Paula abrió los ojos intentando eludir la niebla que aturdía su cerebro. Al final su vista se aclaró lo suficiente como para descubrir que se encontraba en el asiento trasero de un coche de cuatro puertas. Tenía los pies y las manos atados con lo que parecía esparadrapo.
—¿Dónde está mi hija? ¿Dónde está Kiara? —preguntó con la boca pastosa, como si estuviera mascando algodón.
—Tu hija está bien, Paula. Se encuentra en buenas manos.
—¿Por qué me hacen esto?
—Nosotros sólo cumplimos órdenes.
—Usted no es policía, ¿verdad?
—Puedo ser lo que necesite ser en cada, momento —el hombre se quitó la gorra y se arrancó una peluca de color castaño. Era rubio—. Y agente del FBI también.
—Pero usted no es el hombre que fue a buscarme a la cabaña…
—Claro que sí —lo siguiente que se quitó fue las cejas. No era un maquillaje muy elaborado, pero sí convincente—. Para ti puedo ser el agente Romeo Trotter, si quieres. Por supuesto, también entonces iba un poco maquillado.
El conductor la miró por el espejo retrovisor. Era el enfermero del hospital. Los mismos hombres que habían ido a visitarla a la cabaña. Debió haberlo adivinado, pero todo era tan extraño, y tan grotesco…
La niebla se abatió de nuevo sobre ella, y se recostó en su asiento. Era el efecto de la inyección. Tenía que combatirlo, que resistirse.
—¿Cómo sabían que esta tarde iba a estar en el hospital?
—No podemos develarte nuestros secretos —respondió el falso enfermero—. Pero tú misma nos lo pusiste fácil. Esperábamos sorprenderos a los tres cuando volvierais a tu furgoneta. Pero te arrojaste directamente en nuestros brazos.
—Desde luego —añadió el otro—. Por cierto, qué niña tan bonita y simpática que tienes. Es una lástima que no puedas vivir lo suficiente para verla crecer.
Si Paula hubiera podido, le habría golpeado en la cabeza con los pies, pero era como si sus miembros se hubieran vuelto pesados como el cemento. Además, se estaba mareando.
—Paren el coche. Voy a vomitar.
—No nos vas a engañar con ese truco tan viejo, corazón.
De repente dejó de oír. Se estaba alejando.
Estaba hundiéndose de nuevo en aquel frío y oscuro sótano.
****
Pedro condujo sin cesar por Columbus, recorriendo callejones, aparcamientos de moteles, explorando los barrios bajos. No estaba solo. Lo acompañaban en la tarea policías y agentes del FBI, y no solamente en Columbus, sino en toda Georgia y en los estados vecinos. Y sin embargo, nadie había visto la furgoneta de Paula.
Se había detenido en una zona desierta, detrás de un viejo edificio abandonado, cuando sonó su móvil. Pulsó el botón de llamada, rezando para que fuera ella.
—Pedro Alfonso.
—Macos Billings, de la policía del estado.
Por su tono, comprendió que no eran buenas noticias.
—¿Han encontrado a Paula y a Kiara?
—No, pero hemos localizado la furgoneta, y un…
—Dígalo de una vez.
—Un zapato de niña al lado de la puerta. Hay muchas huellas dactilares. Unas son de la mujer. Y rodadas de neumáticos pertenecientes a otros dos coches.
—¿Dónde?
—Al fondo del aparcamiento de un centro comercial, al norte de Atlanta.
—Quiero la localización exacta —Pedro apuntó la dirección, aunque sabía que era una pérdida de tiempo. Tardaría bastante en llegar. Habían transcurrido ya dos horas desde su desaparición. A esas alturas, podían estar en cualquier parte. Vivas o…
No. Si empezaba a pensar así, terminaría rindiéndose. Y dejándose morir. Había pasado poco más de una semana y no podía concebir su vida sin Paula. Aceleró y se dirigió hacia el Norte. Necesitaba una pista.
Desesperadamente.
****
Paula se vio impulsada hacia delante cuando el vehículo frenó de golpe. Seguía aturdida por el efecto de la droga y no tenía la menor idea de dónde se encontraban. De repente se abrió la puerta trasera y entró una ráfaga de aire frío y húmedo.
—Me alegro de verte otra vez, Paula.
—¡Doctora Harrington!
—¿Sorprendida de verme?
—No lo entiendo.
—¡Oh, vamos, Paula! Después de las investigaciones que has estado haciendo con Pedro Alfonso, ya deberías saberlo todo sobre mí.
—Pues no. ¿Por qué? ¿Qué es lo que le he hecho yo a usted?
—No me has dejado otro remedio.
Una pesadilla. Aquello era una pesadilla. Se dijo que se despertaría al cabo de unos minutos, en la cómoda casa de Pedro… Pero no.
—Quitadle la cinta de manos y pies —ordenó Abigail—. Si intenta algo, disparadle sin miramientos.
—¿Dónde está mi hija?
—A salvo, por ahora. No tengo motivos para hacerle daño alguno.
—¿Tiene miedo? ¿Está llorando?
—Está durmiendo.
—La han drogado.
—¿Preferirías que estuviera llorando por ti? ¿Qué clase de madre eres, Paula Chaves?
Paula intentó propinar una patada al hombre que le estaba arrancando la cinta de los pies, pero sus músculos se negaron a cooperar.
—No nos pongas las cosas más difíciles, Paula.
Intentó luchar contra la niebla que la envolvía.
Las cosas que la rodeaban parecían hincharse y encogerse, cambiar de forma y de tamaño, incluso de color. Los dos hombres la estaban arrastrando por una colina rocosa pendiente abajo. La luna estaba llena. Un enorme círculo de plata que se iba agrandando cada vez más.
El haz de una linterna bailaba frente a sus ojos, iluminando agujeros en el suelo. Fue entonces cuando vio el orfanato. La vieja iglesia. Las grandes dobles puertas que parecían tragársela cada vez que entraba. La aguja del campanario que apuntaba al cielo cuando el infierno se hallaba justo debajo, en el sótano infestado de ratas.
Pero el orfanato se desvaneció tan rápidamente como había aparecido, sustituido por un profundo agujero en el suelo rodeado de escombros.
—Éste es tu sótano, Paula. Todavía lleno de ratas. Ratas muy hambrientas…
Alguien la empujó y Paula bajó unos metros por la pendiente, tambaleándose. De pronto volvió a ser una niña de diez años, sola y asustada, temerosa de la oscuridad…
Paula barrió la sala con la mirada. Hacía apenas unos segundos la había visto allí… No podía haberse marchado. Sólo que no estaba. No estaba por ninguna parte.
La puerta del pasillo se hallaba abierta y se dirigió rápidamente hacia allí, sintiéndose como si fuera a desmayarse en cualquier momento. El policía estaba a pocos metros, cerca del ascensor y apoyado en una silla de ruedas. Si Kiara había salido, por fuerza tendría que haberla visto.
—¿Ha visto salir a mi hija?
—¿La conozco yo?
—Estuve usted hablando con ella hace unos segundos. Pelirroja. Sólo tiene cuatro años.
—Se fue por allí. La ayudaré a encontrarla.
—¿Qué sucede?
El enfermero que antes había estado hablando con Paula la había seguido al pasillo y ahora estaba justo detrás de ellos, empujando la silla de ruedas. Acto seguido pulsó el botón de llamada del ascensor de servicio.
—Mi hija. Estaba aquí hace un momento, y se ha ido.
—Creo que sé dónde está —le dijo el policía con tono tranquilo, mientras se abría el ascensor y salía un camillero a toda prisa.
Todo sucedió demasiado rápido. El policía le tapó la boca y Paula sintió en el brazo el pinchazo de una aguja. La metieron en el ascensor. Una vez dentro, la sentaron en la silla de ruedas y la ataron con fuerza.
Oyó el timbre del ascensor. Y luego todo se volvió negro. No podía ver nada… Pero sí oír el horrible y lastimero gemido del bebé fantasmal…
****
—Perdona por haberte hecho esperar, Pedro. Estaba hablando con el agente de policía que encontró el cadáver de Claudio Arnold.
—¿Has sacado algo en claro?
—No sé más de lo que tú mismo has sabido por las noticias. Pero estoy seguro de que está relacionado con lo del orfanato. Tenías razón. Los archivos de las adopciones están completamente falseados. Pero lo de Arnold no es la única gran noticia del día…
—¿A qué te refieres?
—Ese sheriff que ha estado llevado el caso, y que ha hablado contigo un par de veces…
—Nicolas Wesley.
—El mismo. Hace veinte años trabajó como vigilante de seguridad de Meyers Bickham.
—¿Cómo lo has averiguado? Su nombre no estaba en la lista de empleados que me pasaste.
—Me enteré por una de las guardianas a las que interrogamos. Sigue viviendo en la zona y conoce a Wesley. Pero ahora viene lo bueno… ¿Estás preparado?
—Adelante.
—Cuando se presentó a las elecciones para sheriff, su mayor patrocinador fue Claudio Arnold.
—Eso explica muchas cosas —mientras le contaba la visita de Paula a Ana, la buscó con la mirada. Y no la encontró—. Tengo que dejarte, Bob.
—¿Qué pasa?
—Nada. Te llamaré más tarde.
Barrió nuevamente la sala con la mirada. Estaba llena de gente, parejas, familias con niños, adolescentes. Nadie se habría atrevido a secuestrar a Paula y a su hija en medio de aquella pequeña multitud. Se habría producido alguna conmoción, alguien se habría dado cuenta.
Seguramente se habría llevado a Kiara al servicio. Pero algo le decía que no era así.
Corrió hacia el exacto lugar donde la había dejado y empezó a preguntar a la gente de la sala de espera.
—Se ha ido con un enfermero —le informó una mujer de mediana edad—. Apareció para preguntarle si era la señora Chaves y ella se marchó con él. Le dijo que el médico de una amiga suya necesitaba verla.
Maldijo entre dientes, disgustado con Paula por no haberse molestado en avisarlo. Echó un vistazo al pasillo. Estaba vacío, a excepción de una pareja de celadores que se hallaban al lado del ascensor de servicio.
—¿Han visto pasar a una mujer con una niña?
—No. Acabamos de subir.
Se abrieron las puertas del ascensor y entraron. Pedro siguió corriendo por el pasillo para asomarse al servicio de señoras. No había nadie. Volvió a la unidad de cuidados intensivos y empezó a preguntar a las enfermeras. El pánico lo barrió en oleadas sucesivas mientras escuchaba lo que no quería oír. Hacía un par de horas que el médico de Ana había dejado el hospital y no volvería hasta el día siguiente. Y no había enfermeros varones en el turno de aquella noche.
Corrió de nuevo al pasillo y bajó en el ascensor de servicio hasta el piso bajo. Su cerebro trabajaba a toda velocidad, analizando todas las posibilidades, intentando reconstruir un escenario que explicara aquella desaparición. El ascensor se abría a una salida de emergencia a la calle. Una fácil ruta de escape para un secuestrador… O secuestradores. Un coche habría podido esperarlos tranquilamente en la puerta. A esas alturas, Paula y Kiara podían estar en cualquier parte. Y él había dejado que eso sucediera…
Los antiguos recuerdos lo golpearon con fuerza, y se derrumbó literalmente bajo su impacto.
Volvió a ver la sangre y los cuerpos, experimentando la misma sensación de fracaso y de horror que lo había dejado marcado, como si hubiera dado marcha atrás en el tiempo. Sólo que esa vez se trataba de Paula y de Kiara.
Una ambulancia pasó al lado, con la sirena conectada, sobresaltándolo. Tenía que hacer algo, y rápido. Cada segundo era fundamental.
Corrió hacia el aparcamiento. La furgoneta de Paula no estaba allí.
Detrás de él apareció un hombre montando una Harley. Tras aparcar, se bajó de la moto y se alejó unos pasos. Pedro no perdió el tiempo.
Montándose en ella, aceleró y salió disparado.
Tenía que encontrar a Paula. Como fuera.
Estuviese donde estuviese, no tenía la menor duda de que Nicolas Wesley se encontraría con ella.
—Lo de los zapatos marrones no demuestra que estemos hablando del mismo hombre —observó Pedro—, aunque la posibilidad existe. Me gustaría decírselo a Bob, e informarle también de que el agresor llevaba un pasamontañas. Hasta el momento, los médicos no han consentido que la interrogue la policía.
—¿Incluso el FBI piensa que la agresión no se debió simplemente a un intento de robo frustrado?
—Están revisando todas las opciones.
Paula le pasó su móvil para que hiciera la llamada.
—Quiero irme ya, mami —se quejó Kiara, a su lado.
—Ahora nos vamos, corazón. Dentro de unos minutos. ¿Te gustaría comerte un helado antes de salir?
—Sí. ¿Puede ser un cucurucho?
—Claro que sí. Tan pronto como Pedro termine de hacer la llamada, iremos a la heladería.
Y con un poco de suerte, pensó, se quedaría dormida durante las tres horas que tardarían en llegar a la casa de Pedro.
Pedro marcó el número y se retiró a un rincón de la sala de espera. Inquieta como siempre, Kiara se soltó de su mano y se puso a hablar con un policía que se hallaba cerca de la puerta:
—Hola.
—Hola, pequeña. ¿Cuántos años tienes?
—Cuatro, pero voy a cumplir cinco.
Paula la dejó estar. Al policía parecía haberle caído en gracia. Más que molestarlo, lo estaba entreteniendo.
—¿Es usted Paula Chaves?
Paula se volvió para mirar al enfermero que acababa de hacerle la pregunta.
—Sí.
—Al doctor Purdue le gustaría hablar con usted unos minutos.
—¿El doctor Purdue?
—El médico que está atendiendo a la señora Jackson.
—¿Pasa algo malo?
Como el hombre no respondió inmediatamente, sospechó al momento que así era. Su expresión era apagada, sombría.
—No sé exactamente de qué desea hablarle. Simplemente se enteró de que había venido a ver a la señora Jackson y me preguntó si aún no se había marchado.
—¿Dónde está?
—En su despacho. Yo la llevo.
—Tendrá que esperar a que mi amigo haya terminado de hablar por teléfono para que pueda echar un vistazo a mi…
Buscó a Kiara con la mirada. El policía ya no estaba al pie de la puerta. Y Kiara no aparecía por ninguna parte.
Kiara se había despertado de la siesta, y se despabiló del todo después de comer un poco y de jugar en el parque. Si por ella hubiese sido, se habría quedado allí toda la tarde, pero Columbus estaba a ciento cincuenta kilómetros y aún les quedaba un buen trecho hasta la granja.
Se dirigieron hacia el sur por la autopista.
Durante el camino llamaron a Henry, que se había ofrecido a quedarse en la casa, con Mackie. Todo estaba tranquilo y el FBI no había vuelto a hacer acto de presencia.
Pedro encendió la radio justo después de pasar Lagrange, a tiempo de escuchar los informativos. La noticia de portada era que el juez Claudio Arnold había sido asesinado a tiros en el garaje de su casa, como consecuencia de un presunto intento de robo.
—¿Has oído eso? —le preguntó Paula, sin poder dar crédito a sus propios oídos.
—Desde luego.
—Por fuerza esto tiene que estar relacionado con la investigación…
—Quizá no seas tú la única persona a la que alguien está intentando mantener callada.
—Pero el juez era uno de nuestros principales sospechosos… ¿Qué consecuencias crees que podrá tener esto?
—De momento, complicar aún más la investigación.
—Ya sabes que detesto equivocarme, Pedro, pero este asunto me está empezando a parecer cada vez más siniestro. Mucho más que un simple caso de desvío de fondos públicos.
—¿Asesinato, quieres decir?
—Sí, pero todavía no lo he admitido. Sólo estoy más cerca que antes de pensarlo.
—Es ahí precisamente donde a mí me gustaría estar equivocado.
****
Eran más de las ocho y media de la tarde cuando llegaron al hospital de Columbus. La enfermera Juana saludó amablemente a Paula y se la llevó a ver a Ana sin perder tiempo.
—Sólo puede quedarse con ella unos minutos —le advirtió—. Se cansa con facilidad.
Paula intentó disimular su impresión cuando vio a su amiga rodeada de un enorme despliegue de tubos y aparatos. Pero tenía los ojos abiertos y la mirada despierta, tan vivaz como siempre.
—Me alegro tanto de que estés mejor… —pronunció, tomándole una mano.
—Me golpearon en la cabeza.
—Ya lo sé. Lo siento muchísimo. Yo creía que el apartamento era seguro y que…
—No fue culpa tuya —susurró—. ¿Qué tal en la cabaña?
—Bien —mintió, decidida a retrasar todo lo posible el momento en que tuviera que darle la noticia del incendio—. Estamos muy bien en las montañas.
—Me alegro —Ana soltó un profundo suspiro—. Espero que encuentren al tipo que me atacó.
Paula vaciló. No había querido sacar aquel tema por miedo a incomodarla o molestarla, pero dado que lo había mencionado ella misma, no había razón alguna para evitarlo.
—¿Podrías describirlo?
—Llevaba un pasamontañas —se humedeció los labios con la lengua—. Necesito un poco de agua.
Paula le sirvió un vaso y se lo acercó a los labios.
Tras beber unos sorbos, le indicó con un gesto que era suficiente.
—¿Viste… Sus zapatos?
—Sí. Cuando me golpeó en la cabeza, caí al suelo y empezó a darme patadas. Eran marrones. Con cordones. Caros. El muy canalla…
Paula experimentó una punzada de furia. Tenía que ser el mismo hombre que la había sorprendido en el servicio del restaurante. A ella la había amenazado para que se mantuviera callada, pero a Ana la había atacado sin motivo alguno, sólo porque era su amiga.
—Lo encontraremos, Ana.
—Eso espero.
Hablaron durante unos minutos más antes de que la enfermera diera por terminada la visitara.
Y Paula se marchó apresurada, deseosa de contarle a Pedro lo que le había dicho su amiga.
Se preguntó si el hombre de los zapatos marrones estaría huyendo en aquel preciso instante… Con la cicatriz de una mordedura de perro en una pierna.
—Por aquí, señora Chaves.
Paula le entregó a Pedro su móvil mientras se levantaba para seguir a la enfermera. Él, a su vez, le apretó la mano.
—Te esperaré con Kiara aquí, en la sala de espera. Si cambias de idea y quieres que te acompañe, avísame.
Asintió con la cabeza, pero sabía que no cambiaría de idea. Al igual que no lo había hecho cuando Pedro le sugirió en vano que dejara a Kiara a cargo de Henry y de Dolores mientras bajaban a Atlanta.
No quería perder de vista a su hija, pero tampoco deseaba exponerla a cualquier tipo de influencia procedente de Meyers Bickham. Lo que significaba que no necesitaba en absoluto, oír hablar a su madre de antiguas pesadillas con una médica pediatra, que ni siquiera se acordaría de ella.
Las puertas de las habitaciones estaban todas cerradas y los pasillos vacíos y en silencio. Sólo se oía el eco de sus propios pasos en el suelo de mármol.
—Tome asiento —le ofreció la enfermera, deteniéndose ante una puerta abierta—. La doctora estará con usted en unos minutos.
—Gracias.
El despacho era mucho más lujoso de lo que Paula había esperado. Diplomas y premios enmarcados llenaban la pared de detrás del enorme escritorio. Uno de ellos era precisamente de Meyers Bickham. Rodeó la mesa para examinarlo de cerca. Era un certificado de agradecimiento del orfanato a la labor prestada en el mismo, diecinueve años antes. Por su dedicación y servicio a los niños olvidados del mundo, rezaba el texto.
—Hola, Paula.
Aquella voz pareció vibrar en su interior, despertando antiguos recuerdos que se anudaron en una opresión en el pecho. Se volvió para mirar a la mujer que se había detenido en la puerta. Habían pasado casi veinte años, pero la habría reconocido en cualquier parte. Su pelo seguía teniendo aquel color castaño irisado, con múltiples tonos, como si hubiera sido pintado por la mano de un artista. Conservaba un cutis perfecto y una sonrisa de bienvenida asomaba a sus labios.
—No sé si se acuerda de mí, pero yo fui uno de esos niños «olvidados del mundo» que vivieron en Meyers Bickham.
—Por supuesto que me acuerdo de ti. Eras una niña asustada, torturada por las pesadillas y enfadada con tus padres por haber muerto dejándote sola.
—Se acuerda de aquello mejor que yo.
—Tú eras muy pequeña. Y yo una interna en prácticas, encantada con mi primer trabajo —cerró la puerta a su espalda y se acercó a su sillón de piel, detrás del escritorio—. Toma asiento, Paula, y cuéntame cómo te ha ido.
—Soy profesora de historia en Columbus y tengo una niña preciosa, que cumplirá cinco años este verano.
—Me alegro de que te haya ido tan bien. Siempre da mucha alegría saber que uno de nuestros niños ha logrado salir adelante con tanto éxito.
—Me ha ido bien, pero las pesadillas no me han abandonado —le confesó—. En cierta forma, es precisamente por eso por lo que he venido. No pretendo que me ayude con ellas, desde luego. Lo único que quiero saber es si recuerda cómo eran en un principio. Ya sé que ha pasado mucho tiempo, pero…
—Las recuerdo —afirmó la doctora Harrington—. Al menos su estructura básica. Dime lo que recuerdas tú de las pesadillas para que vea si encaja o no con mi idea de las mismas.
—Cambian, pero algunas imágenes permanecen constantes.
—¿Cuáles?
—Las ratas. Grandes ratas grises.
—Es comprensible. Había ratas allí. Yo insistí en que las exterminaran con raticidas, pero al parecer se continuaba hablando de ellas. Los chicos que se atrevían a bajar al sótano solían difundir rumores acerca de que estaba lleno, y que no se podían dar dos pasos sin pisar una. Yo, sin embargo, no fui lo suficientemente valiente como para comprobarlo —la mujer sonrió, tranquilizándola un tanto—. ¿Te apetece un té, o una café? Puedo preparar una cafetera, si quieres.
—No, gracias.
—Entonces sigamos. ¿Qué más ves en esas pesadillas?
—Una especie de desfile, de procesión. La persona que va delante lleva un farol, y otra un cesto de la lavandería.
Paula le contó todo lo que podía recordar, y la médica continuó animándola a que le facilitara más detalles.
—¿Cree que es posible que yo llegara a estar realmente en aquel sótano y viera algo parecido?
—Lo dudo muy seriamente, Paula. Acababas de perder a tu madre y te encontrabas en un entorno extraño. Estabas rodeada de desconocidos en los que no confiabas, y todo te daba miedo. Es inconcebible que hubieras podido bajar a ese sótano. Ni siquiera estoy segura de que los chicos mayores hubieran bajado alguna vez. Yo siempre sospeché que se inventaban esas historias de las ratas para asustar a los más pequeños.
—¿Recuerda usted si le hablé de una procesión de aquel tipo en aquel entonces?
—La mayor parte de tus pesadillas tenían una evidente conexión con tu estado de ansiedad. Que te encerraran en aquel sótano, ver a tu madre y no ser capaz de reunirte con ella, tener amigos de cuya compañía te veías privada…
Pero la imagen de esa procesión procedía seguramente del funeral de tu madre. Tal vez con unos cuantos recuerdos dispersos compusiste una pesadilla entera.
Cuanto más hablaban, más llegaba a dudar Paula de que sus pesadillas pudieran tener algún contacto con la realidad. Debía de haber sido una reacción automática a su estado de ansiedad, tal y como sostenía la doctora Harrington.
—Me parece recordar que usted me dio algo para ayudarme a superar las pesadillas. ¿Se acuerda de lo que era?
—No me acuerdo del nombre, pero tuvo que ser algún fármaco contra la ansiedad. El tratamiento ha cambiado con los años, y probablemente el medicamento se haya perfeccionado mucho a estas alturas.
—Una cosa más… —dijo Paula—. La mayor parte de las pesadillas vienen acompañadas del llanto de un niño. Un bebé fantasma…
—El llanto de un niño. Claro —la doctora Harrington se recostó en su sillón, juntando las manos—. No me sorprende. En Meyers Bickham eran tantos los bebés ingresados que siempre había alguno, o más de uno, llorando.
—Yo no recuerdo que hubiera tantos bebés en aquel tiempo.
—A mí siempre me parecían demasiados cuando tenía que hacerme cargo de ellos. Pero quizá eso se debiera a que estaba interna, y que por lo general me cansaba mucho el trabajo que hacía en el hospital durante el día. Meyers Bickham era como mi segundo empleo. Iba allí los fines de semana y en los casos de emergencia. Por supuesto, si la emergencia era grave, llevábamos a los niños al hospital.
—Pero usted pasaba mucho tiempo conmigo. Al menos eso es lo que yo recuerdo.
—¿Sabes? Creo que yo me sentía identificada contigo, Paula. Mi madre falleció cuando yo sólo tenía nueve años. No me enviaron a un orfanato, pero me fui a vivir con unos tíos que no me querían realmente. Y yo me comportaba como tú. Fingía ser valiente, me guardaba el dolor para mí misma y todo ese miedo y esa ansiedad afloraban también en pesadillas.
Hablaron durante un rato más, pero aunque la médica no parecía tener ninguna prisa, Paula no quiso robarle más tiempo. Colgándose el bolso del cuello, se levantó.
—Muchas gracias por haberme atendido.
—Espero que al menos te haya servido de ayuda.
—Desde luego que sí, pero sigo confundida con un montón de cosas —miró su reloj—. Será mejor que me vaya. Tengo una amiga ingresada en el hospital de Columbus y quiero visitarla esta noche.
—¿Vas a ir allí ahora?
—Sí.
—Conduce con cuidado —le recomendó la doctora Harrington, acompañándola hasta la puerta—. Me alegro de que hayas venido. Vuelve cuando quieras.
Se estrecharon la mano y Paula salió del despacho para caminar por el largo pasillo… Sin haber conseguido ninguna respuesta definitiva.