sábado, 21 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 52




Tuvo que darle la razón a Pedro. Lo del viaje a Dahlonega demostró ser una gran idea. Un toque de normalidad en un mundo de locura, que la ayudó a poner las cosas en su justa perspectiva. Se estaban enfrentando con un loco, pero el resto del mundo seguía su curso. 


Tan pronto como aquel hombre fuera capturado, su propia vida también volvería a la normalidad.


Una normalidad singular, sin embargo. Porque volvería a su apartamento de Columbus… Sin Pedro. No podría quedarse en su casa después de que el peligro hubiera pasado. No se lo imaginaba convertido de nuevo en un arisco ermitaño con barba, pero tampoco yéndola a buscar desesperado a su apartamento de la ciudad…


—El oro no va a aparecer por arte de magia en su cedazo, señora.


Paula salió de su ensimismamiento para descubrir que el guía se estaba dirigiendo a ella.


—¿Qué tengo que hacer?


—Haga como su hija —el hombre se volvió para mirar a Kiara, que estaba agitando su cedazo y removiendo el contenido con los dedos—. Hay oro en estas colinas —añadió con marcado acento, mirando a su alrededor—. Y mosquitos y serpientes, claro.


Aparte del guía que los estaba llevando por la mina, dos hombres de barba con aspecto de mineros, se dedicaban a instruirlos en el manejo del cedazo. Todo lo cual entraba en el precio de la entrada. Hacían comentarios exagerados y bromeaban entre ellos con toda naturalidad, aunque Paula estaba segura de que repetían aquellas mismas bromas con cada grupo de visitantes.


Pedro no estaba buscando oro, concentrado nuevamente en su papel de guardaespaldas. Se hallaba apartado del resto del grupo, observándolo todo.


La técnica del lavado de oro no era tan difícil de aprender, sobretodo teniendo en cuentas las condiciones en que lo estaban haciendo: A cubierto del sol y en artesas donde se remansaba el agua de los arroyos de montaña. 


Paula observó los movimientos del guía mientras hundía un cedazo lleno de sedimentos en el agua. Una vez aprendida la técnica, se quedaron los tres solos. Kiara parecía estar aburriéndose por momentos, hasta que de pronto soltó un grito.


—¡Mirad! ¡He encontrado oro!


Cuando terminaron la visita, llevaba orgullosa su minúscula pepita de oro en un diminuto frasco con agua, como si fuera un tesoro.


—¿Qué te ha parecido? —le preguntó Pedro a Paula, mientras se dirigían hacia el coche.


—Un descanso muy agradable. El tipo de cosas que quería hacer con Kiara cuando se me ocurrió pasar el verano en las montañas. Hacer turismo, visitar las cascadas, dar largos paseos por los parques y por el Bosque de Chattahoochee…


—El verano todavía no ha acabado —poniéndole una mano en la espalda, le dijo al oído—: He recibido una llamada de Bob mientras vosotras os hacíais ricas. Todo esto terminará muy pronto, Paula.


Aquello sonaba muy bien, pero… ¿Por qué no podía creérselo?


Pedro parecía decidido a guardarse la información de su amigo mientras no pudiera hablar a solas con ella, sin que Kiara estuviera escuchando.



****


En apenas diez minutos localizó el restaurante que les había recomendado Henry. Nada más entrar, Paula recuperó el apetito. El aroma a canela, a nuez moscada, y a manzana asada, se mezclaba con el picante de la salsa de barbacoa y del pollo.


—Ya me gusta este lugar —anunció Pedro.


—Y a mí. Se me hace la boca agua —repuso Paula, mientras tomaba a Kiara de la mano y entraban en el comedor.


—El detalle de los rollos de papel a modo de servilletas también me agrada —añadió él—. Hay uno en cada mesa.


—No sabía que te gustaran tanto los rollos de papel. Quizá deberíamos comprar unos cuantos antes de volver a casa —bromeó Paula.


—Los rollos de papel me recuerdan las barbacoas. Una debilidad mía.


—¿Quieres sentarte fuera? —le preguntó al ver que había una terraza.


—Buena idea. Siempre y cuando sea a la sombra.


Abrieron las puertas dobles y no tardaron en encontrar una mesa, bajo una gran sombrilla.


—Yo quiero patatas fritas —anunció Kiara, cuando una joven camarera pasó a su lado con una bandeja llena, de camino a otra mesa.


—Podrás comer patatas fritas con tu hamburguesa, pero antes se impone un viaje al servicio.


Kiara se bajó de su silla para escenificar su característico gesto de enfado, con las manos en las caderas.


—No quiero ir.


—Bueno, pues entonces iré yo sola. Tú quédate aquí con el señor Pedro.


Paula esperó a que la camarera les hubiera tomado la orden antes de levantarse. Estaba de un humor excelente, pero eso cambió de golpe cuando regresó al comedor. Tenía la inequívoca sensación de que la estaban observando. Miró en torno suyo, pero nadie parecía haberse fijado en ella, ni le resultaba vagamente sospechoso.


Los servicios tenían tres cubículos. Estaban vacíos, así que no tuvo que esperar. Entró en el del fondo. En el instante en que se levantaba la falda y se bajaba la braga, oyó el chirrido de la puerta al abrirse de nuevo.


Fue entonces cuando, por debajo de la puerta del cubículo, vio unos zapatos. De hombre. 


Color castaño oscuro, de piel, con cordones del mismo color.


—Vaya, la revoltosa Paula Thomas. Tú nunca haces lo que se te dice, ¿verdad?




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