martes, 16 de junio de 2020
A TODO RIESGO: CAPITULO 4
Paula introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta de la casa de la playa, El Palo del Pelícano, sintiéndose mucho mejor a pesar de que había subido las escaleras del porche con una bolsa de comida en cada mano. Las escaleras que llevaban a la segunda planta eran exteriores, y no había otra forma de acceder al espacio de vivienda del edificio.
Abrió la puerta y entró en el gran salón familiar, de techos altos. Era una habitación fría, pero de aspecto invitador. Al día siguiente llamaría a alguien para que le llevara leña y poder así encender la enorme chimenea de ladrillo que ocupaba toda una pared. En la pared opuesta había una galería de puertas correderas de cristal.
Cerró la puerta a su espalda y se dirigió a la cocina. Después de dejar las compras sobre la mesa, miró a su alrededor y tuvo la inequívoca sensación de que su abuela iba a entrar en cualquier momento. Aquella habitación estaba repleta de recuerdos. Haciendo galletas con su abuela… cortando tiras de papel rojo y verde para hacer guirnaldas que colgar del árbol de Navidad… El timbre del teléfono interrumpió sus pensamientos. Descolgó el teléfono supletorio que había al lado del fregadero, preguntándose quién podría llamarla cuando hacía tan poco que había llegado.
—¿Hola?
—Veo que lo has conseguido.
—Joaquin. Tenías que ser tú. No me digas que ya ha habido una emergencia. Esta mañana estuve en la oficina.
—Hay protestas por el acuerdo de fusión. Boynton quiere que le garanticemos el setenta por ciento de la cuota de puestos directivos.
—Pero aceptó el cincuenta que le ofrecimos nosotros. Si quería más, que no hubiera firmado el contrato. Son demasiados jefes para la buena marcha del negocio.
—¿Y si no tragan?
—Tragarán. Cullecci montará un escándalo, pero él solo cumple órdenes. Trabajará contigo. Procura jugar fuerte con el plan de jubilación. Lo que tenemos con Lannier es mucho más justo y razonable que lo que nos han propuesto ellos. Ah Joaquin, y en caso de que te hayas olvidado… Estoy de excedencia.
—¿Cómo podría olvidarme? Este embarazo no ha podido ser más inoportuno.
—Dímelo a mí.
—Lo siento. Ya sé que es más duro para ti que para nadie. ¿Te has puesto en contacto con la agencia de adopción? No quiero que pierdas en esto más tiempo del que es absolutamente necesario. Tenemos demasiadas cosas entre manos. Tú sigue como hasta ahora y serás la vicepresidente más joven que ha tenido Lannier.
—¿Eres capaz de garantizarme eso?
—No, pero sí puedo decirte que el nuevo jefe ejecutivo está absolutamente impresionado contigo. Anoche cené con él y no dejó de alabarte.
—No te preocupes, en enero yo estaré de vuelta en el trabajo y el bebé instalado en su nuevo hogar.
—Estupendo. Ahora, cuídate mucho —le dijo, sincero—. Por cierto, Lufkin llamó desde la oficina de Londres. Quiere saber si la cita del encuentro sigue siendo el doce de enero.
—Claro que sí. Ya tengo hecha mi reserva de vuelo.
—Entonces llámame si necesitas algo.
—Date cuenta de que yo no te estoy ofreciendo lo mismo.
Cuando finalmente colgó, empezaba a dolerle la cabeza. Le encantaba su trabajo, pero era demasiado agotador, demasiado exigente. Y trabajar de una forma tan estrecha con un hombre al que prácticamente había dejado plantado ante el altar añadía una ración extra de tensión a ese trabajo. Necesitaba aquellos días de descanso, necesitaba tiempo para pensar, para relajarse y para llorar por la madre cuyo hijo llevaba en sus entrañas.
Con toda sinceridad, tuvo sus dudas cuando su mejor amiga le propuso que le implantaran su óvulo fertilizado. ¿Pero cómo habría podido negarse, cuando Juana y Benjamin habían ansiado tanto tener aquel bebé? Nueve meses de molestias para ella, y una vida entera de felicidad y de sueños para ellos. Solo que ahora Juana estaba muerta. Y Benjamin también. No le quedaban padres a aquella niña que daba pataditas en su vientre.
Abrió una de las puertas que daban a la terraza y aspiró profundamente, llenándose los pulmones del aire del mar. De repente sintió unas incontenibles ganas de bajar a la playa.
Era casi de noche, pero si se daba prisa, podría ver el momento final en que el sol se sumergía en el Golfo. Se puso una cazadora y bajó apresuradamente las escaleras, descalza, sintiéndose más ligera de lo que se había sentido en mucho tiempo.
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