sábado, 21 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 51




El día amaneció soleado. Y con un enorme paquete de mensajería esperando en la puerta de la casa, lleno de copias de todo tipo de documentos sobre el antiguo orfanato. Pedro los había extendido sobre la mesa de la cocina y llevaba ya media hora examinándolos y tomando notas.


Paula, mientras tanto, se había dedicado a dar de desayunar a Kiara. También había vuelto a telefonear al hospital. Ana seguía inconsciente, pero sus constantes vitales se estaban fortaleciendo. Aún se hallaba en la unidad de cuidados intensivos, y los médicos le habían asegurado que no sufriría daños cerebrales irreversibles. Paula sabía con toda seguridad que aquella agresión, las amenazas que había recibido y el incendio de la cabaña estaban íntimamente ligados. No sabía qué podía tener que ver todo aquello con los bebés enterrados en el sótano, pero la conexión existía. Y cada vez estaba más decidida a descubrirla.


Había pasado años intentando olvidar, y así era como había terminado: Refugiada en una casa de las montañas, esperando a que sucediera una nueva desgracia. Ni siquiera podía visitar a Ana por temor a que eso pudiera perjudicarla aún más. Todos sus actos parecían desencadenar una catástrofe aún mayor que la anterior.


Se asomó de nuevo al salón para asegurarse de que Kiara seguía allí, con Mackie. Sentado en la alfombra, con la pata vendada, el perro la observaba jugar con sus muñecas. Por suerte, el veterinario que atendía los caballos de Henry se había pasado aquel día por la casa y no había dado importancia a la herida.


Se reunió con Pedro en la cocina.


—Creo que he encontrado algo —anunció él.


—¿Qué es? —inquirió Paula, mientras se servía otra taza de café.


—¿No me dijiste que por lo general, los bebés eran rápidamente adoptados después de entrar en el orfanato?


—Sí, a no ser que existiera alguna razón en contra para que no lo fueran. E incluso entonces eran enviados a hogares de acogida. El orfanato era para los niños que nadie quería, como las pelirrojas pecosas como yo que tenían pesadillas cada noche.


—Según estos documentos, la sección de los bebés estaba casi siempre llena.


—No puede ser.


Paula se sentó a su lado, examinando los papeles.


—Aquí se recoge la cantidad de entre dieciocho y veinticuatro niños menores de edad internos en el orfanato —le explicó Pedro, señalándole las cifras.


—Pero si no había más de cinco o seis…


—¿Estás segura?


—No puedo afirmar que esa fuera la cantidad para todo el tiempo, pero sí durante los dos últimos años, ya que estuve trabajando en la guardería cada fin de semana. En aquel entonces, doce bebés ya habrían sido muchos.


—Entonces se trata de registros muy creativos.


—Como los que informaban de que yo estuve viviendo allí hasta los dieciocho años, cuando me fugué tres años antes.


—Parece que tenían la costumbre de registrar niños que ya habían dejado de estar allí —comentó Pedro.


—Quizá tuvieran miedo de que el estado les cerrase el centro si no lo aprovechaban en toda su capacidad.


—Efectivamente. Además, un centro a plena capacidad siempre consigue más dinero público —Pedro sacó unos papeles de un sobre marrón—. El programa era financiado según la cantidad de internos. De esa manera recibían por los niños inexistentes un dinero que podrían embolsarse con toda tranquilidad.


—Así que, básicamente, robaban a los huérfanos —concluyó Paula—. Pero para eso tenía que haber alguien importante en el escalafón, detrás de ello…


—Sí, o tal vez una trama entera. Administradores que no tuvieran ningún escrúpulo en falsear los registros y al menos un inspector gubernamental, que o no se molestaba en revisar sus archivos o estaba en el negocio con ellos… Por dinero, por supuesto. Secretos muy sucios que han permanecido durante mucho tiempo enterrados… Y que probablemente así habrían seguido si no se hubieran descubierto esos cadáveres.


—Pero nos falta algo… —reflexionó Paula—. Sigo sin ver la relación entre el dinero y esos pobres bebés enterrados en el sótano.


—Quizá se tratara de esos bebés inadoptables que antes has mencionado. Bebés que no podían ser adoptados, ni enviados a hogares de acogida. Enfermos, minusválidos… Lo que fuera.


Paula esbozó una mueca, estremecida.


—Tú sigues pensando que esos bebés fueron asesinados, ¿verdad? A mí me cuesta creerlo. Una cosa es que se estuvieran enriqueciendo de manera ilícita, y otra muy distinta que mataran a los bebés. No, eso no puede ser.


—¿Cómo puedes estar tan segura? Tú odiabas tanto ese orfanato que te fuiste a vivir a las calles con sólo quince años. Y ni siquiera soportabas pensar en ese lugar. Ayer por poco te dio un ataque cuando te sugerí que lo visitáramos.


—Por supuesto, detestaba vivir allí. Las guardianas eran autoritarias y nos castigaban continuamente por la más ligera infracción de sus incontables reglas. Hasta el día de hoy, odio las reglas. Me sentía humillada con el horrible uniforme que nos obligaban a llevar. Y nos sometían a absurdos apagones y toques de silencio. Incluso en el instituto se suponía que teníamos que pasar al estado de coma a las diez en punto de la noche. Y además… —de repente se interrumpió—. Lo siento. Lo estoy haciendo otra vez, ¿verdad? He alzado la voz y me tiemblan las manos. Y eso que lo único que estoy haciendo es hablar de ese lugar.


Pedro le puso una mano en el hombro. Era la primera vez que la tocaba desde que hicieron el amor la noche anterior. Estaba segura de que lo hacía únicamente para consolarla, pero aquel contacto, y los sentimientos que le provocaba, no pudo menos que recordarle la complejidad de su situación. ¿Cómo podía haber llegado a sentirse tan atraída por un hombre cuando su propia vida estaba hecha un desastre? Sólo que no se trataba de una simple atracción. Era mucho más grave que eso.


Se estaba enamorando de Pedro. Se estaba enamorando desesperadamente de un hombre que tal vez seguía enamorado de otra mujer. Y que en el mejor de los casos, apenas estaba empezando a librarse del traumático pasado que lo había impulsado a retirarse del mundo. 


Suspiró profundamente, decidida a concentrarse en la tarea que tenía entre manos.


—No creo que esos bebés fueran asesinados, Pedro. Puede que peque de ingenua, pero no creo en absoluto que alguien de Meyers Bickham fuera capaz de asesinar a un niño a sangre fría.


—¿Por qué estás tan segura?


—Porque soy madre. No puedes hacerte cargo de una criatura absolutamente dependiente de ti, día tras día, y no sentir nada por ella.


—En la historia ha habido casos de bebés asesinados por sus madres.


—Pero siempre por trastornos de personalidad. No por el esfuerzo conjunto de una serie de gente aparentemente racional… Y que además gobierna un orfanato.


Pedro se levantó y se colocó detrás de ella, masajeándole los músculos del cuello. Los tenía rígidos, tensos.


—Eres sorprendente, Paula Chaves. Después de todo lo que has pasado, sigues sin enfrentarte al hecho de que hay gente realmente mala en el mundo.


—Eso no es cierto. Yo creo que el tipo que incendió la cabaña es un malvado. Y lo mismo pienso del que atacó a Ana, si es que no fue el mismo. Lo que no me creo es que un grupo de gente dedicada a llevar un orfanato decidiera matar a ocho o diez bebés, por el poco dinero que pudiera sacar de ellos. Eso es demasiado macabro… Como una de esas horribles películas que suelen estrenar por Halloween.


—Necesito un poco de café —pronunció Pedro, aparentemente reacio a seguir profundizando en aquel tema—. ¿Quieres otra taza?


—No, pero puedes calentarme esta.


Le tendió su taza medio vacía, para concentrarse después en uno de los documentos que Pedro había subrayado con lápiz rojo. Eran nombres de miembros activos de la plantilla, durante la época que ella estuvo interna. La mayor parte eran de mujeres, probablemente guardianas o trabajadoras sociales.


Recordaba tan pocos… Seguramente por el esfuerzo que había hecho por expulsarlos de su mente y olvidar aquella etapa de su vida.


—Reconozco uno de estos nombres —le informó de pronto—. Mary Ellen Spence.


—¿Qué es lo que recuerdas de ella? —le preguntó Pedro, dejándole la taza al lado.


—Tenía una voz tan aguda y estridente que podía romper el cristal… Y eso cuando estaba de buen humor. Cuando se enfadaba, se ponía como una furia. Precisamente discutí con ella la noche antes de largarme de aquel lugar.


—¿Sobre qué fue la discusión?


—No me acuerdo. No he vuelto a pensar en eso en años. Simplemente, me vino a la cabeza cuando vi el nombre escrito —continuó examinando la lista—. ¡Ah, recuerdo éste también! Abigail Hoyt.


—¿Ésa también te gritaba?


—No, fue mi salvadora, la doctora de la que te hablé. La que me ayudó a superar mis pesadillas y la pérdida de mi madre.


—Doctora Hoyt. Veintiocho años. Soltera —leyó Pedro—. Una médica interna que trabajaba en el hospital, especializándose en pediatría. Mmmm… Me pregunto si podría ser la doctora Abigail Harrington…


—¿Quién es?


—La jefe del departamento de pediatría de los hospitales de Atlanta. Está casada con uno de los hombres más ricos de este estado.


—¿Por qué piensas que pudo estar relacionada con Meyers Bickham?


—Era uno de los nombres que me pasó Bob, pero él no pensaba que pudiera jugar un papel importante, ni que tuviera acceso a los archivos o motivo para cambiarlos.


—Si Harrington y Hoyt son la misma persona, estoy convencida de que ella no tuvo nada que ver en esos enterramientos ilegales.


—Y en esos posibles asesinatos…


Paula sacudió la cabeza, apartándose la melena del rostro.


—Creo que estás obsesionado con el tema de los asesinatos, Pedro. Mi doctora Hoyt jamás habría estado involucrada en algo tan demencial como el entierro ilegal de unos cadáveres de bebés en el sótano de Meyers Bickham.


Continuaron estudiando los documentos durante una hora más, sin que Paula volviera a recordar nada relevante. De pronto Kiara entró en la cocina, con su osito de peluche en una mano y una tetera en miniatura en la otra.


—¿Queréis un té caliente? —les preguntó—. Porque vamos a tomar el té y nos sobra mucho.


Pedro alzó su taza.


—Yo, sí quiero.


—Pero no puedo echártelo ahí —dijo Kiara, asomándose a su taza—. Todavía te queda café.


—Vaya… —sonrió él—. ¿En qué estaría pensando?


—Yo sí que he terminado el café —dijo Paula.


Kiara sirvió su té imaginario y dejó luego su minúscula tetera en el borde de la mesa.


—Estoy cansada de cocinar —acercándose a Pedro, se colgó de su brazo—. ¿Vamos a ir a buscar nuestro tesoro o no?


—Es verdad. Te prometí que hoy iríamos a la mina de oro.


—Creo no deberíamos dejar solo a Mackie tanto tiempo… —objetó Paula.


Pedro empezó a recoger los documentos y a guardarlos en un gran sobre marrón.


—No estaremos tanto tiempo fuera. Mackie probablemente aprovechará para dormir un poco. Y Bruno vendrá esta tarde para hacer abono orgánico, así que le echará un vistazo.


—Bueno, entonces supongo que no hay inconveniente. Iremos a buscar oro —sentenció.


—Y a comer también —añadió Pedro—. Henry dice que hay un restaurante en Dahlonega que sirve los mejores pasteles de manzana de todo Georgia. Pero primero tengo que llamar a Bob Eggars. Quiero que investigue quién pudo haber hecho de intermediario en las transferencias de dinero público al orfanato. Y también me gustaría informarle, de la discrepancia entre tu versión y la de los archivos del centro sobre el número de bebés internados en el centro.


Pedro le rozó la mano cuando fue a recoger los papeles que estaban en el otro extremo de la mesa. Fue un contacto accidental, pero aun así el pulso se le aceleró. Su relación era ya demasiado intensa para que hubiera podido ser de otra manera. Y no sólo el hecho de que hubieran hecho el amor la noche anterior había cambiado las cosas. Era la sintonía de sus mentes, de sus traumas del pasado, de sus almas.




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