de buen humor, excepto Paula.


—No puedo tener paciencia, Rodolfo. No voy a quedarme de brazos cruzados viendo cómo ese hombre se lleva a mi sobrino al otro extremo del mundo.


—Paula… ¿qué piensas hacer?


—Hacer entrar en razón a ese secuestrador americano.


—No. De ninguna manera. Llevaremos este asunto por la vía judicial, exclusivamente. Cualquier contacto directo con Alfonso podría ser utilizado por su abogado en nuestra contra.


—Una vez que escuche mi versión de lo sucedido, no necesitaremos a los tribunales.


—Paula, déjame esto a mí. No te ofendas, pero la diplomacia nunca ha sido tu fuerte.


—Al diablo con la diplomacia. Este barco zarpará a las cinco en punto.


—Entonces no tendrás oportunidad de hablar con él. Ni aunque su abogado accediera a que mantuvierais un encuentro.


—Dispondré de diez días de oportunidades, Rodolfo, ya que pienso subirme a ese barco.


—¡Paula!


—Te llamaré mañana para informarte de todo —cortó la comunicación y se guardó el móvil en el bolso. Dejaría que los abogados se preocuparan por los formalismos legales: su única preocupación era el niño. Abrió la cartera donde llevaba sus papeles. Le temblaba la mano cuando sacó el pasaje.


Le había salido escandalosamente caro conseguir un pasaje de último minuto, pero su dinero tenía que servir para algo más que para pagar las exorbitantes tarifas de su contable y de su abogado.


Olga nunca había querido nada de la fortuna de su hermana pequeña, y ése había sido otro motivo de enfrentamiento entre ellas. Siempre que Paula le había ofrecido dinero para hacerle la vida más fácil, Olga le había respondido, riendo, que ya poseía todas las riquezas que podía anhelar. Un marido que amaba y un hijo al que adoraba. Y el dinero no podía comprar eso.


Había tenido razón. Olga y Borya habían sido la pareja más feliz del mundo. Seguía sin acostumbrarse a la idea de su muerte. ¿Habrían seguido vivos si Paula se hubiera esforzado más en ayudarlos? Debería haberlos visitado con mayor frecuencia. O quizá haberlos persuadido de que se trasladaran a Moscú y trabajaran para ella. Al menos así habría doblegado el orgullo de Borya y le habría comprado un coche nuevo. 


Nunca se había cansado de decirles que aquella antigualla era una trampa mortal…


Se le nubló la vista. Parpadeando para contener las lágrimas, se dirigió hacia la taquilla. Tenía muchas cosas de las que arrepentirse, pero no era momento para lamentaciones. La pesadilla se estaba acercando a su final. El dolor y la frustración por aquella larga búsqueda, que se había prolongado durante nueve meses, estaban a punto de terminar.


Era por eso por lo que no le importaba lo que Rodolfo o las leyes pudieran decir. No iba a permitir que nadie le arrebatara a Sebastián cuando estaba tan cerca de encontrarlo…