martes, 21 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 5




Paula seguía escuchando la música que sonaba en el puerto mientras recorría la cubierta. El grupo folclórico había bajado del escenario para animar al público a que se incorporara al baile. Todo el mundo parecía decidido a disfrutar a conciencia de aquel crucero, incluso antes de que comenzara.


A Sebastian le encantaba la música. Recordaba su primera reacción, siendo un bebé, cuando le cantaba su madre. Olga, que cantaba como un ruiseñor. ¡Cómo había vibrado su hogar de alegría con las canciones de Olga, acompañadas a la balalaica por Borya!


Tuvo que apretar los dientes para que la barbilla le dejara de temblar. Nunca se le había dado bien controlar sus emociones, pero tampoco nunca había sentido tantas ganas de llorar. ¿Y por qué ahora, cuando estaba tan cerca de ver a su sobrino? Debería estar contenta, y en cambio…


Pero lo mismo le había sucedido cada vez que había vuelto a Murmansk, a ver a su familia. En todas y cada una de sus visitas, después de largas temporadas en Moscú, se había echado a llorar antes incluso de que el tren llegara a la estación.


Volvió a revisar la fila de pasajeros que se hallaban asomados a la borda. Debía de haber por lo menos un millar: las posibilidades de que pudiera descubrir a Sebastian a simple vista eran mínimas. Sería más lógico que se pusiera en contacto con Pedro Alfonso una vez que le asignaran un camarote, pero… ¿cómo podía ser lógica cuando en aquel preciso momento podía estar a tan sólo unos metros de su sobrino? 


Tenían que estar allí…


De repente, en el extremo más alejado de cubierta, distinguió a un hombre alto y fuerte con un niño… rubio. El corazón le dio un vuelco en el pecho. No podía verle la cara desde allí. 


Tampoco reconocía su ropa. Era más alto que Sebastián.


Pero había transcurrido cerca de un año desde la última vez que había visto a su sobrino. 


Paula había pospuesto su presentación en julio del año anterior en Milán para poder estar presente en su cumpleaños. Por supuesto, ahora estaría mucho más alto y llevaría una ropa diferente. Pero aun así había algo familiar en su manera de moverse… Tenía que ser Sebastian. 


Podía sentirlo.


Una familia se interpuso ante ella, tapándole la vista. Para cuando pudo rodearla, el hombre y el chico ya no estaban. Pero no habían podido alejarse demasiado. Volvió a verlos caminando por la cubierta donde se alineaban las tumbonas.


—¿Sebastian? —llamó Paula.


El niño no reaccionó, pero el hombre sí. Su espalda se tensó visiblemente. Agarrando con firmeza al niño de la mano, se volvió para mirar a la gente que inundaba la cubierta.


Paula apenas se fijó en él, porque toda su atención estaba centrada en el niño. Tenía el pelo tan liso y fino como el de Olga, de un rubio algo más claro que el suyo.


—¡Sebastian! —repitió, avanzando hacia ellos.


El niño se volvió, y Paula sintió que le flaqueaban las piernas. Tenía los mismos ojos azules de su hermana y el hoyuelo en la barbilla de su padre. Tenía la misma cara de su sobrino… y sin embargo él no parecía reconocerla.


No había error posible: era Sebastian. ¿Pero qué había sido del niño que solía reír tanto y que se lanzaba a sus brazos cada vez que la veía? 


No había hecho el menor gesto por acercarse a ella: ni siquiera sonreía. Simplemente se limitaba a chuparse el pulgar, una costumbre que había perdido a los tres años, y a la que desde entonces únicamente recurría cuando estaba enfadado o preocupado por algo.


Reprimió un sollozo. Todo lo que había pasado durante aquellos nueve últimos meses no era nada comparado con lo que Sebastián debía de haber sufrido para haber cambiado tanto. Cerró la distancia que los separaba a la carrera, cayó de rodillas frente a él y abrió los brazos.


—¡Sebasochka, corazón mío! —gritó, recurriendo automáticamente al ruso—. ¡Te he echado tanto de menos…!


El niño no reaccionó: los labios habían empezado a temblarle. El hombre, que debía de ser el tal Alfonso, se interpuso entre ellos con toda naturalidad, sin brusquedad alguna.


—Tranquilo, hijo —le dijo en inglés. Manteniendo un tono agradable pero firme, añadió—: Se ha confundido, eso es todo. ¿Señora? Por favor, apártese.


Paula apoyó una mano en el suelo mientras seguía mirando a su sobrino, detrás de las piernas del hombre. Había transcurrido casi un año, pero no podía haberse olvidado de ella, ¿o sí?


—Sebastian, cariño… —continuó hablando en ruso—. Perdóname por haber tardado tanto en encontrarte, pero ya estoy aquí y…


—Señora, por el bien de mi hijo, no quiero montar a una escena, así que le ruego que se marche por su propia voluntad.


Paula lo rechazó con un gesto: Pedro Alfonso parecía tan frío y desapasionado como su abogado. ¿Acaso no se daba cuenta de lo afectado que estaba Sebastian? ¿Y cómo se atrevía a llamarle su hijo? Ese americano ni siquiera sabía hablar su lengua.


—Sebastian, corazón, yo…


Pero antes de que pudiera terminar la frase, Alfonso la agarró de la muñeca y la obligó a levantarse. Al principio se sintió demasiado sorprendida para resistirse. No era una mujer menuda, así que no estaba acostumbrada a que la zarandearan de aquella forma.


—No sé cuál es su problema o cómo es que conoce el nombre de mi hijo, pero lo cierto es que lo está molestando con su actitud. Aléjese de aquí. Ahora mismo.


Paula cambió entonces al inglés:
—Yo tengo más derecho que usted sobre este niño, como mi abogado debería haberle informado ya.


—¿Qué?


—Soy Paula Chaves.


—¿Quién?


—La tía de Sebastian.


Los dedos de Alfonso se tensaron sobre su muñeca.


—¿Qué está haciendo aquí? ¿Cómo es que ha subido a bordo?


—Estoy disfrutando de un crucero, como usted.


Alfonso se quedó callado por un momento: luego se acercó aún más a ella.


—Por mí como si es la princesa Anastasia reclamando su derecho al trono de Rusia. No tiene usted ningún derecho a aparecer así, trastornando de esta manera a Sebastian. ¿Es que no se da cuenta de que está llorando?


Paula se echó hacia atrás para poder ver a su sobrino, oculto detrás del americano. Su diminuta mano seguía dentro de la de Alfonso, pero no parecía estar tirando de él. De hecho, estaba apoyado en su pierna y la miraba con expresión seria, solemne. Las lágrimas brillaban en sus pestañas. Tenía las mejillas enrojecidas mientras se chupaba nerviosamente el pulgar.


No quería creer que su repentina aparición había sido la causa de aquel trastorno. 


Aunque… ¿qué sabía ella de niños? Olga había sido la única de las dos hermanas que había tenido instinto maternal, como ella misma se había encargado de señalarle siempre que Paula le había regalado algún juguete poco apropiado, o una ropa poco práctica. Paula siempre había tenido buena intención, pero…


—Le doy tres segundos para desaparecer —dijo Alfonso—. Si no lo hace, llamaré al servicio de seguridad.


Aquello le sentó como si le hubieran soltado una bofetada. ¿Cómo se atrevía a amenazarla con llamar al servicio de seguridad? Él era el delincuente, que se había aprovechado de un error burocrático para robarle a su sobrino, el único familiar que le quedaba en el mundo. Ella era la tía de Sebastián. Pese a todos los errores que pudiera haber cometido, nadie quería a aquel niño más que ella.


Desvió la mirada de Sebastian y la clavó en los ojos de Alfonso. Tuvo que levantar mucho la cabeza para hacerlo, ya que le sacaba por lo menos diez centímetros pese a que llevaba tacones. No había nada blando o delicado en sus rasgos. Su mandíbula cuadrada, su nariz aguileña y sus pómulos salientes le recordaban la cara de un vaquero del legendario Oeste. Sus ojos, de color castaño claro, ambarino, tenían una mirada helada.


Paula sabía que no era ningún vaquero. 


Rodolfo le había dicho que Pedro Alfonso trabajaba de profesor de instituto de Vermont. Pero aparte de la camiseta de polo y de los pantalones de pinzas que llevaba, no encajaba en absoluto con la imagen que ella tenía de un profesor.


—Dos segundos —añadió mientras bajaba la mano hasta agarrarla del codo, como si fuera a arrojarla de un momento a otro por la borda.


Paula miró a Sebastian. El niño estaba pendiente de la escena, pero al menos había dejado de chuparse el pulgar. Aspiró profundamente en un intento por tranquilizarse. Ceder era algo que no estaba en su naturaleza, pero por el bien de Sebastian tendría que conducirse con alguna diplomacia.


—Señor Alfonso, me temo que me he dejado arrastrar por las emociones. Perdóneme. No era así como quería acercarme a usted, pero ha pasado un año desde la última vez que vi a mi sobrino y no he podido resistirlo. Lo quiero con locura y por nada del mundo querría hacerle el menor daño.


—Me alegro.


—De la misma manera, estoy igualmente segura de que usted tampoco querría perjudicarlo privándolo de la compañía de su tía.


—No estaba bromeando, señorita Chaves. Estoy dispuesto a hacer todo lo que sea necesario por el bien de mi hijo.


La piel del brazo que la estaba sujetando había empezado a arderle, recordándole la fuerza que había exhibido antes, cuando la levantó del suelo como si fuera una pluma. Alzó la barbilla.


—En ese caso… supongo que no se opondrá a que hablemos de la situación en que nos encontramos en este momento.


—Una situación que ha creado usted misma —apretó la mandíbula—. ¿Qué es lo que ha venido a hacer aquí, señorita Chaves? Y no me diga que simplemente está de vacaciones.


—Evidentemente, he venido a ver a mi sobrino y a hablar con usted.


—¿Por qué?


—Porque no quiero que tengamos que hablar en los tribunales.


—Yo tampoco —le soltó el brazo—. Pero éste no es ni el momento ni el lugar adecuados para hablar de los derechos de visita que pudieran corresponderle como tía de Sebastian.


—No es de eso de lo que quiero hablar con usted, señor Alfonso, sino de la custodia de Sebastian.


Aunque el americano no había hecho el menor movimiento, Paula tuvo que hacer uso de toda su fuerza de voluntad para no retroceder un paso. Su mirada se había endurecido todavía más. ¿Realmente había pensado que era un hombre frío y desapasionado?


—Creo que lo mejor será que sigamos los cabales adecuados. Mi abogado se llama Horacio Rothsburger. Que su abogado contacte con él. Vive en Burlington, Vermont. Su teléfono figura en la guía telefónica.


Sólo entonces tomó conciencia Paula de lo que debía hacer: lo inteligente era optar por una estratégica retirada. Pero cuando se disponía a retroceder un paso, se dio cuenta de que alguien se lo estaba impidiendo. Sin soltar la mano del hombre, Sebastian se había acercado para agarrarse al borde de su falda.


—¿Tyo Pau?


Era así como la había llamado desde que era un bebé. Por un instante, Paula volvió a sentirse como si estuviera de vuelta en la estación de tren de Murmansk, a punto de abrazar a su familia.


Pero su familia ya no estaba. Sólo quedaba aquel precioso niño. Ya no tenía sentido seguir conteniendo las lágrimas. Rodaban sin cesar por sus mejillas cuando cubrió la mano de Sebastián con la suya.


—Da, Sebasichka. Soy la tía Pau.


El crío le agarró entonces la mano con fuerza, como temiendo que quisiera retirarla. Todavía llorando, Paula se agachó para besarle los deditos. La diplomacia había desaparecido. Las retiradas estratégicas nunca habían sido su fuerte.


Y a no ser que Pedro Alfonso estuviera realmente dispuesto a arrojarla por la borda, no había ya manera humana de que volviera a separarse de aquel niño.



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