miércoles, 17 de junio de 2020
A TODO RIESGO: CAPITULO 9
Su primer impulso fue decirle que la dejara en paz, pero sabía que hablar con él podría ser la mejor manera de combatir esos miedos irracionales que le inspiraba su persona.
—Por favor, tome asiento.
—Gracias. Estuve en el centro de información turística, y me recomendaron este restaurante. Creo que tienen una sopa de marisco exquisita.
El hombre desvió la mirada hacia la vista de la playa que se divisaba desde la ventana.
—Un panorama espectacular.
—Ayer comentó que era la primera vez que venía a esta zona, ¿verdad?
—Efectivamente.
—¿Por qué decidió venir precisamente en esta época del año, en temporada baja?
—Vine de Nashville para asistir a la boda de mi hermana, en Mobile. Mi cuñado me sugirió que viniera aquí para holgazanear un poco y disfrutar de la pesca, ya que disponía de unos días de vacaciones antes de fin de año. Así que aquí estoy.
Algo no encajaba en todo aquello. Su aspecto y comportamiento indicaban una personalidad despreocupada, pero su mirada tenía una especial intensidad, como si la estuviera analizando. En ese momento apareció la camarera para tomarles la orden, y volvió minutos después con una cerveza y un vaso de leche. El hombre alzó su jarra para brindar.
—Por el sol, la arena y la buena pesca. Y por un parto fácil y un bebé saludable.
—Brindaré por eso.
—Tiene usted un aspecto estupendo. Supongo que es cierto lo que se dice acerca de la belleza de las embarazadas.
Era un cumplido manido y vulgar, de los que Paula detestaba especialmente. No tenía un aspecto estupendo. Parecía una ballena varada en tierra, y escuchar la opinión de aquel tipo no hacía que se sintiera mejor. Además, la molestaba que se sintiera obligado a soltarle cumplidos. El hombre tomó un trago de cerveza y se puso a tamborilear en la mesa con los dedos.
—¿Siempre es usted así de callada… o es por la compañía?
—Soy una persona callada. Y también es por la compañía. No tengo costumbre de comer con desconocidos.
—Todavía puedo cambiarme de mesa, si quiere, pero me gustaría quedarme.
—¿Por qué?
—Ya se lo dije, no me gusta comer solo. Y no sé por qué, pero tengo la impresión de que a usted no le vendría mal hablar con alguien. Imagino que debe de ser muy duro para usted estar sola en aquella casona, teniendo en cuenta su avanzado estado de gestación… Ni siquiera tiene una casa cerca a la que pedir ayuda en caso de que… ya sabe, que sobrevenga el parto y esas cosas. Debería tener un perro grande consigo… ¿o es que ya tiene alguno?
—¿Cómo sabe que me alojo en esa casa? —preguntó, estremecida.
—Estuve en la playa esta mañana. Y la vi subir a la casa.
—Puedo cuidar de mí misma, gracias. Además, no estaré sola a partir de mañana. Mi marido vendrá esta noche —era mentira, pero eso la hacía sentirse menos vulnerable.
—¿De veras?
—Sí.
El hombre cambió de tema, pero Paula sospechaba que no la habría creído. La camarera apareció con la comida y ella se comió la suya rápidamente, aunque había perdido el apetito. Tan pronto como terminó, sacó un billete de diez dólares y lo dejó sobre la mesa.
—Esto debería cubrir mi parte de la cuenta. Y ahora, si me disculpa, tengo una cita y no quiero llegar tarde.
El hombre también se levantó, con una sonrisa más maliciosa que siniestra en los labios.
—Lo he vuelto a hacer de nuevo. No sé cómo me las arreglo para molestarla cada vez que hablamos, pero siempre lo hago. Es como una enfermedad, una torpeza en mi manera de hablar. Me temo que no tengo remedio.
—No, no es eso. Es que tengo la sensación de que me está usted siguiendo, y le advierto que si sigue usted haciéndolo, informaré a la policía —no había querido ser tan brusca, pero estaba harta de él. De ese modo, si era simplemente un turista, ya sabía lo que debía esperar de ella. Y si se trababa de un tipo peligroso, ya le había dejado ver que no era tan vulnerable como parecía.
Sintió su mirada fija en ella mientras se retiraba, pero no se volvió. Le temblaban las manos para cuando llegó al coche. Las lágrimas la quemaban bajo los párpados. Parpadeó varias veces, decidida a contenerlas. La última vez que había llorado había sido en el funeral de Juana, y no iba a llorar ahora solo porque… porque su vida se estuviera haciendo pedazos y no tuviera la suficiente energía para aceptarlo.
Pedro Alfonso. Su trabajo. Joaquin. Pensamientos sobre su madre. Recuerdos de su abuela. El bebé que llevaba dentro y que no era de nadie, ciertamente no de ella. Pero entonces, ¿por qué sentía ese abrumador vínculo emocional con aquella criatura? ¿Por qué el hecho de entregarla en adopción le parecía un acto tan abominable? Subió al coche, apoyó la frente en el volante y lloró
A TODO RIESGO: CAPITULO 8
Era la una y media de la tarde cuando Paula entró en el aparcamiento de Pink Pony. Después de que Sandra se hubiera marchado esa mañana, se había vestido y salido a dar un paseo por la playa. La cura perfecta para la inquietud que la había asaltado la noche anterior. Y no había señal alguna de Pedro Alfonso.
En aquel momento se moría de hambre: le apetecían ostras. Durante todo el tiempo había guardado un régimen de comida muy sana, pero la tentación era irresistible. Ese día, el primero que iba a pasar entero en Orange Beach, tenía que comer ostras al estilo local.
Se sentó al lado de una ventana con vistas al mar. Una pareja de jóvenes paseaban de la mano por la orilla. No se molestó en mirar el menú. Sabía lo que quería.
De repente se abrió la puerta y entró un hombre, solo. Paula lo reconoció antes incluso de que se volviera hacía ella. Aquellas espaldas tan anchas, su fluida manera de andar, su vieja gorra de béisbol… Cuando se volvió y la vio, se le iluminaron los ojos azules y una ancha sonrisa se dibujó en sus labios, como si fueran viejos amigos. La sensación de inquietud que Paula había experimentado el día anterior retornó nuevamente, con fuerza inusitada. Aquel hombre la estaba siguiendo, y no existía motivo lógico alguno para que lo hiciera. Se le acercó, quitándose la gorra.
—Vaya, qué casualidad. Dado que nos hemos vuelto a ver, ¿le importa que me siente con usted? No me gusta comer solo.
A TODO RIESGO: CAPITULO 7
5 de diciembre
Paula se despertó al oír un ruido. Tardó unos segundos en darse cuenta de que se trataba del timbre, y que no formaba parte de su pesadilla.
Había estado soñando que corría por la playa, hundidos los pies cada vez más en la arena, incapaz de seguir huyendo del desconocido peligro que la acosaba. El timbre volvió a sonar.
Desperezándose, se levantó de la cama.
Después de ponerse la bata bajó las escaleras, preguntándose quién podría ser a aquella hora de la mañana.
Suspiró aliviada nada más echar un vistazo por la mirilla. Debió de haber adivinado que Sandra Birney no perdería ni un segundo en visitarla.
—Entra —abrió la puerta mientras se apartaba el pelo de la cara, consciente de que debía de estar hecha un desastre.
—Entraré tan pronto como te haya visto bien —la miró con todo detenimiento, de la cabeza a los pies—. ¡Dios mío, estás embarazada!
—Ya te lo había dicho.
—Lo sé, pero es que no podía imaginármelo —lo primero que hizo fue dejar sobre la mesa la cesta que llevaba tapada con un paño, y que olía a canela y nuez moscada, antes de darle un cariñoso abrazo.
—Quiero saberlo todo, especialmente cómo han logrado convencerte de que te quedaras embarazada… ¿Estarán aquí los padres biológicos para el parto?
—No. Voy a tener que hacerlo todo yo sola… ayudada por el doctor Brown, y quizá por Santa Claus.
—Y por mí. Ya sabes que puedes contar conmigo.
—Te gusta el sufrimiento, ¿verdad?
—No me importa, mientras no sea yo quien lo padezca —bromeó—. Y me encantan los bebés.
Paula se puso a preparar el café mientras Sandra la ponía al tanto de las últimas noticias de Orange Beach. El equipo del instituto había ganado los campeonatos regionales, el director de la escuela primaria se había jubilado y la iglesia baptista estaba edificando un nuevo centro.
En cierto momento Paula se disculpó para ir al baño y lavarse los dientes. También se lavó la cara y se cepilló el pelo. Sabía que las preguntas empezarían tan pronto como se sentaran ante el café y las galletas de canela, pero todo estaba bajo control. Tenía todos los detalles cuidadosamente planificados y nadie sospecharía que el bebé que llevaba en sus entrañas pertenecía a Juana Brewster. Ni siquiera la muy sagaz Sandra Birney.
Aquella encantadora señora regordeta y de mejillas sonrosadas era de la misma edad que Mariana, la madre de Paula. Habían ido juntas a la escuela y las dos habían hecho de animadoras en las fiestas de apertura de curso: allí terminaba todo parecido entre ellas, Sandra había contraído matrimonio con su amor del instituto y aún seguía casada. Su vida estaba centrada en la comunidad y en sus hijos y nietos, y siempre había estado muy encariñada con la abuela de Paula: realmente había sido como una hija para ella. Mariana, en cambio, había seguido un rumbo muy diferente. Para cuando Paula volvió a la cocina, el café ya estaba listo y los pasteles servidos.
—Bueno, ya no puedo esperar más. ¿Es niño o niña?
—Niña —Paula se dijo que esa era la pregunta fácil. Faltaba la difícil.
—¿Quiénes son los afortunados padres? Supongo que serán amigos muy queridos para ti.
—Sí. La mujer es una compañera mía de trabajo. Una serie de problemas médicos le impedían tener hijos, y dado que ansiaba tanto tener un bebé, accedí a su petición.
Paula recordó el momento en que Juana se lo propuso. No le dijo abiertamente que no, pero la expresión decepcionada que vio en sus ojos la dejó destrozada. Era como si se hubiera apoderado de los sueños de su amiga para estamparlos contra el suelo. Juana ya había tenido dos abortos y el médico la había avisado de que intentarlo de nuevo podría ser muy peligroso, debido a sus crecientes problemas con la diabetes. Aun así Paula había temido que, si se negaba, pudiera volver a quedarse embarazada pese a las advertencias del doctor.
—Entonces, cuando nazca el niño… —pronunció Sandra, mordiendo un pastel—… ¿se lo entregarás a sus padres?
—Ese es el plan —o al menos ese había sido el plan. Porque esa era precisamente la parte que no podía compartir con Sandra. Hablar de ello le resultaba demasiado doloroso. Incluso pensar en ello le parecía algo traicionero y cruel, como si estuviera pensando en desprenderse de una parte de sí misma y de lo único que le quedaba a Juana.
—Siempre dije que tenías un corazón de oro… —Sandra le tomó una mano y se la apretó, cariñosa—. Y una vez más me lo has demostrado. ¿Qué piensa Mariana de esto?
—Mamá no sabe nada. No la he visto desde que tomé la decisión de tener el bebé.
—Y no quieres implicarla. Eres tan inteligente como buena. ¿Dónde está tu madre ahora?
—Viviendo en Acapulco con su nuevo marido, que es propietario de una cadena de hoteles de lujo. Insiste en que vaya a visitarla. Pero todavía no lo he hecho.
—¿Es el mismo tipo del que me estuvo hablando cuando el funeral de tu abuela?
—Sí.
—Ya. Era muy guapo, ¿no?
—Y rico.
—Por supuesto —suspiró Sandra—. De lo contrario no habría tenido ninguna oportunidad con ella. Aprendió bien la lección cuando Bob Gilbert la dejó llena de deudas.
—Sí. Su marido número tres le abrió definitivamente los ojos.
—No sé cómo se las arregla, pero sigue tan hermosa como cuando la coronaron Miss Alabama. Cuando venía al pueblo, todas teníamos que encerrar a nuestros maridos en casa bajo llave. Este último hace el marido número cinco, ¿verdad?
—Seis, me parece. Creo que te has olvidado del diplomático francés. Solo le duró seis meses.
—Esa mujer… —Sandra sacudió la cabeza, sonriendo—. Nunca encajó bien en Orange Beach. Todavía me acuerdo de cuando bailó en aquella obra en Broadway. Un puñado de nosotras volamos para verla y ella nos consiguió asientos en primera fila e invitaciones para la fiesta. Incluso en medio de tanto famoso, ella era la que más destacaba.
Paula asintió, pero se guardó sus reflexiones para sí misma. Sandra tenía razón, pero nunca había sido fácil ser la hija de una mujer tan destacable. Terminaron el café y los pasteles, y Sandra se marchó después de arrancarle la firme promesa de que iría a visitarla pronto. Por suerte, le hizo más preguntas sobre el bebé: evidentemente había percibido su resistencia a hablar del tema.
martes, 16 de junio de 2020
A TODO RIESGO: CAPITULO 6
Paula se arrellanó en una tumbona, frente al mar. Aquella era su habitación favorita: una sala pequeña y acogedora con un gran ventanal, que ofrecía una maravillosa vista del Golfo. Tenía un montón de mullidos almohadones bajo la espalda, una manta tejida sobre las rodillas y un té de hierbas en la mesa, a su lado. Todos los ingredientes esenciales para relajarse… solo que le resultaba imposible.
Había recorrido cada habitación de la casa, cerrando cuidadosamente puertas y ventanas.
Pero aun así, la inquietud persistía. ¿Serían las hormonas, o la paranoia causada por la reciente tragedia, el motivo por el cual no podía sacarse de la cabeza al hombre de la playa? Un año atrás probablemente se habría sentido intrigada, y atraída, por un tipo tan sexy que la había abordado de manera tan curiosa, invitándola a cenar. Pero un año atrás todo aquello habría tenido mucho más sentido para ella.
Fue a la cocina y sacó la guía de teléfonos del armario. Nunca estaría de más llamar a la comisaría de policía para saber si había habido algún problema en la zona durante las últimas semanas. Encontró el número y lo marcó.
—¿En qué puedo ayudarla? —le preguntó una voz masculina.
Aquel acento de Alabama era inconfundible. La sensación de familiaridad alivió sus temores.
—Verá, estoy alojada en una casa en Orange Beach, muy cerca del mar…
—Aja. ¿Está teniendo algún tipo de problema?
—No, pero estoy aquí sola, y me preguntaba si era segura esta zona…
—¿Dónde está usted exactamente?
—¿Conoce la casa de los Chaves?
—¿El Palo del Pelícano? Hey, ¿tú no eres Paula?
—Sí. ¿Te conozco?
—Creo que sí. Clase del 88.
—¿Lautaro Collier?
—El mismo que viste y calza.
Habían ido juntos al instituto, y hacía dos años que no sabía nada de Lautaro. Le encantaba volver a escuchar su voz. Paula había tenido un flechazo de adolescencia con él, pero en aquel entonces se había mantenido fiel a Juana.
Luego habían estado saliendo juntos durante un tiempo, después de que lo suyo con Juana terminara, para dejarlo a las pocas semanas.
—¿Qué tal te va la vida?
—Maravillosamente bien. Sigo soltero y sin compromiso. ¿Vas a quedarte mucho tiempo por aquí?
—No estoy segura.
—Me alegro de que hayas vuelto. Bueno, ¿qué problema tienes? Soy todo oídos.
—Me encontré con un hombre en la playa cuando estaba paseando a la caída del sol. Estaba haciendo jogging y se detuvo para hablar conmigo. El caso es que me puso un poquitín nerviosa.
—¿Te dijo algo inconveniente?
—La verdad es que no.
—Un viejo vagabundo de playa entonces, ¿no?
—Tampoco —en aquel instante se sentía como una estúpida—. No sé, no puedo explicártelo. Simplemente me puse algo nerviosa y pensé en llamar a la policía para saber si había ocurrido algún problema en la zona.
—Ya sabes cómo son las cosas en la playa. El paisaje, el ambiente se presta a que la gente de desinhiba. Gente que es incapaz de hablar contigo en la ciudad va y se para a charlar. Puedo enviar a alguien a echar un vistazo si quieres, pero si estaba haciendo jogging, dudo que lo encuentren a estas horas —bromeó.
—No, déjalo. No tiene importancia.
—Orange Beach es quizá el lugar más tranquilo y seguro de todo el país. De todas formas, estaré de servicio toda la noche. Si cambias de idea y quieres que te envíe a alguien, llámame.
Charlaron durante un rato más sobre las amistades del instituto. A Paula siempre la sorprendía enterarse de que tantos de sus antiguos compañeros seguían todavía viviendo en Orange Beach. A ella nunca se le había pasado por la cabeza establecerse allí. Normal, ya que nunca lo había considerado su hogar.
Solo había vivido en Orange Beach durante sus dos últimos años de instituto, mientras su madre residía en España con su último marido.
Mientras subía las escaleras, el bebé volvió a dar pataditas. Entró en el dormitorio que había sido suyo durante más tiempo del que podía recordar. La cama estaba hecha, como si Florencia hubiera preparado la habitación pensando que podría regresar en cualquier momento.
Apagó la lámpara del dormitorio y comenzó a desnudarse, a la luz de la luna. Por la ventana podía ver el cenador de tejado de paja que había entre la casa y la playa, y el banco de columpio que se balanceaba debajo.
Tranquilamente.
La luna se ocultó detrás de una nube. Desvió la mirada y sacó una bata del armario. Cuando se volvió, el corazón se le subió a la garganta.
Alguien estaba allí afuera, de pie detrás del cenador. Lo único que distinguía era el perfil de un cuerpo, pero podía imaginarse perfectamente al hombre con quien se había encontrado antes en la playa. Podía imaginárselo observando la casa, sabiendo que estaba allí, sola. Un segundo después la figura desapareció de su vista. El bebé escogió aquel momento para darle otra patadita. Se llevó las manos al estómago.
—No te preocupes, pequeñita. No es nada. Solo es una ligera y absurda paranoia —y se dirigió al cuarto de baño.
A TODO RIESGO: CAPITULO 5
Aquella noche tenía toda la playa a su disposición: no había nadie más a la vista. Era por eso por lo que le gustaba tanto ir allí en diciembre. Las playas de arena estaban desiertas, solitarias.
«Solitaria»: la palabra resonó en su mente, y por un instante volvió a sentir el mismo estremecimiento de inquietud que la había asaltado aquella tarde, en la tienda para turistas.
Se obligó a sobreponerse. Aquello no era la ciudad, y podía salir a pasear por la playa a la hora que le apeteciera. Como solía hacer su abuela hasta que se le cansó el corazón, a la edad de ochenta y ocho años.
Volvió a evocar los sucesos del mes anterior. Un horrible accidente. Una explosión, en su casa, de consecuencias mortales. Juana y su marido fallecieron espontáneamente. Nunca olvidaría dónde estaba y lo que estaba haciendo cuando recibió la noticia. Nunca olvidaría la sensación de estupor y, finalmente, el terrible convencimiento de que nunca más volvería a ver a su amiga. Y el pensamiento de que la niña que llevaba en su interior sería huérfana.
Se volvió hacia la casa, repentinamente cansada y aterida* de frío, deseosa de prepararse una sopa caliente. Fue entonces cuando se dio cuenta de que no estaba sola. Un hombre estaba haciendo jogging por la playa, corriendo en su dirección. Conforme fue acercándose a ella, pudo verlo mejor. Delgado, de piernas musculosas, cabello corto. Le resultaba familiar.
Cuando fue aminorando la velocidad, a Paula se le aceleró el corazón al tomar conciencia de que era el mismo tipo que había visto entrar en la tienda mientras estaba charlando con Paloma.
—Una noche estupenda para disfrutar de la playa —comentó, deteniéndose a unos metros de Paula.
—Sí —se dijo que era ridículo sentir miedo. Aquel hombre tenía tanto derecho como ella a estar allí. Su inquietud se debía a la hiperactividad de sus hormonas, a causa del embarazo—. Para ser diciembre, no hace tanto frío.
—Sí, me estaba preguntando precisamente por eso. Es la primera vez que visito esta parte del país. La vi esta tarde en una de las tiendas.
—Bueno, habría sido difícil no fijarse en mí —se llevó una mano a su vientre abultado.
—¿Lo espera para muy pronto?
—Para finales de mes.
—¿Vive usted aquí o también está de visita?
—Estoy de visita.
—Escuche, si me estoy metiendo en lo que no me importa dígamelo, pero esta tarde oí que su amiga decía que había venido usted aquí sola. Yo también estoy solo. Quizá podamos cenar juntos alguna noche. Usted parece conocer la zona, y yo no tengo la menor idea de dónde se puede disfrutar de una buena comida.
—Estoy muy ocupada —pronunció con un tono más cortante de lo que había pretendido.
Aunque aquel hombre no parecía peligroso, definitivamente estaba yendo demasiado lejos.
—Oh, vaya. Se ha molestado. Perdóneme, no estaba intentando ligar con usted. Nunca se me han dado bien ese tipo de cosas. Supongo que ahora entenderá por qué —le tendió la mano—. Déjeme empezar de nuevo. Me llamo Pedro Alfonso.
Paula le estrechó la mano, pero no le reveló su nombre.
—Me alojo muy cerca de la playa, un poco más arriba, así que probablemente volvamos a encontrarnos. Si cambia de idea respecto a lo de la cena, dígamelo. De lo contrario, le prometo que no volveré a molestarla.
—Espero que disfrute de una agradable estancia.
—Y usted también. Ya nos veremos —se dispuso a seguir su camino, pero de repente se detuvo—. Cuídese. Y si se va a quedar usted sola en esa vieja casa tan grande, acuérdese de cerrar bien las puertas. Esta parece una zona tranquila, pero nunca se sabe…
Era exactamente lo mismo que pensaba Paula.
Se dirigió lentamente hacia la casa. Un hombre atractivo, solo en la playa en diciembre, se encontraba con una mujer embarazada y la invitaba a cenar… Algo no encajaba en aquella escena. De todas formas, aquel tipo no necesitaba preocuparse. Cerraría muy bien las puertas cada noche.
*Que está paralizado o entumecido a causa del frío.
A TODO RIESGO: CAPITULO 4
Paula introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta de la casa de la playa, El Palo del Pelícano, sintiéndose mucho mejor a pesar de que había subido las escaleras del porche con una bolsa de comida en cada mano. Las escaleras que llevaban a la segunda planta eran exteriores, y no había otra forma de acceder al espacio de vivienda del edificio.
Abrió la puerta y entró en el gran salón familiar, de techos altos. Era una habitación fría, pero de aspecto invitador. Al día siguiente llamaría a alguien para que le llevara leña y poder así encender la enorme chimenea de ladrillo que ocupaba toda una pared. En la pared opuesta había una galería de puertas correderas de cristal.
Cerró la puerta a su espalda y se dirigió a la cocina. Después de dejar las compras sobre la mesa, miró a su alrededor y tuvo la inequívoca sensación de que su abuela iba a entrar en cualquier momento. Aquella habitación estaba repleta de recuerdos. Haciendo galletas con su abuela… cortando tiras de papel rojo y verde para hacer guirnaldas que colgar del árbol de Navidad… El timbre del teléfono interrumpió sus pensamientos. Descolgó el teléfono supletorio que había al lado del fregadero, preguntándose quién podría llamarla cuando hacía tan poco que había llegado.
—¿Hola?
—Veo que lo has conseguido.
—Joaquin. Tenías que ser tú. No me digas que ya ha habido una emergencia. Esta mañana estuve en la oficina.
—Hay protestas por el acuerdo de fusión. Boynton quiere que le garanticemos el setenta por ciento de la cuota de puestos directivos.
—Pero aceptó el cincuenta que le ofrecimos nosotros. Si quería más, que no hubiera firmado el contrato. Son demasiados jefes para la buena marcha del negocio.
—¿Y si no tragan?
—Tragarán. Cullecci montará un escándalo, pero él solo cumple órdenes. Trabajará contigo. Procura jugar fuerte con el plan de jubilación. Lo que tenemos con Lannier es mucho más justo y razonable que lo que nos han propuesto ellos. Ah Joaquin, y en caso de que te hayas olvidado… Estoy de excedencia.
—¿Cómo podría olvidarme? Este embarazo no ha podido ser más inoportuno.
—Dímelo a mí.
—Lo siento. Ya sé que es más duro para ti que para nadie. ¿Te has puesto en contacto con la agencia de adopción? No quiero que pierdas en esto más tiempo del que es absolutamente necesario. Tenemos demasiadas cosas entre manos. Tú sigue como hasta ahora y serás la vicepresidente más joven que ha tenido Lannier.
—¿Eres capaz de garantizarme eso?
—No, pero sí puedo decirte que el nuevo jefe ejecutivo está absolutamente impresionado contigo. Anoche cené con él y no dejó de alabarte.
—No te preocupes, en enero yo estaré de vuelta en el trabajo y el bebé instalado en su nuevo hogar.
—Estupendo. Ahora, cuídate mucho —le dijo, sincero—. Por cierto, Lufkin llamó desde la oficina de Londres. Quiere saber si la cita del encuentro sigue siendo el doce de enero.
—Claro que sí. Ya tengo hecha mi reserva de vuelo.
—Entonces llámame si necesitas algo.
—Date cuenta de que yo no te estoy ofreciendo lo mismo.
Cuando finalmente colgó, empezaba a dolerle la cabeza. Le encantaba su trabajo, pero era demasiado agotador, demasiado exigente. Y trabajar de una forma tan estrecha con un hombre al que prácticamente había dejado plantado ante el altar añadía una ración extra de tensión a ese trabajo. Necesitaba aquellos días de descanso, necesitaba tiempo para pensar, para relajarse y para llorar por la madre cuyo hijo llevaba en sus entrañas.
Con toda sinceridad, tuvo sus dudas cuando su mejor amiga le propuso que le implantaran su óvulo fertilizado. ¿Pero cómo habría podido negarse, cuando Juana y Benjamin habían ansiado tanto tener aquel bebé? Nueve meses de molestias para ella, y una vida entera de felicidad y de sueños para ellos. Solo que ahora Juana estaba muerta. Y Benjamin también. No le quedaban padres a aquella niña que daba pataditas en su vientre.
Abrió una de las puertas que daban a la terraza y aspiró profundamente, llenándose los pulmones del aire del mar. De repente sintió unas incontenibles ganas de bajar a la playa.
Era casi de noche, pero si se daba prisa, podría ver el momento final en que el sol se sumergía en el Golfo. Se puso una cazadora y bajó apresuradamente las escaleras, descalza, sintiéndose más ligera de lo que se había sentido en mucho tiempo.
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