domingo, 17 de mayo de 2020

MI DESTINO: CAPITULO 8




Pedro, al ver que se marchaba, caminó hacia su mesa y se sentó.


Había ansiado el momento de volver a verla, cosa que parecía que en el caso de ella no había sido así. Sonó su móvil y rápidamente contestó.


Mientras hablaba, vio a la joven salir otra vez de las cocinas y la siguió con la mirada.


Aquella manera de andar y su descaro al contestar le atraían. Aquélla era la mujer más real que se había acercado a él en su vida. 


Cuando colgó el teléfono, vio entrar a unos chicos en el comedor que no dejaban de mirarla, por lo que en un tono alto y claro, para que todo el mundo lo oyera, le pidió:
—Señorita, por favor, sería tan amable de traerme un café con leche.


Molesta al ver que su jefe de sala la miraba e indicaba con la cabeza que hiciera lo que aquel cliente pedía, Paula dejó lo que estaba haciendo, se encaminó hacia la mesa donde estaban las tazas y el café y, tras servirle uno y añadirle leche, se lo dejó sobre la mesa.


—Su café con leche, señor.


—Gracias —dijo y, mirándola con sorna, preguntó—: ¿Le ha echado usted azúcar?


—No.


Sin dejar de sonreír ante el gesto de la chica, añadió:
—Entonces, por favor, ¿sería tan amable de acercarme un sobrecito? O mejor—se corrigió entregándole la taza—, échemelo usted.


Pau deseó cogerlo de la cabeza y arrancársela.
¿Por qué no se ponía él el puñetero azúcar?


Observó a su jefe y vio que atendía a otros clientes y después salía del comedor. Eso la tranquilizó. Luego miró a ese hombre que parecía disfrutar incomodándola; con servilismo, cogió la taza que le tendía y murmuró:
—Por supuesto, señor, ahora mismo.


Entre refunfuños internos, caminó hacia la mesa en la que estaban la mermelada, la mantequilla y el azúcar, mientras la música que sonaba suavemente por los altavoces del restaurante le hizo canturrear.


Al escuchar aquella canción, Puedes contar 
conmigo,sonrió. Le encantaba el grupo musical La Oreja de Van Gogh, y pensar que en unos días iría a uno de sus conciertos privados en Madrid, le alegró el momento.


Al llegar a la mesa cogió el sobre de azúcar, pero de pronto el demonio interno de Pau la Loca, ese que le hacía cometer disparates de vez en cuando, le hizo soltarlo y canturrear:
—Un café con sal...


Con disimulo, observó al tipo estirado y, sin dudarlo, cogió un sobrecito de sal, lo abrió y, sin pensar en las consecuencias, lo echó en el café y lo removió.


A continuación, caminó hacia la mesa donde él la esperaba tranquilamente ojeando el periódico y, cuando dejó la taza ante él, murmuró:
—Su café con leche, señor, ¡que le aproveche!


Pedro la miró y vio cómo el gesto pícaro de ella se esfumaba al ver entrar de nuevo a su jefe en el restaurante y dirigirse directamente hacia ellos.


«Joder... joder... ¡me ha pillado!», supuso desconcertada.


Instantáneamente se arrepintió de su acción. 


Pero ¿qué bicho le había picado para echarle sal en el café? ¿Se había vuelto loca?


Pensó en cómo arrebatárselo antes de que el estropicio llegara a más, pero el jefe de sala se acercaba hasta ellos y ya nada se podía hacer para remediar el inminente desastre.


—¿Todo bien por aquí, señor Alfonso? —preguntó parándose cordialmente junto a la mesa.


Pedro, que en ese instante acababa de dar un sorbo, notó el sabor de aquel brebaje y quiso escupir. Aquello parecía matarratas... Sin embargo, al ver que la joven estaba descompuesta mirándolo, intentó controlar su gesto y, deglutiendo la bazofia que le había servido, respondió con seguridad.


—Todo perfecto.


Paula se quiso morir. El trago que acababa de darle al café con sal tenía que haberle sabido a rayos y centellas y, cuando su jefe se alejó, se mordió el labio inferior y, arrepentida por lo que había hecho, susurró llenándole un vaso con agua fresca:
—Aiss, Dios míooooooo... Lo siento... lo siento...


—¡Cállese! —siseó él.


—Se me nubló la mente y salió Pau la Loca. Perdí la razón por un instante y yo... le eché sal en vez de azúcar y... Oh, cielossssss..., lo sientooooooooooo de todo corazón y le pido millones de disculpas.


Con mal sabor en la boca, el hombre se levantó y rechazó el vaso de agua que ella le ofrecía. Lo que acababa de hacerle era una falta muy grave, intolerable.


Paula, asustada y arrepentida por su mala acción, se encogió, y él, mirándola desde su impresionante altura, le advirtió mientras se agachaba hacia su cara:


—Aléjese de mí antes de que haga que la despidan.


—Lo sientooooooooooo.


—Fuera de mi vista o le juro que...


Pero no pudo continuar. En ese momento se oyó un estruendo en la sala. Su jefe se había resbalado y estaba espatarrado en el suelo. 


Sin tiempo que perder, los dos acudieron en su ayuda y Pedro, al ver que aquél tenía sangre en la frente, dijo:
—Paula, no mires.


—¿Por qué? —Y al hacerlo murmuró—: Oh, Diosssssssssssssssss... Tiene... tiene... sang...


Pedro la asió de la cintura con celeridad antes de que cayera desplomada. Era la segunda vez que la sostenía entre sus brazos en menos de veinticuatro horas. Durante unos instantes, le miró su delicado rostro y finalmente, al ver al hombre en el suelo, la llevó hasta uno de los sillones.


Instantes después aparecieron en el comedor varios camareros.


—Llamen a una ambulancia —pidió Pedro. Luego miró a Tamara, la amiga de la joven, que se les acercaba y añadió—: Ocúpese de ella mientras yo me encargo de él.


Tamara asintió.


—Sí, señor.



MI DESTINO: CAPITULO 7




Cuando llegó al hotel, eran las siete menos diez. Rápidamente, se cambió de ropa en el vestuario frente a las taquillas, se puso su uniforme y corrió al restaurante, donde comenzó a servir desayunos mientras tarareaba la suave música que sonaba por los altavoces.


Su trabajo le gustaba, aunque a veces, cuando hacía algún extra como el de la noche anterior, al día siguiente estaba agotada.


—Buenos días...


Aquella voz la sacó de su ensimismamiento y, al mirar, se encontró con el guapo y apuesto hombre de la noche pasada. Pero ¿no le había dicho que no estaba alojado en el hotel?


Sin muchas ganas de confraternizar con nadie, Paula asintió con la cabeza y, aún molesta porque, en cierto modo, el día anterior él la había llamado fea en su cara, cogió una bandeja vacía y, sin mirar atrás, entró en las cocinas.


Allí se sentía a salvo. Pero cinco minutos después tuvo que salir.


Aquél era su trabajo y él continuaba sentado a la misma mesa que minutos antes. Lo miró de reojo. Estaba muy elegante, vestido con aquel traje oscuro, la camisa celeste y corbata. 


Demasiado elegante para su gusto. Él, al verla, se levantó y caminó hacia ella con decisión.


Sin querer darse por enterada de que iba a su encuentro, suspiró cuando oyó a su lado:
—Buenos días, Paula.


Incómoda por la familiaridad con que la trataba en el trabajo, murmuró:
—Buenos días, señor.


Sin más, se separó rápidamente de él. Tenía que seguir preparando mesas para los comensales, pero él la siguió y le preguntó:
—¿Has descansado?


—Sí, señor.


Al ver la distancia que la muchacha marcaba entre ellos, a pesar de que el comedor estaba prácticamente desierto, murmuró:
—Te he llamado por tu nombre. ¿Qué tal si me llamas por el mío?


—Señor, estoy trabajando y le rogaría que me dejara hacerlo.


Ahora era ella la que marcaba las distancias y con rapidez se separó de él, pero a los dos segundos ya volvía a tenerlo detrás. Tras comprobar que nadie los observaba, le siseó:
—¿Qué pasa? ¿Qué quiere ahora?


—¿No te permiten hablar con los huéspedes del 
hotel? —le preguntó divertido.


Con ganas de degollarlo, clavó sus ojos en él y murmuró:
—Mire, señor, dejemos algo claro: yo trabajo aquí y usted, al parecer, se aloja aquí. Creo que, con ese simple matiz, ya se lo he dicho todo. —Pedro sonrió y ella añadió—: Por lo tanto, una vez aclarado ese detalle, haga el favor de regresar a su mesa para que yo pueda seguir con lo que tengo que hacer o mi jefe de sala me llamará la atención y yo pagaré algo que usted ha iniciado.


—¿Cómo está tu herida del codo? —se interesó él haciendo caso omiso a su comentario.


—Bien.


—Pero, bien, ¿cómo?


—Y daleeeeeeeeeee... ¿Es que no me ha oído? —Y al ver que esperaba una contestación, agregó—: Está perfecta. Es usted perfecto curando... ¿Contento con la respuesta?


—Sí.


—Pues me alegro.


De nuevo se alejó de él. Se dirigía hacia las bandejas calientes para revisarlas cuando oyó:
—¿Por qué estás de tan mal humor?


«Dios mío, dame pacienciaaaaaaaaaaaaaa», pensó cerrando los ojos.


Y, cuando los abrió, sin mirarlo, insistió en que la dejara en paz al ver entrar a su jefe de sala en el restaurante.


—Haga el favor de regresar a su mesa, señor. Mi jefe acaba de entrar y no quiero líos. Si necesita cualquier cosa, pídamela y yo se la llevaré a la mesa encantada.


De nuevo se alejó, esta vez en dirección a las cocinas.


«¡Vaya un pesadito!»






MI DESTINO: CAPITULO 6




Pipipipiiiiiiii... Pipipipiiiii...


Cuando sonó el despertador a las seis menos cuarto de la mañana, Paula se quiso morir. 


Estaba agotada. Apenas había dormido cuatro horas y eso la mataba.


Tras desperezarse, se sentó en la cama, resopló, se levantó y se encaminó a la ducha. Allí se quitó el vendaje que llevaba en el codo sin mirar demasiado. No quería marearse.


Cuando el agua comenzó a correr por su cabeza murmuró:
—¡Qué placer!


Durante varios segundos se apoyó en la pared de la ducha mientras el agua resbalaba por su cuerpo; la imagen del hombre con el que había terminado la noche cruzó por su mente y suspiró. Pensar en él, en su sonrisa, en su mirada y en su segura más que potente virilidad le calentaba el alma y, sin saber por qué, se pasó las manos por el cuerpo hasta llegar a su ombligo. Allí paró y, sonriendo, dijo:
—Pau... Pau... ¡No alucines!


Suspiró tratando de olvidar lo que segundos antes imaginaba y terminó rápidamente su ducha. Una vez que se hubo vestido, y ya más despejada, se dirigió hacia la cocina, donde cada mañana sus padres la esperaban tomando café.


—Buenos días, mi preciosa Paula —saludó su padre.


Con una candorosa sonrisa, se aproximó al hombre que adoraba y lo besó en la mejilla. Luego se acercó a su madre para besarla y, mientras se servía un café, preguntó guiñándole un ojo a su padre:
—Mamá, ¿has hecho tostadas?


La mujer le puso rápidamente un platito delante y, satisfecha, contestó:
—Por supuesto, Aurora. Sé que te gustan mucho.


Su padre le guiñó un ojo y Pau, encantada, sonrió. Sabía lo importantes que eran aquellos pequeños detalles y no le costaba nada hacerle saber a su madre lo mucho que aquellas tostadas representaban para ella.


—Mamá, ¿qué planes tenéis para hoy?—se interesó mientras desayunaba.


—Iré a comprar fruta al mercadillo y luego, esta tarde, tu padre y yo nos iremos a casa de tu tía Lina a jugar unas partidillas al mus. Por cierto,
ese amigo tuyo, el Garbanzo, cada día tiene más pinta de delincuente.


—¡Mamá!


—Ni mamá, ni memé, Aurorita. Pero ¿qué se ha hecho en las orejas ese muchacho? Si parece un batusi. ¡Qué disgusto debe de tener su madre!


Paula no pudo evitar reír; el Garbanzo llevaba meses dilatándose los agujeros de las orejas.


—Sólo pido al cielo que nunca te enamores de un hombre que lleve las orejas así ni...—prosiguió su madre


—Ni que lleve pearcing, ¡ya lo sé, mamá!—la interrumpió ella.


Su madre suspiró. No entendía a la juventud actual y, mirando el pelo de su hija, protestó:
—Mira tu cabello. ¡Ay, qué pena, hija mía! Con la bonita melena que tienes, ¡menudo crimen te has hecho rapándote un lado de tu hermosa cabeza!


—Mamáaaaaaaaaa...


—Vale. Me callo... Mejor me callo y no digo nada más.


Dicho esto, salió de la cocina y Pau sonrió, aunque sintió pena por no ser la princesita que su madre anhelaba. Su padre, que había seguido la conversación en silencio, miró a su hija y murmuró:
—A mí tampoco me gustan los chicos agujereados, cariño, y sé que tú serás algo más selectiva.


Dispuesta a cambiar de tema, se le acercó y cuchicheó con sorna:
—Jugar al mus. ¡Qué planazo!


Durante un rato comentó con su padre las noticias que éste leía en su tableta. Desde que le había regalado aquel juguetito, él era feliz, aunque de vez en cuando se aturullaba dándole a todo lo que salía en la pantalla y la liaba.


Cuando se acabó el café y las tostadas, la joven se levantó y, tras percatarse de que él la miraba con una ternura increíble, le dijo mientras le daba otro beso en su regordeta mejilla:
—Me voy a trabajar. Hasta luego, guapetón.


Él, encantado con la jovialidad y el cariño que la chica le demostraba todos los días, respondió a la vez que le guiñaba un ojo:
—Hasta luego, Paula. Que tengas un buen día.





sábado, 16 de mayo de 2020

MI DESTINO: CAPITULO 5





Su voz... sus ojos... y cómo mencionaba su nombre hicieron que a ella se le erizara el vello del cuerpo. Algo tenía aquel hombre para que ella se hubiera fijado en él durante el evento, y de nuevo ese ¡algo! estaba allí.


No podían ser más diferentes, y no sólo por la edad. Quien los contemplara, vería a una joven con un look muy moderno y en él descubriría al típico ejecutivo y trajeado inglés.


Durante unos segundos, ambos se miraron a los ojos con intensidad, hasta que el sonido de la música que salía por los cascos que ella llevaba al cuello atrajo la atención de él y preguntó:
—¿Qué suena?


Con un gracioso gesto, ella cogió uno de los auriculares y escuchó con atención.
—Rude, del grupo Magic! Me encanta esta canción, colega. ¿Sabes cuál es?


Él negó con la cabeza y ella, sin dudarlo, asió uno de los auriculares y se lo puso en la oreja para que lo escuchara. Segundos después afirmó:
—Son buenos, ¿eh?


Sin darse cuenta de lo que sonaba, Pedro sólo observaba la cercanía de aquella joven alocada y sonrió. De nuevo aquella sonrisa hechizó a Pau y, al sentir algo extraño, retiró el auricular del oído de Pedro y comentó:
—Ahora sí que me tengo que ir.


—¿No deseas que te lleve a algún lado?


Paula miró la impresionante limusina. Si aquello entraba en su barrio, de allí no saldrían ni las llantas, pensó y, señalando el aparcamiento, dijo:
—Gracias, pero Paco me espera.


—¡¿Paco?!


Divertida por su gesto, Paula accionó las llaves de su coche y, cuando las luces de éste se encendieron, añadió:
—Pepe, te presento a Paco. Paco, Pepe.


Sorprendido porque ella le hubiera puesto nombre a su vehículo, sonrió. Deseaba estar más rato con aquella chispeante y alocada chica. Era lo más ingenioso y atrayente que le había pasado desde que había llegado a Madrid. 


Se lo iba a proponer cuando ella dijo con gesto cansado:
—Me voy. Mañana tengo turno de mañana y necesito dormir. ¿Te alojas en el hotel?


—No —respondió.


Cansada y con ganas de meterse en la cama, finalmente se despidió mientras se alejaba:
—Buenas noches, Pepe. Que descanses.


—Buenas noches, Paula, y es Pedro.


Sin moverse de su sitio, observó cómo ella se reía, caminaba hasta su coche, se montaba en él, se ponía el cinturón de seguridad y arrancaba.


Cuando pasó por su lado, Pau le dijo adiós con la mano y él, encantado, la saludó.


Al quedarse solo en la calle, se acercó a la ventanilla del conductor de la limusina y le informó:
—Al final dormiré en el hotel. Vete a descansar.





MI DESTINO: CAPITULO 4




Una vez en el exterior de la limusina, ella observó que seguían en la calle donde estaba su vehículo. Respiró aliviada. Miró al hombre que estaba a su lado y anunció:
—He de marcharme. Buenas noches.


Pero antes de poder dar un paso, éste la sujetó del codo que no estaba magullado y dijo:
—Mi nombre es Pedro Alfonso...


Al oírlo, lo miró boquiabierta y murmuró:
—Vale, Pepe, encantada y adiós.


—Pedro—corrigió mirándola—. Es Pedro.


—De acuerdo, Pedro Alfonzo.


—No es Alfonzo, es Alfonso. Mi padre es inglés.


Divertida al ver su ceño fruncido, lo escudriñó y cuchicheó:
—¿Te han dicho alguna vez que tus padres te pusieron el nombre de una marca de whisky? —Y volviéndose para que no la oyera, susurró—:
¡Menudos horteras, los colegas!


Por desgracia, él la oyó y protestó.


—Señorita, un respeto por mis padres, y le acabo de aclarar que es Alfonso, no Alfonzo.


Al darse cuenta de que él la había oído y ser consciente de que en cierto modo se había pasado, lo miró y musitó:
—Tienes razón... lo siento. Lo siento... Soy una bocazas y me meto en cada jardín que lo flipas, tío. Con razón mi madre se desespera conmigo. Si ella estuviera aquí, te diría que quería tener una princesa y lo que tuvo fue un X-Men. —Él la miró sorprendido y ella añadió—: ¿Sabes? Tenemos algo en común, mi padre también es inglés. El pobre hombre vino de vacaciones a Torremolinos hace veintiséis años y conoció a mi madre. Desde entonces vive en España, concretamente en el barrio de Aluche, aunque sigue siendo del Chelsea y disfruta mucho viendo jugar a su equipo por el canal que le pirateo en el ordenata.


Sorprendido por el chorreo incontenible de palabras y el desparpajo de aquella chica, Pedro la miró, a cada segundo más interesado, y preguntó:
—Una vez que ya sé que es medio inglesa, ¿su nombre es?


Pau, al oírlo, preguntó:
—¿Tenemos que tratarnos de usted?


—No nos conocemos de nada, señorita.


—Te he salvado la vida, ¡te parece poco! —Ella rio divertida ante lo ridículo de la situación.


—Insisto, me encantaría saber cómo se llama.


Negó con la cabeza mientras suspiraba, pensando en lo mucho que ese hombre le recordaba a uno de sus primos ingleses, y respondió:
—Da igual. Adiós, me tengo que marchar.


Pedro, acostumbrado a conseguir lo que se proponía, no se rindió.


—Seguro que es un nombre tan bonito como usted.


Incrédula al oír aquello tras saber lo que pensaba de ella, siseó:
—¡Serás falso, inglesito engreído!


—Y esa lindeza, ¿a qué viene ahora, señorita?—preguntó desconcertado ante aquella reacción.


Paula lo miró de arriba abajo. Era para darle con toda la mano abierta y, tras clavar su mirada en su perfecta americana, cuchicheó para que lo oyera:
—A ti te lo voy a decir.


Durante unos segundos, aquellos dos desconocidos se miraron. Hasta que él, sin perder su compostura ni su saber estar, sonrió y, desarmándola por completo con su sonrisa, respondió:
—Señorita, intento ser amable con usted y agradecerle que me haya salvado la vida. ¿Acaso no se da cuenta?


Con el corazón aleteándole desbocado por esa increíble sonrisa y la mirada tan penetrante que emitía, finalmente mintió, recordando a su compañera:
—Me llamo... Me llamo... Tamara Fernández.


Incomprensiblemente, el hombre levantó la barbilla, soltó una risotada de lo más sensual y, volviendo a clavar sus impactantes ojos en ella, murmuró bajito:
—Me está engañando, ¿verdad? —Ella no respondió y él afirmó—: Si su padre es inglés, dudo que Fernández sea su apellido. ¡Confiéselo!


«Mierda, ¿por qué tendré la lengua tan larga?», pensó al escucharlo.


—Además —prosiguió él sin moverse—, si mal no recuerdo, es una de las jóvenes que nos ha servido en la fiesta y, aunque el nombre de Tamara es precioso, creo haber oído que la llamaban por el nombre de Pau, ¿me equivoco?
«Vaya... pues sí que se fija en los detalles el amigo», consideró sorprendida y, al haber sido descubierta, finalmente respondió dándose por vencida.


—Vale, Pepe, tú ganas.


Pedro.


Sin importarle aquella corrección, prosiguió.
—Sólo te diré mi nombre si dejas de tratarme de usted. Me incomoda una barbaridad y parece que estemos en el siglo pasado.


Pedro lo pensó. Conocía a pocas personas como aquella joven, y por fin murmuró:
—De acuerdo. Trato hecho.


Con una candorosa sonrisa, la chica lo miró y dijo:
—Mi nombre es Paula. Paula Aurora, para ser más exactos. — Resopló—. Y sí, es una horterada de mucho cuidado. Mi padre quiso llamarme Paula como su madre, y la mía, Aurora, como la princesa del cuento de La bella durmiente y, ¡zas!, Paula Aurora. Me tocó el nombrecito. —Al ver cómo él la observaba boquiabierto, acabó diciendo —: Aunque, bueno, entre colegas y tal prefiero que me llamen Pau.


Atónito por aquella curiosa aclaración en cuanto a su nombre, y sin tiempo que perder, Pedro le cogió con caballerosidad una mano, se la besó y murmuró:
—Encantado de conocerte, Pau—Sorprendida por aquella galantería inglesa, se disponía a hablar cuando él añadió—: Déjame suponer que tu padre, siendo inglés, te llama Paula, ¿no es así?


Divertida por su sagacidad, respondió:
—Puede...


Pedro sonrió. Sin duda aquella muchacha era mucho más intrigante de lo que él había pensado cuando la había visto haciendo de camarera.


—¿Puede? —insistió. —Prefiero que me llamen Pau. Es corto, rápido y mucho más actual
que el recargado ¡Paula! Y ya no digamos el ¡Aurora! —se guaseó.


Ambos rieron por su comentario y, cuando se volvieron a mirar, él afirmó:
—Paula es un nombre precioso.