Paula abrió los ojos intentando eludir la niebla que aturdía su cerebro. Al final su vista se aclaró lo suficiente como para descubrir que se encontraba en el asiento trasero de un coche de cuatro puertas. Tenía los pies y las manos atados con lo que parecía esparadrapo.
—¿Dónde está mi hija? ¿Dónde está Kiara? —preguntó con la boca pastosa, como si estuviera mascando algodón.
—Tu hija está bien, Paula. Se encuentra en buenas manos.
—¿Por qué me hacen esto?
—Nosotros sólo cumplimos órdenes.
—Usted no es policía, ¿verdad?
—Puedo ser lo que necesite ser en cada, momento —el hombre se quitó la gorra y se arrancó una peluca de color castaño. Era rubio—. Y agente del FBI también.
—Pero usted no es el hombre que fue a buscarme a la cabaña…
—Claro que sí —lo siguiente que se quitó fue las cejas. No era un maquillaje muy elaborado, pero sí convincente—. Para ti puedo ser el agente Romeo Trotter, si quieres. Por supuesto, también entonces iba un poco maquillado.
El conductor la miró por el espejo retrovisor. Era el enfermero del hospital. Los mismos hombres que habían ido a visitarla a la cabaña. Debió haberlo adivinado, pero todo era tan extraño, y tan grotesco…
La niebla se abatió de nuevo sobre ella, y se recostó en su asiento. Era el efecto de la inyección. Tenía que combatirlo, que resistirse.
—¿Cómo sabían que esta tarde iba a estar en el hospital?
—No podemos develarte nuestros secretos —respondió el falso enfermero—. Pero tú misma nos lo pusiste fácil. Esperábamos sorprenderos a los tres cuando volvierais a tu furgoneta. Pero te arrojaste directamente en nuestros brazos.
—Desde luego —añadió el otro—. Por cierto, qué niña tan bonita y simpática que tienes. Es una lástima que no puedas vivir lo suficiente para verla crecer.
Si Paula hubiera podido, le habría golpeado en la cabeza con los pies, pero era como si sus miembros se hubieran vuelto pesados como el cemento. Además, se estaba mareando.
—Paren el coche. Voy a vomitar.
—No nos vas a engañar con ese truco tan viejo, corazón.
De repente dejó de oír. Se estaba alejando.
Estaba hundiéndose de nuevo en aquel frío y oscuro sótano.
****
Pedro condujo sin cesar por Columbus, recorriendo callejones, aparcamientos de moteles, explorando los barrios bajos. No estaba solo. Lo acompañaban en la tarea policías y agentes del FBI, y no solamente en Columbus, sino en toda Georgia y en los estados vecinos. Y sin embargo, nadie había visto la furgoneta de Paula.
Se había detenido en una zona desierta, detrás de un viejo edificio abandonado, cuando sonó su móvil. Pulsó el botón de llamada, rezando para que fuera ella.
—Pedro Alfonso.
—Macos Billings, de la policía del estado.
Por su tono, comprendió que no eran buenas noticias.
—¿Han encontrado a Paula y a Kiara?
—No, pero hemos localizado la furgoneta, y un…
—Dígalo de una vez.
—Un zapato de niña al lado de la puerta. Hay muchas huellas dactilares. Unas son de la mujer. Y rodadas de neumáticos pertenecientes a otros dos coches.
—¿Dónde?
—Al fondo del aparcamiento de un centro comercial, al norte de Atlanta.
—Quiero la localización exacta —Pedro apuntó la dirección, aunque sabía que era una pérdida de tiempo. Tardaría bastante en llegar. Habían transcurrido ya dos horas desde su desaparición. A esas alturas, podían estar en cualquier parte. Vivas o…
No. Si empezaba a pensar así, terminaría rindiéndose. Y dejándose morir. Había pasado poco más de una semana y no podía concebir su vida sin Paula. Aceleró y se dirigió hacia el Norte. Necesitaba una pista.
Desesperadamente.
****
Paula se vio impulsada hacia delante cuando el vehículo frenó de golpe. Seguía aturdida por el efecto de la droga y no tenía la menor idea de dónde se encontraban. De repente se abrió la puerta trasera y entró una ráfaga de aire frío y húmedo.
—Me alegro de verte otra vez, Paula.
—¡Doctora Harrington!
—¿Sorprendida de verme?
—No lo entiendo.
—¡Oh, vamos, Paula! Después de las investigaciones que has estado haciendo con Pedro Alfonso, ya deberías saberlo todo sobre mí.
—Pues no. ¿Por qué? ¿Qué es lo que le he hecho yo a usted?
—No me has dejado otro remedio.
Una pesadilla. Aquello era una pesadilla. Se dijo que se despertaría al cabo de unos minutos, en la cómoda casa de Pedro… Pero no.
—Quitadle la cinta de manos y pies —ordenó Abigail—. Si intenta algo, disparadle sin miramientos.
—¿Dónde está mi hija?
—A salvo, por ahora. No tengo motivos para hacerle daño alguno.
—¿Tiene miedo? ¿Está llorando?
—Está durmiendo.
—La han drogado.
—¿Preferirías que estuviera llorando por ti? ¿Qué clase de madre eres, Paula Chaves?
Paula intentó propinar una patada al hombre que le estaba arrancando la cinta de los pies, pero sus músculos se negaron a cooperar.
—No nos pongas las cosas más difíciles, Paula.
Intentó luchar contra la niebla que la envolvía.
Las cosas que la rodeaban parecían hincharse y encogerse, cambiar de forma y de tamaño, incluso de color. Los dos hombres la estaban arrastrando por una colina rocosa pendiente abajo. La luna estaba llena. Un enorme círculo de plata que se iba agrandando cada vez más.
El haz de una linterna bailaba frente a sus ojos, iluminando agujeros en el suelo. Fue entonces cuando vio el orfanato. La vieja iglesia. Las grandes dobles puertas que parecían tragársela cada vez que entraba. La aguja del campanario que apuntaba al cielo cuando el infierno se hallaba justo debajo, en el sótano infestado de ratas.
Pero el orfanato se desvaneció tan rápidamente como había aparecido, sustituido por un profundo agujero en el suelo rodeado de escombros.
—Éste es tu sótano, Paula. Todavía lleno de ratas. Ratas muy hambrientas…
Alguien la empujó y Paula bajó unos metros por la pendiente, tambaleándose. De pronto volvió a ser una niña de diez años, sola y asustada, temerosa de la oscuridad…
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