sábado, 21 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 54




Concertaron la entrevista con la doctora Abigail Harrington para las cinco de la tarde del día siguiente. Sólo que esa vez Paula no tenía intención de dejar a Kiara con Dolores. 


Tendrían que conducir todo el camino hasta Atlanta y no quería perderla de vista ni un segundo.


—Ya casi hemos llegado a tu casa, señor Pedro —anunció Kiara, alegre.


—¿Cómo lo sabes?


—Porque he visto el puente que siempre cruzamos.


—Tienes razón —repuso él—. La siguiente carretera es la de Delringer.


—¿Podremos nadar cuando lleguemos?


—Más tarde —le dijo Paula—. Antes tengo que hacer algunas cosas.


—Yo estaba hablando con el señor Pedro… —le recordó la niña, suspicaz.


—Perdona, Kiara —pronunció Pedro—, pero yo también tengo que trabajar un poco. Luego nadaremos en la charca.


Pero cinco minutos después, cuando llegaron al antiguo caserón, comprendieron que sus planes tendrían que esperar. Había un coche patrulla en la puerta. Y apoyado en él, con gesto ceñudo, el sheriff Nicolas Wesley.


—Parece que tenemos compañía… —masculló Pedro.


Paula se limitó a gruñir por lo bajo mientras bajaba de la camioneta. Hacía calor, pero sabía que el ambiente se iba a caldear aún más.


—Vamos a ver a Mackie —le dijo a Kiara, pasando por delante del sheriff y entrando en la casa.


—Yo quiero hablar con el policía.


—Ahora no, cariño.



*****


Bruno estaba en el salón, con una lata de refresco en la mano. Se limpió la boca con el dorso de la mano mientras Paula cerraba la puerta a su espalda.


—Supongo que habrá visto al sheriff.


Pedro está hablando con él.


—Le invité a pasar después de que me enseñara la credencial y todo, pero me dijo que prefería esperar fuera.


—¿Cuánto tiempo lleva esperando?


—Unos quince minutos.


—Mami, Mackie no deja de lamerme —se quejó Kiara.


—Si no quieres que te lama, no te tires al suelo con él. Y ten cuidado con su pata herida.


—Creo que me ha echado de menos mientras yo estaba buscando oro.


—Claro que sí —Paula le revisó la pata al animal. Se notaba que se había mordido el vendaje, pero seguía fijo en su lugar—. ¿Quieres echarle un ojo a Kiara durante unos minutos, Bruno?


—Claro.


—¿Puedo tomar yo también un refresco, mami?


—¿Qué tal un zumo?


—Bien.


—Yo se lo sirvo —se ofreció el joven.


Paula se apresuró a salir de la casa. El sheriff y Pedro continuaban hablando al lado del coche patrulla. Enfrascados en una discusión, ninguno de los dos pareció advertir su presencia.


—Lo sé todo sobre usted, Pedro Alfonso. A mí no me ha engañado como a todos esos tipos que viven por aquí.


—Así que conoce mis antecedentes. Me alegro de saber que tiene cierto talento para la investigación.


—Tengo más que suficiente y no necesito para nada que el FBI se entrometa en mi caso.


—Al parecer eso no es lo que piensa el fiscal general del estado.


—Todo este asunto de los bebés muertos no le interesaba lo más mínimo. Hasta que usted empezó a llamar a sus antiguos contactos en la Agencia.


—No puede decirse que me metiera en este lío sin invitación —le recordó Pedro.


—Ya. Pero «trabajarse» a su vecinita no le da derecho a inmiscuirse en mi caso.


Pedro se tensó visiblemente, y por un momento Paula estuvo segura de que iba a golpear al sheriff. Sin dudarlo, bajó corriendo los escalones del porche para evitar que pudiera cometer una estupidez semejante.


—Yo no veo que eso tenga nada que ver con la investigación, sheriff —le espetó—. Por mi parte, aceptó agradecida la ayuda del FBI, ya que usted no parece estar avanzando nada.


—Estoy avanzando mucho. Lo que pasa es que aún no la he informado de ello.


—¿Han identificado los cadáveres?


—Eso es confidencial.


—¿Se puede saber entonces a qué ha venido? —inquirió Pedro.


—A advertirle que se mantenga alejado de esto, eso es todo. Yo sólo pretendo hacer bien mi trabajo, y no necesito que esos burócratas sabelotodo, que no saben absolutamente nada de lo que ocurre en este estado, me digan lo que tengo que hacer.


—Tal y como yo lo veo, eso es problema suyo —replicó Pedro—. El mío es mantener a Paula a salvo.


—Entonces quizá quiera investigar un poco a la mujer que con tanta pasión está intentando proteger. Porque Paula Thomas no era ninguna santa cuando huyó del orfanato con quince años y se fue a vivir a las calles.


—Me llamo Paula Chaves—lo corrigió ella, indignada.


—Sé todo lo que necesito saber sobre Paula. Y si ya ha terminado, le agradecería que se marchara de una vez.


—Sí, me voy, pero recuerde que he hablado en serio. Manténgase apartado de esto, Pedro. Porque no quiero que ni ella ni cualquier otra persona inocente, se vea perjudicada por culpa de unos niños que llevan veinte años enterrados.


Nicolas arrancó el coche y desapareció en medio de una nube de polvo. Viéndolo alejarse, Pedro masculló una retahíla de insultos.


—Tiene razón en una cosa —admitió Paula—. Yo no he sido ninguna santa. Vivía…


—No necesitas explicarme nada —la interrumpió—. No te estoy ayudando porque seas una especie de virgen perfecta e inmaculada. Hicieras lo que hicieras, supongo que tendrías tus razones.


—¿Ni siquiera te importaría aunque hubiera sido una prostituta?


—Eso no cambiaría lo que eres ahora.


—Bueno, pues no lo fui. Llevaba gafas muy gruesas y era tan escuálida que hasta los chicos vagabundos me daban comida.


—Pues recuperaste peso muy bien —le comentó Pedro mientras subían los escalones del porche, abrazados.


—Gracias. ¿Por qué estaba tan enfadado el sheriff?


—La verdad es que no lo entiendo, dejando de lado el hecho de que no le gusta que los forenses del FBI hayan analizado los cuerpos y encontrado evidencias que a él, aparentemente, le han pasado desapercibidas.


—De modo que tiene miedo de que se descubra que es un incompetente.


—Eso parece —repuso Pedro.


—Antes me dijiste que creías que todo esto terminaría pronto. ¿Por qué? ¿En qué te basas?


—Han averiguado quién era el encargado de transferir dinero público al orfanato.


—¿Quién?


—El juez Claudio Arnold. Sólo que por supuesto, en aquel entonces todavía no era juez.


—¿Y van a interrogarlo?


—Desde luego que sí.


Paula intentó pensar en algo positivo mientras entraban en la casa. Pero aunque aquel juez hubiera sido capaz de desviar aquellos fondos veinte años atrás, seguía sin poder imaginárselo reemplazando cabezas de muñecas con pequeños cráneos, o amenazándola en los servicios de señoras.




ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 53





La primera punzada de pánico la dejó aturdida, pero se recuperó enseguida. Sujetó el pestillo con una mano mientras se subía la braga con la otra, intentando recordar todo lo que le habían enseñado sobre defensa personal.


«Gritar y huir». Pero si gritaba, probablemente aquel tipo la acallaría para siempre estrangulándola. Y no había manera de huir. 


Transcurrió un silencio interminable, durante el cual el hombre no intentó forzar la puerta.


—¿Por qué está haciendo esto? ¿Por qué me atormenta?


—Porque no me escuchas. Te dije que te quedaras callada.


—Yo no he dicho nada. No sé nada.


—Hablaste con el sheriff.


—Sólo para decirle que no sabía nada sobre los bebés enterrados en el sótano.


—No intentes engañarme. Éste es mi último aviso. Como digas una palabra más, tengo una tumba preparada para esa pequeña pelirroja que está ahí fuera.


A Paula se le encogió el estómago, pero el miedo se transformó rápidamente en furia. 


Soltando el pestillo, empujó la puerta con todas sus fuerzas para golpearlo y hacerle perder el equilibrio. No tuvo suerte. Él hombre logró sujetar la puerta, y Paula no consiguió más que hacerse daño en un hombro.


—¡Maldito canalla…! Si se te ocurre tocarle un pelo a mi hija, me las pagarás todas juntas. ¿Me has oído? Te arrancaré el corazón con mis propias manos.


—Vete de una maldita vez de Georgia, Paula. Y rápido. O la niña morirá.


Escuchó sus pasos alejándose. Empujó de nuevo la puerta, pero al parecer la había bloqueado con algo. Logró arrastrarse por debajo y corrió hacia la salida. Para entonces, el hombre de los zapatos marrones ya había desaparecido.


Sin pensárselo dos veces, entró en el servicio de caballeros. Había un hombre en el urinario, de espaldas a la puerta. Llevaba zapatillas.


—¿Acaba de entrar aquí alguien?


—No. Yo soy el único… —respondió, sorprendido.


No perdió el tiempo en disculpas y volvió al comedor. No había señal alguna de aquel hombre, aunque solamente habría podido reconocerlo por sus zapatos. De color marrón oscuro, con cordones.


De regreso a la terraza, miró los zapatos de todos los hombres que pudo, aunque estaba convencida de que el tipo ya no estaba allí. En realidad, ya había hecho lo que había ido a hacer. Amenazarla. Y no sólo a ella. Esa vez también había amenazado a Kiara.


«Asesinato». Aquella misma mañana, cuando estuvo hablado con Pedro, había pensado que solamente un loco o una persona absolutamente desquiciada habría sido capaz de hacer algo así. 


Ahora sabía que no. Que cualquiera podría hacerlo dado un móvil lo suficientemente poderoso. Porque cuando oyó a aquel hombre amenazar a Kiara… Habría sido capaz de matarlo con sus propias manos.


Se dirigió a la mesa donde Pedro y Kiara la estaban esperando. Nada más llegar, arrancó un puñado de servilletas del rollo de papel.


—Kiara, ¿me harías el favor de tirar esto en la papelera que está allí?


Kiara saltó de la silla, deseosa de aprovechar cualquier pretexto para levantarse de la mesa.


—Ha estado aquí —le informó rápidamente a Pedro, tocándole un hombro—. En el servicio de señoras.


—¿Quién ha estado aquí?


—El hombre que me amenazó.


Pedro se puso lívido.


—¿Te ha hecho algo?


—No. Solamente me ha hablado.


Le explicó la situación sin apartar los ojos de Kiara, que se había detenido a charlar con una mujer mayor, en una mesa cercana.


—No debí haberte perdido de vista.


—No puedes seguirme a todas partes, Pedro. ¿Pero sabes una cosa? He tomado una decisión.


—Espero que no estés pensando en huir.


—No. Ya lo hice hace años y sé que eso no resuelve nada. No se puede huir de Meyers Bickham. Es como un tumor cancerígeno que desafía todo tratamiento. Pero no permitiré que mi hija se convierta en una víctima de ese lugar, o de ese loco asesino.


—Entonces tendremos que ir a por él, sin esperar a que nos sorprenda en el momento menos pensado.


—Antes me preguntaste si estaba dispuesta a visitar Meyers Bickham. Ahora ya lo estoy.


—Creo que primero deberíamos hacerle una visita a la doctora Abigail Hoyt Harrington.


—Pero puede que Hoyt y Harrington no sean la misma persona…


—No tuve oportunidad de decírtelo antes, pero Bob me lo ha confirmado.


—Dudo que recuerde los detalles de las pesadillas de una niña… Después de veinte años.


—Pero tal vez pueda recordar alguna otra cosa. Algo que tú hayas olvidado.


—Entonces vamos a llamarla ahora mismo.




ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 52




Tuvo que darle la razón a Pedro. Lo del viaje a Dahlonega demostró ser una gran idea. Un toque de normalidad en un mundo de locura, que la ayudó a poner las cosas en su justa perspectiva. Se estaban enfrentando con un loco, pero el resto del mundo seguía su curso. 


Tan pronto como aquel hombre fuera capturado, su propia vida también volvería a la normalidad.


Una normalidad singular, sin embargo. Porque volvería a su apartamento de Columbus… Sin Pedro. No podría quedarse en su casa después de que el peligro hubiera pasado. No se lo imaginaba convertido de nuevo en un arisco ermitaño con barba, pero tampoco yéndola a buscar desesperado a su apartamento de la ciudad…


—El oro no va a aparecer por arte de magia en su cedazo, señora.


Paula salió de su ensimismamiento para descubrir que el guía se estaba dirigiendo a ella.


—¿Qué tengo que hacer?


—Haga como su hija —el hombre se volvió para mirar a Kiara, que estaba agitando su cedazo y removiendo el contenido con los dedos—. Hay oro en estas colinas —añadió con marcado acento, mirando a su alrededor—. Y mosquitos y serpientes, claro.


Aparte del guía que los estaba llevando por la mina, dos hombres de barba con aspecto de mineros, se dedicaban a instruirlos en el manejo del cedazo. Todo lo cual entraba en el precio de la entrada. Hacían comentarios exagerados y bromeaban entre ellos con toda naturalidad, aunque Paula estaba segura de que repetían aquellas mismas bromas con cada grupo de visitantes.


Pedro no estaba buscando oro, concentrado nuevamente en su papel de guardaespaldas. Se hallaba apartado del resto del grupo, observándolo todo.


La técnica del lavado de oro no era tan difícil de aprender, sobretodo teniendo en cuentas las condiciones en que lo estaban haciendo: A cubierto del sol y en artesas donde se remansaba el agua de los arroyos de montaña. 


Paula observó los movimientos del guía mientras hundía un cedazo lleno de sedimentos en el agua. Una vez aprendida la técnica, se quedaron los tres solos. Kiara parecía estar aburriéndose por momentos, hasta que de pronto soltó un grito.


—¡Mirad! ¡He encontrado oro!


Cuando terminaron la visita, llevaba orgullosa su minúscula pepita de oro en un diminuto frasco con agua, como si fuera un tesoro.


—¿Qué te ha parecido? —le preguntó Pedro a Paula, mientras se dirigían hacia el coche.


—Un descanso muy agradable. El tipo de cosas que quería hacer con Kiara cuando se me ocurrió pasar el verano en las montañas. Hacer turismo, visitar las cascadas, dar largos paseos por los parques y por el Bosque de Chattahoochee…


—El verano todavía no ha acabado —poniéndole una mano en la espalda, le dijo al oído—: He recibido una llamada de Bob mientras vosotras os hacíais ricas. Todo esto terminará muy pronto, Paula.


Aquello sonaba muy bien, pero… ¿Por qué no podía creérselo?


Pedro parecía decidido a guardarse la información de su amigo mientras no pudiera hablar a solas con ella, sin que Kiara estuviera escuchando.



****


En apenas diez minutos localizó el restaurante que les había recomendado Henry. Nada más entrar, Paula recuperó el apetito. El aroma a canela, a nuez moscada, y a manzana asada, se mezclaba con el picante de la salsa de barbacoa y del pollo.


—Ya me gusta este lugar —anunció Pedro.


—Y a mí. Se me hace la boca agua —repuso Paula, mientras tomaba a Kiara de la mano y entraban en el comedor.


—El detalle de los rollos de papel a modo de servilletas también me agrada —añadió él—. Hay uno en cada mesa.


—No sabía que te gustaran tanto los rollos de papel. Quizá deberíamos comprar unos cuantos antes de volver a casa —bromeó Paula.


—Los rollos de papel me recuerdan las barbacoas. Una debilidad mía.


—¿Quieres sentarte fuera? —le preguntó al ver que había una terraza.


—Buena idea. Siempre y cuando sea a la sombra.


Abrieron las puertas dobles y no tardaron en encontrar una mesa, bajo una gran sombrilla.


—Yo quiero patatas fritas —anunció Kiara, cuando una joven camarera pasó a su lado con una bandeja llena, de camino a otra mesa.


—Podrás comer patatas fritas con tu hamburguesa, pero antes se impone un viaje al servicio.


Kiara se bajó de su silla para escenificar su característico gesto de enfado, con las manos en las caderas.


—No quiero ir.


—Bueno, pues entonces iré yo sola. Tú quédate aquí con el señor Pedro.


Paula esperó a que la camarera les hubiera tomado la orden antes de levantarse. Estaba de un humor excelente, pero eso cambió de golpe cuando regresó al comedor. Tenía la inequívoca sensación de que la estaban observando. Miró en torno suyo, pero nadie parecía haberse fijado en ella, ni le resultaba vagamente sospechoso.


Los servicios tenían tres cubículos. Estaban vacíos, así que no tuvo que esperar. Entró en el del fondo. En el instante en que se levantaba la falda y se bajaba la braga, oyó el chirrido de la puerta al abrirse de nuevo.


Fue entonces cuando, por debajo de la puerta del cubículo, vio unos zapatos. De hombre. 


Color castaño oscuro, de piel, con cordones del mismo color.


—Vaya, la revoltosa Paula Thomas. Tú nunca haces lo que se te dice, ¿verdad?




ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 51




El día amaneció soleado. Y con un enorme paquete de mensajería esperando en la puerta de la casa, lleno de copias de todo tipo de documentos sobre el antiguo orfanato. Pedro los había extendido sobre la mesa de la cocina y llevaba ya media hora examinándolos y tomando notas.


Paula, mientras tanto, se había dedicado a dar de desayunar a Kiara. También había vuelto a telefonear al hospital. Ana seguía inconsciente, pero sus constantes vitales se estaban fortaleciendo. Aún se hallaba en la unidad de cuidados intensivos, y los médicos le habían asegurado que no sufriría daños cerebrales irreversibles. Paula sabía con toda seguridad que aquella agresión, las amenazas que había recibido y el incendio de la cabaña estaban íntimamente ligados. No sabía qué podía tener que ver todo aquello con los bebés enterrados en el sótano, pero la conexión existía. Y cada vez estaba más decidida a descubrirla.


Había pasado años intentando olvidar, y así era como había terminado: Refugiada en una casa de las montañas, esperando a que sucediera una nueva desgracia. Ni siquiera podía visitar a Ana por temor a que eso pudiera perjudicarla aún más. Todos sus actos parecían desencadenar una catástrofe aún mayor que la anterior.


Se asomó de nuevo al salón para asegurarse de que Kiara seguía allí, con Mackie. Sentado en la alfombra, con la pata vendada, el perro la observaba jugar con sus muñecas. Por suerte, el veterinario que atendía los caballos de Henry se había pasado aquel día por la casa y no había dado importancia a la herida.


Se reunió con Pedro en la cocina.


—Creo que he encontrado algo —anunció él.


—¿Qué es? —inquirió Paula, mientras se servía otra taza de café.


—¿No me dijiste que por lo general, los bebés eran rápidamente adoptados después de entrar en el orfanato?


—Sí, a no ser que existiera alguna razón en contra para que no lo fueran. E incluso entonces eran enviados a hogares de acogida. El orfanato era para los niños que nadie quería, como las pelirrojas pecosas como yo que tenían pesadillas cada noche.


—Según estos documentos, la sección de los bebés estaba casi siempre llena.


—No puede ser.


Paula se sentó a su lado, examinando los papeles.


—Aquí se recoge la cantidad de entre dieciocho y veinticuatro niños menores de edad internos en el orfanato —le explicó Pedro, señalándole las cifras.


—Pero si no había más de cinco o seis…


—¿Estás segura?


—No puedo afirmar que esa fuera la cantidad para todo el tiempo, pero sí durante los dos últimos años, ya que estuve trabajando en la guardería cada fin de semana. En aquel entonces, doce bebés ya habrían sido muchos.


—Entonces se trata de registros muy creativos.


—Como los que informaban de que yo estuve viviendo allí hasta los dieciocho años, cuando me fugué tres años antes.


—Parece que tenían la costumbre de registrar niños que ya habían dejado de estar allí —comentó Pedro.


—Quizá tuvieran miedo de que el estado les cerrase el centro si no lo aprovechaban en toda su capacidad.


—Efectivamente. Además, un centro a plena capacidad siempre consigue más dinero público —Pedro sacó unos papeles de un sobre marrón—. El programa era financiado según la cantidad de internos. De esa manera recibían por los niños inexistentes un dinero que podrían embolsarse con toda tranquilidad.


—Así que, básicamente, robaban a los huérfanos —concluyó Paula—. Pero para eso tenía que haber alguien importante en el escalafón, detrás de ello…


—Sí, o tal vez una trama entera. Administradores que no tuvieran ningún escrúpulo en falsear los registros y al menos un inspector gubernamental, que o no se molestaba en revisar sus archivos o estaba en el negocio con ellos… Por dinero, por supuesto. Secretos muy sucios que han permanecido durante mucho tiempo enterrados… Y que probablemente así habrían seguido si no se hubieran descubierto esos cadáveres.


—Pero nos falta algo… —reflexionó Paula—. Sigo sin ver la relación entre el dinero y esos pobres bebés enterrados en el sótano.


—Quizá se tratara de esos bebés inadoptables que antes has mencionado. Bebés que no podían ser adoptados, ni enviados a hogares de acogida. Enfermos, minusválidos… Lo que fuera.


Paula esbozó una mueca, estremecida.


—Tú sigues pensando que esos bebés fueron asesinados, ¿verdad? A mí me cuesta creerlo. Una cosa es que se estuvieran enriqueciendo de manera ilícita, y otra muy distinta que mataran a los bebés. No, eso no puede ser.


—¿Cómo puedes estar tan segura? Tú odiabas tanto ese orfanato que te fuiste a vivir a las calles con sólo quince años. Y ni siquiera soportabas pensar en ese lugar. Ayer por poco te dio un ataque cuando te sugerí que lo visitáramos.


—Por supuesto, detestaba vivir allí. Las guardianas eran autoritarias y nos castigaban continuamente por la más ligera infracción de sus incontables reglas. Hasta el día de hoy, odio las reglas. Me sentía humillada con el horrible uniforme que nos obligaban a llevar. Y nos sometían a absurdos apagones y toques de silencio. Incluso en el instituto se suponía que teníamos que pasar al estado de coma a las diez en punto de la noche. Y además… —de repente se interrumpió—. Lo siento. Lo estoy haciendo otra vez, ¿verdad? He alzado la voz y me tiemblan las manos. Y eso que lo único que estoy haciendo es hablar de ese lugar.


Pedro le puso una mano en el hombro. Era la primera vez que la tocaba desde que hicieron el amor la noche anterior. Estaba segura de que lo hacía únicamente para consolarla, pero aquel contacto, y los sentimientos que le provocaba, no pudo menos que recordarle la complejidad de su situación. ¿Cómo podía haber llegado a sentirse tan atraída por un hombre cuando su propia vida estaba hecha un desastre? Sólo que no se trataba de una simple atracción. Era mucho más grave que eso.


Se estaba enamorando de Pedro. Se estaba enamorando desesperadamente de un hombre que tal vez seguía enamorado de otra mujer. Y que en el mejor de los casos, apenas estaba empezando a librarse del traumático pasado que lo había impulsado a retirarse del mundo. 


Suspiró profundamente, decidida a concentrarse en la tarea que tenía entre manos.


—No creo que esos bebés fueran asesinados, Pedro. Puede que peque de ingenua, pero no creo en absoluto que alguien de Meyers Bickham fuera capaz de asesinar a un niño a sangre fría.


—¿Por qué estás tan segura?


—Porque soy madre. No puedes hacerte cargo de una criatura absolutamente dependiente de ti, día tras día, y no sentir nada por ella.


—En la historia ha habido casos de bebés asesinados por sus madres.


—Pero siempre por trastornos de personalidad. No por el esfuerzo conjunto de una serie de gente aparentemente racional… Y que además gobierna un orfanato.


Pedro se levantó y se colocó detrás de ella, masajeándole los músculos del cuello. Los tenía rígidos, tensos.


—Eres sorprendente, Paula Chaves. Después de todo lo que has pasado, sigues sin enfrentarte al hecho de que hay gente realmente mala en el mundo.


—Eso no es cierto. Yo creo que el tipo que incendió la cabaña es un malvado. Y lo mismo pienso del que atacó a Ana, si es que no fue el mismo. Lo que no me creo es que un grupo de gente dedicada a llevar un orfanato decidiera matar a ocho o diez bebés, por el poco dinero que pudiera sacar de ellos. Eso es demasiado macabro… Como una de esas horribles películas que suelen estrenar por Halloween.


—Necesito un poco de café —pronunció Pedro, aparentemente reacio a seguir profundizando en aquel tema—. ¿Quieres otra taza?


—No, pero puedes calentarme esta.


Le tendió su taza medio vacía, para concentrarse después en uno de los documentos que Pedro había subrayado con lápiz rojo. Eran nombres de miembros activos de la plantilla, durante la época que ella estuvo interna. La mayor parte eran de mujeres, probablemente guardianas o trabajadoras sociales.


Recordaba tan pocos… Seguramente por el esfuerzo que había hecho por expulsarlos de su mente y olvidar aquella etapa de su vida.


—Reconozco uno de estos nombres —le informó de pronto—. Mary Ellen Spence.


—¿Qué es lo que recuerdas de ella? —le preguntó Pedro, dejándole la taza al lado.


—Tenía una voz tan aguda y estridente que podía romper el cristal… Y eso cuando estaba de buen humor. Cuando se enfadaba, se ponía como una furia. Precisamente discutí con ella la noche antes de largarme de aquel lugar.


—¿Sobre qué fue la discusión?


—No me acuerdo. No he vuelto a pensar en eso en años. Simplemente, me vino a la cabeza cuando vi el nombre escrito —continuó examinando la lista—. ¡Ah, recuerdo éste también! Abigail Hoyt.


—¿Ésa también te gritaba?


—No, fue mi salvadora, la doctora de la que te hablé. La que me ayudó a superar mis pesadillas y la pérdida de mi madre.


—Doctora Hoyt. Veintiocho años. Soltera —leyó Pedro—. Una médica interna que trabajaba en el hospital, especializándose en pediatría. Mmmm… Me pregunto si podría ser la doctora Abigail Harrington…


—¿Quién es?


—La jefe del departamento de pediatría de los hospitales de Atlanta. Está casada con uno de los hombres más ricos de este estado.


—¿Por qué piensas que pudo estar relacionada con Meyers Bickham?


—Era uno de los nombres que me pasó Bob, pero él no pensaba que pudiera jugar un papel importante, ni que tuviera acceso a los archivos o motivo para cambiarlos.


—Si Harrington y Hoyt son la misma persona, estoy convencida de que ella no tuvo nada que ver en esos enterramientos ilegales.


—Y en esos posibles asesinatos…


Paula sacudió la cabeza, apartándose la melena del rostro.


—Creo que estás obsesionado con el tema de los asesinatos, Pedro. Mi doctora Hoyt jamás habría estado involucrada en algo tan demencial como el entierro ilegal de unos cadáveres de bebés en el sótano de Meyers Bickham.


Continuaron estudiando los documentos durante una hora más, sin que Paula volviera a recordar nada relevante. De pronto Kiara entró en la cocina, con su osito de peluche en una mano y una tetera en miniatura en la otra.


—¿Queréis un té caliente? —les preguntó—. Porque vamos a tomar el té y nos sobra mucho.


Pedro alzó su taza.


—Yo, sí quiero.


—Pero no puedo echártelo ahí —dijo Kiara, asomándose a su taza—. Todavía te queda café.


—Vaya… —sonrió él—. ¿En qué estaría pensando?


—Yo sí que he terminado el café —dijo Paula.


Kiara sirvió su té imaginario y dejó luego su minúscula tetera en el borde de la mesa.


—Estoy cansada de cocinar —acercándose a Pedro, se colgó de su brazo—. ¿Vamos a ir a buscar nuestro tesoro o no?


—Es verdad. Te prometí que hoy iríamos a la mina de oro.


—Creo no deberíamos dejar solo a Mackie tanto tiempo… —objetó Paula.


Pedro empezó a recoger los documentos y a guardarlos en un gran sobre marrón.


—No estaremos tanto tiempo fuera. Mackie probablemente aprovechará para dormir un poco. Y Bruno vendrá esta tarde para hacer abono orgánico, así que le echará un vistazo.


—Bueno, entonces supongo que no hay inconveniente. Iremos a buscar oro —sentenció.


—Y a comer también —añadió Pedro—. Henry dice que hay un restaurante en Dahlonega que sirve los mejores pasteles de manzana de todo Georgia. Pero primero tengo que llamar a Bob Eggars. Quiero que investigue quién pudo haber hecho de intermediario en las transferencias de dinero público al orfanato. Y también me gustaría informarle, de la discrepancia entre tu versión y la de los archivos del centro sobre el número de bebés internados en el centro.


Pedro le rozó la mano cuando fue a recoger los papeles que estaban en el otro extremo de la mesa. Fue un contacto accidental, pero aun así el pulso se le aceleró. Su relación era ya demasiado intensa para que hubiera podido ser de otra manera. Y no sólo el hecho de que hubieran hecho el amor la noche anterior había cambiado las cosas. Era la sintonía de sus mentes, de sus traumas del pasado, de sus almas.