martes, 21 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 4




Mauricio O'Connor soltó un discreto suspiro de alivio cuando atravesó el último control de seguridad y abordó por fin el barco. Aquel trabajo era casi demasiado bueno para ser verdad: un verano entero disfrutando de un lujoso crucero por el Mediterráneo. Y, una vez terminado, podría retirarse a algún lugar del trópico, donde las copas eran baratas y las mujeres iban ligeras de ropa…


De repente alguien chocó contra él por detrás. Iba a soltar una maldición cuando se recordó que tenía que controlarse y permanecer fiel a su papel.


—Oh, padre, lo siento. No miraba por dónde iba y…


Era una voz femenina, con marcado acento, cálida y vibrante. Mauricio se volvió para encontrarse con una mujer alta, con una llamativa melena rubia.


—No pasa nada, querida —pronunció, forzando una sonrisa—. Supongo que todos estamos demasiado ansiosos por zarpar de una vez.


—Sí, claro —la mujer parpadeó varias veces antes de mirar a su alrededor, como si estuviera buscando a alguien. Tenía los ojos enrojecidos.
¿Estaba llorando? Hacerse pasar por un sacerdote había sido una idea fantástica. El pasaje le había salido gratis, además de que en su calidad de conferenciante del crucero podía moverse por el barco con tanta libertad como un tripulante. Aunque a veces eso podía entrañar alguna molestia. Complicarse la vida con los problemas de algún pasajero, por ejemplo. Y sin embargo, se suponía que un sacerdote tenía que consolar al prójimo…


—Parece preocupada. ¿Está buscando a alguien?


—Sí. A mi sobrino. Es rubio, y tiene más o menos esta talla —tintinearon sus pulseras cuando alzó una mano hasta la altura que debía de tener—. ¿Lo ha visto usted?


Mauricio negó con la cabeza, esforzándose por adoptar la pertinente mirada de lástima y preocupación.


—Lo siento. Quizá un miembro de la tripulación pueda ayudarla.


La mujer asintió con la cabeza y se dirigió hacia una de las numerosas cubiertas del barco, sin dejar de mirar a su alrededor.


Mauricio distinguió el resplandor de un flash por el rabillo del ojo y automáticamente giró la cara hacia el otro lado. La precaución era innecesaria, porque la atención del fotógrafo estaba concentrada en el hombre de pelo gris que estaba posando con un par de jovencitas que habrían podido ser sus hijas.


Mauricio lo reconoció. Se había documentado para ello: era Elias Stamos en persona, el magnate griego que recientemente había adquirido aquel mismo barco, junto con otros dos de la naviera Liberty.


Pese a sus sesenta y tantos años, el patriarca de la familia Stamos seguía conservando un aspecto impresionante y una excelente forma física. Mauricio había oído que era tan rígido en su vida personal como en los negocios, con una reputación intachable como patriota griego y mecenas de las artes.


Por todo lo cual, el Sueño de Alexandra resultaba sencillamente perfecto para los propósitos de Mauricio. Nadie sospecharía nada. El apellido Stamos era demasiado famoso.


—Tenemos que hablar, padre Connelly.


Mauricio miró al hombre que se había detenido a su lado.


—Hola, Giorgio. ¿No vas a presentarme a nuestro patrón?


Tomándolo del codo, Giorgio lo guió hacia el interior del barco.


—No te pases de listo —susurró—. El jefe no quiere que corramos riesgos de ese tipo.


Aquélla era la primera vez que Mauricio trabajaba con Giorgio Tzekas. Giorgio era el primer oficial del barco. Mauricio no confiaba demasiado en él, pero el jefe lo había incluido en la operación, de modo que no había tenido más remedio que resignarse.


—Por lo menos podrías presentarme a las hijas de Stamos. Aunque no estuvieran forradas de dinero, tampoco me importaría…


Giorgio esbozó una sonrisa. Al parecer Mauricio había encontrado un rasgo en común con su compañero de misión.


—Sólo han subido para la ceremonia del bautismo del barco, que lleva el nombre de su madre, por cierto. El único miembro de la familia que acompañará a Stamos será su nieta.


«Mejor», pensó Mauricio. Para lo que estaban planeando, cuanta menos gente hubiera por medio… mejor para todos.






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