miércoles, 22 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 7




Pedro intentó disimular su frustración, pero no era fácil. Horacio había descubierto el error en el apellido cuando la adopción de Sebastián era casi un hecho. Era por eso por lo que la información sobre la familia de Sebastián había sido tan escasa. No era de extrañar que Paula se sintiera legitimada para discutirle su custodia.


Pero el hecho seguía siendo el mismo: aquella mujer quería arrebatarle a su hijo. Y Pedro no estaba dispuesto a consentirlo. Por lo que a él se refería, no había nada más que hablar.


Pero Paula Chaves no parecía el tipo de mujer que se conformara con un silencio por respuesta. No necesitaba hablar para llamar la atención y su presencia difícilmente habría pasado desapercibida para nadie. Y no sólo debido a su estatura.


Examinados de forma aislada, sus rasgos eran demasiado enérgicos. Tenía la nariz grande y los labios demasiado llenos… aunque en conjunto resultaba impresionante. Su pelo liso semejaba una cascada de oro pálido. Su vestido, que parecía recoger todas las gamas posibles del verde y del azul, se le pegaba al cuerpo con cada ráfaga de brisa marina. Y por si todo eso no fuera suficiente para llamar la atención de cualquiera, sus pulseras de plata tintineaban a lo largo de su esbelto brazo al menor de sus gestos.


No parecía la mujer que se había imaginado la primera vez que oyó hablar de ella. Ni tampoco el tipo de mujer que habría aceptado con gusto la responsabilidad de criar a un hijo. Era demasiado… apasionada. Vitalista. Impulsiva. Y un niño necesitaba orden y estabilidad en su vida.


—Mi abogado y yo tuvimos que enfrentarnos con las burocracias de dos países para conseguir que Sebastian se viniera a casa conmigo. El nombre equivocado no cambia nada, porque todos los documentos necesarios fueron debidamente corregidos. Es el niño que yo he adoptado. Legalmente, yo soy su padre.


—Pero usted no es pariente de sangre. Y yo sí.


—Señorita Chaves, ¿usted quiere realmente a su sobrino?


—Qué pregunta más ridícula. Por supuesto que lo quiero —volvieron a tintinear sus pulseras mientras se llevaba una mano al pecho—. Con todo mi corazón.


Pedro mantuvo la mirada fija en su cara, pese a que con aquel gesto había tensado la tela de su vestido en torno a sus senos. Ya lo había manipulado una vez antes. Quizá fuera una táctica deliberada para distraerlo.


—Entonces piense en él, y no en sí misma. Su presencia aquí sólo servirá para hacer daño a Sebastian.


—¿Cómo puede decir eso? Usted mismo ha visto las ganas que tenía de que me quedara con él…


—Lo está confundiendo. Cuanto más tiempo pase con él, peor se sentirá cuando tenga que despedirse al final del crucero.


—Esa despedida no será definitiva. Mi abogado presentará un recurso para impugnar su adopción.


«¡No!», quiso gritarle Pedro. Sebastián era su hijo.


—Su reclamación llega demasiado tarde.


—Demasiado tarde para impedir el error, no para rectificarlo. Si no me cree, hable con el señor Rothsburger.


Desde luego que pensaba ponerse en contacto con Horacio lo antes posible. Había aprendido a desconfiar de las mujeres. Elena también había afirmado querer a Sebastian, pero sus actos la habían traicionado. Tener un hijo era un compromiso para toda la vida. Pedro sabía demasiado bien que no todo el mundo estaba preparado para ser padre. Y cuando una pareja se separaba, era el hijo quien sufría.


—¿Dónde vive usted, señorita Chaves?


—Tengo un apartamento en Moscú. ¿Por qué?


—Debe de haber unos mil kilómetros entre Murmansk y Moscú. Su sobrino no la reconoció al principio. Es evidente que no lo veía a menudo.


—Son cuatrocientos kilómetros, y lo veía tan a menudo como podía —se interrumpió bruscamente—. Pero yo no tengo por qué explicarle nada. No intente calibrar mi amor por mi sobrino con un cronómetro, señor Alfonso, porque le advierto que, si sigue así, será usted quien salga perdiendo. Hace menos de dos días que conoce a Sebastián.


—Yo comencé con los procedimientos de adopción hace ya siete meses, y usted no se molestó en reclamarlo hasta el último momento. Lo cual no puede menos que cuestionar el cariño que dice sentir hacia él.


—¿Qué no me molesté en…? —hizo a un lado una de las tumbonas y se acercó a él. La terraza era estrecha, así que en dos pasos cerró la distancia que los separaba—. No fue precisamente falta de interés lo que me mantuvo alejada de Sebastian. Estaba en París cuando mi hermana y mi cuñado murieron. No me enteré del accidente hasta que volví a casa, y para entonces Sebastián había desaparecido. Me dijeron que lo habían trasladado, pero nadie sabía adonde. Registré a fondo el orfanato de Murmansk: seis veces. Ofrecí recompensas, intenté sobornar a gente. Desde el último mes de agosto, he vivido cada minuto con el corazón en vilo —apoyando una mano en la puerta de cristal, contempló al niño dormido—. Puede usted cuestionar mis actos, señor Alfonso, pero no mi amor.


Se había puesto a llorar otra vez, al igual que cuando Sebastián había pronunciado su nombre en cubierta. Las lágrimas resbalaban por su rostro y ella no parecía notarlo. Era como si toda la agresividad con que se había acorazado para enfrentarse con Pedro se hubiera desinflado de pronto. Seguía mirando al niño con una temblorosa sonrisa de ternura en los labios.


Un hombre habría tenido que ser de piedra para no dejarse conmover por aquella sonrisa. 


Descruzó los brazos. No había sido consciente de que se había acercado a ella hasta que vio su propia mano a sólo unos centímetros del hombro de Paula. Contra toda lógica, quería consolarla. No tenía sentido. ¿Cómo podía querer consolar a alguien que quería arrebatarle a su hijo? Afortunadamente, se retiró a tiempo.


—Lo he fastidiado todo, ¿verdad? —murmuró ella—. Eso es lo que dicen ustedes, los americanos.


—Depende de a lo que se refiera.


Emitió un sonido que era mitad sollozo, mitad carcajada. Sacudiendo la cabeza, recogió una punta de su chal de seda para enjugarse las lágrimas.


—Mi abogado me advirtió que corría el riesgo de empeorar las cosas, pero pensé que sería mejor para Sebastian que no acabáramos llevándolo a los tribunales. Mi intención era resolver el asunto con usted antes de que terminara este crucero. Por eso compré el pasaje, para poder dedicar los diez próximos días a discutir la situación —dejó caer el chal, apoyó la frente contra el cristal y soltó un suspiro—. Pero cuando vi a Sebastian, me olvidé de todos los argumentos impecablemente lógicos que había preparado.


Pedro ya no podía ver su boca: la cortina de su pelo había caído sobre su mejilla. Estaba impresionado. A no ser que fuera la mejor actriz del mundo, los sentimientos de aquella mujer tenían que ser sinceros. Lo cual no tenía por qué significar que fuera una buena madre.


Pese a las protestas de Paula, Pedro seguía siendo el tutor legal del niño y nada de lo que ella pudiera decirle cambiaría eso. La ley también estaba de su parte. Tenía derecho a quejarse a las autoridades del crucero y conseguir que la mantuvieran alejada de él y de Sebastian durante el resto del viaje.


Pero eso no habría sido justo para Sebastian. Ella era el único pariente vivo que le quedaba. 


Sin embargo, ¿qué pasaría después, cuando volvieran a casa? Si Paula se empeñaba en disputarle judicialmente la custodia, el caso se complicaría con cuestiones de derecho internacional y podría tardar años en resolverse. 


El destino de Sebastian podría estar en el limbo hasta que fuera lo suficientemente mayor para ir a la universidad… eso si a Pedro le quedaba dinero suficiente para pagársela después de abonar las tarifas de los abogados.


A la luz de aquel escenario, cualquier posibilidad de resolver el asunto al margen de los tribunales merecía la pena ser explorada.


—Señorita Chaves —dijo al fin—, estoy dispuesto a lo que sea con tal de evitarle a Sebastián la dura prueba de un juicio que resuelva el asunto de su custodia. Estoy de acuerdo con usted en que lo mejor será que lo arreglemos los dos.


Paula giró la cabeza sin retirar la frente del cristal.


—¿De veras?


—Sí. Siempre y cuando usted no diga o haga nada que pueda volver a alterar a Sebastian, estoy dispuesto a escuchar sus argumentos. Le pasaré una copia de nuestro programa de actividades para que podamos encontrarnos y hablar.


Paula se apartó de la puerta.


—Oh, gracias, señor Alfonso.


Pedro alzó entonces una mano.


—Yo escucharé su versión, pero usted también tendrá que escuchar la mía.


—Por supuesto. Ya se dará cuenta de que… —se interrumpió para volver a mirar a través de la puerta de cristal.


Pedro oyó el grito en el mismo momento que ella. Abrió la puerta y corrió hacia la cama.
Sebastián se había hecho un ovillo y estaba jadeando.


—Tranquilo, Sebastián —susurró Pedro—. Estoy aquí, contigo.


Aunque el niño no abrió los ojos, su voz pareció calmarlo. Su respiración se fue tranquilizando.


—Yo siempre estaré a tu lado, cuando me necesites —continuó Pedro mientras le acariciaba tiernamente un brazo—. Estás a salvo conmigo, te lo prometo. Ya no tienes nada de qué preocuparte.


La pesadilla no parecía haber durado mucho. Minutos después, volvió a quedarse dormido. Lo mismo había sucedido la noche anterior, cuando se quedaron en el hotel de Atenas a la vuelta de San Petersburgo. Pedro estaba preocupado, pero no alarmado. Teniendo en cuenta lo que había padecido, esa clase de pesadillas eran normales.


—No puedo entenderlo —susurró Paula, extrañada—. ¿Cómo es que ha conseguido tranquilizarlo?


Pedro la miró por encima del hombro: lo había seguido al interior del camarote. Se hallaba de pie en el espacio que mediaba entre las dos camas gemelas, con las manos juntas sobre el estómago. A la luz del cuarto de baño que se filtraba en la habitación, su parecido con Sebastián resultaba aún más evidente que antes. No tanto por sus rasgos sino por su expresión. Parecía… Perdida. Sola. Necesitada de afecto.


Podía tocarla con sólo extender un brazo. Y experimentó de nuevo el abrumador impulso de hacerlo.


—Entiendo lo que siente —contestó—. Sabe lo que quiero decirle. No consentiré que nada, ni nadie, vuelva a hacer el menor daño a este niño.



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