sábado, 14 de marzo de 2020
ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 29
—Lánzame otra vez, mami… —Paula volvió a levantarla a pulso y la lanzó al agua. Kiara chapoteaba, feliz—. Otra vez. Otra vez.
—Sólo una más. Luego voy a tener que descansar, antes de que se me caigan los brazos al suelo.
—Los brazos no se te caerán al suelo.
—Tienes razón, pero me dolerán tanto que esta noche no seré capaz de hacerte galletas de chocolate.
—De acuerdo, sólo una vez más.
Paula la levantó de nuevo y la lanzó, viendo cómo salía de nuevo a la superficie.
—A ver si me alcanzas… —la desafió Paula, nadando hacia la orilla.
Kiara nadó tras ella, haciendo gala de un gran estilo para los cuatro años que tenía. De hecho, llevaba nadando en la piscina del apartamento desde que tenía dos. Mackie, que ya se había bañado antes y las estaba mirando desde la ribera, decidió reunirse con ellas.
Cuando Paula llegó hasta la orilla y alzó la mirada, descubrió a Pedro observándola. Estaba recostado bajo un nogal, con las piernas estiradas. Se inclinó para recoger la toalla del césped y se ajustó discretamente el bañador.
—No quiero que salgas todavía —protestó Kiara, haciendo un puchero.
—Puedes quedarte cerca de la orilla, sin meterte más adentro.
—Sé nadar, mami.
—Ya lo sé, pero si no te quedas cerca de la orilla, tendrás que salir ahora mismo.
—Pero…
—Nada de peros.
—De acuerdo, mami. Me quedaré aquí.
Paula se secó el pelo con la toalla. Pedro llevaba su ropa habitual, unos vaqueros desteñidos y una camisa de sport, con las mangas enrolladas hasta los codos. Pero estaba descalzo y había dejado una gorra de béisbol a su lado, sobre la hierba.
Una vez más reflexionó sobre el cambio que el corte de pelo había operado en su apariencia.
Le hacía parecer mucho más joven, pero su rostro no había perdido un ápice de su dureza.
—¿Desde cuándo llevas barba? —le preguntó, extendiendo la toalla y sentándose a su lado.
—¿A qué viene esa pregunta?
—Sólo me estaba preguntando qué aspecto tendrías sin ella.
—No me he vuelto a afeitar desde que compré el huerto.
—De eso hace tres años. No me extrañaría que un día los pájaros hicieran un nido en ella —bromeó.
—Sólo los más pequeños.
—¿No te da mucho calor en verano?
—Desde luego. En Georgia, en verano, todo da calor.
—¿Entonces por qué no te la afeitas?
«Yo podría hacerlo». Por suerte, se detuvo justo a tiempo de pronunciar esas tres palabras. Ya se había excitado cortándole el pelo. Afeitarle la barba podría desencadenar un efecto aún mayor en su libido…
Se hizo un silencio tenso, incómodo. Una consecuencia de la frágil naturaleza de su relación, reflexionó Paula. En poco tiempo, de simples desconocidos, habían pasado a ser compañeros de casa.
No le extrañaba que ninguno de los dos hubiera estado preparado para la ola de excitación que los asaltó la noche anterior, cuando se le ocurrió cortarle el pelo. Y también aquella mañana, cuando todavía ardían los rescoldos de aquel fuego.
Kiara salió del agua y se acercó a ellos, seguida de Mackie.
—Hola, señor Pedro. ¿Quiere nadar conmigo?
—No tengo traje de baño.
—¿No podemos comprarle uno, mami?
—Podemos, y creo que debemos. Después de todo, nos ha dejado usar su charca.
—Vuelve y nada conmigo, anda, mami…
—Lo haré dentro de un momento. ¿Quieres un poco de zumo o unas galletas de mantequilla de cacahuete?
—Todavía no.
Y volvió a meterse en el agua, chapoteando con Mackie.
Pedro se pasó una mano por el pelo, probablemente una costumbre adquirida de cuando lo tenía largo.
—Eres una madre modelo —le comentó a Paula—. Kiara tiene mucha energía, pero tú sabes hacerla entrar en razón cuando hace falta. Os compenetráis de maravilla.
—Ella es toda mi vida. Por lo demás, procuro esforzarme para que no eche mucho de menos a su padre.
—¿Dónde está él?
—En New Hampshire.
—Eso está muy lejos de Georgia.
—Aceptó un empleo como entrenador de béisbol para una universidad de allí, justo después de que nos divorciáramos. Se supone que tiene que llevarse a Kiara a New Hampshire durante las fiestas del Día de Acción de Gracias y un mes en verano, pero precisamente este verano se va a casar… En Inglaterra.
—¿Por eso no se ha quedado este mes con su hija?
—La verdad es que no le venía muy bien.
—¿Sabe lo de las amenazas que has recibido?
—Se lo dije. Cree que soy una paranoica. ¿Qué hay de ti, Pedro? ¿Has estado casado alguna vez?
—No.
Otra vez las respuestas monosilábicas. Era lo máximo que conseguía sacarle cuando la conversación tocaba su vida personal. Era como si tuviera algún tipo de radar, que levantase una barrera automática siempre que alguien intentaba acceder al verdadero Pedro Alfonso.
Se tumbó sobre la toalla, de manera que no pudiera perder de vista en ningún momento a Kiara. Sin amilanarse por su anterior respuesta, estaba decidida a insistir:
—¿Cómo fue tu infancia?
—Como la de cualquier otro niño. Me gustaba montar en bici y hacer deporte. Detestaba el colegio y los deberes.
—¿Tienes hermanos?
—No, soy hijo único.
—¿Dónde están ahora tus padres?
—Haces muchas preguntas.
—Sí, y de vez en cuando tú te equivocas y me respondes alguna.
—Mis padres viven en Austin, Texas. Sí, soy texano, y no, no soy un cowboy. Vivíamos en un pueblo —se levantó—. Bueno, necesito volver al trabajo.
—No hace falta. El interrogatorio ha terminado. Me vuelvo al agua con Kiara.
Y se fue antes de que lo hiciera él. Eso le proporcionó una pequeña satisfacción. Sólo que tuvo que volverse para hacerle una pregunta más… Que no tenía nada de personal.
—¿Necesitas algo de la tienda? Tengo que ir a ver a Mattie para comprar tomates y verduras. Y también tengo que pasarme por la cabaña. Me olvidé de traer un frasco extra de vitaminas para Kiara y ya se le están acabando.
—Dame una hora para terminar con el huerto y te acompaño.
—¡Oh! No es necesario…
—Espérame.
Su tono se había tornado firme, como si le estuviera dictando una orden. Aquello la irritó.
Nada la enfurecía más que le dieran órdenes. Ya había soportado bastantes mientras estuvo en Meyers Bickham.
—No quiero que vuelvas sola a la cabaña —le explicó—. Es una simple precaución que hará que me quede más tranquilo.
Esa vez su tono fue mucho más amable.
Evidentemente había interpretado su reacción y la había entendido.
—De acuerdo, esperaré —consintió, mientras su irritación se disolvía en una oleada de calidez.
No sólo no la consideraba una paranoica, al contrario que Sergio, sino que además tenía verdadero empeño en protegerla.
Azorada, se apresuró a reunirse con Kiara en la charca. El primer paso que dio en el agua la dejó estremecida de frío. Justamente lo que necesitaba…
—Mira esa nube, mami. Es muy negra.
Paula miró en la dirección que su hija le estaba señalando. Un humo negruzco se elevaba en el aire como si partiera de una chimenea gigante.
Se veía hacia el norte, pero no podía calcular la distancia. Tal vez se hallaba en el extremo más lejano del huerto de frutales, o al otro lado del bosque.
—¡Pedro!
—¿Qué pasa?
—Un incendio —señaló la nube—. ¿Es en tu propiedad?
—Es al norte del manzanar.
—¿La cabaña no está por allí?
—Sí.
—Tenemos que echar un vistazo.
Terminó de meterse en el agua para buscar a Kiara.
ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 28
Pedro intentó concentrarse en las trampas de insectos que estaba colocando. Había plagas que podían ser combatidas con un eficaz sistema de trampas, pero las que estaba preparando aquel día solamente servían para obtener muestras y conocer al insecto, en concreto al que se enfrentaba. Sólo entonces podría decidir el mejor medio para combatirlo.
«Una vez que sepa con qué me estoy enfrentando…», pronunció para sus adentros.
Esa era precisamente la fase en la que se encontraba respecto a la investigación de Meyers Bickham.
Por el momento, ni siquiera existía prueba alguna de que el enterramiento de aquellos cadáveres infantiles estuviera asociado con un acto criminal. Pero si ese era el caso, las amenazas que había recibido Paula, quince años después, carecían completamente de sentido.
Había contado con que recordaría algo aquella mañana, cuando le estuvo mostrando los nombres y las fotos. No había sido así.
Probablemente, de manera inconsciente, se había esforzado a fondo para enterrar los recuerdos de su estancia en aquel orfanato.
Sólo que en realidad, no había olvidado nada.
La simple mención de su nombre hacía que se volviera triste, taciturna. Al contrario que en aquel momento, cuando podía escuchar sus carcajadas, procedentes de la charca.
El día era muy caluroso. Bien podía darse un baño en la charca. Por supuesto, no tenía traje de baño. No lo había necesitado antes.
Pero Paula sí. Tenía uno, negro. Lo había visto secándose en el tendedero el día anterior, detrás de la casa. De una sola pieza, bastante pequeño. No era un tanga, pero seguro que dejaría al descubierto una buena parte de su trasero…
Porque tenía un bonito trasero. Y unas piernas bonitas también. Una melena preciosa. Y una maravillosa sonrisa. Se excitó de inmediato. De repente fue como si los vaqueros que llevaba hubieran encogido dos tallas. Continuó trabajando durante otro cuarto de hora, pero al final se dio por vencido y se dirigió hacia la charca.
Había vivido como un ermitaño durante tres años. Casi había tenido miedo de perder la capacidad de sentirse atraído por una mujer. Y ahora ni siquiera podía alejarse de Paula el tiempo suficiente para poder trabajar en paz.
Pero tenía que llevar cuidado. Estaba empezando a salir de lo que en un principio, le había parecido un pozo sin fondo. Y no debía arriesgarse a volver a caer de nuevo. Sobretodo ahora, cuando necesitaba de todos sus recursos y de toda su fuerza, para mantener a Paula y a Kiara alejadas de todo peligro.
Dejando vagar el pensamiento, revivió otra vez aquella traumática noche. Volvió a ver a María, con su melena de un negro brillante y sus ojos de azabache. Y a su hija, feliz y despreocupada, riendo y tirándole de la mano como solía hacer Kiara…
El dolor lo acometió de nuevo, como si un puño se hubiera cerrado sobre su corazón. El final de aquella escena habría sido distinto si no hubiera vulnerado las reglas. Si no hubiera desoído las señales de peligro. Un error que nunca más volvería a cometer.
viernes, 13 de marzo de 2020
ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 27
—Esto es importante —declaró Pedro—. No te lo preguntaría si no lo fuera.
Paula hundió las manos en el agua jabonosa de la pila, buscando otro plato que lavar. Cualquier cosa con tal de retrasar lo inevitable.
—Le prometí a Kiara que la llevaría a nadar esta mañana.
—Podrás hacerlo, desde luego. Sólo necesito que eches un vistazo a algunos nombres y fotos de gente que estuvo trabajando en Meyers Bickham durante tu estancia allí. Te llevará una hora como mucho. Es todo lo que te pido.
Pero no era el retraso de una hora lo que la molestaba. Era que incluso quince años después de su salida de aquel orfanato, pensar en ello seguía poniéndola físicamente enferma.
—Tú no eres un policía, Pedro. No estás a cargo de la investigación. ¿Qué sentido tiene que te pongas a indagar en esto?
—Es el procedimiento convencional de todo guardaespaldas.
—¿Tú qué sabes de estas cosas? Sólo eres un agricultor que… Mira, simplemente no le veo sentido alguno a este asunto.
—Podré protegerte mejor si sé de quién te estoy protegiendo.
—Desde que estoy aquí no he vuelto a recibir ninguna amenaza, y de esto hace ya cinco días. Además, la persona que me estuvo molestando probablemente ya esté convencida de que yo no sé nada.
—Es posible.
—Pero tú no lo crees así, ¿verdad?
Pedro secó el último plato mientras ella vaciaba la pila de agua.
—Yo sólo creo, que es mejor estar bien preparados. Te serviré otra taza de café.
Sacó dos tazas del armario.
—Para mí, no, gracias. Mi estómago no puede soportarlo.
Resultaba obvio que no iba a darse por vencido.
Se acercó a la puerta trasera para echar un vistazo a Kiara. La niña estaba bajo el gran nogal, al lado del cobertizo donde Pedro guardaba sus herramientas. Mackie estaba haciendo de caballo para sus muñecas. El perro no se mostraba muy colaborador, pero se volvía a cada momento para lamerle la mano.
—Echará de menos a Mackie cuando se vaya —comentó Paula.
—Deberías comprarle un cachorro.
—No podemos tener mascotas en el apartamento.
—Pues trasládate a una casa con jardín.
—Puede que lo haga después de esto.
Paula tomó asiento ante la mesa y él sacó una silla para sentarse a su lado. Demasiado cerca.
Aspiró profundamente. Ninguno de los dos había vuelto a hablar de lo sucedido la noche anterior, pero aquel beso fantasmal, aquel beso que al final no había sido, parecía flotar entre ellos incrementando la tensión del ambiente.
Pedro abrió un gran sobre marrón y sacó un fajo de fotografías en blanco y negro que parecían haber sido descargadas de Internet. Había al menos media docena sujetas con un clip.
—¿De dónde las has conseguido?
—De un amigo del FBI. Me las mandó anoche y las he recibido esta misma mañana.
—¿Por eso estuvo ladrando tanto Mackie?
—Sí. No deja que se acerque ningún vehículo sin armar un buen alboroto para avisarme.
—Bueno es saberlo. ¿Quién es esa gente de las fotografías?
—Todos estuvieron relacionados con Meyers Bickham durante el tiempo que estuviste allí internada. Están ordenadas según el cargo que detentaban, empezando por los guardianes y continuando según su jerarquía. Te las iré enseñando, a ver qué es lo que recuerdas de cada uno. Di lo primero que te venga a la cabeza. A veces son los detalles más pequeños y triviales los que nos proporcionan las mejores pistas…
Paula pensó que nunca antes lo había oído hablar tanto. Evidentemente se estaba tomando muy en serio su trabajo como guardaespaldas.
—¿Cómo convenciste al FBI de que te pasara estos nombres?
—Meyers Bickham es una institución estatal, aunque administrada por un grupo privado. Los nombres de sus empleados figuran en sus archivos públicos. La primera es Marta Taylor —le presentó una foto—. Era guardiana cuando tú llegaste. Estuvo tres años trabajando allí.
—¿Los nombres de los niños que estuvieron internos también figuran en esos archivos públicos?
—Sí, y las fechas en que ingresaron y fueron trasladados a casas de acogida, adoptados o entregados a otra agencia. O cumplieron los dieciocho años.
—¿Y qué pasa con aquellos que simplemente se fugaron? ¿Aparecen acaso como «ausentes sin permiso»?
—Según los archivos, tú estuviste allí hasta que te graduaste en el instituto a la edad de dieciocho años.
Paula se preguntó por qué eso no la sorprendía en absoluto.
—Pues esos archivos están mal. El día que cumplí quince años, subí al autobús del instituto y ya no volví.
—¿Adónde fuiste?
—Estuve en clase durante cerca de una hora. Luego salí del campus y me fui a la autopista. Llegué hasta Atlanta haciendo auto-stop.
—¿Durante cuánto tiempo estuviste fuera?
—Ya no volví. Cuando se escapa del infierno, uno no regresa para ver si se ha enfriado o si sigue igual de caliente.
—Es un error bastante grave, para tratarse de un archivo público.
—Muy propio de Meyers Bickham. Probablemente no se enteraron de mi ausencia… Hasta que vieron que no me presentaba a las tareas de limpieza.
—Eras menor de edad. Deberían haber denunciado tu desaparición a la policía.
—Tal vez confiaron en que volvería al cabo de un tiempo, cuando se me acabara el dinero que había robado de la caja de la oficina.
—¿Robaste dinero?
—Veinte dólares. Pero me sentía culpable. Se los devolví por correo tres años después.
Pedro tomó algunas notas.
—Sería interesante consultar los registros del instituto. Alguna razón tuvieron que dar de tu desaparición a mitad de curso.
—¿Esos registros también son públicos?
—Sí, tú puedes tener acceso a ellos.
—Puedo hacer la consulta por teléfono.
—En persona sería mejor.
Paula masculló algo entre dientes, presa de una nueva punzada de miedo.
—La verdad es que no tengo ninguna gana de volver allí, Pedro. Está demasiado cerca de Meyers Bickham, demasiado cerca de… De todas las cosas en las que no quiero volver a pensar.
—Lo sé. Créeme, soy consciente de ello —soltó un suspiro y señaló de nuevo la fotografía—. Marta Tucker. Échale un vistazo e intenta recordar.
Y Paula comenzó un penoso viaje por sus propios recuerdos.
ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 26
Paula le colocó una toalla sobre los hombros.
Tenía el pelo suave y desenredado, todavía húmedo después de la ducha. Olía a jabón y a champú… Los mismos con los que ella se había duchado hacía una media hora.
De repente tuvo la sensación de que la temperatura de la cocina subía de golpe. La simple tarea de cortarle el cabello a Pedro, se le antojó de repente una experiencia íntima.
Intentó decirse que era el calor de aquella cocina tan acogedora. No podía tratarse de nada más. Pero le temblaron las manos cuando le apartó el pelo del cuello, dispuesta a empezar.
—Todavía estás a tiempo de cambiar de idea —le sugirió él.
—No —respondió con voz ronca—. ¿Cómo de corto lo quieres?
—Estoy a tu merced.
—Eres muy valiente.
Empezó a cortárselo lentamente, esperando que su nivel de excitación descendiera conforme trabajaba. Desgraciadamente, eso no ocurrió. A cada movimiento de retirarle el cabello, su mano se demoraba demasiado sobre su piel. Y el corazón le latía demasiado rápido.
Aquello, más que un corte de pelo, se convirtió en una especie de danza sensual. Al terminar, se colocó frente a él y se agachó para cerciorarse de que ambos lados le habían quedado iguales. Estaba distinto. Más joven, y sorprendentemente, aún más viril que antes.
—No está mal… —susurró a modo de conclusión.
—No está nada mal, desde luego —repuso Pedro.
Sólo que no podía referirse a su cabello, ya que no tenía ningún espejo a mano. La estaba mirando a ella, abismándose en las oscuras profundidades de sus ojos. Iba a besarla, y Paula no quería pensar, en todas las razones por las que no debería hacerlo. De hecho, no quería pensar en nada.
Acunándole el rostro entre las manos, la acercó hacia sí.
—Mami, ¿me puedes dar un vaso de agua?
Paula dio un respingo tan violento que estuvo a punto de tropezar con los pies de Pedro. Kiara estaba en el umbral de la cocina, frotándose los ojos con una mano y con un osito de peluche en la otra.
—Claro. Voy a dártelo —pronunció casi con un jadeo, respirando aceleradamente.
—¿Qué le ha sucedido a su pelo, señor Pedro?
—Tu madre me lo ha cortado. Supongo que será mejor que vaya a mirarme en un espejo.
Y se levantó para salir de la cocina.
Mientras llenaba el vaso con el agua del grifo, Paula escuchó sus pasos en el corredor regresando rápidamente, pero no se volvió.
Después de entregarle el vaso, se apoyó en el mostrador, todavía de espaldas a él. Necesitaba tiempo para recuperarse.
Había estado a punto de cometer un enorme error. Se habrían besado, y quizá habrían hecho muchas más cosas si Kiara no hubiese aparecido en aquel preciso instante.
Pero eso no significaba nada más que una cosa:
Que eran humanos. Viviendo en la misma casa, compartiendo el mismo cuarto de baño, charlando durante el desayuno… Hombre y mujer como eran, estaban destinados a sentirse sexualmente atraídos. Simplemente, en el futuro, deberían llevar más cuidado.
No tenían una relación. Pedro se lo había dejado muy claro. Y ella ya tenía suficientes problemas con las amenazas y con lo que había ocurrido en Meyers Bickham.
Kiara bebió dos tragos de agua y le devolvió el vaso.
—¿Vendrás a leerme otro cuento?
—Es demasiado tarde, corazón, pero iré y me echaré contigo durante unos minutos.
—De acuerdo.
Minutos después, Paula arropó cuidadosamente a su hija y se tendió a su lado. La luz de la luna entraba por la ventana, derramándose sobre las sábanas y sobre su camisón rosa.
Pedro sólo estaba a dos puertas de allí.
Probablemente estaría acostándose en aquel mismo momento, desnudo… Sabía que no debería pensar en eso, pero lo pensaba. Y volvió a preguntarse por lo que habría sucedido si Kiara no hubiera entrado de repente en la cocina.
¿Se habrían conformado con un simple beso? ¿O habrían terminado haciendo el amor? Y si ese hubiera sido el caso, ella… ¿Habría vuelto a ser la misma?
ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 25
Pedro estaba de pie ante el espejo del cuarto de baño, con una toalla a la cintura, clavada la mirada en su pelo. Todavía lo tenía húmedo después de la ducha, pero le tapaba las orejas colgándole en descuidadas greñas hasta los hombros. Debería ir a Dahlonega y buscar una barbería. Era un gesto sencillo, pero no había vuelto a pisar una peluquería desde que compró la vieja casona con el manzanar. De vez en cuando, él mismo se había dado unos cuantos tijeretazos sin preocuparse de más.
Maldijo para sus adentros. Hasta que Paula se trasladó a su casa cuatro días atrás, apenas había sido consciente de ello. Había evitado inconscientemente el espejo. Ahora sin embargo, los espejos parecían reclamarlo cada vez que pasaba cerca de uno. Y sin que Paula hubiese hecho el menor comentario sobre su aspecto desaliñado. En realidad no le había hecho comentario personal alguno desde la discusión que mantuvieron tras la marcha del sheriff.
Él era el protector. Ella la protegida. Así era como tenían que ser las cosas. Y ya simplemente eso le estaba exigiendo bastante más de lo que había imaginado que tendría que volver a dar.
Sin embargo, tenía que saber más cosas de ella.
Sabía que detestaba hablar de Meyers Bickham, pero necesitaba más información. Había pedido a sus informantes la lista de las personas que habían trabajado en el orfanato, o que habían participado en su administración, durante los años que Paula estuvo interna. Incluso le habían facilitado fotografías, todo lo cual le había sido enviado aquella noche, para que lo recibiera a la mañana siguiente.
Se dijo que no estaba jugando a policía, tal y como le había acusado Bob. Sencillamente le gustaba saber contra quién se enfrentaba.
Volvió a mirarse en el espejo y sacó unas tijeras del armario. Levantando una guedeja entre los dedos, la cortó varios centímetros. El pelo le llegaba hasta el lóbulo de la oreja. Decidido, siguió cortándoselo. El resultado era bastante desigual, pero parecía… ¿A quién estaba engañando? Estaba patético. Aunque tampoco le importaba. Casi era mejor así. Si Paula llegaba a mostrar algún día un interés sexual por él…
Estaría perdido.
Se puso el pantalón del pijama, otra concesión que había tenido que hacer por tener que convivir con una mujer y una niña. Se había acabado lo de caminar desnudo por la casa, aunque dormir era otra cuestión.
Se dirigió a la cocina, deteniéndose en seco al descubrir a Paula mirando por la ventana. Se había soltado la cola de caballo y la melena rojiza se derramaba como una cascada sobre sus hombros. Llevaba un camisón rosa pálido que le llegaba hasta las rodillas.
El corazón se le aceleró. Tenía la boca tan seca que no podía tragar. Justo en aquel instante, vio que se volvía hacia él y empezaba a hablar. Oía las palabras, pero no podía concentrarse en escucharlas. Ni tampoco dejar de mirarla.
Tenía el rostro fresco, recién lavado, brillante, levemente sonrosado. Pudo distinguir el contorno de sus pezones presionando contra la fina tela.
El pelo. Estaba hablando de su pelo.
—Puedo cortártelo, si quieres. Estuve trabajando durante un tiempo como peluquera antes de empezar a enseñar en la universidad.
Pedro tragó saliva, consciente de que tenía que resistir la punzada de deseo que lo había dejado tan abrumado. Y rápido.
—Así que piensas que mi corte de pelo necesita algunos retoques, ¿eh?
—Desde luego que sí.
—De acuerdo.
—Estupendo —colocó una de las sillas de respaldo recto bajo la lámpara—. Toma asiento, que voy a por mis cosas.
—¿Seguro que no quieres mi hoz?
—Para el pelo no, pero la barba…
—Cada cosa a su tiempo.
Se sentó en la silla y esperó, pensando que debería echarse atrás antes de que fuera demasiado tarde. Pero para entonces Paula ya estaba de vuelta. Como si acabara de salir de una de sus fantasías sexuales. De todas formas, aunque hubiera tenido el buen juicio de levantarse y salir corriendo, estaba seguro de que las piernas no le habrían respondido.
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