viernes, 13 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 27




—Esto es importante —declaró Pedro—. No te lo preguntaría si no lo fuera.


Paula hundió las manos en el agua jabonosa de la pila, buscando otro plato que lavar. Cualquier cosa con tal de retrasar lo inevitable.


—Le prometí a Kiara que la llevaría a nadar esta mañana.


—Podrás hacerlo, desde luego. Sólo necesito que eches un vistazo a algunos nombres y fotos de gente que estuvo trabajando en Meyers Bickham durante tu estancia allí. Te llevará una hora como mucho. Es todo lo que te pido.


Pero no era el retraso de una hora lo que la molestaba. Era que incluso quince años después de su salida de aquel orfanato, pensar en ello seguía poniéndola físicamente enferma.


—Tú no eres un policía, Pedro. No estás a cargo de la investigación. ¿Qué sentido tiene que te pongas a indagar en esto?


—Es el procedimiento convencional de todo guardaespaldas.


—¿Tú qué sabes de estas cosas? Sólo eres un agricultor que… Mira, simplemente no le veo sentido alguno a este asunto.


—Podré protegerte mejor si sé de quién te estoy protegiendo.


—Desde que estoy aquí no he vuelto a recibir ninguna amenaza, y de esto hace ya cinco días. Además, la persona que me estuvo molestando probablemente ya esté convencida de que yo no sé nada.


—Es posible.


—Pero tú no lo crees así, ¿verdad?


Pedro secó el último plato mientras ella vaciaba la pila de agua.


—Yo sólo creo, que es mejor estar bien preparados. Te serviré otra taza de café.


Sacó dos tazas del armario.


—Para mí, no, gracias. Mi estómago no puede soportarlo.


Resultaba obvio que no iba a darse por vencido. 


Se acercó a la puerta trasera para echar un vistazo a Kiara. La niña estaba bajo el gran nogal, al lado del cobertizo donde Pedro guardaba sus herramientas. Mackie estaba haciendo de caballo para sus muñecas. El perro no se mostraba muy colaborador, pero se volvía a cada momento para lamerle la mano.


—Echará de menos a Mackie cuando se vaya —comentó Paula.


—Deberías comprarle un cachorro.


—No podemos tener mascotas en el apartamento.


—Pues trasládate a una casa con jardín.


—Puede que lo haga después de esto.


Paula tomó asiento ante la mesa y él sacó una silla para sentarse a su lado. Demasiado cerca. 


Aspiró profundamente. Ninguno de los dos había vuelto a hablar de lo sucedido la noche anterior, pero aquel beso fantasmal, aquel beso que al final no había sido, parecía flotar entre ellos incrementando la tensión del ambiente.


Pedro abrió un gran sobre marrón y sacó un fajo de fotografías en blanco y negro que parecían haber sido descargadas de Internet. Había al menos media docena sujetas con un clip.


—¿De dónde las has conseguido?


—De un amigo del FBI. Me las mandó anoche y las he recibido esta misma mañana.


—¿Por eso estuvo ladrando tanto Mackie?


—Sí. No deja que se acerque ningún vehículo sin armar un buen alboroto para avisarme.


—Bueno es saberlo. ¿Quién es esa gente de las fotografías?


—Todos estuvieron relacionados con Meyers Bickham durante el tiempo que estuviste allí internada. Están ordenadas según el cargo que detentaban, empezando por los guardianes y continuando según su jerarquía. Te las iré enseñando, a ver qué es lo que recuerdas de cada uno. Di lo primero que te venga a la cabeza. A veces son los detalles más pequeños y triviales los que nos proporcionan las mejores pistas…


Paula pensó que nunca antes lo había oído hablar tanto. Evidentemente se estaba tomando muy en serio su trabajo como guardaespaldas.


—¿Cómo convenciste al FBI de que te pasara estos nombres?


—Meyers Bickham es una institución estatal, aunque administrada por un grupo privado. Los nombres de sus empleados figuran en sus archivos públicos. La primera es Marta Taylor —le presentó una foto—. Era guardiana cuando tú llegaste. Estuvo tres años trabajando allí.


—¿Los nombres de los niños que estuvieron internos también figuran en esos archivos públicos?


—Sí, y las fechas en que ingresaron y fueron trasladados a casas de acogida, adoptados o entregados a otra agencia. O cumplieron los dieciocho años.


—¿Y qué pasa con aquellos que simplemente se fugaron? ¿Aparecen acaso como «ausentes sin permiso»?


—Según los archivos, tú estuviste allí hasta que te graduaste en el instituto a la edad de dieciocho años.


Paula se preguntó por qué eso no la sorprendía en absoluto.


—Pues esos archivos están mal. El día que cumplí quince años, subí al autobús del instituto y ya no volví.


—¿Adónde fuiste?


—Estuve en clase durante cerca de una hora. Luego salí del campus y me fui a la autopista. Llegué hasta Atlanta haciendo auto-stop.


—¿Durante cuánto tiempo estuviste fuera?


—Ya no volví. Cuando se escapa del infierno, uno no regresa para ver si se ha enfriado o si sigue igual de caliente.


—Es un error bastante grave, para tratarse de un archivo público.


—Muy propio de Meyers Bickham. Probablemente no se enteraron de mi ausencia… Hasta que vieron que no me presentaba a las tareas de limpieza.


—Eras menor de edad. Deberían haber denunciado tu desaparición a la policía.


—Tal vez confiaron en que volvería al cabo de un tiempo, cuando se me acabara el dinero que había robado de la caja de la oficina.


—¿Robaste dinero?


—Veinte dólares. Pero me sentía culpable. Se los devolví por correo tres años después.


Pedro tomó algunas notas.


—Sería interesante consultar los registros del instituto. Alguna razón tuvieron que dar de tu desaparición a mitad de curso.


—¿Esos registros también son públicos?


—Sí, tú puedes tener acceso a ellos.


—Puedo hacer la consulta por teléfono.


—En persona sería mejor.


Paula masculló algo entre dientes, presa de una nueva punzada de miedo.


—La verdad es que no tengo ninguna gana de volver allí, Pedro. Está demasiado cerca de Meyers Bickham, demasiado cerca de… De todas las cosas en las que no quiero volver a pensar.


—Lo sé. Créeme, soy consciente de ello —soltó un suspiro y señaló de nuevo la fotografía—. Marta Tucker. Échale un vistazo e intenta recordar.


Y Paula comenzó un penoso viaje por sus propios recuerdos.



ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 26





Paula le colocó una toalla sobre los hombros. 


Tenía el pelo suave y desenredado, todavía húmedo después de la ducha. Olía a jabón y a champú… Los mismos con los que ella se había duchado hacía una media hora.


De repente tuvo la sensación de que la temperatura de la cocina subía de golpe. La simple tarea de cortarle el cabello a Pedro, se le antojó de repente una experiencia íntima.


Intentó decirse que era el calor de aquella cocina tan acogedora. No podía tratarse de nada más. Pero le temblaron las manos cuando le apartó el pelo del cuello, dispuesta a empezar.


—Todavía estás a tiempo de cambiar de idea —le sugirió él.


—No —respondió con voz ronca—. ¿Cómo de corto lo quieres?


—Estoy a tu merced.


—Eres muy valiente.


Empezó a cortárselo lentamente, esperando que su nivel de excitación descendiera conforme trabajaba. Desgraciadamente, eso no ocurrió. A cada movimiento de retirarle el cabello, su mano se demoraba demasiado sobre su piel. Y el corazón le latía demasiado rápido.


Aquello, más que un corte de pelo, se convirtió en una especie de danza sensual. Al terminar, se colocó frente a él y se agachó para cerciorarse de que ambos lados le habían quedado iguales. Estaba distinto. Más joven, y sorprendentemente, aún más viril que antes.


—No está mal… —susurró a modo de conclusión.


—No está nada mal, desde luego —repuso Pedro.


Sólo que no podía referirse a su cabello, ya que no tenía ningún espejo a mano. La estaba mirando a ella, abismándose en las oscuras profundidades de sus ojos. Iba a besarla, y Paula no quería pensar, en todas las razones por las que no debería hacerlo. De hecho, no quería pensar en nada.


Acunándole el rostro entre las manos, la acercó hacia sí.


—Mami, ¿me puedes dar un vaso de agua?


Paula dio un respingo tan violento que estuvo a punto de tropezar con los pies de Pedro. Kiara estaba en el umbral de la cocina, frotándose los ojos con una mano y con un osito de peluche en la otra.


—Claro. Voy a dártelo —pronunció casi con un jadeo, respirando aceleradamente.


—¿Qué le ha sucedido a su pelo, señor Pedro?


—Tu madre me lo ha cortado. Supongo que será mejor que vaya a mirarme en un espejo.


Y se levantó para salir de la cocina.


Mientras llenaba el vaso con el agua del grifo, Paula escuchó sus pasos en el corredor regresando rápidamente, pero no se volvió. 


Después de entregarle el vaso, se apoyó en el mostrador, todavía de espaldas a él. Necesitaba tiempo para recuperarse.


Había estado a punto de cometer un enorme error. Se habrían besado, y quizá habrían hecho muchas más cosas si Kiara no hubiese aparecido en aquel preciso instante.


Pero eso no significaba nada más que una cosa: 
Que eran humanos. Viviendo en la misma casa, compartiendo el mismo cuarto de baño, charlando durante el desayuno… Hombre y mujer como eran, estaban destinados a sentirse sexualmente atraídos. Simplemente, en el futuro, deberían llevar más cuidado.


No tenían una relación. Pedro se lo había dejado muy claro. Y ella ya tenía suficientes problemas con las amenazas y con lo que había ocurrido en Meyers Bickham.


Kiara bebió dos tragos de agua y le devolvió el vaso.


—¿Vendrás a leerme otro cuento?


—Es demasiado tarde, corazón, pero iré y me echaré contigo durante unos minutos.


—De acuerdo.


Minutos después, Paula arropó cuidadosamente a su hija y se tendió a su lado. La luz de la luna entraba por la ventana, derramándose sobre las sábanas y sobre su camisón rosa.


Pedro sólo estaba a dos puertas de allí. 


Probablemente estaría acostándose en aquel mismo momento, desnudo… Sabía que no debería pensar en eso, pero lo pensaba. Y volvió a preguntarse por lo que habría sucedido si Kiara no hubiera entrado de repente en la cocina.


¿Se habrían conformado con un simple beso? ¿O habrían terminado haciendo el amor? Y si ese hubiera sido el caso, ella… ¿Habría vuelto a ser la misma?



ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 25





Pedro estaba de pie ante el espejo del cuarto de baño, con una toalla a la cintura, clavada la mirada en su pelo. Todavía lo tenía húmedo después de la ducha, pero le tapaba las orejas colgándole en descuidadas greñas hasta los hombros. Debería ir a Dahlonega y buscar una barbería. Era un gesto sencillo, pero no había vuelto a pisar una peluquería desde que compró la vieja casona con el manzanar. De vez en cuando, él mismo se había dado unos cuantos tijeretazos sin preocuparse de más.


Maldijo para sus adentros. Hasta que Paula se trasladó a su casa cuatro días atrás, apenas había sido consciente de ello. Había evitado inconscientemente el espejo. Ahora sin embargo, los espejos parecían reclamarlo cada vez que pasaba cerca de uno. Y sin que Paula hubiese hecho el menor comentario sobre su aspecto desaliñado. En realidad no le había hecho comentario personal alguno desde la discusión que mantuvieron tras la marcha del sheriff.


Él era el protector. Ella la protegida. Así era como tenían que ser las cosas. Y ya simplemente eso le estaba exigiendo bastante más de lo que había imaginado que tendría que volver a dar.


Sin embargo, tenía que saber más cosas de ella. 


Sabía que detestaba hablar de Meyers Bickham, pero necesitaba más información. Había pedido a sus informantes la lista de las personas que habían trabajado en el orfanato, o que habían participado en su administración, durante los años que Paula estuvo interna. Incluso le habían facilitado fotografías, todo lo cual le había sido enviado aquella noche, para que lo recibiera a la mañana siguiente.


Se dijo que no estaba jugando a policía, tal y como le había acusado Bob. Sencillamente le gustaba saber contra quién se enfrentaba.


Volvió a mirarse en el espejo y sacó unas tijeras del armario. Levantando una guedeja entre los dedos, la cortó varios centímetros. El pelo le llegaba hasta el lóbulo de la oreja. Decidido, siguió cortándoselo. El resultado era bastante desigual, pero parecía… ¿A quién estaba engañando? Estaba patético. Aunque tampoco le importaba. Casi era mejor así. Si Paula llegaba a mostrar algún día un interés sexual por él… 


Estaría perdido.


Se puso el pantalón del pijama, otra concesión que había tenido que hacer por tener que convivir con una mujer y una niña. Se había acabado lo de caminar desnudo por la casa, aunque dormir era otra cuestión.


Se dirigió a la cocina, deteniéndose en seco al descubrir a Paula mirando por la ventana. Se había soltado la cola de caballo y la melena rojiza se derramaba como una cascada sobre sus hombros. Llevaba un camisón rosa pálido que le llegaba hasta las rodillas.


El corazón se le aceleró. Tenía la boca tan seca que no podía tragar. Justo en aquel instante, vio que se volvía hacia él y empezaba a hablar. Oía las palabras, pero no podía concentrarse en escucharlas. Ni tampoco dejar de mirarla.


Tenía el rostro fresco, recién lavado, brillante, levemente sonrosado. Pudo distinguir el contorno de sus pezones presionando contra la fina tela.


El pelo. Estaba hablando de su pelo.


—Puedo cortártelo, si quieres. Estuve trabajando durante un tiempo como peluquera antes de empezar a enseñar en la universidad.


Pedro tragó saliva, consciente de que tenía que resistir la punzada de deseo que lo había dejado tan abrumado. Y rápido.


—Así que piensas que mi corte de pelo necesita algunos retoques, ¿eh?


—Desde luego que sí.


—De acuerdo.


—Estupendo —colocó una de las sillas de respaldo recto bajo la lámpara—. Toma asiento, que voy a por mis cosas.


—¿Seguro que no quieres mi hoz?


—Para el pelo no, pero la barba…


—Cada cosa a su tiempo.


Se sentó en la silla y esperó, pensando que debería echarse atrás antes de que fuera demasiado tarde. Pero para entonces Paula ya estaba de vuelta. Como si acabara de salir de una de sus fantasías sexuales. De todas formas, aunque hubiera tenido el buen juicio de levantarse y salir corriendo, estaba seguro de que las piernas no le habrían respondido.



jueves, 12 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 24





Paula se hallaba en el porche trasero, contemplando el manzanar que se extendía pendiente arriba. Pedro la había convencido de que llamara a la autoridad policial a cargo de la investigación de Meyers Bickham, en lugar de recurrir al sheriff de la localidad. Meyers Bickham se encontraba al noroeste del estado de Georgia, no muy lejos de las fronteras de Alabama y Tennessee. El sheriff Nicolas Wesley se había mostrado singularmente interesado en hablar con ella, y además daba la casualidad de que se encontraba en la zona de Dahlonega, visitando a un amigo. Con lo cual se presentaría en cualquier momento.


—Ha venido el sheriff —anunció Pedro, asomando la cabeza por la puerta—. ¿Estás preparada para verlo?


—Sí. Pero déjame echar antes un vistazo a Kiara, para asegurarme de que sigue viendo la película.


—Tómate tu tiempo. Mientras tanto le haré compañía, aunque no hace falta. No se irá a ninguna parte. Está convencido de que tú eres la pista que estaba buscando.


—Estás empezando a hablar como un policía.


—¿Yo? Yo me limito a cultivar manzanas.


Paula tenía sus dudas. Era un hombre misterioso. Hablaba únicamente cuando quería, e ignoraba las preguntas que no le convenía contestar. Y tenía una mirada que podía traspasarle el alma y removerle las entrañas.


Sintió el impulso de agarrar a Kiara, subir a su furgoneta y marcharse a donde fuera. Lejos de Pedro. Lejos de las amenazas. Lejos de los policías.


Sólo que no había manera de huir del pasado. 


Lo sabía porque ya lo había intentado.


Dos horas después, el sheriff Nicolas Wesley se marchaba en su coche patrulla. Pedro no sabía a ciencia cierta si había conseguido alguna pista sobre el caso de Meyers Bickham, pero definitivamente había acribillado a preguntas a Paula.


—Después de todo lo que le he contado… —murmuró Paula, masajeándose los músculos del cuello y estirando las piernas—. Ese tipo sabe ya más cosas sobre mi persona que yo misma.


—Y sin embargo no ha tomado muchas notas. Lo cual me hace sospechar que más que reunir datos, su intención era sorprenderte en alguna mentira.


—Interesante observación…


—Previsible más bien. Supongo que pensará que si realmente alguien se ha tomado el trabajo de hacerse pasar por el FBI para interrogarte, es porque existen muchas probabilidades de que sepas algo.


—Creo que tienes razón. Le interesó especialmente la descripción que le hice de esos dos hombres.


—En cualquier caso, la investigación acaba de empezar. Y las de este tipo suelen prolongarse durante meses… Incluso años.


—Gracias por los ánimos, compañero.


Lo había llamado «compañero». Estaba bromeando, por supuesto, pero aquella palabra tuvo el mismo efecto que si la hubiera pronunciado en serio. El de evocar el violento trauma que él también había sufrido.


—No creo que el sheriff haya dado mucho crédito a la carta, o a la llamada de teléfono.


—Me resulta difícil ponerme en su cabeza, averiguar lo que haya podido pensar —admitió Pedro—, excepto que tenías ganas de quedarte en esta casa, conmigo. O lo que es lo mismo… Salir de la cabaña.


—Él no ha dicho nada de eso.


—Pero muy bien podría haberlo hecho.


—Él no te conoce. Ni yo tampoco, por cierto. Eres muy poco comunicativo, y además, nunca hablas de ti. ¿Por qué? ¿Por qué insistes en rodearte de ese halo de misterio?


—Déjalo, Paula.


—Mira, no me gusta que dictes las reglas de nuestra relación, Pedro. Podemos hablar sobre mí, pero no sobre ti. Yo soy como un libro abierto. Y tú como un expediente confidencial.


—Nosotros no tenemos una relación, Paula. Alguien te amenazó a ti y a Kiara. Yo me ofrecí a protegerte.


—Así que básicamente eres mi guardaespaldas. ¿Es eso, Pedro?


—Básicamente, sí.


—Entonces supongo que al menos deberíamos hablar de dinero. ¿Cuánto cobra un guardaespaldas? ¿Diez dólares por hora?


La tensión del ambiente resultaba palpable. Pedro sabía que Paula estaba desahogando solamente una mínima parte de su frustración. Tenía que salir de allí antes de que pudiera hacer algo que luego tuviera que lamentar. Como estrecharla en sus brazos. En lugar de ello, se levantó y se dirigió hacia la puerta.


—Sólo quiero que sepas una cosa, Pedro. Sé que me ofreciste tu casa en el calor del momento. ¿Todavía quieres que me quede aquí?


Se detuvo en seco, aplastado por el peso del pasado. El silbido de las balas. Los chillidos. El cadáver.


—Quiero que te quedes, Paula.


Y se marchó antes de que ella pudiera ver su verdadera personalidad, quebrada la coraza con que se había protegido del mundo.




ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 23





Cuando Pedro volvió para ayudarla a cargar la furgoneta, Paula lamentaba ya profundamente tener que dejar la cabaña. Una vez limpia de polvo, insectos muertos y telarañas, ofrecía un aspecto realmente acogedor. El lugar ideal de vacaciones, para alguien que no hubiera recibido llamadas telefónicas amenazadoras en mitad de la noche, ni visitas de falsos agentes del FBI.


Pedro apenas había abierto la boca desde que regresó para echarle una mano. Paula esperaba que no hubiera cambiado de idea.


—Vamos, mami. Eres demasiado lenta.


—Ya voy.


—Creo que deberíamos llevarnos nuestro nuevo puente con nosotras —sugirió Kiara, mientras trotaba alegremente detrás de Pedro.


—Me temo que no hay espacio —replicó mientras cargaba la última caja en la furgoneta—. Además, ya no lo necesitamos.


—¿No tienes un arroyo en tu casa?


—Sí, pero yo ya tengo un puente, y lo suficientemente grande como para que pase un camión. Y también tengo un estanque.


—¿Pescas en él?


—Un poco. ¡Ah, y tengo un perro! Un labrador de color chocolate que se llama Mackie.


Los ojos de Kiara se iluminaron de entusiasmo.


—¿Podré jugar con él?


—Supongo que no tendrás más remedio. Mackie se asegurará de ello.


—Espero que le caiga bien.


—Acaríciale un poco, lánzale la pelota para que te la recoja y llévalo a bañar… Y te querrá eternamente.


—¿Tú tienes piscina?


—Más que piscina, es una charca.


—Mamá, ¿podemos ir a nadar a la charca del señor Pedro?


—Ya veremos.


—¿Cuándo lo veremos?


—Antes tendremos que deshacer el equipaje.


—Pero después de eso, ¿iremos?


—Sí, claro.


Paula se detuvo en la pasarela y se volvió para contemplar la cabaña. Había puesto tanta ilusión en aquellas vacaciones cuando dejó Columbus… Unas vacaciones sin preocupaciones, sin quebraderos de cabeza…


—¿Lista? —le preguntó Pedro.


—¿Y tú?


—Supongo que sólo hay una manera de averiguarlo.


No le pasó desapercibido el leve temblor de su voz.




ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 22




El juez Gustavo Arnold estaba sentado en un rincón de su club de Atlanta, llevándose un vaso de whisky escocés a los labios. Habitualmente no bebía licores fuertes tan temprano, pero ese día necesitaba hacerlo. Terminó la copa y pidió una segunda justo cuando Abigail entró en el salón.


—Perdón por el retraso —se sentó frente a él—. Había una emergencia en el hospital.


—Podías haber llamado.


—Más bien podía haber cancelado esta reunión. Porque creo que de todas formas, va a ser una pérdida de tiempo.


—Esa es tu opinión, no la mía.


—Te estás alterando por nada, Gustavo. Paula no va a decir nada… Porque no sabe nada.


—Estuvo allí, Abigail. Lo sabe.


—Ya te dije en aquel entonces que ella no comprendía lo que vio. Sólo tenía diez años.


Abigail dejó de hablar y sonrió en el instante en que se acercó el camarero.


—¿Qué le sirvo, señora Harrington?


—Un martini con vodka. Muy seco. Con dos aceitunas.


Gustavo removió su copa, haciendo sonar los hielos. No volvió a decir nada hasta que el camarero se hubo alejado.


—Hoy me he enterado de que es posible que el FBI se implique en esto. Si eso ocurre, la situación cambiará sensiblemente.


—No veo por qué.


—Me interrogarán.


—Entonces te sugiero que practiques tu versión de los hechos.


—No tengo ninguna versión.


—Claro que sí —Abigail se inclinó sobre la mesa y le puso una mano sobre la suya—. Te quedaste consternado por el descubrimiento. Tus contactos con la plantilla siempre fueron buenos, y los niños de la residencia estaban bien cuidados.


—Haces que todo parezca tan sencillo… Para ti siempre lo es.


—Porque nunca dejo nada al azar. Todo está controlado.


—Eso espero, Abigail. Lo espero de todo corazón. Porque si yo caigo, tú caerás conmigo. De eso puedes estar segura.


De repente entró un grupo de socios procedente del campo de golf, y ocupó una mesa no muy lejos de la suya. Abigail cambió bruscamente de tema, iniciando un monólogo sobre una galería de arte que acababa de abrir en la ciudad.


Una vez que el camarero volvió con su copa, bebió un par de tragos y se dispuso a levantarse. Le explicó a Gustavo que debía volver al hospital y le aseguró de nuevo que todo estaba controlado.


«Para ti sí, al menos», pronunció Gustavo para sus adentros mientras la veía alejarse. La hermosa, rica, confiada Abigail. Siempre se había salido con la suya y había conseguido lo que quería. Al principio había pensado que eso lo incluía a él. ¡Qué ingenuo había sido!


Pero esa vez no iba a pecar de ingenuo. Esa vez sería diferente.