martes, 30 de junio de 2020

A TODO RIESGO: CAPITULO 51




Llovía a mares: un día idóneo para la tarea que Pedro le había asignado. Tenía treinta y un años y nunca se había esforzado realmente por averiguar la identidad de su padre. El terror era tan intenso que la asaltó una náusea.


—No entiendo por qué sospechas que un hombre al que nunca he visto puede estar conectado con alguien que quiere matarme…


—No sabes si lo has visto o no. No puedes estar segura de que no vive aquí, en Orange Beach, o de que no le ha estado pasando dinero a tu madre, o de que ella no lo ha chantajeado. Hay un montón de posibilidades.


—Me temo que llevas demasiado tiempo en el FBI.


—Touché. Pero se nos están acabando las opciones. No pretendo forzarte a que entables una relación con ese hombre. Una vez que descartemos la posibilidad de que pueda estar relacionado con los atentados contra tu vida, podrás olvidarte de él. Ya solo será un nombre.


Solo que Paula sabía que no sería tan fácil.


Porque entonces su padre existiría. Sería real. 


Aun así, descolgó el teléfono y marcó el número de su madre.


—¿Diga?


—Hola, mamá —la saludó, con el corazón en la garganta—. Tengo una pregunta que hacerte.


—¿Pasa algo malo?


—Mira, últimamente he estado pensando mucho sobre la familia…


—Ya sabía yo que te pasaba algo cuando llamaste —pronunció con voz ahogada—. Es la niña, ¿verdad? ¿Le han descubierto alguna malformación congénita? Espero que esto no entorpezca el proceso de adopción…


—No, la niña está bien —agarró con fuerza el auricular—. Es sobre mi padre. Me gustaría saber su nombre, saber más cosas sobre él.


Oyó la contenida exclamación de Mariana, seguida por un denso silencio. Paula tenía fija la mirada en la lluvia que seguía cayendo al otro lado de la ventana.


—Tú no tienes padre, Paula. Solo tienes una madre. Puede que no te guste mucho, pero solo me tienes a mí.


—No pretendo disgustarte ni molestarte, mamá. Ya te lo dije: creo que debería saber su nombre y algo sobre él, solo en caso de que alguna vez necesitase ponerme en contacto ante cualquier eventualidad. Puede que un día quiera tener mi propio bebé, y para ello tendría que consultar su ficha genética.


—No entiendo por qué me haces esto, Paula.
Así era como hablaba siempre su madre: de sus necesidades, de sus deseos, de su felicidad.


—Es alguien de aquí, de Orange Beach, ¿no? Por eso no quieres darme su nombre.


—¿De Orange Beach? ¿De dónde has sacado una idea semejante?


—Solo estaba preguntando.


—Bien, si eso es lo que quieres…


—Sí. Eso es lo que quiero.


—Te daré su nombre. Es todo lo que sé. No tengo ni idea de dónde vive ni de lo que hace. Puede que esté casado con seis hijos o muerto. Nunca hubo una relación seria entre los dos. Lo conocí en aquel viaje de estudios que hice a París al año siguiente de ser nombrada Miss Alabama. A él le impresionó ese título y yo me encapriché porque era francés y muy guapo. Eso fue todo.


—No te estoy pidiendo detalles, mamá. Ni tampoco te estoy juzgando. Solo quiero conocer su nombre y cualquier información que puedas darme sobre dónde vive.


—Por lo que sé, sigue viviendo en París. Se llama François Grauvier.


—¿Puedes deletreármelo?


Paula apuntó su nombre mientras su madre se lo repetía.


—¿Era de tu edad?


—Mayor, mucho mayor. Al menos me llevaba diez años.


Charlaron durante unos minutos más y su madre terminó la conversación pidiéndole que la avisara tan pronto como diera a luz. Paula suspiró de alivio cuando colgó: no había sido tan traumático como se había temido.


—Ya tenemos el nombre, Pedro, pero puedes borrarlo de la lista. Es francés. Lo conoció en un viaje a París y desde entonces no ha vuelto a saber nada de él.



*****

A Mariana Chaves le temblaban las manos cuando colgó el auricular. Era la primera vez que le había mentido a su hija tan abiertamente. Si hubiera podido evitarlo lo habría hecho, pero algunos secretos debían permanecer enterrados para siempre en su tumba. Quizá ya no importara: la tumba estaba casi llena. Pero había mentido, y no podía dar marcha atrás. Por su bien y por el de Paula.


Abrió un armario y sacó un frasco de tranquilizantes. Se tomó uno cuando ya los viejos recuerdos empezaban a torturarla. Incluso en aquel momento, el simple hecho de pensar en aquel hombre reabría antiguas heridas, le evocaba el amargo sabor de la traición. Algunas cosas nunca cambiaban.




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