domingo, 15 de marzo de 2020
ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 33
Hacía una hora que había regresado a la granja de Pedro y Paula todavía seguía estremecida, aunque había conseguido consolar a Kiara contándole un par de cuentos. En aquel momento la niña estaba fuera, jugando de nuevo con Mackie.
Pedro apenas le había dirigido la palabra desde que volvieron. Después de reconfortarla, había recuperado su mutismo habitual. Estaba segura de que el incendio lo había desconcertado; seguro que no se había imaginado algo así.
Habría esperado que se quedarían durante unos cuantos días en su casa y que luego volverían a la cabaña. Ahora ya no había cabaña alguna a la que volver.
Lo cual, sin embargo, facilitaba la decisión que tenía que tomar. No podía esperar pasar aquel verano con Pedro. Tendría que regresar a Columbus. Pedro seguramente le diría que no tenía por qué marcharse, pero probablemente respiraría aliviado cuando lo hicieran.
Se sirvió un vaso de limonada y salió por la puerta trasera. Iría a ver a Pedro y le anunciaría que Kiara y ella se marcharían por la mañana.
Era lo mejor, aunque todavía no se lo había dicho a la niña.
—¿Has visto al señor Pedro? —le preguntó cuando Kiara pasó corriendo a su lado, persiguiendo a Mackie.
—Está en el almacén de las manzanas. Me encargó que te lo dijera si salías de casa.
El almacén, que en realidad se componía de dos salas, se hallaba muy cerca del caserón. En aquel momento no estaba lleno de manzanas, sino de cestos de mimbre, material para fabricar sidra y un gran número de herramientas.
Paula lo había visitado la primera noche que pasó en la casa. Pedro la había encontrado allí, y gustosamente había respondido a sus preguntas. Las manzanas eran el único tema del que no parecía mostrarse reacio a hablar.
Entró en la primera sala. Los últimos rayos de sol arrancaban reflejos rojizos a un alambique que colgaba de una pared, al lado de una prensa de mano. No vio a Pedro por ninguna parte, pero la estrecha puerta que comunicaba con la otra sala, aquella en la que guardaba las herramientas, estaba entornada. Llamó suavemente y esperó.
—Pasa.
Pedro estaba inclinado sobre un banco de trabajo que corría todo a lo largo de una pared. Tenía la mirada fija en la pistola que estaba limpiando. También había un rifle y otra pistola sobre la mesa. La visión de aquel pequeño arsenal le provocó una punzada de terror:
—¿Qué estás haciendo?
—Limpiando mis armas.
—¿Pero por qué?
—Hace tiempo que no las uso.
—Y no hay razón para que las uses ahora, Pedro.
—No soy yo quien dicta las reglas de esta situación.
—No, es algún lunático quien lo hace, pero no podemos rebajarnos a su mismo nivel.
—Lunático o lunática —precisó él—. No lo sabemos a ciencia cierta. La mayor parte de los guardianes del orfanato eran mujeres.
—Quien me llamó la otra noche era un hombre. Además, no me imagino a una mujer haciendo algo tan macabro como sustituir la cabeza de un muñeco por un cráneo.
—Algunas mujeres son capaces de cosas mucho peores.
—La verdad es que no entiendo lo que está pasando. Cedí a las amenazas. Me he mantenido callada. Pero entonces… ¿Por qué decidieron quemarme la cabaña?
—Hablaste con el sheriff a cargo del caso. Quizá ese o esa psicópata, pensó que le habías dicho algo.
—¿Pero cómo podía saberlo nadie, a excepción del propio sheriff y de sus compañeros de la policía? Por cierto, ¿cómo es que alguien ha conseguido encontrarme en esta zona, y además en una cabaña aislada, al final de una pista forestal?
—Lo han hecho, y eso es lo que me preocupa —alzó la pistola, examinando la recámara—. Creo que no deberíamos contarle al sheriff lo del incendio. Dejaremos a las fuerzas de la ley al margen de este asunto durante un tiempo.
—¿No necesitaremos un informe policial, en caso de que la cabaña esté asegurada?
—Aquí esas cosas funcionan con mucha lentitud. Unos cuantos días de retraso no significarán ninguna diferencia.
—Yo no pienso quedarme aquí unos días más.
Pedro se volvió para mirarla con expresión interrogante. Paula se bajó del taburete donde se había sentado y le puso una mano en el hombro:
—Kiara y yo nos iremos mañana.
Apretando los labios, se concentró de nuevo en la pistola que estaba limpiando.
—El peligro no desaparecerá sólo porque vuelvas a tu apartamento de Columbus, Paula.
Se estremeció visiblemente, deseando que estuviera equivocado… Pero consciente de que no era así. Bajó la mirada a las armas que descansaban en el banco de trabajo, y de repente se sintió como si estuviera inmersa en un algún extraño videojuego de guerra, con aquellas pistolas prestas a dispararse en cualquier momento y en todas direcciones…
Sólo que aquello no era ningún juego y esas armas no se dispararían solas. Si había tiros, Pedro dispararía… Y cualquier muerte pesaría sobre su conciencia.
—No puedo quedarme aquí, Pedro. No puedo hacerte esto. Tú eres un granjero, un agricultor. No eres un pistolero.
Suspirando profundamente, alzó la pistola para apuntar a un objetivo invisible.
—Te equivocas, Paula. Eso es exactamente lo que soy… O lo que era.
Pedro casi pudo sentir físicamente el cambio que aquellas palabras habían operado en su relación. Por suerte, Paula no había dado media vuelta para desaparecer y no volver nunca. Pero aunque se había quedado quieta como una estatua, tenía la sensación de que se le estaba escapando de su vida.
—¿Quién eres? ¿Qué es lo que eres? —inquirió, tensa pero con voz firme—. Si voy a confiar en ti, tengo derecho a saberlo.
Una avalancha de antiguos recuerdos lo abrumó, anegándolo por dentro.
—Salgamos de aquí. Demos un paseo por el manzanar.
—No puedo dejar a Kiara.
—Que nos acompañe.
—No sé si quiero que escuche esto.
—Correrá y jugará con Mackie, sin prestarnos atención. No nos oirá.
Paula asintió. Una leve brisa agitó su melena mientras llamaba a Kiara.
Pedro, por su parte, esperó a que se acercaran y echó a andar por el corto sendero que llevaba al manzanar. Las manzanas habían sido su salvación, aquel cultivo biológico había resultado un remedio para su alma. Pero en aquel momento, no parecían tener ningún poder de apaciguamiento o consuelo.
sábado, 14 de marzo de 2020
ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 32
Amparado por las sombras del bosque, el hombre dejó de enfocar a Paula Chaves con sus potentes binoculares para concentrarse en el montañés de barba. Si hubiera estado buscándolo con la mira telescópica de un rifle en lugar de con unos prismáticos, lo habría matado en un santiamén. Un solo movimiento de su dedo y aquel tipo habría pasado a ser historia.
Pero Pedro Alfonso no le interesaba. Su trabajo era asegurarse de que Paula mantuviera la boca cerrada. Francamente, estaba convencido de que no recordaba nada. Pero si recuperaba la memoria, hablaría.
La pequeña Paula Chaves, como solían llamarla en aquel entonces, la rebelde pelirroja. Siempre había sido así, y al parecer no había cambiado mucho. Si de él hubiera dependido, en aquel momento estaría muerta y enterrada en aquel sótano, al igual que aquellos desafortunados bebés. Y si seguía ignorando sus advertencias, si continuaba hablando con el sheriff o con quien fuese… Bueno, pues entonces haría lo que tuviera que hacer. Y si disfrutaba en el proceso, mucho mejor.
Continuó observando a Pedro Alfonso mientras recogía el cráneo y lo examinaba de cerca. No era más que una imitación en plástico, pero había funcionado. Paula se había quedado lívida nada más verlo. Y Alfonso había corrido en su rescate.
¡Qué ingenuidad buscar protección en los brazos de un estúpido granjero! Para ser profesora de universidad, Paula había demostrado tener muy poco cerebro.
ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 31
Paula estaba de pie en la pasarela, pálida como la cera, rígida como una estatua de hielo.
Sostenía un muñeco en sus brazos extendidos.
Un muñeco bebé. Sólo que en lugar de cabeza, tenía un pequeño cráneo.
El muñeco escapó de sus manos en el instante en que Pedro la alcanzó, cayendo blandamente en el agua del arroyo. El cráneo, despegado del cuerpo, rodó por el puente como si tuviera vida propia.
Pedro la atrajo hacia sí y la abrazó con fuerza.
—Tranquila, Paula. Tranquila…
Se aferraba a él, llorando. Pedro sintió sus lágrimas humedeciéndole la camisa. A su espalda, el fuego crepitaba cada vez más fuerte.
La situación, de inquietante había pasado a ser cruel, incluso macabra.
—¡Mami, mami!
Kiara se había liberado del asiento. Pedro casi se había olvidado de ella. Al volverse, la vio corriendo hacia ellos. No se detuvo hasta que se fundió con su madre en un desesperado abrazo.
—¡Los dibujos que te pinté se están quemando!
Paula acunó tiernamente a Kiara en sus brazos, al igual que Pedro había hecho unos segundos antes con ella.
—Lo siento, corazón, pero el fuego es demasiado peligroso… No podemos entrar en la cabaña.
—Pero mis muñecas están allí también…
Kiara empezó a llorar. Mientras tanto, Pedro estaba hirviendo de furia. Le habría encantado ponerle las manos encima al canalla responsable de aquello.
—Ya te compraremos otras —intentó consolarla.
—Pero a mí me gustan las mías.
—Lo sé —pronunció Paula. Aunque le temblaba la voz, su expresión se había endurecido—. Pero las nuevas también te gustarán —bajó la mirada al pequeño cráneo, que descansaba en el suelo de tablas—. Pedro, creo que deberíamos llevarnos esto… Para enseñárselo al sheriff.
—Me encargaré de ello. ¿Por qué no te llevas a Kiara a la furgoneta? Llama por el móvil a la policía e infórmalos de todo. Los rangers enviarán a una brigada forestal de bomberos antes de que el fuego se extienda al bosque.
—Indudablemente ha sido un incendio provocado —declaró como si le doliera pronunciar la palabra—. Alguien dejó aquí este muñeco para que yo lo viera… Y luego prendió fuego a la cabaña.
Pedro asintió con la cabeza, convencido de que tenía razón.
—Por suerte, nadie ha resultado herido.
Paula bajó a Kiara al suelo y la llevó de vuelta por el sendero, hacia la furgoneta. Pedro las observó alejarse, con el pecho tan constreñido que tenía la sensación de que le iba a explotar en cualquier momento. Probablemente jamás habría podido impedir aquello, pero aun así le irritaba que algún psicópata depravado hubiera sido capaz de cometer semejante desmán.
Paula no se lo merecía. Y Kiara ciertamente tampoco.
Pedro se agachó para recoger el cráneo. Ni siquiera era real, sólo era una imitación de plástico, probablemente de algún juego infantil de anatomía o incluso un adorno de Halloween.
Tenía una tira adhesiva cruzada sobre la boca, vívida expresión de la amenaza que pendía sobre Paula para que no dijera nada sobre lo que supuestamente sabía sobre Meyers Bickham.
El cráneo podía ser una imitación, pero el incendio era real. Y el mensaje también.
Ignoraba lo que había ocurrido en Meyers Bickham años atrás, pero desde luego era un asunto muy serio, y algún canalla estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de que Paula se mantuviera callada.
Estremecido, observó cómo se desmoronaba la parte trasera del tejado de la cabaña. Y supo en aquel preciso momento, que algo había cambiado radicalmente. Ya no era el mismo hombre que había sido antes de aquella fatal noche que lo expulsó del mundo durante tres años y medio. Pero su etapa de antisocial, y sus días de lamentaciones y arrepentimientos, se habían acabado.
«Escúchame, canalla. Porque no voy a parar hasta atraparte… Y esta vez no cometeré ningún error.»
ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 30
—Ve a por las llaves de la furgoneta —le pidió Pedro segundos después, cuando estaban llegando a la casa—. Yo instalaré a la niña en el asiento.
Hizo lo que le decía y le lanzó las llaves. Lo dejó conducir, puesto que conocía la zona mucho mejor que ella.
Paula intentó recordar lo que había dejado en la cabaña mientras la furgoneta ascendía por la pista forestal. Toallas, alguna ropa, ingredientes de cocina, artículos de limpieza y varios libros.
Nada de lo cual le importaba perder, pero la cabaña era diferente. Llevaba en ese lugar por lo menos medio siglo. Y no había razón alguna para suponer, que se había incendiado por combustión espontánea en una soleada mañana como aquella.
Ninguna razón en absoluto.
Una docena de posibilidades cruzó por la mente de Pedro mientras recorría el último kilómetro antes de llegar a la cabaña de los Jackson, con el aire espesándose cada vez más por el acre olor a madera quemada. Se reservaría su veredicto hasta que tuviera una prueba concluyente, pero tenía la fuerte sospecha de que las amenazas verbales contra Paula acababan de hacerse realidad.
Frenó al final de la pista forestal. Paula saltó antes de que el vehículo llegara a detenerse del todo. Cuando Pedro apagó el motor, ya estaba corriendo por el sendero hacia la pasarela.
Salió rápidamente detrás de ella, pero antes de que pudiera alcanzarla la oyó chillar. Fue un chillido de terror que lo dejó espantado, desgarrado por dentro. Casi como si acabara de tropezar con el diablo en persona.
ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 29
—Lánzame otra vez, mami… —Paula volvió a levantarla a pulso y la lanzó al agua. Kiara chapoteaba, feliz—. Otra vez. Otra vez.
—Sólo una más. Luego voy a tener que descansar, antes de que se me caigan los brazos al suelo.
—Los brazos no se te caerán al suelo.
—Tienes razón, pero me dolerán tanto que esta noche no seré capaz de hacerte galletas de chocolate.
—De acuerdo, sólo una vez más.
Paula la levantó de nuevo y la lanzó, viendo cómo salía de nuevo a la superficie.
—A ver si me alcanzas… —la desafió Paula, nadando hacia la orilla.
Kiara nadó tras ella, haciendo gala de un gran estilo para los cuatro años que tenía. De hecho, llevaba nadando en la piscina del apartamento desde que tenía dos. Mackie, que ya se había bañado antes y las estaba mirando desde la ribera, decidió reunirse con ellas.
Cuando Paula llegó hasta la orilla y alzó la mirada, descubrió a Pedro observándola. Estaba recostado bajo un nogal, con las piernas estiradas. Se inclinó para recoger la toalla del césped y se ajustó discretamente el bañador.
—No quiero que salgas todavía —protestó Kiara, haciendo un puchero.
—Puedes quedarte cerca de la orilla, sin meterte más adentro.
—Sé nadar, mami.
—Ya lo sé, pero si no te quedas cerca de la orilla, tendrás que salir ahora mismo.
—Pero…
—Nada de peros.
—De acuerdo, mami. Me quedaré aquí.
Paula se secó el pelo con la toalla. Pedro llevaba su ropa habitual, unos vaqueros desteñidos y una camisa de sport, con las mangas enrolladas hasta los codos. Pero estaba descalzo y había dejado una gorra de béisbol a su lado, sobre la hierba.
Una vez más reflexionó sobre el cambio que el corte de pelo había operado en su apariencia.
Le hacía parecer mucho más joven, pero su rostro no había perdido un ápice de su dureza.
—¿Desde cuándo llevas barba? —le preguntó, extendiendo la toalla y sentándose a su lado.
—¿A qué viene esa pregunta?
—Sólo me estaba preguntando qué aspecto tendrías sin ella.
—No me he vuelto a afeitar desde que compré el huerto.
—De eso hace tres años. No me extrañaría que un día los pájaros hicieran un nido en ella —bromeó.
—Sólo los más pequeños.
—¿No te da mucho calor en verano?
—Desde luego. En Georgia, en verano, todo da calor.
—¿Entonces por qué no te la afeitas?
«Yo podría hacerlo». Por suerte, se detuvo justo a tiempo de pronunciar esas tres palabras. Ya se había excitado cortándole el pelo. Afeitarle la barba podría desencadenar un efecto aún mayor en su libido…
Se hizo un silencio tenso, incómodo. Una consecuencia de la frágil naturaleza de su relación, reflexionó Paula. En poco tiempo, de simples desconocidos, habían pasado a ser compañeros de casa.
No le extrañaba que ninguno de los dos hubiera estado preparado para la ola de excitación que los asaltó la noche anterior, cuando se le ocurrió cortarle el pelo. Y también aquella mañana, cuando todavía ardían los rescoldos de aquel fuego.
Kiara salió del agua y se acercó a ellos, seguida de Mackie.
—Hola, señor Pedro. ¿Quiere nadar conmigo?
—No tengo traje de baño.
—¿No podemos comprarle uno, mami?
—Podemos, y creo que debemos. Después de todo, nos ha dejado usar su charca.
—Vuelve y nada conmigo, anda, mami…
—Lo haré dentro de un momento. ¿Quieres un poco de zumo o unas galletas de mantequilla de cacahuete?
—Todavía no.
Y volvió a meterse en el agua, chapoteando con Mackie.
Pedro se pasó una mano por el pelo, probablemente una costumbre adquirida de cuando lo tenía largo.
—Eres una madre modelo —le comentó a Paula—. Kiara tiene mucha energía, pero tú sabes hacerla entrar en razón cuando hace falta. Os compenetráis de maravilla.
—Ella es toda mi vida. Por lo demás, procuro esforzarme para que no eche mucho de menos a su padre.
—¿Dónde está él?
—En New Hampshire.
—Eso está muy lejos de Georgia.
—Aceptó un empleo como entrenador de béisbol para una universidad de allí, justo después de que nos divorciáramos. Se supone que tiene que llevarse a Kiara a New Hampshire durante las fiestas del Día de Acción de Gracias y un mes en verano, pero precisamente este verano se va a casar… En Inglaterra.
—¿Por eso no se ha quedado este mes con su hija?
—La verdad es que no le venía muy bien.
—¿Sabe lo de las amenazas que has recibido?
—Se lo dije. Cree que soy una paranoica. ¿Qué hay de ti, Pedro? ¿Has estado casado alguna vez?
—No.
Otra vez las respuestas monosilábicas. Era lo máximo que conseguía sacarle cuando la conversación tocaba su vida personal. Era como si tuviera algún tipo de radar, que levantase una barrera automática siempre que alguien intentaba acceder al verdadero Pedro Alfonso.
Se tumbó sobre la toalla, de manera que no pudiera perder de vista en ningún momento a Kiara. Sin amilanarse por su anterior respuesta, estaba decidida a insistir:
—¿Cómo fue tu infancia?
—Como la de cualquier otro niño. Me gustaba montar en bici y hacer deporte. Detestaba el colegio y los deberes.
—¿Tienes hermanos?
—No, soy hijo único.
—¿Dónde están ahora tus padres?
—Haces muchas preguntas.
—Sí, y de vez en cuando tú te equivocas y me respondes alguna.
—Mis padres viven en Austin, Texas. Sí, soy texano, y no, no soy un cowboy. Vivíamos en un pueblo —se levantó—. Bueno, necesito volver al trabajo.
—No hace falta. El interrogatorio ha terminado. Me vuelvo al agua con Kiara.
Y se fue antes de que lo hiciera él. Eso le proporcionó una pequeña satisfacción. Sólo que tuvo que volverse para hacerle una pregunta más… Que no tenía nada de personal.
—¿Necesitas algo de la tienda? Tengo que ir a ver a Mattie para comprar tomates y verduras. Y también tengo que pasarme por la cabaña. Me olvidé de traer un frasco extra de vitaminas para Kiara y ya se le están acabando.
—Dame una hora para terminar con el huerto y te acompaño.
—¡Oh! No es necesario…
—Espérame.
Su tono se había tornado firme, como si le estuviera dictando una orden. Aquello la irritó.
Nada la enfurecía más que le dieran órdenes. Ya había soportado bastantes mientras estuvo en Meyers Bickham.
—No quiero que vuelvas sola a la cabaña —le explicó—. Es una simple precaución que hará que me quede más tranquilo.
Esa vez su tono fue mucho más amable.
Evidentemente había interpretado su reacción y la había entendido.
—De acuerdo, esperaré —consintió, mientras su irritación se disolvía en una oleada de calidez.
No sólo no la consideraba una paranoica, al contrario que Sergio, sino que además tenía verdadero empeño en protegerla.
Azorada, se apresuró a reunirse con Kiara en la charca. El primer paso que dio en el agua la dejó estremecida de frío. Justamente lo que necesitaba…
—Mira esa nube, mami. Es muy negra.
Paula miró en la dirección que su hija le estaba señalando. Un humo negruzco se elevaba en el aire como si partiera de una chimenea gigante.
Se veía hacia el norte, pero no podía calcular la distancia. Tal vez se hallaba en el extremo más lejano del huerto de frutales, o al otro lado del bosque.
—¡Pedro!
—¿Qué pasa?
—Un incendio —señaló la nube—. ¿Es en tu propiedad?
—Es al norte del manzanar.
—¿La cabaña no está por allí?
—Sí.
—Tenemos que echar un vistazo.
Terminó de meterse en el agua para buscar a Kiara.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)