Llovía a mares: un día idóneo para la tarea que Pedro le había asignado. Tenía treinta y un años y nunca se había esforzado realmente por averiguar la identidad de su padre. El terror era tan intenso que la asaltó una náusea.
—No entiendo por qué sospechas que un hombre al que nunca he visto puede estar conectado con alguien que quiere matarme…
—No sabes si lo has visto o no. No puedes estar segura de que no vive aquí, en Orange Beach, o de que no le ha estado pasando dinero a tu madre, o de que ella no lo ha chantajeado. Hay un montón de posibilidades.
—Me temo que llevas demasiado tiempo en el FBI.
—Touché. Pero se nos están acabando las opciones. No pretendo forzarte a que entables una relación con ese hombre. Una vez que descartemos la posibilidad de que pueda estar relacionado con los atentados contra tu vida, podrás olvidarte de él. Ya solo será un nombre.
Solo que Paula sabía que no sería tan fácil.
Porque entonces su padre existiría. Sería real.
Aun así, descolgó el teléfono y marcó el número de su madre.
—¿Diga?
—Hola, mamá —la saludó, con el corazón en la garganta—. Tengo una pregunta que hacerte.
—¿Pasa algo malo?
—Mira, últimamente he estado pensando mucho sobre la familia…
—Ya sabía yo que te pasaba algo cuando llamaste —pronunció con voz ahogada—. Es la niña, ¿verdad? ¿Le han descubierto alguna malformación congénita? Espero que esto no entorpezca el proceso de adopción…
—No, la niña está bien —agarró con fuerza el auricular—. Es sobre mi padre. Me gustaría saber su nombre, saber más cosas sobre él.
Oyó la contenida exclamación de Mariana, seguida por un denso silencio. Paula tenía fija la mirada en la lluvia que seguía cayendo al otro lado de la ventana.
—Tú no tienes padre, Paula. Solo tienes una madre. Puede que no te guste mucho, pero solo me tienes a mí.
—No pretendo disgustarte ni molestarte, mamá. Ya te lo dije: creo que debería saber su nombre y algo sobre él, solo en caso de que alguna vez necesitase ponerme en contacto ante cualquier eventualidad. Puede que un día quiera tener mi propio bebé, y para ello tendría que consultar su ficha genética.
—No entiendo por qué me haces esto, Paula.
Así era como hablaba siempre su madre: de sus necesidades, de sus deseos, de su felicidad.
—Es alguien de aquí, de Orange Beach, ¿no? Por eso no quieres darme su nombre.
—¿De Orange Beach? ¿De dónde has sacado una idea semejante?
—Solo estaba preguntando.
—Bien, si eso es lo que quieres…
—Sí. Eso es lo que quiero.
—Te daré su nombre. Es todo lo que sé. No tengo ni idea de dónde vive ni de lo que hace. Puede que esté casado con seis hijos o muerto. Nunca hubo una relación seria entre los dos. Lo conocí en aquel viaje de estudios que hice a París al año siguiente de ser nombrada Miss Alabama. A él le impresionó ese título y yo me encapriché porque era francés y muy guapo. Eso fue todo.
—No te estoy pidiendo detalles, mamá. Ni tampoco te estoy juzgando. Solo quiero conocer su nombre y cualquier información que puedas darme sobre dónde vive.
—Por lo que sé, sigue viviendo en París. Se llama François Grauvier.
—¿Puedes deletreármelo?
Paula apuntó su nombre mientras su madre se lo repetía.
—¿Era de tu edad?
—Mayor, mucho mayor. Al menos me llevaba diez años.
Charlaron durante unos minutos más y su madre terminó la conversación pidiéndole que la avisara tan pronto como diera a luz. Paula suspiró de alivio cuando colgó: no había sido tan traumático como se había temido.
—Ya tenemos el nombre, Pedro, pero puedes borrarlo de la lista. Es francés. Lo conoció en un viaje a París y desde entonces no ha vuelto a saber nada de él.
*****
A Mariana Chaves le temblaban las manos cuando colgó el auricular. Era la primera vez que le había mentido a su hija tan abiertamente. Si hubiera podido evitarlo lo habría hecho, pero algunos secretos debían permanecer enterrados para siempre en su tumba. Quizá ya no importara: la tumba estaba casi llena. Pero había mentido, y no podía dar marcha atrás. Por su bien y por el de Paula.
Abrió un armario y sacó un frasco de tranquilizantes. Se tomó uno cuando ya los viejos recuerdos empezaban a torturarla. Incluso en aquel momento, el simple hecho de pensar en aquel hombre reabría antiguas heridas, le evocaba el amargo sabor de la traición. Algunas cosas nunca cambiaban.
No llegaron a subir a la cúpula, sino que se quedaron examinando un baúl de uno de los dormitorios, lleno de viejos álbumes de fotografías. El papel de manila que cubría las fotos se había tornado amarillento. En un par de ellas aparecía su abuela, de niña, pero la mayor parte eran de parientes que habían fallecido antes de que naciera Paula.
Pedro terminó de sacar los otros álbumes del baúl, soplando el polvo de sus tapas y apilándolos sobre la mesilla que estaba al lado de la cama.
En total eran cinco. Los tres primeros contenían instantáneas en blanco y negro, muy antiguas.
El cuarto tomo estaba lleno de fotos de la infancia de Paula, que su madre debía de haberle enviado a su abuela.
—Mira, en esta foto debías de tener unos cinco años. Te pareces muchísimo a tu madre.
—Tenía cuatro. No me acuerdo de cuándo me la sacó, pero una vez oí decir a mi abuela que esa era la casa en la que vivíamos cuando cumplí los cuatro años. Al año siguiente nos trasladamos a Nueva York. Estuvimos tres años en Brooklyn. Allí fue donde duramos más.
—Por eso eres tan cosmopolita.
—Vaya, en ese comentario te pareces a mi madre. Ella siempre procuraba adornar las cosas con ese tipo de observaciones. El problema era que, en cualquier lugar en que estuviéramos, ella nunca tenía tiempo para mí. Yo siempre tuve la impresión de ser una molestia en su vida. Por eso siempre quise tanto a mi abuela.
Continuaron viendo las fotos, deteniéndose en cada una. A petición de Pedro, Paula intentaba identificar a todos los hombres que salían en ellas, pero se le mezclaban en el recuerdo. Recordaba a los maridos, pero los amantes que su madre había tenido entre boda y boda no le habían causado una impresión duradera.
—¿Discutíais mucho tu madre y tú?
—Cielos, no. Nunca discutíamos. Ella era todo dulzura y buenos modales. En el escenario era bailarina. Y en la vida real, actriz.
—¿Exactamente qué es lo que te dijo de tu padre?
—Que aquel hombre solo fue un error en su vida. Que cuando le dijo que estaba embarazada, la abandonó poniendo fin a su relación.
—¿Y nunca te contó nada más?
—No. Le pregunté un par de veces sobre eso cuando era adolescente. Se puso toda melodramática, improvisando uno de sus conmovedores monólogos y diciendo que lo había borrado de su vida como quien se quita una mancha.
—Y, ya de mayor, ¿te conformaste con saber solamente eso?
—Sí. Con un progenitor tengo ya más que suficiente. Estoy satisfecha con mi vida, Pedro. O al menos lo estaba antes de que muriera mi amiga, dejándome a solas con su hija. Y antes de que un asesino me señalara como su próxima víctima.
—Entonces no te gustará mi siguiente sugerencia.
—¿Cuál es?
—Quiero que llames a tu madre y le pidas que te diga quién es tu padre
18 de diciembre
Paula se sentó en la cama, mirando por la ventana. El cielo estaba nublado y la playa desierta, a excepción de unos cuantos valientes que desafiaban el frío. Era el típico tiempo de diciembre en el sur de Alabama: por lo general días templados y noches cálidas, hasta que surgía un frente de lluvias y el invierno hacía una breve aparición. Sin embargo, el frío que había anidado en el corazón de Paula durante las dos últimas semanas se había derretido ante el fuego que Pedro había encendido en su interior.
Durante la noche anterior había dormido en sus brazos.
Se dispuso a levantarse para preparar el café, pero Pedro se despertó en el mismo instante en que se movió.
—Tienes un sueño muy ligero.
—Sobre todo cuando estoy en misión. Y en esta casa resulta difícil dormir. Si creyera en los fantasmas, yo diría que está embrujada.
—¿Y crees en los fantasmas?
—No. Los vivos ya dan suficientes problemas, como para que me ponga a pensar en los muertos. El viento se cuela por todos los rincones de esta casa: chilla como un alma en pena. Escucha, ahí está otra vez…
—La leyenda dice que los gemidos que se oyen son el llanto de una viuda, por sus amantes pescadores que nunca regresaron a casa. Bueno, y ahora… ¿qué tal si preparo el café?
Estrechándola entre sus brazos, Pedro le dio un largo y dulce beso que la dejó estremecida de emoción.
—Tú quédate en la cama, mamá. Yo me encargo del café.
Volvió poco después con dos tazas de café, dos vasos de zumo, fresas y unas sabrosas tostadas.
—Me vas a malacostumbrar —le dijo ella—. No voy a ser capaz de sobrevivir sin ti.
—Este es el premio por su excelente trabajo de ayer, por haber repasado conmigo toda tu vida, detalle a detalle, en busca de alguna pista. Tengo un amigo en la oficina revisando la docena de nombres que me facilitaste. Cuando uno se pone a buscar, no sabe lo que puede acabar encontrando.
—Yo no estoy tan segura. Nadie de esa lista me parecía sospechoso.
—Bueno, teníamos que empezar por algún lado —le tendió la taza de café—. Comencé con gente con la que trabajas de manera cotidiana, sobre todo aquellos que no siempre están muy contentos con tus decisiones. Para ser tan joven, eres una mujer con mucho poder.
—Que estén resentidos conmigo es una cosa. Y otra muy diferente que quieran matarme.
—Hay mucha gente trastornada por ahí fuera.
Paula mordió una tostada. Últimamente siempre se despertaba con hambre.
—¿Y bien? ¿Qué es lo que toca hoy?
—Más de lo mismo. Aparte de que me gustaría echar un vistazo a la cúpula o a cualquier otro lugar donde tu abuela guardara recuerdos, fotografía, cartas…
—¡Hey! —se llevó una mano al estómago.
—¿Qué pasa?
—La pequeñita está muy activa esta mañana. No para de dar patadas. Pon la mano aquí y espera unos segundos. La sentirás.
Pedro se sentó en un lado de la cama e hizo lo que le decía. No tuvo que esperar mucho. Una enorme sonrisa se dibujó en sus labios.
—Es como si estuviera haciendo gimnasia dentro —añadió Paula.
Pedro se inclinó para besarle el vientre en el punto exacto donde había oído dar pataditas al bebé. Fue un gesto tan dulce como conmovedor.
A Paula le costaba creer que solo habían transcurrido dos semanas desde que se conocieron. Pero dos semanas viviendo juntos minuto a minuto en aquella situación de peligro habían multiplicado exponencialmente aquel corto lapso de tiempo. De repente escucharon el motor de un coche.
—¿No habías dicho que Mateo venía los domingos?
Pedro salió a la terraza, en bata, mientras Paula se vestía.
—Es un poli. Siempre aparecen cuando menos los necesitas.
—Probablemente sea Lautaro.
—¿Lautaro?
—Lautaro Collier. Un antiguo compañero de instituto. Lo llamé la misma noche que llegué a Orange Beach para quejarme de un misterioso desconocido que creía que me estaba siguiendo.
—¡Imagínate lo que les contará a sus compañeros esta noche cuando se entere de que ese misterioso desconocido soy yo y que estoy viviendo en tu casa! ¿Bajo a abrir?
—¿Así, en bata? Bueno, ¿y por qué no? Es probable que a estas alturas ya se haya enterado de la historia de cómo un antiguo compañero mío de la universidad apareció en el pueblo, se quedó prendado de mi devastadora belleza y se enamoró locamente de mí —se llevó una mano al pelo en una característica pose de mujer fatal—.Voy a lavarme la cara y los dientes y estoy con vosotros en un momento. Ah, y no le digas que tú eres el tipo que creía que me estaba siguiendo.
—¿Yo? ¿Seguir a una mujer hermosa para terminar instalándome en su casa y en su cama? ¿Qué clase de hombre crees que soy?
Paula esbozó una mueca pero dejó su pregunta sin responder. Pensaba que era un hombre tan sexy como bueno y valiente, justo lo que necesitaba en su vida en aquel momento.
Solo que el futuro estaba demasiado nebuloso para pensar en él.
Nada más abrir Pedro la puerta, el policía lo calibró con la mirada.
—Hola, agente. ¿Hay algún problema?
—No. Soy amigo de Paula. ¿Se encuentra en casa?
—Está arriba, ahora mismo baja. ¿Quiere pasar?
—Sí, gracias —entró, quitándose el sombrero.
—Tome asiento, por favor —le ofreció Pedro, señalándole el sofá—.Voy a traerle una taza de café.
—No se moleste. Acabo de terminar mi jornada y pensaba volver a casa y dormir un poco. Aunque sí aceptaría un vaso de agua —siguió a Pedro hasta la cocina—.Tengo entendido que Paula y usted son viejos amigos.
—Las noticias vuelan en Orange Beach.
—Somos como una gran familia con un montón de parientes que vienen a pasar el invierno y otro montón en verano.
—Supongo que tendrán mucho trabajo durante la temporada turística.
—Nos las arreglamos bien.
—Entonces tienen que tener un buen departamento de policía.
—Vigilamos el pueblo de cerca. Si está usted buscando problemas, no ha venido a un buen lugar —repuso, adoptando la clásica imagen del policía duro.
En aquel preciso instante entró Paula en la cocina.
—Orange Beach es uno de los lugares más tranquilos del país —comentó, acercándose a Pedro—. Por lo menos eso fue lo que me dijiste la otra noche, ¿verdad, Lautaro?
El policía miró con expresión desconfiada a Pedro antes de concentrarse en Paula:
—¿Volviste a ver a ese hombre del que me hablaste?
—No. Supongo que el embarazo me ha puesto más nerviosa de lo normal.
—Como ya te dije, llámame cuando tengas el menor problema. Puedo mandar a alguien para que vigile la zona.
—Permítame una pregunta… ¿cómo ingresó usted en el cuerpo de policía? —le preguntó Pedro, consciente de que Paula se había olvidado de mencionar a Lautaro el día anterior, cuando estuvieron repasando los nombres de toda la gente que conocía en Orange Beach—. Parece que le gusta el oficio.
—Sí que me gusta, pero ahora estoy pensando en pedir el traslado a una población más grande, del tipo de Atlanta o Nueva Orleans.
—Le gustaría más acción.
—Me gusta ponerme en la mente de los criminales, saber cómo funcionan sus mentes. Probablemente esto no lo sepa usted, pero la cifra de crímenes sin resolver que se cometen cada año es altísima, incluso asesinatos. Y, a veces, aunque se sabe quién ha sido el autor, nunca logran capturarlo.
—Diablos, eso no es para mí. Usted encárguese de los asesinatos, que yo me encargo de vender coches.
—¿De dónde es usted?
—De Nashville. La capital de la música country.
Paula se había puesto a pelar una naranja mientras hablaban. Cuando terminó, echó la monda al cubo de la basura y se limpió las manos.
—No has contestado a la pregunta de Pedro: ¿por qué te metiste en la policía? —inquirió, incorporándose finalmente a la conversación—. Recuerdo que ni siquiera estabas pensando en hacerlo cuando me visitaste hará un par de años, en Nueva Orleans.
—Como te dije entonces, estaba asimilando mi divorcio y tratando de encontrarme a mí mismo. También visité a Juana. Me alegro de haberlo hecho, después de lo que le sucedió el mes pasado.
Paula se tensó en el preciso momento en que el nombre de su amiga fue mencionado, dejando caer el gajo de naranja que se estaba llevando a la boca. Pedro lo recogió y lo tiró a la basura mientras ella se recuperaba.
—Bueno, creo que tengo que irme —dijo el policía.
—Gracias por venir, Lautaro. Me gusta que se preocupen por mí.
—Ya sabes que estoy a tu disposición —le puso una mano en el brazo—. Si necesitas cualquier cosa, incluso después del parto, llámame. Aunque supongo que te reincorporarás a tu trabajo nada más dar a luz.
—Eso me temo.
Pedro se despidió de él en la cocina y se quedó observándolo mientras Paula lo acompañaba hasta la puerta. Quizá estuviera algo enamorado de Paula, pero desde luego no parecía un asesino. No tenía ningún motivo para odiarla.
Descalzo, fue a servirse otra taza de café. Había comenzado a llover, y casi no se distinguía el horizonte. Lautaro Collier, un hombre que conocía lo suficiente a Juana y a Paula como para visitarlas mientras estaba atravesando los trámites de su divorcio. Quizá fuera ese el eslabón que necesitaba: no necesariamente Collier, pero sí alguien que estuviera conectado con ambas mujeres. Lo que significaba que tendría que ser de Orange Beach, ya que había sido allí donde había nacido su gran amistad.
Si Juana y Paula se hubieran metido en algún turbio asunto, si hubieran pedido prestado un dinero que no habían podido devolver, o respaldado una inversión conjunta que había fracasado o… Paula estaba frunciendo el ceño cuando regresó a la cocina.
—No era así como pensaba comenzar el día, pero supongo que es igual.
—Lautaro da el tipo de un antiguo novio.
—Juana y él salían juntos cuando estudiaban en el instituto. Yo también salí un par de veces con él después de que rompieran, pero la cosa no fue más allá. Luego empezó a salir con una chica de Pensacola al poco de su graduación, y se casó con ella pocos meses después.
—La que se divorció de él, ¿no?
—Sí.
—Entonces, cuando te visitó en Nueva Orleans, ¿estaba intentando encontrar una sustituta para la que se le escapó?
—Estaba intentando encontrar un trabajo. Quería que yo lo contratara. Pero yo no fui tan inocente como para caer en aquella trampa. Le conseguí una entrevista con un tipo de otro departamento. No volví a hablar con Lautaro hasta el otro día, cuando llamé a la comisaría de la policía local y él me respondió el teléfono.
—Y ahora decidió hacerte una visita.
—Bueno, basta ya de hablar de Lautaro.
Propongo que subamos ahora a la cúpula a ver qué podemos encontrar en esas cajas.
La luz del sol se derramaba por la ventana a espaldas de Paula, envolviéndola en un aura dorada. Conteniendo la respiración, Pedro la contemplaba mientras desnudaba sus preciosos senos y se desabrochaba la falda. Provocativa y sensual, sus lentos y deliberados movimientos transmitían la impresión de que estaba haciendo mucho más que desnudar su cuerpo.
Incapaz de soportar la tensión de sus vaqueros, Pedro se levantó para quitárselos y despojarse de sus calzoncillos. Mientras tanto Paula se acostó, ya completamente desnuda.
—Es maravilloso pensar que una nueva vida se está desarrollando aquí dentro —le comentó Pedro, acariciándole el vientre—. Es un milagro. Estar contigo es un milagro. Y sentir lo que siento ahora mismo, también.
—¿Qué es lo que sientes? —le rozó los labios con los suyos.
—Es como si el corazón se me estuviera saliendo del pecho. Como si no pesara nada y a la vez sintiera un profundo dolor. Creo que no me estoy explicando bien.
—Te estás explicando perfectamente —lo besó en la boca, explorando con la lengua su dulce interior.
A partir de aquel momento, Pedro perdió toda capacidad de hablar o de pensar. Paula le cubrió el cuerpo de besos mientras acariciaba una y otra vez su miembro excitado. Luego le tomó una mano y se la colocó allí donde ella quería que la tocara.
Su piel era tan tersa como la seda. Gimió de deseo cuando él se dedicó a acariciarla meticulosamente, primero con los dedos y luego con los labios. Un segundo después, cuando se tensó, Pedro pudo sentir su cálida humedad.
Paula pronunció varias veces su nombre entre jadeos antes de tomar nuevamente su sexo entre los dedos, tocándolo, frotándolo, acariciándolo… Hasta que lo arrastró al orgasmo.
—Paula, Paula… —su nombre le estalló en los labios, y quedó sumido en un maravilloso mar de placidez. Ansió que aquella sensación durara toda una eternidad. Deseó que la vida entera fuera así: perfecta, hermosa. Un sueño.
Pero sabía que la pesadilla estaba a solo un paso del sueño. Sabía que un solo hombre, un asesino, podía robarles todo lo que habían descubierto y encontrado juntos. Eso, sin embargo, solamente podría suceder si fallaba, si cometía un error. Si se dejaba enredar demasiado por las emociones que tanto lo habían trastornado hacía unos segundos.
No podía consentir que eso sucediera.
Permanecieron así durante largo rato, sin hablar, envueltos en un cómodo silencio. Como si ambos necesitaran tiempo para absorber lo que acababa de suceder. Finalmente, Pedro escuchó el suave y rítmico rumor de su respiración: se había quedado dormida. Consciente de que necesitaba descansar, se levantó sigilosamente de la cama y se puso los vaqueros. Tenía un asesino que atrapar.
Paula observó a Pedro mientras se quitaba la camiseta. Para cuando se tumbó en la cama a su lado, el corazón le latía tan aceleradamente que experimentó la desconcertante sensación de encontrarse en un sueño. Un sueño donde todo era posible. Se acercó a él y deslizó los dedos por el vello de su pecho. Recordó la impresión que le había provocado la primera vez que lo vio, cuando entró en aquella tienda. De aspecto duro, bronceado por el sol, fuerte, misterioso.
Enterrando las manos en su pelo, la besó.
Paula tuvo la sensación de que el mundo se disolvía a su alrededor mientras se dejaba arrastrar por aquellas sensaciones. Cuando finalmente se separaron, estaba temblando.
—¿Te he hecho daño? —le preguntó él.
—No. Me has hecho sentirme una mujer. Ardiente. Viva. Seductora.
—Tú eres todo eso y más —deslizó un dedo todo a lo largo de su brazo, antes de acariciarle los pezones a través de la tela de la camisa—. Nunca había conocido a nadie como tú.
—No sé qué es lo que ves en mí de diferente.
—No estoy muy seguro. Solo sé que tocas fibras de mi ser que nadie había tocado antes; que haces que me vea como algo más que como un hombre con un trabajo que hacer. Haces que me vea más humano.
—Quizá se deba al hecho de que estés viviendo en El Palo del Pelícano. Este lugar es mágico.
—No —la besó con una tácita pero casi desesperada pasión brillando en su mirada—. Me gusta despertarme en esta casa sabiendo que estás cerca. Me gusta desayunar contigo y pasear por la playa contigo, tomados de la mano. Me gusta el sonido de tu voz, tu manera de sonreír cuando estás nerviosa, el aspecto que tienes ahora mismo…
—Tengo aspecto de embarazada.
—Yo lo que veo es una mujer que me quita el aliento —deslizó una mano por su vientre—. Déjame desnudarte, Paula.
Paula suspiró, desviando la mirada. No había estado con muchos hombres antes, pero sabía que tenía un cuerpo bonito, que era atractiva y que poseía todo aquello que podía satisfacer a un hombre. Pero, dado su estado actual, no estaba tan segura.
Pedro la besó en la nuca, mordisqueándole el lóbulo de la oreja.
—Puedes desnudarte o no: la decisión es tuya. Pero convéncete de esto: no voy a encontrarte menos deseable porque estés embarazada.
Aquellas palabras acabaron con sus últimas inhibiciones. Había flirteado con la muerte por lo menos tres veces durante las últimas dos semanas y todavía había un asesino suelto acechándola, dispuesto a acabar lo que había empezado. No se le ocurría un motivo mejor para aferrarse a la vida. Se bajó de la cama y empezó a desabrocharse la camisa. El bebé se movía en su interior. Pedro seguía tumbado a su lado, observándola. Se estaba excitando: inequívoca señal de que había sido sincero cuando le dijo que la encontraba deseable.
Terminó de quitarse la camisa, que cayó al suelo. Segundos después, su sostén siguió el mismo camino.